6/12/16

Democracia y memoria, ¿dos categorías en conflicto?*

            De una manera instintiva relacionamos democracia con consenso  y a la memoria con conflicto porque abre heridas que desazonan. Jorge Semprún lo formula de la manera más extrema cuando dice, dando título a un libro suyo, "La escritura o la vida". Había que elegir entre la memoria que alimenta la escritura o sencillamente vivir. El eligió vivir aunque su vida, la del Federico Sánchez, en ese tiempo fuera todo menos sencilla.

            Slomo Ben Ami  también apunta la conflictividad de la memoria cuando afirma que hay decidirse entre "la justicia o  la paz". Cuando habla de justicia se refiere a la respuesta justa que merecerían las injusticias pasadas. Ese camino no lleva a la paz. Para vivir en paz -y se lo dijo a los palestinos y lo repitió en Bilbao, dirigido a los vascos- el camino es pasar página.

            Lo que late en formulaciones de ese tipo es que la política es de los vivos y no puede echar la vista atrás. La obligación del Estado es asegurar la vida de los vivos. Marx en La Cuestión Judía dice que todos los derechos humanos se resumen en el concepto de seguridad ("el derecho a que se le asegure al ciudadano la vida y la hacienda").

            Sólo podríamos superar esa conflictividad entre memoria y política si estableciéramos una relación entre la justicia de los vivos (lo que Benjamin llamaba "felicidad") y el hacer justicia a los muertos ("redención"). ¿Es eso posible? Digamos que esa relación siempre ha estado ahí como un problema y que la cultura lo ha resuelto a su modo, a saber, invisibilizando a los muertos. Son el coste del progreso. Hegel dixit. Así ha sido hasta que se han hecho visibles, un asunto tan reciente que muchos victimarios (ni ETA ni su entorno) se han enterado bien de qué va esto. La razón mayor de esa visibilización es un asunto de la memoria.


            Hablemos pues de la memoria. Como ya he dicho en las distintas confrontaciones que he tenido con los historiadores, hay distintas formas de memoria ya que el pasado es un rico caladero de sentido al que todo el mundo lanza sus redes. Los historiadores, desde luego, tienen su idea de memoria: algo subjetivo, es decir, no-objetivo y, también, algo privado y, por tanto, no público; desde el supuesto de que la historia es ciencia o algo que se le parece, la memoria es una aproximación no-científica a los hechos. También la literatura tiene su idea de memoria. Pensemos en Cien años de soledad. Macondo, Nuevo Mundo, un mundo lleno de desgracias porque sus habitantes nacen apestados del mal del olvido. La memoria que persigue el narrador se lleva mal con la del historiador, hasta el punto de que en una novela previa, Los funerales de la Mamá Grande, se descuelga con esta reflexión: “es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores”. También la teología sabe de memoria pues no en vano su rito fundamental es un memorial, un rito que hace presente un acontecimiento pasado (de pasión y de resurrección).

            Pero yo quisiera centrarme en idea que se hace la filosofía de la memoria. Es un viejo asunto, por eso hay muchos aspectos que tener en cuenta. Pero yo quisiera centrarme en una diferencia, la fundamental, entre la memoria de los antiguos, la de los modernos y la memoria actual. Consiste en esto: que la anámnesis platónica era un aposteriori y la memoria actual es un apriori. Expliquemos esto.

            En Platón la memoria es un aposteriori del conocimiento. Es lo que nos dice en el diálogo El Menon donde podemos apreciar distintos intentos explicativos(1): desde decir que el alma inmortal lo sabe todo en su existencia mítica, hasta que donde está todo sabido es en el lenguaje. En un caso y en otro el conocimiento humano es re-conocimiento. El experimento con el esclavo es significativo. Sócrates quiere demostrar su teoría de la memoria preguntando al esclavo. Mediante sabias preguntas el indocumentado esclavo acabará haciéndose con lo que sabe el lenguaje. Ese aprendizaje es para Sócrates anamnético.

            Digo que en este caso la memoria es un aposteriori del conocimiento porque el conocimiento ya ha tenido lugar y lo que hace la memoria es reconocerlo. Ese reconocimiento gracias a la memoria no es mera repetición de lo ya sabido, sino que es una auténtica creación. Es el paso de un conocimiento recibido ("doxa") a otro, razonado ("episteme"). El puente es la memoria que está compuesta no de piedras sino de preguntas que despiertan o sacan a la luz las razones profundas que sustentan a las opiniones.

            Hoy, sin embargo, la memoria es un apriori. ¿Cómo explicarlo? Digamos que esa memoria nace en Auschwitz. Aquello fue como un laboratorio del mal en el que se pusieron en evidencia algunas leyes del funcionamiento del mal que encontramos en otros muchos conflictos. ¿Qué leyes son esas? Al menos estas dos. En primer lugar, la ley de la doble muerte en el mismo crimen: muerte física y hermenéutica. El nazismo, lo sabemos, reducía a polvo o ceniza los cuerpos de los judíos, para no dejar huella, pero también se afanaba en no darle importancia. Es el momento del discurso invisibilizador. Los demás debían entender que esos judíos no valían nada, estaban de más. Había que quitar importancia, significación al crimen. Los nazis estaban tan convencidos de la enormidad (singularidad) del crimen que si alguien se escapaba del Lager y lo contara, nadie lo creería, como de hecho ocurrió.

          La segunda ley es "el deber de memoria". La memoria filosófica es un grito o, mejor, el gesto intelectual que sigue al grito. Ocurre, en efecto, que cuando las víctimas son liberadas, gritan "nunca más". Lo que han vivido no puede repetirse. Para evitarlo ellas tienen una propuesta que choca con la opinión de todos, incluso de los Aliados que las liberan, el deber de memoria. No el plan Marshall, o la constitución democrática para Alemania o más progreso. No, memoria, el deber de recordar. ¿Por qué esa insistencia que roza el empecinamiento? Pues porque han vivido algo inimaginable, impensable. Y lo impensable ocurrió. Cuando lo impensable ocurre se convierte en lo que da que pensar.

