De una manera instintiva
relacionamos democracia con consenso y a
la memoria con conflicto porque abre heridas que desazonan. Jorge Semprún lo
formula de la manera más extrema cuando dice, dando título a un libro suyo,
"La escritura o la vida". Había que elegir entre la memoria que
alimenta la escritura o sencillamente vivir. El eligió vivir aunque su vida, la
del Federico Sánchez, en ese tiempo
fuera todo menos sencilla.
Slomo Ben Ami también apunta la conflictividad de la
memoria cuando afirma que hay decidirse entre "la justicia o la paz". Cuando habla de justicia se
refiere a la respuesta justa que merecerían las injusticias pasadas. Ese camino
no lleva a la paz. Para vivir en paz -y se lo dijo a los palestinos y lo
repitió en Bilbao, dirigido a los vascos- el camino es pasar página.
Lo que late en formulaciones de ese
tipo es que la política es de los vivos y no puede echar la vista atrás. La
obligación del Estado es asegurar la vida de los vivos. Marx en La Cuestión Judía dice que todos los derechos
humanos se resumen en el concepto de seguridad ("el derecho a que se le
asegure al ciudadano la vida y la hacienda").
Sólo podríamos superar esa
conflictividad entre memoria y política si estableciéramos una relación entre
la justicia de los vivos (lo que Benjamin llamaba "felicidad") y el
hacer justicia a los muertos ("redención"). ¿Es
eso posible? Digamos que esa relación siempre ha estado ahí como un problema y
que la cultura lo ha resuelto a su modo, a saber, invisibilizando a los
muertos. Son el coste del progreso. Hegel dixit. Así ha sido hasta que se han
hecho visibles, un asunto tan reciente que muchos victimarios (ni ETA ni su
entorno) se han enterado bien de qué va esto. La razón mayor de esa
visibilización es un asunto de la memoria.
Hablemos pues de la memoria. Como ya
he dicho en las distintas confrontaciones que he tenido con los historiadores,
hay distintas formas de memoria ya que el pasado es un rico caladero de sentido
al que todo el mundo lanza sus redes. Los historiadores, desde luego, tienen su
idea de memoria: algo subjetivo, es decir, no-objetivo y, también, algo privado
y, por tanto, no público; desde el supuesto de que la historia es ciencia o
algo que se le parece, la memoria es una aproximación no-científica a los hechos.
También la literatura tiene su idea de memoria. Pensemos en Cien años de soledad. Macondo, Nuevo
Mundo, un mundo lleno de desgracias porque sus habitantes nacen apestados del
mal del olvido. La memoria que persigue el narrador se lleva mal con la del
historiador, hasta el punto de que en una novela previa, Los funerales de la Mamá Grande, se descuelga con esta reflexión:
“es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar
desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional antes de que
tengan tiempo de llegar los historiadores”. También la teología sabe de memoria
pues no en vano su rito fundamental es un memorial, un rito que hace presente
un acontecimiento pasado (de pasión y de resurrección).
Pero yo quisiera centrarme en idea
que se hace la filosofía de la memoria. Es un viejo asunto, por eso hay muchos
aspectos que tener en cuenta. Pero yo quisiera centrarme en una diferencia, la
fundamental, entre la memoria de los antiguos, la de los modernos y la memoria
actual. Consiste en esto: que la anámnesis platónica era un aposteriori y la
memoria actual es un apriori. Expliquemos esto.
En Platón la memoria es un aposteriori del conocimiento. Es lo que
nos dice en el diálogo El Menon donde
podemos apreciar distintos intentos explicativos(1): desde decir que el alma
inmortal lo sabe todo en su existencia mítica, hasta que donde está todo sabido
es en el lenguaje. En un caso y en otro el conocimiento humano es re-conocimiento.
El experimento con el esclavo es significativo. Sócrates quiere demostrar su
teoría de la memoria preguntando al esclavo. Mediante sabias preguntas el
indocumentado esclavo acabará haciéndose con lo que sabe el lenguaje. Ese
aprendizaje es para Sócrates anamnético.
