La riada humana de la Diada puso
sobre la mesa la cuestión catalana. Mientras en Madrid la crisis económica servía
de escusa para azuzar un viento en contra de las autonomías, Barcelona consiguió
repentinamente cambiar su dirección apuntando ahora hacia la independencia.
Desde entonces no parece que haya otro debate que tomar posición a favor o en
contra, como si no hubiera nada más que decir.
Sabido es que el asunto de las
identidades nacionales ha conmovido siempre la historia de los pueblos y esa
historia, vista a la luz de la experiencia del siglo XX, arroja graves
interrogantes que obligan a considerar un punto de vista que pide paso. Me
refiero al que señala Hanna Arendt al final de Eichmann en Jerusalem. Aunque fue muy crítica con las formas de ese
proceso, no se privó en la última página de formular su acusación: Eichmann y
los suyos fueron reos de lesa humanidad porque llegaron a pensar que podían
escoger con quien cohabitar la tierra. Nadie tiene el poder de hacer tal
elección porque aquellos con quienes cohabitamos la tierra nos vienen dados
antes de toda opción. Si lo hacemos, destruimos la condición de posibilidad de
la vida política. Entiéndase bien: uno puede ir a vivir donde le plazca; lo que
no puede es decidir que el vecino se vaya o poner un muro para ignorarle. La
solemnidad y severidad de su juicio se entiende si tenemos en cuenta sus
consecuencias: si esgrimimos el derecho a decidir quién sea nuestro vecino,
podemos volverle la espalda o quitarle de en medio si no nos gusta y podemos
hacerlo.
Este apunte tan extremo nos interesa
hoy porque Arendt y las más lúcidas mentes de la postguerra entendían que esta
lección había que recordarla después no porque estemos en peligro de repetir la
historia, lo que no es el caso en absoluto, sino porque ese pasado inaugura un
tiempo postnacional. No podemos plantearnos el tema de los nacionalismos sin
tener en cuenta sus brutales resultados en el siglo XX y la violencia sobre la
que se han construido. Lo que se nos está diciendo es que las generaciones siguientes,
nosotros, no podemos plantearnos el tema de la cuestión nacional sin tener en
cuenta la experiencia de la barbarie.
A eso se refiere el deber de memoria que no
consiste en acordarnos de lo que pasó sino en repensar asuntos como el del
nacionalismo, teniendo en cuenta lo que pasó. Helmut Dubiel, sucesor de Habermas en la
dirección de la Escuela de Frankfurt, sacaba las consecuencias del
planteamiento arendtiano: "estamos pasando de una forma de legitimación
colectiva basada en la tradición a otra que integra la memoria de las
injusticias sobre las que está construido el presente". Lo que quiere decir
es que la identidad colectiva no estaría basada en los elementos de los que el
nacionalismo hoy dispone -lengua, cultura, sentimientos- ni siquiera en la
memoria de los propios sufrimientos, sino en la responsabilidad común por los
sufrimientos causados a otros, a esos que hemos quitado de en medio para estar
los que estamos y donde estamos.
Es un planteamiento sorprendente,
políticamente incorrecto, que sólo es aceptable en la medida en que tomemos en
serio o no el deber de memoria, referido ahora a cómo se han construido los
Estados. Pensar que el nacionalismo catalán ha recurrido a una lógica distinta
a la del español, es una ingenuidad. Se ha hecho paso negando las diferencias y
aprovechándose de los débiles. Por eso no hay que perder de vista la sólida
reflexión de Arendt sobre la maldad del hitlerismo. Vale aquí la sabiduría de El Roto en esa viñeta donde una abuela
pregunta al nieto: "¿No sientes el orgullo de ser español?". A lo que
responde el nieto: "Abuela, a mi me da vergüenza ser de cualquier
sitio".
Y, esto, ¿adónde nos lleva en el
debate actual? A entender que el camino de las identidades nacionales
insatisfechas, como la catalana, no puede ser el del viejo nacionalismo que
podía recurrir a la cultura de la Ilustración que empujaba a los pueblos a conformarse
como Estados. Hemos visto lo que ese planteamiento puede dar de sí y eso ya no
nos lo podemos permitir. El camino quizá sea otro. Lo primero es garantizar la
convivencia entre diferentes, pero no desde la indiferencia o el cálculo de
beneficios, sino desde el supuesto que sólo podemos ser tratados como
diferentes si nos hacemos cargo de la diferencia de los otros. Y como ya
tenemos una historia de negación de los diferentes, esa responsabilidad por los
otros pasa por rebajar las pretensiones de las propias identidades.
Luego podemos discutir de la forma
política que mejor garantice la cohabitación. Decía Franz Rosenzweig, un agudo
analista del Estado-nación, que todos tenemos
una casa (nacemos en el seno de un mundo particular con su lengua, cultura y costumbres)
pero todos somos más que la casa
(podemos cambiar el mundo recibido o ir a otro). Tener o ser, ese es el juego.
Reyes
Mate (El País, 26 de Octubre 2012)