            Entonces, si queremos evitar la repetición de la barbarie no hay que fiarse de los sabios, ni de los políticos, ni de los economistas. Hay que fiarse de lo que ellos han pasado. Hay que tener siempre presente lo ocurrido.

            En este caso la memoria es un apriori porque el punto de partida del nuevo conocimiento no es el razonamiento sino el acontecimiento. Ese es el que da que pensar. Podemos incluso decir que el razonamiento que se postula lógicamente como el generador del conocimiento genera un conocimiento que es causa de la catástrofe y no su superación. Hay que desconfiar un punto del orgullo ilustrado que todo lo fiaba a la razón. Como dirá Goya “los sueños de la razón producen monstruos”.

            El Nuevo Imperativo Categórico -que es la formulación que da Adorno del deber de memoria, sin que le falte un punto de ironía- es un ambicioso proyecto cognitivo que propone re-pensar el concepto de verdad, de política, de ética y de estética a la luz de la barbarie.

            Ya tenemos relacionada memoria con política. El deber de memoria obliga a repensar la política a la luz de la experiencia de barbarie. Digo relacionadas y no enfrentadas pues lo que la memoria de Auschwitz plantea a la política es la exigencia de que se construya la historia pero no sobre víctimas, es decir, plantea una política sin víctimas. ¿Cómo se substancia esa relación entre memoria y política? Podemos responder si analizamos cómo la memoria afecta  a cada momento de la política.

            La memoria obliga a revisar, en primer lugar, la figura del ciudadano. De acuerdo con la teoría democrática, el sujeto político democrático es autónomo: lo soberano es su decisión y la soberanía política sólo puede ser el resultado de su decisión soberana.

            Pues bien, la memoria obliga a revisar esa autonomía o soberanía porque ese sujeto nace con una hipoteca. Hay que repensar al tiempo tres conceptos: autonomía, duelo por los sufrimiento causados y deuda respecto a las víctimas sobre las que se ha construido la historia. La primera conclusión de este planteamiento es que los votos no cancelan las deudas, ni las culpas, de la misma manera que no borran la corrupción, aunque los imputados saquen mayoría absoluta. Lo harían si los votos que emanan de la autonomía del sujeto fueran absolutamente soberanos. Pero no lo son.

            Pero hay más. Auschwitz es la prueba fehaciente de que el judío ha sido expulsado de la ciudadanía por razones raciales. El hitlerismo entendía la ciudadanía étnicamente. Hay que decir que en eso Hitler era muy moderno pues la sangre y la tierra son elementos constituyentes de la relación amigo-enemigo que, según Carl Schmitt, definen lo político.

            Lo nuevo es que el judío experimenta esa exclusión como negación total: para el nazi el judío no es que no sea ciudadano alemán, es que no es ciudadano.¿Por qué no pensar entonces la ciudadanía universalmente, es decir, sin exclusión? Eso sólo sería posible si la pensamos desde la exclusión, es decir, desde ese otro lugar excluido por la sangre y la tierra.

            Existe una figura que ha ahondado en esa dirección. Me refiero a la diáspora. La diáspora es un exilio que elabora esa circunstancia como una forma de existencia o, mejor, como una forma de ciudadanía. Lo que la caracteriza a la diáspora bíblica es, según Rosenzweig, un relación simbólica con la tierra, la lengua y el Templo. En Israel el judío cifraba su identidad en habitar la tierra de Israel, en hablar la lengua hebrea y en disponer de un único Templo donde se rendía culto al Dios verdadero.

            En el exilio, los profetas elaboran su nueva situación. No renuncian a esos elementos identitarios pero los entienden de otra manera: Israel no es la tierra en la que vivieron sino una Tierra Prometida; el hebreo no será su lengua de uso, sino una lengua ritual, Santa; el Templo será sustituido por la asamblea de judíos.

            La consecuencia inmediata de este planteamiento es que el judío vivirá en cualquier otro lugar sin identificarse del todo. Hablará otra lengua pero volverá a la suya en los ritos. Será de cualquier sitio y de ninguno. Como dice Rosenzweig: "esta distancia respecto a su tierra y a su lengua hace del pueblo judío el pueblo menos instalado en el mundo y el más enraizado en sí mismo" (MO 166). Este enraizamiento en sí mismo no hay que entenderle como ensimismamiento –la vocación universal del pueblo elegido siempre estará ahí- sino que la identidad no la recibimos, explicación comunitarista, sino que la creamos desde nuestra libertad.

            La diáspora plantea un tipo de ciudadanía que es cosmopolita pero no abstracta (como el cosmopolitismo de quien dice "no soy de ningún lugar"). Uno es español o argentino pero sólo parcialmente. La identidad diaspórica está bien expresada por Rosenzweig cuando dice “todos tenemos una casa pero todos somos más que la casa”.

            El concepto judío de diáspora plantea el exilio como forma de existencia. No parece que esa haya sido una experiencia exclusiva del pueblo elegido. La encontramos en una exiliada española, María Zambrano. Conviene detenerse en alguien como ella que gracias al exilio ha revolucionado el concepto de ciudadanía. Para empezar, llama a su exilio, diáspora: “la derrota que dio origen al exilio mío y de millones de gentes…fue diáspora", dejó dicho(2). Y es que la experiencia de exiliada que le tocó vivir no tenía que ver con la del refugiado que nunca se va de su patria(3), ni tampoco con la del desterrado, que siempre piensa en volver. Ella fue obligada al exilio, descubriendo en ese exilio forzado, su verdadera patria, a saber, ser exiliada. Inició el exilio pensando que llevaba consigo la auténtica historia de su país, esa que le es hurtada por los vencedores a los que se quedaban dentro. Pero lo realmente valioso no fue lo que se llevaba sino lo que encontró en el exilio.