Digo que en este caso la memoria es
un aposteriori del conocimiento porque el conocimiento ya ha tenido lugar y lo
que hace la memoria es reconocerlo. Ese reconocimiento gracias a la memoria no
es mera repetición de lo ya sabido, sino que es una auténtica creación. Es el
paso de un conocimiento recibido ("doxa") a otro, razonado
("episteme"). El puente es la memoria que está compuesta no de
piedras sino de preguntas que despiertan o sacan a la luz las razones profundas
que sustentan a las opiniones.
Hoy, sin embargo, la memoria es un apriori.
¿Cómo explicarlo? Digamos que esa
memoria nace en Auschwitz. Aquello fue como un laboratorio del mal en el que se
pusieron en evidencia algunas leyes del funcionamiento del mal que encontramos
en otros muchos conflictos. ¿Qué leyes son esas? Al menos estas dos. En primer
lugar, la ley de la doble muerte en el mismo crimen: muerte física y
hermenéutica. El nazismo, lo sabemos, reducía a polvo o ceniza los cuerpos de
los judíos, para no dejar huella, pero también se afanaba en no darle importancia. Es el momento del discurso invisibilizador. Los demás debían
entender que esos judíos no valían nada, estaban de más. Había que quitar
importancia, significación al crimen. Los nazis estaban tan convencidos de la
enormidad (singularidad) del crimen que si alguien se escapaba del Lager y lo contara, nadie lo creería,
como de hecho ocurrió.
La segunda ley es "el deber de memoria". La
memoria filosófica es un grito o, mejor, el gesto intelectual que sigue al
grito. Ocurre, en efecto, que cuando las víctimas son liberadas, gritan
"nunca más". Lo que han vivido no puede repetirse. Para evitarlo
ellas tienen una propuesta que choca con la opinión de todos, incluso de los
Aliados que las liberan, el deber de memoria. No el plan Marshall, o la
constitución democrática para Alemania o más progreso. No, memoria, el deber de
recordar. ¿Por qué esa insistencia que roza el empecinamiento? Pues porque han
vivido algo inimaginable, impensable. Y lo impensable ocurrió. Cuando lo
impensable ocurre se convierte en lo que da que pensar.
Entonces,
si queremos evitar la repetición de la barbarie no hay que fiarse de los
sabios, ni de los políticos, ni de los economistas. Hay que fiarse de lo que
ellos han pasado. Hay que tener siempre presente lo ocurrido.
En
este caso la memoria es un apriori porque el punto de partida del nuevo
conocimiento no es el razonamiento sino el acontecimiento. Ese es el que da que
pensar. Podemos incluso decir que el razonamiento que se postula lógicamente
como el generador del conocimiento genera un conocimiento que es causa de la
catástrofe y no su superación. Hay que desconfiar un punto del orgullo
ilustrado que todo lo fiaba a la razón. Como dirá Goya “los sueños de la razón
producen monstruos”.
El
Nuevo Imperativo Categórico -que es la formulación que da Adorno del deber de
memoria, sin que le falte un punto de ironía- es un ambicioso proyecto
cognitivo que propone re-pensar el concepto de verdad, de política, de ética y
de estética a la luz de la barbarie.
Ya
tenemos relacionada memoria con política. El deber de memoria obliga a repensar
la política a la luz de la experiencia de barbarie. Digo relacionadas y no
enfrentadas pues lo que la memoria de Auschwitz plantea a la política es la
exigencia de que se construya la historia pero no sobre víctimas, es decir,
plantea una política sin víctimas. ¿Cómo se
substancia esa relación entre memoria y política? Podemos responder si
analizamos cómo la memoria afecta a cada
momento de la política.
La
memoria obliga a revisar, en primer lugar, la figura del ciudadano. De acuerdo
con la teoría democrática, el sujeto político democrático es autónomo: lo
soberano es su decisión y la soberanía política sólo puede ser el resultado de
su decisión soberana.
Pues
bien, la memoria obliga a revisar esa autonomía o soberanía porque ese sujeto
nace con una hipoteca. Hay que repensar al tiempo tres conceptos: autonomía,
duelo por los sufrimiento causados y deuda respecto a las víctimas sobre las
que se ha construido la historia. La primera conclusión de este planteamiento
es que los votos no cancelan las deudas, ni las culpas, de la misma manera que
no borran la corrupción, aunque los imputados saquen mayoría absoluta. Lo
harían si los votos que emanan de la autonomía del sujeto fueran absolutamente
soberanos. Pero no lo son.