            Zambrano reflexiona toda su vida sobre esta singular experiencia, dejando apuntes de hondura y originalidad innegables. Un hito importante de esta reflexión es la “Carta sobre el exilio”(4), escrita en 1961, y dirigida a amigos, a jóvenes inconformistas, que dentro de España se enfrentaban a la dictadura. Esos jóvenes antifranquistas han caído en lo que ella llama el "positivismo ahistórico" que no deja sitio a lo ausente. Estamos hablando de la autoridad propia de lo que ha llegado a ser (y del desprecio ontológico a lo que se ha quedado en el camino). El pasado, todo el pasado derrotado, debe ser "echado al olvido" porque resulta una hipoteca tan pesada que no es posible con ella la convivencia. Opinan que son los hijos de la guerra y no los padres los que tienen cartas que jugar. Mucho más importante que lo que los protagonistas de los dos bandos enfrentados tengan que decirnos o haya que decirles, es lo que se digan en la misma España los hijos de los vencidos y de los vencedores. Otro aspecto de ese “positivismo ahistórico” es que el único suelo sobre el que puede construirse la historia, incluida una historia nueva que supere el pasado, es la España que existe, que es la España de los vencedores.

            Ante semejantes tesis Zambrano se siente obligada a intervenir para evitar que los jóvenes repitan errores del pasado(5). Lo que tiene que decirles es que el exilio no es un accidente en nuestra historia sino la forma hispana de construirla. Eso es lo que ha aprendido el exiliado  y quiere comunicarles. "Somos memoria", les dice, del exilio, de los exilios que han jalonado la historia española. La memoria del exiliado es, en efecto, conciencia de la violencia sobre la que se ha construido España. Lo que sabe el exiliado y no puede olvidar es que “la historia de España está desde siglos como encantada ante un umbral, el de la guerra civil”…”Sobre la figura del exiliado se han acumulado todas las guerras civiles de la historia de España. Por todas ha tenido que ir pasando: todas las ha tenido que ir desgranando, hasta descubrir algunas no declaradas” (Zambrano, 1961, 70).

            Lo grave de esta historia es que pensábamos superar esta historia de violencia, olvidando. Vana empresa pues "la verdad es todo lo contrario... Lo pasado, condenado a no pasar, se convierte en un fantasma. Y los fantasmas, vuelven" (Zambrano, 1961, 70). Para desactivar la historia, hay que hacerla frente y entrar a fondo en el significado de los enfrentamientos. Esa es el rescate de la memoria. Lo que ella propone es mirar de frente ese pasado doloroso y así rescatar la parte pendiente de la misma, a saber, el sufrimiento olvidado. Para explicar el alcance político de esa mirada al pasado oscuro, Zambrano evoca el verso de León Felipe “toda la sangre de España por una gota de luz”. Esa luz es la que proyecta la experiencia del exiliado. Si conseguimos que esa luz ilumine nuestra historia, “no será ya necesario que vuelva a correr la sangre”. Ese es su primer mensaje: “somos memoria que rescata” (Zambrano, 1961, 69).

            La segunda palabra que quiere dirigirles se refiere a la ubicación de la verdadera patria. Ella empezó el exilio pensando que llevaba consigo la auténtica historia de su país, esa que les era hurtada a los vencedores que se quedaban dentro. Pero pronto descubriría que el exilio es un proceso radical de desprendimiento. Para empezar, la irreversibilidad de la salida. El exiliado deja atrás un mundo que nunca más volverá a tener. Es la irreversibilidad del paso de la frontera(6). Aunque vuelva, nunca más recuperará lo perdido. Sin tierra y sin mundo con el que identificarse(7), el exiliado está obligado a repensar su lugar en el mundo, es decir, a repensar el concepto de patria. El exilio es, dice ella, "el lugar privilegiado para que la Patria se descubra". Contra lo que pudiera parecer, la patria, la "patria verdadera", se descubre al perder la patria de toda la vida. Quien quiera adentrarse en esa nueva forma de patriotismo tiene que entender que "la patria verdadera tiene por virtud crear exilio"(8). No es pues el exilio una circunstancia que ha llevado al exiliado a profundizar en el concepto de patria, sino que la patria verdadera convierte a su habitante en un exiliado. ¿No dijo Bloch que la patria de uno es haberse ido?

            Esa nueva patria sólo aparece al final de un proceso de desprendimiento radical. Ese abandono es externo e interno. Francisco José Martín ha señalado oportunamente(9) cómo el republicanismo español en el exilio había acariciado largamente la idea de una restauración del orden democrático en España tras la victoria de los Aliados, pero “pronto descubrieron que la fue una ilusión y que ellos, los republicanos españoles en el exilio, fueron, en verdad, los únicos derrotados en las dos guerras" (Zambrano, 2008, 34). Si muchos habían vivido el exilio como una circunstancia provisional, pronto descubren que aquello era irreversible: "habían quedado al margen de la historia: en España se les negaba y en Europa se les olvidaba" (Zambrano, 2008, 36). Eran los únicos que habían perdido en el frente de los enemigos fascistas y en el de los amigos antifascistas.

            Abandono también interno. Sin circunstancias que se lo permita, el exiliado interioriza que carece de un proyecto de vida propio y, por tanto, que carece del futuro que proporciona el proyecto de vida. Cuando el exiliado ha perdido todo, la guerra, la tierra, su lugar en el mundo; cuando ya se sabe sin patria, más aún, cuando "ha dejado de buscarla" porque en el abandono en que se encuentra no hay lugar para la búsqueda, entonces se le revela la verdadera que no está conformada por tierra, lengua, relaciones o tradiciones, sino por haberse ido de todas esos lugares y establecer una  nueva relación, esta vez simbólica, con la tierra, la lengua y las tradiciones. El exiliado queda enraizado en sí mismo y eso le permite irse de cualquier lugar o estar en cualquier lugar pudiéndose ir. Zambrano entiende el exilio como Franz Rosenzweig la diáspora.

            La elaboración del pasado fratricida que Zambrano propone con su invocación de la memoria, es la resignificación del concepto de patria. Pero ¿podemos, los que no hemos hecho la experiencia del exilio, tomar en consideración ese concepto de patria? y, más aún, ¿puede un pueblo tomarse en serio una idea de patria que acaba con todas las patrias? María Zambrano está convencida que su concepto de patria es universalizable porque "todo hombre es un exiliado". Evoca el mito de la expulsión del paraíso para señalar que "fuimos arrojados de esa primera patria para realizarnos como hombres" (Ortega Muñoz, 2012, 26). Como dice Jacob Taubes la historia del hombre comienza el octavo día de la creación, el día que el hombre hace uso de su libertad,  y lo que ahí tiene lugar es una expulsión que no ha acabado. En el fondo de nuestra condición humana hay un desconocido, que somos cada uno de nosotros, cuyo es  "no tener lugar en el mundo, ni geográfico, ni político, ni ontológico. No ser nadie, ni un mendigo: no ser nada". El exiliado "anda fuera de si al andar sin patria ni casa. Al salir de ellas quedó para siempre fuera" (Ortega Muñoz, 2012, 31 y 32).

            Esta idea de que "el exilio es una dimensión esencial de la vida humana", va a contracorriente de la tradición política occidental que ha hecho del ciudadano  estatal -contrafigura del exiliado- su gran invento. Para esta tradición el exilio es el gran fracaso del ser humano que se queda sin Estado propio. Recordemos lo que decía Aristóteles del apolis: o menos o más que hombre, pero no ser humano. Pero entonces ¿cómo presentar como logro espiritual (liberarse de la patria carnal) lo que es un fracaso histórico (ser expulsado de tu tierra)? Zambrano es consciente de lo absurdo que puede ser la idea de que "el exilio es una dimensión esencial de la vida humana", dado el sufrimiento que ha provocado, de ahí que se contenga -"el decirlo me quema los labios, porque no quería que volviese a haber exiliados"-  pero lo mantiene porque ahora estamos hablando de un nuevo modo de ser en la historia, libremente asumido(10).

            Zambrano arriesga mucho cuando afirma que el exilio es la forma de existencia más propia del ciudadano. No se pretende desde luego abogar porque todo el mundo pase por las penas del exilio, sino más bien reflexionar sobre cómo ser ciudadano en un mundo construido sobre la marginación y la expulsión que incluye la experiencia del exilio. ¿Cómo? Hay que partir del hecho de que hay exilio. Hoy como ayer la historia política está asociada a la figura del exilio. Hay, pues, exiliados y, también ciudadanos, esto es, sujetos de derechos cívicos de y en esos mismos Estados que generan exilio.

            Cuando reflexionamos críticamente sobre este hecho, tendemos a pensar que la superación del exilio consiste en universalizar la figura del ciudadano ya existente. Que todo el mundo disfrute de los derechos y beneficios que tienen los ciudadanos de los Estados que reconocen la ciudadanía.

            Y ese es el problema o, mejor, ese es el error. Si hay exilio no puede haber universalidad ciudadana por expansión de la ciudadanía de los ya ciudadanos, sino que la ciudadanía universal debe ser pensada desde la negación de esa ciudadanía, tal y como propone la exiliada Zambrano. ¿Por qué?, ¿qué fuerza oculta tiene el exiliado que no tenga el ciudadano? o ¿qué debilidad congénita tiene el ciudadano que le impide colonizar el mundo con la benemérita ciudadanía? Su debilidad congénita es que este ciudadano ha convivido y convive sin problemas con la negación de la ciudadanía de otros en su propio país o allende del mismo. Una ciudadanía así tiene que ser de baja calidad. El destino de Matès Jablonka puede ilustrar bien esta sospecha. Se trata de un judío polaco que a primeros de los años treinta se hace comunista. Para un joven judío, habitante de uno de esos shettel dominados por la ortodoxia, esa militancia conllevaba una (auto)exclusión de su comunidad de origen y, también, un desafío a las autoridades polacas que se pagaba con la cárcel. Matès fue condenado a cinco años de prisión. Cuando sale, en 1937, decide salir de Polonia. Obtiene un pasaporte “válido para una única salida al extranjero”, es decir, sin retorno, y unos visados para Alemania, Checoslovaquia y Bélgica que le permiten el tránsito pero no la permanencia. Sale, pues, de Polonia sin regreso posible pero condenado a la ilegalidad de por vida pues su visado es de tránsito. Sale legalmente de Bélgica y entra clandestinamente en Francia donde es tratado como un delincuente. Acosado por la policía sobrevive gracias a la solidaridad de otros marginados, hasta que en la redada del Vél d’Hiv, en febrero de 1943, es capturado por la policía francesa, junto a otros 12.883, entregados a los nazis que ocupan Francia y deportados por estos a Auschwitz donde son poco después asesinados. La memoria de este Jablonka y de su esposa, Idesa, ha sido reconstruida por un nieto, hoy historiador francés, que abre graves interrogantes a lo largo de su conmovedora búsqueda sobre el tema que nos ocupa(11). En esos escasos cinco años que pasan en Francia, esta joven pareja que ha desafiado la ortodoxa judía y los primeros brotes fascistas, pagándolo con una severa cárcel, y que huyen al país de los derechos humanos, resulta que hacen la experiencia de un Partido Comunista Francés que persigue a los ilegales y de un gobierno francés que colabora con los nazis en la expulsión de los judíos. Sobreviven ese tiempo gracias fundamentalmente a la solidaridad de otros ilegales a los que hoy se les venera como héroes. Hoy, héroes, pero ayer se les negó la ciudadanía. ¿Cómo valorar esa ciudadanía, asentada en bases legales comunes a las que siguen rigiendo, que pudo disfrutar sus derechos mientras los supuestos legales de la misma mandaba a la cámara de gas a aquellos que, como Jablonka, no reunían las condiciones que esa legalidad había impuesto?