Pero
hay más. Auschwitz es la prueba fehaciente de que el judío ha sido expulsado de
la ciudadanía por razones raciales. El hitlerismo entendía la ciudadanía
étnicamente. Hay que decir que en eso Hitler era muy moderno pues la sangre y
la tierra son elementos constituyentes de la relación amigo-enemigo que, según
Carl Schmitt, definen lo político.
Lo
nuevo es que el judío experimenta esa exclusión como negación total: para el
nazi el judío no es que no sea ciudadano alemán, es que no es ciudadano.¿Por
qué no pensar entonces la ciudadanía universalmente, es decir, sin exclusión?
Eso sólo sería posible si la pensamos desde la exclusión, es decir, desde ese otro
lugar excluido por la sangre y la tierra.
Existe
una figura que ha ahondado en esa dirección. Me refiero a la diáspora. La
diáspora es un exilio que elabora esa circunstancia como una forma de existencia
o, mejor, como una forma de ciudadanía. Lo que la caracteriza a la diáspora
bíblica es, según Rosenzweig, un relación simbólica con la tierra, la lengua y
el Templo. En Israel el judío cifraba su identidad en habitar la tierra de
Israel, en hablar la lengua hebrea y en disponer de un único Templo donde se
rendía culto al Dios verdadero.
En
el exilio, los profetas elaboran su nueva situación. No renuncian a esos
elementos identitarios pero los entienden de otra manera: Israel no es la
tierra en la que vivieron sino una Tierra Prometida; el hebreo no será su
lengua de uso, sino una lengua ritual, Santa; el Templo será sustituido por la
asamblea de judíos.
La
consecuencia inmediata de este planteamiento es que el judío vivirá en
cualquier otro lugar sin identificarse del todo. Hablará otra lengua pero
volverá a la suya en los ritos. Será de cualquier sitio y de ninguno. Como dice
Rosenzweig: "esta distancia respecto a su tierra y a su lengua hace del
pueblo judío el pueblo menos instalado en el mundo y el más enraizado en sí
mismo" (MO 166). Este enraizamiento en sí mismo no hay que entenderle como
ensimismamiento –la vocación universal del pueblo elegido siempre estará ahí-
sino que la identidad no la recibimos, explicación comunitarista, sino que la
creamos desde nuestra libertad.
La
diáspora plantea un tipo de ciudadanía que es cosmopolita pero no abstracta
(como el cosmopolitismo de quien dice "no soy de ningún lugar"). Uno
es español o argentino pero sólo parcialmente. La identidad diaspórica está
bien expresada por Rosenzweig cuando dice “todos tenemos una casa pero todos
somos más que la casa”.
El
concepto judío de diáspora plantea el exilio como forma de existencia. No
parece que esa haya sido una experiencia exclusiva del pueblo elegido. La
encontramos en una exiliada española, María Zambrano. Conviene detenerse en
alguien como ella que gracias al exilio ha revolucionado el concepto de
ciudadanía. Para
empezar, llama a su exilio, diáspora: “la
derrota que dio origen al exilio mío y de millones de gentes…fue
diáspora", dejó dicho(2). Y es que la experiencia de exiliada que le tocó
vivir no tenía que ver con la del refugiado que nunca se va de su patria(3), ni
tampoco con la del desterrado, que siempre piensa en volver. Ella fue obligada
al exilio, descubriendo en ese exilio forzado, su verdadera patria, a saber,
ser exiliada. Inició el exilio pensando
que llevaba
consigo la auténtica historia de su país, esa que le es hurtada por los vencedores
a los que se quedaban dentro. Pero lo realmente valioso no fue lo que se
llevaba sino lo que encontró en el exilio.
Zambrano reflexiona toda su vida
sobre esta singular experiencia, dejando apuntes de hondura y originalidad
innegables. Un hito importante de esta reflexión es la “Carta sobre el exilio”(4), escrita en 1961, y dirigida a amigos, a
jóvenes inconformistas, que dentro de España se enfrentaban a la dictadura. Esos jóvenes
antifranquistas han caído en lo que ella llama el "positivismo ahistórico" que no deja sitio a
lo ausente. Estamos hablando de la autoridad propia de lo que ha llegado a ser
(y del desprecio ontológico a lo que se ha quedado en el camino). El pasado,
todo el pasado derrotado, debe ser "echado al olvido" porque resulta
una hipoteca tan pesada que no es posible con ella la convivencia. Opinan que
son los hijos de la guerra y no los padres los que tienen cartas que jugar.