            Hay que buscar otra forma de entender la ciudadanía y esa nos lleva camino del exilio. El valor irrenunciable del exiliado es saberse un singular con todos los derechos cívicos. Esa conciencia es irrenunciable e innegociable. Esa conciencia de ser lo que la realidad le niega se expresa como negación de la negación, es decir, como rechazo de una situación que le niega lo que es suyo. La ciudadanía del exiliado consiste en negar fronteras, empezando por la de la sangre y la tierra, y cuestionando a continuación el poder que se arroga el Estado de decir quien es ciudadano y quien no.

            Esta afirmación de su singularidad irrenunciable y de su pretensión de universalidad (la exiliada que es María Zambrano plantea, como hemos visto, el exilio como la forma humana de existencia), emparenta al exiliado de Zambrano con la figura bíblica del "resto". El resto es, en un primer momento, lo marginado por la lógica del poder, pero que se entiende a sí mismo como lo que se sustrae al poder de esa lógica de la historia. Es un ejercicio que sistemáticamente practica el pueblo de Israel, mezclado con los demás pueblos, para cribar lo propio y separarlo así de lo común. Ese resto, que es exterior a la historia de la que es expulsado, tiene el poder de juzgarla en el sentido de que se arroga el poder de reivindicar exigencias de justicia que son impensables para una mentalidad chapada de acuerdo con la racionalidad del Estado. Ese resto, marginado de la historia, se erige en sujeto de unos derechos o exigencias que nacen de su singularidad irrenunciable, por eso son universales: porque trascienden lo que el poder de la historia piense o pueda respecto al susodicho resto y porque en él están incluidos todo lo marginado por la historia.

            Dice Zambrano que "sobre la figura del exiliado se han acumulado todas las guerras civiles de la historia de España", es decir, en el exiliado de hoy se dan cita todos los exilios sobre los que se ha construido la historia. Esa memoria es una cicatriz imborrable. La ciudadanía que encarna el exilio no puede ser ingenua, ni ingenuamente feliz, porque es consciente de una pérdida irreparable, por eso no puede haber una ciudadanía universal plenamente satisfecha, como la que pretende una ciudadanía universal  por agregación. La ciudadanía del exiliado es un estado de vigía o vigilancia y de relativización de la ciudadanía existente.

            Llegados a ese punto, se entiende que Zambrano no conciba su "vida sin el exilio", una experiencia que una vez hecha es irrenunciable, que nada ni nadie puede arrebatársela, ni siquiera el hecho de volver a España. Vuelve a un lugar que era suyo y del que fue violenta e injustamente expulsada, pero viene sin rencor, sin deseo de revancha o reparación(12). Gracias a la derrota encontró, en efecto, una forma nueva y superior de existencia. ¿No se apunta ahí un tipo de ciudadano cosmopolita pero encarnado?  Uno que, como decía Rosenzweig a propósito de Nathan el Sabio, “tiene casa, pero es más que su casa”.

            Helmut Dubiel avanza un paso más en la definición de la identidad nacional. Dice que “estamos pasando de una forma de legitimación colectiva basada en la tradición –es decir, en el culto al patriotismo, a los grandes hombres y gestas- a otra, mucho más democrática, que integra la memoria de las injusticias sobre la que está construido nuestro presente”(13). La identidad colectiva no vendría entonces de la parte triunfante de nuestra historia sino que serían "más bien las culpas compartidas en común a lo largo de su historia las que han creado en los seres humanos un sentido existencial de pertenencia determinado por sentimientos de culpa reprimidos”(14). Lo que quiere decir es que el secreto del vínculo común no sería la sangre, si siquiera estaría basado en la libre elección de sus miembros "sino en la complicidad silenciosa”, esto es, es esos excluidos que todos tendríamos como base oculta de lo que somos o queremos ser. Se entiende ahora la propuesta inicial de que la memoria obliga a repensar los conceptos de ciudadanía y de nacionalidad porque rompe las fronteras espaciales y temporales que los amparan.

            Habría que revisar igualmente el concepto de política teniendo en cuenta la memoria. Y eso nos lleva directamente a cuestionar la figura del Estado porque es atemporal. Si la IGM produjo una conmoción tan colosal fue porque se vio en ella la consumación y también la consumición del proyecto ilustrado. La IGM fue una de las lógicas consecuencias de la Ilustración y, al tiempo, su fracaso. No podemos olvidar que el Estado fue considerado como el mayor invento político de la humanidad: una “totalidad ética” decía Hegel porque conseguía reconciliar los intereses del individuo con los de la comunidad. Pero el hecho fue que el Estado lejos de reconciliar supuso el sacrificio del individuo y el recurso a la guerra como el medio natural de relación con los demás Estados. Así lo vio Rosenzweig en su obra Hegel y el Estado. El epicentro de su crítica al Estado hegeliano se ubica en el concepto de tiempo. El Estado no conoce más tiempo que el presente. Sólo le interesa mantenerse, por eso tiene que anular al pueblo porque este sí que tiene tiempo: tiene pasado, memorias, experiencias…y también tiene futuro ya que gracias a su memoria sabe que lo ocurrido no es la única posibilidad de la historia. A un Estado centrado en el presente, y combatiendo el pasado y el futuro, no le interesan ciudadanos sino la movilización general, esto es, seres a disposición del poder, dispuestos al sacrificio, como los ciudadanos movilizados en un estado de guerra. Ahora bien ¿qué significa una política con tiempo? La respuesta la de Jorge Semprún cuando dice que el campo de concentración es el lugar de la Unión Europea. De la memoria de esa experiencia nació el proyecto de una Europa unida. Lo grave es que ese proyecto ni ha roto el poder hegemónico de los Estados, ni hay memoria en la nueva generación de políticos europeos. Ante una situación semejante, Auschwitz es el acontecimiento que rompe la espesura de un tiempo inmovilizado como es el del pueblo sometido o sacrificado al poder del Estado.

             La memoria también altera la figura del político. El modelo vigente está diseñado en la escuela de Mandeville, autor de La fábula de las abejas o cómo los vicios privados hacen la prosperidad pública (escrito en 1729). La sociedad es como una colmena en la que cada cual va a lo suyo. ¿El resultado? Un panal de rica miel. La sociedad de los comerciantes, doctores, abogados, jueces, ministros o banqueros debería tomar nota de las abejas: si cada cual va a lo suyo, conseguiremos un Estado próspero. Pero, en la fábula de Mandeville, ocurrió, sin embargo, que las abejas acabaron interiorizando la crítica moralizante de que los vicios privados no pueden engendrar la prosperidad pública. Así que decidieron ser virtuosas. El resultado fue que al perder sus vicios, perdieron su grandeza: “todo arte y oficio yacían olvidados/la satisfacción, ruina de la industria, les llevaba a extasiarse ante la alacena casera/y no buscar nada más, ni desearlo”.  Y ahora viene la moraleja:

“Dejad, pues, de quejaros: sólo los tontos se esfuerzan
por hacer de un gran panal, un panal honrado.
Querer  gozar de los beneficios del mundo
y ser famosos en la guerra, y vivir con holgura,
sin grandes vicios, es vana
utopía en el cerebro asentada.
Fraude, lujo y orgullo deben vivir
mientras disfrutemos de sus beneficios…
Igualmente es benéfico el lujo
cuando la justicia lo poda y lo limita;
y, más aún, cuando un pueblo aspira a la grandeza,
tan necesario es para el Estado
como es el hambre para el comer”

            Este modelo no es único ya que es lo opuesto al de Aristóteles que no entendía una política justa sin políticos virtuosos. Dice, en su Etica a Nicómaco, que “la justicia es la virtud gracias a la cual se dice del justo que practica deliberadamente lo justo” (1134a), es decir, es la virtud mediante la cual el político hace obras justas porque está habitado  por la justicia. O, también, “el gobernante es el guardián de la justicia”. Eso “no le da derecho a tener más, si es justo”. Naturalmente que, como se dedica a impartir justicia, es decir, como vela por el interés de todos, habrá que retribuírselo, pero ¿cómo será la recompensa? La respuesta tiene su miga: “esta es el honor y la dignidad. Los que no se contentan con esto, serán tiranos” (1134b). Honores y dignidades otorga nuestra sociedad generosamente al político, aunque no parece que eso les baste.

            El político tiene que ser virtuoso, pero ¿en qué consiste la correspondiente virtud? Aristóteles responde claro para que se entienda. Dice que “las acciones virtuosas  serán justas … cuando el que las hace es virtuoso, es decir,  cuando el que las hace reúne las condiciones de la acción virtuosa, a saber, si las hace con conocimiento; después, eligiéndolas; en tercer si las hace con convencimiento… Por tanto las acciones se dirán justas si las hace un hombre justo; y es justo no es el que hace acciones justas, sino el que las hace como las harían los hombres justos” (Ética a Nicómaco, 1005b). Es decir que si el político quiere obrar bien y promover el bien común, tiene que ser virtuoso.

            Pero, ¡ojo!, para ser virtuoso  -justo, por ejemplo- no basta tomar decisiones justas, sino que quien las toma tiene que estar ya habitado por la justicia, tiene que ser un hombre justo. Para ser virtuoso hay que conocer bien el asunto, hay que decidir después de deliberar juiciosamente, y hay que mantener la decisión a pesar de las presiones en contra.

            Conviene detenerse en este punto porque Aristóteles, de un plumazo, dejaría fuera de juego a la mayoría de los políticos existentes que acceden al poder por haber demostrado mañas en la vida de los partidos políticos o por amiguismo o lealtad al jefe(15) . El político tiene que llegar a la política bien curtido.

            Lo que hay que reseñar es que la memoria obliga a un ajuste del concepto de virtud: la memoria añade algo. No se trata sólo de ser virtuosos. La virtud de los antiguos tenía un alcance limitado pues estaba condicionada a la naturaleza que tenía que llevar a su término. Ahora, en lugar de esa naturaleza, más o menos abarcable, lo que hay son preguntas, interpelaciones desde la injusticia, que piden ser oídas. El político a la altura de esa experiencia no es aquel que ha interiorizado los mecanismos de la virtud, el que está entrenado en las reglas de juego de la justicia, sino el que sabe escuchar. Por ahí iría la diferencia entre una virtud basada en la naturaleza y una virtud con memoria.

            Pues bien, lo más cercano al hombre virtuoso antiguo es el trapero benjaminiano cuyo es saber escuchar. Trapero en alemán se dice Lumpen, un término mayor en la jerga política clásica, como bien saben los viejos marxistas. Marx despreciaba al Lumpen porque eran unos parásitos andrajosos que no producían nada. Por esa misma razón cortejaba al Proletariat que, esos sí, hacían andar la rueda de la historia. Pensó en una revolución que reconociera al proletariado -clase explotada económicamente y ninguneada políticamente- en la esfera política un peso similar al que tenía en el proceso de producción.