Mucho más importante que lo que los protagonistas de los dos bandos enfrentados
tengan que decirnos o haya que decirles, es lo que se digan en la misma España
los hijos de los vencidos y de los vencedores. Otro aspecto de ese “positivismo
ahistórico” es que el único suelo sobre el que puede construirse la historia,
incluida una historia nueva que supere el pasado, es la España que existe, que
es la España de los vencedores.
Ante semejantes tesis Zambrano se siente obligada a
intervenir para evitar que los jóvenes repitan errores del pasado(5). Lo que
tiene que decirles es que el exilio no es un accidente en nuestra historia sino la forma
hispana de construirla. Eso es lo que ha aprendido el exiliado y quiere comunicarles. "Somos
memoria", les dice, del exilio, de los exilios que han jalonado la
historia española. La memoria del exiliado
es, en efecto, conciencia de la violencia sobre la que se ha construido España.
Lo que sabe el exiliado y no puede olvidar es que “la historia de España está
desde siglos como encantada ante un umbral, el de la guerra civil”…”Sobre la
figura del exiliado se han acumulado todas las guerras civiles de la historia
de España. Por todas ha tenido que ir pasando: todas las ha tenido que ir
desgranando, hasta descubrir algunas no declaradas” (Zambrano, 1961, 70).
Lo grave de esta historia es que pensábamos superar esta
historia de violencia, olvidando. Vana empresa pues "la verdad
es todo lo contrario... Lo pasado, condenado a no pasar, se convierte en un
fantasma. Y los fantasmas, vuelven" (Zambrano, 1961, 70). Para desactivar
la historia, hay que hacerla frente y entrar a fondo en el significado de los
enfrentamientos. Esa es el rescate de la memoria. Lo que ella propone es mirar de frente ese pasado doloroso y así
rescatar la parte pendiente de la misma, a saber, el sufrimiento olvidado. Para
explicar el alcance político de esa mirada al pasado oscuro, Zambrano evoca el
verso de León Felipe “toda
la sangre de España por una gota de luz”. Esa luz es la que proyecta la
experiencia del exiliado. Si conseguimos que esa luz ilumine nuestra historia,
“no será ya necesario que vuelva a correr la sangre”. Ese es su primer mensaje:
“somos memoria que rescata” (Zambrano, 1961, 69).
La segunda palabra que quiere
dirigirles se refiere a la ubicación de la verdadera patria. Ella empezó el
exilio pensando que llevaba consigo la auténtica historia de su país, esa que
les era hurtada a los vencedores que se quedaban dentro. Pero pronto
descubriría que el exilio es un proceso radical de desprendimiento. Para
empezar, la irreversibilidad de la salida. El exiliado deja atrás un mundo que
nunca más volverá a tener. Es la irreversibilidad del paso de la frontera(6).
Aunque vuelva, nunca más recuperará lo perdido. Sin tierra y sin mundo con el
que identificarse(7), el exiliado está obligado a repensar su lugar en el
mundo, es decir, a repensar el concepto de patria. El exilio es, dice ella,
"el lugar privilegiado para que la Patria se descubra". Contra lo que
pudiera parecer, la patria, la "patria verdadera", se descubre al
perder la patria de toda la vida. Quien quiera adentrarse en esa nueva forma de
patriotismo tiene que entender que "la patria verdadera tiene por virtud
crear exilio"(8). No es pues el exilio una circunstancia que ha llevado al
exiliado a profundizar en el concepto de patria, sino que la patria verdadera
convierte a su habitante en un exiliado. ¿No dijo Bloch que la patria de uno es
haberse ido?
Esa nueva patria sólo aparece al
final de un proceso de desprendimiento radical. Ese abandono es externo e
interno. Francisco José Martín ha señalado oportunamente(9) cómo el
republicanismo español en el exilio había acariciado largamente la idea de una
restauración del orden democrático en España tras la victoria de los Aliados,
pero “pronto descubrieron que la fue una ilusión y que ellos, los republicanos
españoles en el exilio, fueron, en verdad, los únicos derrotados en las dos
guerras" (Zambrano, 2008, 34). Si muchos habían vivido el exilio como una
circunstancia provisional, pronto descubren que aquello era irreversible:
"habían quedado al margen de la historia: en España se les negaba y en
Europa se les olvidaba" (Zambrano, 2008, 36). Eran los únicos que habían
perdido en el frente de los enemigos fascistas y en el de los amigos antifascistas.
Abandono también interno. Sin
circunstancias que se lo permita, el exiliado interioriza que carece de un
proyecto de vida propio y, por tanto, que carece del futuro que proporciona el
proyecto de vida. Cuando el exiliado ha perdido todo, la guerra, la tierra, su
lugar en el mundo; cuando ya se sabe sin patria, más aún, cuando "ha
dejado de buscarla" porque en el abandono en que se encuentra no hay lugar
para la búsqueda, entonces se le revela la verdadera que no está conformada por
tierra, lengua, relaciones o tradiciones, sino por haberse ido de todas esos
lugares y establecer una nueva relación,
esta vez simbólica, con la tierra, la lengua y las tradiciones. El exiliado
queda enraizado en sí mismo y eso le permite irse de cualquier lugar o estar en
cualquier lugar pudiéndose ir. Zambrano entiende el exilio como Franz
Rosenzweig la diáspora.
La elaboración del pasado fratricida
que Zambrano propone con su invocación de la memoria, es la resignificación del
concepto de patria. Pero ¿podemos, los que no hemos hecho la experiencia del
exilio, tomar en consideración ese concepto de patria? y, más aún, ¿puede un
pueblo tomarse en serio una idea de patria que acaba con todas las patrias?
María Zambrano está convencida que su concepto de patria es universalizable
porque "todo hombre es un exiliado". Evoca el mito de la expulsión
del paraíso para señalar que "fuimos arrojados de esa primera patria para
realizarnos como hombres" (Ortega Muñoz, 2012, 26). Como dice Jacob Taubes
la historia del hombre comienza el octavo día de la creación, el día que el
hombre hace uso de su libertad, y lo que
ahí tiene lugar es una expulsión que no ha acabado. En el fondo de nuestra
condición humana hay un desconocido, que somos cada uno de nosotros, cuyo
es "no tener lugar en el mundo, ni
geográfico, ni político, ni ontológico. No ser nadie, ni un mendigo: no ser
nada". El exiliado "anda fuera de si al andar sin patria ni casa. Al
salir de ellas quedó para siempre fuera" (Ortega Muñoz, 2012, 31 y 32).
Esta idea de que "el exilio es
una dimensión esencial de la vida humana", va a contracorriente de la
tradición política occidental que ha hecho del ciudadano estatal -contrafigura del exiliado- su gran
invento. Para esta tradición el exilio es el gran fracaso del ser humano que se
queda sin Estado propio. Recordemos lo que decía Aristóteles del apolis: o menos o más que hombre, pero
no ser humano. Pero entonces ¿cómo presentar como logro espiritual (liberarse
de la patria carnal) lo que es un fracaso histórico (ser expulsado de tu tierra)?
Zambrano es consciente de lo absurdo que puede ser la idea de que "el
exilio es una dimensión esencial de la vida humana", dado el sufrimiento
que ha provocado, de ahí que se contenga -"el decirlo me quema los labios,
porque no quería que volviese a haber exiliados"- pero lo mantiene porque ahora estamos
hablando de un nuevo modo de ser en la historia, libremente asumido(10).
Zambrano arriesga mucho cuando
afirma que el exilio es la forma de existencia más propia del ciudadano. No se
pretende desde luego abogar porque todo el mundo pase por las penas del exilio,
sino más bien reflexionar sobre cómo ser ciudadano en un mundo construido sobre
la marginación y la expulsión que incluye la experiencia del exilio. ¿Cómo? Hay
que partir del hecho de que hay exilio. Hoy como ayer la historia política está
asociada a la figura del exilio. Hay, pues, exiliados y, también ciudadanos,
esto es, sujetos de derechos cívicos de y en esos mismos Estados que generan
exilio.