            Esto se dijo hace siglo y medio. El capitalismo ha cambiado desde entonces. El problema ya no es tanto la explotación cuanto el consumo. El centro de gravedad se ha desplazado de la fábrica al escaparate y ahí sí tiene algo que decir el trapero. Die Lumpen, der Lumpensammler, es decir, los trapos y el trapero, son referencias fundamentales del capitalismo contemporáneo. La intuición de Benjamin ha sido bien documentada en tiempos recientes por el sociólogo Zygmunt Bauman(16). Lo que dice Bauman es que la globalización genera cantidades ingentes de basura, entendiendo por ello trapos, es decir, residuos materiales o basura. Pero también, cantidades ingentes de residuos humanos, esto es, seres humanos despojados sea de sus modos clásicos de vida, sea de nuevos modos de ganarse la vida

            Esto es una novedad. Es verdad que la modernidad o el progreso moderno es inconcebible sin un considerable costo humano y social. Hay testimonios muy elocuentes, como el de Charles Darwin, cuando  dice que "allí donde el europeo ha puesto el pie, la muerte parece perseguir al indígena”. El progreso salvador se convierte en su tumba. Representativa de nuestra forma de pensar es la opinión de Theodor Roosvelt que interpretaba el exterminio de los indios americanos como un servicio desinteresado a la causa de la civilización: "en el fondo, los colonos y los pioneros han tenido la justicia de su lado: este gran continente no podía seguir siendo un mero coto de caza para salvajes mugrientos"(17) .

            Esto ya se sabía. Lo nuevo es que  ya no valoramos esos “residuos” materiales o humanos, como un efecto colateral del sistema, sino como una exigencia del sistema. El sistema de producción y consumo cada vez genera más residuos, humanos y materiales, más basureros, porque lo que manda es un modo de vida del quita y pon, de desechar lo usado, de la corta duración, del sustituir y no del reparar. Se promociona la satisfacción inmediata, el prestigio de lo nuevo, de lo último, de la moda.

            Detrás de la sociedad de consumo hay una "cultura de casino" para la que nada está destinado a perdurar. Lo que no es consumible, no vale, por eso nada es digno de ser admirado o conservado. Todo es tan efímero e impredecible que la línea divisoria entre el trabajo y el desempleo, entre el lujo y la miseria, entre el poder y la impotencia es cada vez más frágil.

            Un dato a tener en cuenta  es que “la deuda ha perdido cualquier implicación moral adversa” (Bauman, 2005, 143). En alemán débito y culpa se dice con una única palabra, Schuld, pero esa relación tenía un reconocimiento general. Endeudarse, aunque fuera necesario, dejaba mal cuerpo. Ahora el que no se endeuda es un pardillo. La deuda es la posibilidad de la vida consumista: nos permite adelantar el disfrute, aunque nos encadenemos de por vida al banco.

            Para Bauman esta cultura -“cultura de casino”- es la del olvido porque no se siente ligada a ningún pasado (nada le parece admirable) ni a ningún porvenir (culto de la instantaneidad). Ha encontrado el elixir de la eternidad en la instantaneidad. Ahí no hay lugar para la memoria.

            Bauman ilustra la novedad del capitalismo contemporáneo comparando la figura del Gran Hermano, que dibujó Orwell, con la del Gran Hermano que se pasea incesantemente por los reality shows de las televisiones de todo el mundo. El de antes tenía por tarea no dejar salir y devolver al rebaño a las ovejas díscolas. Le interesaba la inclusión, el disciplinamiento, el encerramiento. El de los realitys shows se preocupa de dejar fuera a los sobrantes, a los menos aptos, menos competitivos. Juega con el destierro, el exilio… Ese nuevo GH ofrece sus servicios a la administración, denunciando a los sin papeles; a los bancos señalando a los insolventes; a los vecinos, manteniendo lejos a los indeseables… Es como el brazo ejecutor de los residuos  humanos.

            Esto es lo que da de sí el sistema de consumo, pero ¿por qué el trapero o el basurero debería ser un referente del político? ¿Qué tiene que buscar o re-buscar el político entre tanta basura?  No olvidemos que el trapero es alguien que vive entre y de la basura; alguien de nosotros que está ahí; alguien que se da cuenta de lo que está pasando y de lo que le está pasando. Pero también es un trapo más, una vida residual,  una de esas vidas desperdiciadas producidas por el sistema de consumo.
Tres son las lecciones que podemos aprender de él.

a) En primer lugar, nos dice cómo somos, cómo es el individuo de nuestra sociedad. Sólo le interesa el consumo. Sólo vale lo que puede ser consumido. Todos los valores tienen fecha de caducidad. Será por eso que la gastronomía se ha convertido en una religión o en el templo del arte y que se quiere comparar al cocinero Ferran Adriá con Picasso. Un arte efímero en el que lo definitivo son las sobras

            Nadie que aspire al favor de este ciudadano osará apostar por algo que transcienda la inmediatez. El político debería saber que defender un valor, aunque sea de derechas, es cepillar la historia a contrapelo.

b) La segunda lección es que nos enseña a enfrentarnos a la realidad que vivimos: sin prisas. El trapero observa todos los desastres que provocan las medidas económicas para luchar contra la deuda, por ejemplo. Toma nota de lo que significa despedir a alguien de su trabajo. La pobreza se traduce en estómagos vacíos de seres humanos, en humillación por no poder relacionarse con los demás, en frustración por tener que renunciar a los sueños de su vida.

            A diferencia de lo que hace el político -y sobre todo el asesor del político- no le obsesiona convertir la situación en un problema abstracto, sino que prefiere enterarse bien de lo que está pasando, empapándose de realidad. Se comporta al revés que el político a quien ese recuento minucioso del empobrecimiento le desasosiega. Prefiere huir de la quema, reunirse con los asesores y trasformar la angustia existencial en ecuaciones abstractas que pueda manejar. Lo que le encanta es salir a la tribuna y llenar el espacio con frases prometedoras  que no llenan el estómago ni alivian la angustia.

c) La tercera lección se refiere al alcance de la política, a lo que él espera de la política. Marx llenó al proletariado de ínfulas revolucionarias que no han tenido lugar. Querían cambiar el mundo. El trapero es mucho más sobrio. Se apunta al "mesianismo pobre" que no quiere cambiar todo sino sólo hacer algunos ajustes. Le basta con que la política trace dos rayas rojas que nadie podría traspasar. Una, por abajo, marcando el límite de la pobreza que no se debería sobrepasar porque arrojaría al menos favorecido al infierno de la inhumanidad; y otra por arriba, señalando el límite de la riqueza que nadie debería sobrepasar porque le deshumanizaría.