Cuando reflexionamos críticamente
sobre este hecho, tendemos a pensar que la superación del exilio consiste en
universalizar la figura del ciudadano ya existente. Que todo el mundo disfrute
de los derechos y beneficios que tienen los ciudadanos de los Estados que
reconocen la ciudadanía.
Y ese es el problema o, mejor, ese
es el error. Si hay exilio no puede haber universalidad ciudadana por expansión
de la ciudadanía de los ya ciudadanos, sino que la ciudadanía universal debe
ser pensada desde la negación de esa ciudadanía, tal y como propone la exiliada
Zambrano. ¿Por qué?, ¿qué fuerza oculta tiene el exiliado que no tenga el
ciudadano? o ¿qué debilidad congénita tiene el ciudadano que le impide
colonizar el mundo con la benemérita ciudadanía? Su debilidad congénita es que
este ciudadano ha convivido y convive sin problemas con la negación de la
ciudadanía de otros en su propio país o allende del mismo. Una ciudadanía así
tiene que ser de baja calidad. El destino de Matès Jablonka puede ilustrar bien
esta sospecha. Se trata de un judío polaco que a primeros de los años treinta
se hace comunista. Para un joven judío, habitante de uno de esos shettel
dominados por la ortodoxia, esa militancia conllevaba una (auto)exclusión de su
comunidad de origen y, también, un desafío a las autoridades polacas que se pagaba
con la cárcel. Matès fue condenado a cinco años de prisión. Cuando sale, en
1937, decide salir de Polonia. Obtiene un pasaporte “válido para una única
salida al extranjero”, es decir, sin retorno, y unos visados para Alemania,
Checoslovaquia y Bélgica que le permiten el tránsito pero no la permanencia.
Sale, pues, de Polonia sin regreso posible pero condenado a la ilegalidad de
por vida pues su visado es de tránsito. Sale legalmente de Bélgica y entra
clandestinamente en Francia donde es tratado como un delincuente. Acosado por
la policía sobrevive gracias a la solidaridad de otros marginados, hasta que en
la redada del Vél d’Hiv, en febrero de 1943, es capturado por la policía
francesa, junto a otros 12.883, entregados a los nazis que ocupan Francia y
deportados por estos a Auschwitz donde son poco después asesinados. La memoria
de este Jablonka y de su esposa, Idesa, ha sido reconstruida por un nieto, hoy
historiador francés, que abre graves interrogantes a lo largo de su conmovedora
búsqueda sobre el tema que nos ocupa(11). En esos escasos cinco años que pasan
en Francia, esta joven pareja que ha desafiado la ortodoxa judía y los primeros
brotes fascistas, pagándolo con una severa cárcel, y que huyen al país de los
derechos humanos, resulta que hacen la experiencia de un Partido Comunista
Francés que persigue a los ilegales y de un gobierno francés que colabora con
los nazis en la expulsión de los judíos. Sobreviven ese tiempo gracias
fundamentalmente a la solidaridad de otros ilegales a los que hoy se les venera
como héroes. Hoy, héroes, pero ayer se les negó la ciudadanía. ¿Cómo valorar
esa ciudadanía, asentada en bases legales comunes a las que siguen rigiendo,
que pudo disfrutar sus derechos mientras los supuestos legales de la misma
mandaba a la cámara de gas a aquellos que, como Jablonka, no reunían las
condiciones que esa legalidad había impuesto?
Hay que buscar otra forma de
entender la ciudadanía y esa nos lleva camino del exilio. El valor
irrenunciable del exiliado es saberse un singular con todos los derechos
cívicos. Esa conciencia es irrenunciable e innegociable. Esa conciencia de ser
lo que la realidad le niega se expresa como negación de la negación, es decir,
como rechazo de una situación que le niega lo que es suyo. La ciudadanía del
exiliado consiste en negar fronteras, empezando por la de la sangre y la
tierra, y cuestionando a continuación el poder que se arroga el Estado de decir
quien es ciudadano y quien no.
Esta afirmación de su singularidad
irrenunciable y de su pretensión de universalidad (la exiliada que es María
Zambrano plantea, como hemos visto, el exilio como la forma humana de
existencia), emparenta al exiliado de Zambrano con la figura bíblica del
"resto". El resto es, en un primer momento, lo marginado por la
lógica del poder, pero que se entiende a sí mismo como lo que se sustrae al
poder de esa lógica de la historia. Es un ejercicio que sistemáticamente
practica el pueblo de Israel, mezclado con los demás pueblos, para cribar lo
propio y separarlo así de lo común. Ese resto, que es exterior a la historia de
la que es expulsado, tiene el poder de juzgarla en el sentido de que se arroga
el poder de reivindicar exigencias de justicia que son impensables para una
mentalidad chapada de acuerdo con la racionalidad del Estado. Ese resto,
marginado de la historia, se erige en sujeto de unos derechos o exigencias que
nacen de su singularidad irrenunciable, por eso son universales: porque
trascienden lo que el poder de la historia piense o pueda respecto al susodicho
resto y porque en él están incluidos todo lo marginado por la historia.
Dice Zambrano que "sobre la
figura del exiliado se han acumulado todas las guerras civiles de la historia
de España", es decir, en el exiliado de hoy se dan cita todos los exilios
sobre los que se ha construido la historia. Esa memoria es una cicatriz
imborrable. La ciudadanía que encarna el exilio no puede ser ingenua, ni
ingenuamente feliz, porque es consciente de una pérdida irreparable, por eso no
puede haber una ciudadanía universal plenamente satisfecha, como la que
pretende una ciudadanía universal por
agregación. La ciudadanía del exiliado es un estado de vigía o vigilancia y de
relativización de la ciudadanía existente.
Llegados a ese punto, se entiende
que Zambrano no conciba su "vida sin el exilio", una experiencia que
una vez hecha es irrenunciable, que nada ni nadie puede arrebatársela, ni
siquiera el hecho de volver a España. Vuelve a un lugar que era suyo y del que
fue violenta e injustamente expulsada, pero viene sin rencor, sin deseo de
revancha o reparación(12). Gracias a la derrota encontró, en efecto, una forma
nueva y superior de existencia. ¿No se apunta ahí un tipo de ciudadano
cosmopolita pero encarnado? Uno que,
como decía Rosenzweig a propósito de Nathan el Sabio, “tiene casa, pero es más
que su casa”.
Helmut Dubiel avanza un paso más en la
definición de la identidad nacional. Dice que “estamos pasando de una forma de legitimación colectiva basada
en la tradición –es decir, en el culto al patriotismo, a los grandes hombres y gestas-
a otra, mucho más democrática, que integra la memoria de las injusticias sobre
la que está construido nuestro presente”(13). La identidad colectiva no vendría
entonces de la parte triunfante de nuestra historia sino que serían "más
bien las culpas compartidas en común a lo largo de su historia las que han
creado en los seres humanos un sentido existencial de pertenencia determinado
por sentimientos de culpa reprimidos”(14). Lo que quiere decir es que el
secreto del vínculo común no sería la sangre, si siquiera estaría basado en la
libre elección de sus miembros "sino en la complicidad silenciosa”, esto
es, es esos excluidos que todos tendríamos como base oculta de lo que somos o
queremos ser. Se entiende ahora la propuesta inicial de que la memoria obliga a repensar los conceptos de
ciudadanía y de nacionalidad porque rompe las fronteras espaciales y temporales
que los amparan.
Habría que revisar igualmente el concepto de política
teniendo en cuenta la memoria. Y eso nos lleva directamente a cuestionar la
figura del Estado porque es atemporal. Si la IGM produjo una conmoción tan
colosal fue porque se vio en ella la consumación y también la consumición del
proyecto ilustrado. La IGM fue una de las lógicas consecuencias de la
Ilustración y, al tiempo, su fracaso. No podemos olvidar que el Estado fue
considerado como el mayor invento político de la humanidad: una “totalidad
ética” decía Hegel porque conseguía reconciliar los intereses del individuo con
los de la comunidad. Pero el hecho fue que el Estado lejos de reconciliar
supuso el sacrificio del individuo y el recurso a la guerra como el medio
natural de relación con los demás Estados. Así lo vio Rosenzweig en su obra Hegel y el Estado. El epicentro de su
crítica al Estado hegeliano se ubica en el concepto de tiempo. El Estado no
conoce más tiempo que el presente. Sólo le interesa mantenerse, por eso tiene
que anular al pueblo porque este sí que tiene tiempo: tiene pasado, memorias,
experiencias…y también tiene futuro ya que gracias a su memoria sabe que lo
ocurrido no es la única posibilidad de la historia. A un Estado centrado en el
presente, y combatiendo el pasado y el futuro, no le interesan ciudadanos sino
la movilización general, esto es, seres a disposición del poder, dispuestos al
sacrificio, como los ciudadanos movilizados en un estado de guerra. Ahora bien
¿qué significa una política con tiempo? La respuesta la de Jorge Semprún cuando
dice que el campo de concentración es el lugar de la Unión Europea. De la
memoria de esa experiencia nació el proyecto de una Europa unida. Lo grave es
que ese proyecto ni ha roto el poder hegemónico de los Estados, ni hay memoria
en la nueva generación de políticos europeos. Ante una situación semejante,
Auschwitz es el acontecimiento que rompe la espesura de un tiempo inmovilizado
como es el del pueblo sometido o sacrificado al poder del Estado.