            Decía al principio que las víctimas se han hecho visibles. Al menos teóricamente, Hegel ya no convence. Pero ese proceso coincide con otro de signo opuesto. Se está produciendo al tiempo un trabajo de invisibilización. Como nos hace ver Bauman, nuestro sistema de globalización se ha convertido  "en una cadena de montaje de residuos humanos o de seres residuales". Nunca tantas víctimas como ahora y, sin embargo, el peso de sus tragedias cuenta poco en la solución de la crisis actual. De nuevo las víctimas son invisibilizadas. La experiencia de la barbarie no cuaja en categorías o conceptos con los que pensar la realidad. Este ejercicio de repensar categorías de tanta solera como ciudadano o político desde esa memoria, quiere ser una indicación del camino por recorrer si nos tomamos en serio el deber de memoria.

Reyes Mate (*Conferencia inaugural del XVIII Simposio del Instituto de Historia Social "Valentín de Foronda", titulado Construyendo Memorias. Conferencia inaugural: "Democracia y memoria: dos categorías en conflicto", 12 de junio, 2012.

Notas
(1) Sigo aquí a Emilio Lledó, 1984, La memoria del logos, Taurus, Madrid, 197-201.
(2) Quiero agradecer a Juan Fernando Ortega Muñoz y a la Editorial Anthropos que me hayan permitido conocer  el manuscrito María Zambrano. El exilio como patria. Edición, introducción y notas por Juan Fernando Ortega Muñoz, en fase de impresión. Es una impagable clarificación del pensamiento de María Zambrano sobre el exilio que debería ser definitivo en el debate español sobre la memoria histórica. Citaré el libro por  Ortega Muñoz, 2012 y la página correspondiente.
(3) “El refugiado se siente más fiel a su tierra que nunca, que nadie",  en Ortega Muñoz, 2012, 104.
(4) María Zambrano escribe la  “Carta sobre el exilio”, 1961, en Cuadernos por la libertad de la cultura, París, nr.  49, 1961, 65-70. En Ortega Muñoz, 2012, 49-64.
(5) En la medida en que muchos de esos jóvenes a los que iba dirigida la carta protagonizaron luego la transición política bajo el signo del olvido o del “echar al olvido”, que tanto da, hay que reconocer la perspicacia de  María Zambrano.
(6) "ya nunca más se repasaría esa frontera  o todo lo más se repasaría sin volver nunca a recuperar la situación que se perdía en ese momento",  citado en Ortega Muñoz, 2012,19-20.
(7)"Falta ante todo al exiliado el mundo, de tal manera es así que no sólo se es exiliado por haber perdido la patria primera, sino (por) no hallarla en parte alguna. Sólo tiene, pues, horizonte" , citado en Ortega Muñoz, 2012, 90.
(8) el exilio "es el lugar privilegiado para que la Patrias se descubra, para que ella misma se descubra cuando ya el exiliado ha dejado de buscarla...cuando ya se sabe sin ella, sin padecer alguno, cuando ya no recibe nada, nada de la Patria, entonces se le aparece...Tiene la patria verdadera por virtud crear exilio...de aquellos que, por haberla servido aún mínimamente, han de irse de ella... Es ante todo ser creyente el exiliado..." citado en Ortega Muñoz, 2012, 115.
(9) En su enjundiosa introducción a María Zambrano, 2000, España. Pensamiento, poesía y una ciudad. Edición de Francisco J. Martín, Biblioteca Nueva, Madrid.
(10) "Creo que el exilio es una dimensión esencial de la vida humana, pero el decirlo me quema los labios, porque no quería que volviese a haber exiliados, sino que todos fuesen seres humanos y a la par cósmicos, que no se conociera el exilio", en Ortega Muñoz, 2012, 122.
(11) Ivan Jablonka, 2012, Histoire des Grands-Parents que je n’ai pas eus, Seuil, París.
(12) "Los cuarenta años de exilio no me los puede devolver nadie, lo cual hace más hermoso la ausencia de rencor", Ortega Muñoz, 2012, 124.
(13) Helmut Dubiel, “La culpa política” en Revista Internacional de Filosofía Política, nr. 14, diciembre de 1999.
(14) Idem.
(15) El culto a la efebolatría practicada con un celo digno de mejor causa por el expresidente Rodríguez Zapatero, ilustra bien la acontemporaneidad de las tesis de Aristóteles. Acontemporáneas, sí, pero de indudable actualidad.
(16) Zygmunt Bauman, 2005, Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Paidos, Barcelona.
(17) Zygmunt Bauman,  2005, 56. En el fondo coincide con Vitoria que aduce como título de la conquista la importancia del comercio. (Cf.  Francisco Castilla, 1992, El Pensamiento de Francisco de Vitoria. Filosofía, política e indio americano, Anthropos, Barcelona).

Bibliografía
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Castilla, Francisco, 1992, El Pensamiento de Francisco de Vitoria. Filosofía, política e indio americano, Anthropos, Barcelona.
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Forster, Ricardo, 1997, El exilio de la palabra, Arcis-Lon, Santiago de Chile.
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Lledó Emilio, 1984, La memoria del logos, Taurus, Madrid.
Mendelsshon, Moses, 1991, Jerusalem o Acerca de poder religioso y judaísmo, Anthropos. (Edición bilingüe). Introd. trad. y n. de J. Monter Pérez.
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Zambrano, María, 1961,  “Carta sobre el exilio”, Cuadernos por la libertad de la cultura, París, 49 (1961): 65-70.
Zambrano, María, El exilio como patria. Edición, introducción y notas por Juan Fernando Ortega Muñoz (manuscrito en fase de impresión en Editorial Anthropos).