La memoria también altera la
figura del político. El
modelo vigente está diseñado en la escuela de Mandeville, autor de La fábula de las abejas o cómo los vicios
privados hacen la prosperidad pública
(escrito en 1729). La sociedad es como una colmena en la que cada cual va a lo
suyo. ¿El resultado? Un panal de rica miel. La sociedad de los comerciantes,
doctores, abogados, jueces, ministros o banqueros debería tomar nota de las abejas:
si cada cual va a lo suyo, conseguiremos un Estado próspero. Pero, en la fábula
de Mandeville, ocurrió, sin embargo, que las abejas acabaron interiorizando la
crítica moralizante de que los vicios privados no pueden engendrar la
prosperidad pública. Así que decidieron ser virtuosas. El resultado fue que al
perder sus vicios, perdieron su grandeza: “todo
arte y oficio yacían olvidados/la satisfacción, ruina de la industria, les
llevaba a extasiarse ante la alacena casera/y no buscar nada más, ni desearlo”. Y ahora viene la
moraleja:
“Dejad, pues, de
quejaros: sólo los tontos se esfuerzan
por hacer de un
gran panal, un panal honrado.
Querer gozar de los beneficios del mundo
y ser famosos en
la guerra, y vivir con holgura,
sin grandes
vicios, es vana
utopía en el
cerebro asentada.
Fraude, lujo y
orgullo deben vivir
mientras
disfrutemos de sus beneficios…
Igualmente es
benéfico el lujo
cuando la
justicia lo poda y lo limita;
y, más aún,
cuando un pueblo aspira a la grandeza,
tan necesario es
para el Estado
como es el
hambre para el comer”
Este modelo no es único ya que es lo
opuesto al de Aristóteles que no entendía una política justa sin políticos
virtuosos. Dice, en su Etica a Nicómaco,
que “la justicia es la virtud gracias a la cual se dice del justo que practica deliberadamente
lo justo” (1134a), es decir, es la virtud mediante la cual el político hace
obras justas porque está habitado por la
justicia. O, también, “el gobernante es el guardián de la justicia”. Eso “no le
da derecho a tener más, si es justo”. Naturalmente que, como se dedica a
impartir justicia, es decir, como vela por el interés de todos, habrá que
retribuírselo, pero ¿cómo será la recompensa? La respuesta tiene su miga: “esta
es el honor y la dignidad. Los que no se contentan con esto, serán tiranos” (1134b).
Honores y dignidades otorga nuestra sociedad generosamente al político, aunque
no parece que eso les baste.
El político tiene que ser virtuoso,
pero ¿en qué consiste la correspondiente virtud? Aristóteles responde claro
para que se entienda. Dice que “las acciones virtuosas serán justas … cuando el que las hace es
virtuoso, es decir, cuando el que las
hace reúne las condiciones de la acción virtuosa, a saber, si las hace con
conocimiento; después, eligiéndolas; en tercer si las hace con convencimiento… Por
tanto las acciones se dirán justas si las hace un hombre justo; y es justo no
es el que hace acciones justas, sino el que las hace como las harían los
hombres justos” (Ética a Nicómaco, 1005b).
Es decir que si el político quiere obrar bien y promover el bien común, tiene
que ser virtuoso.
Pero, ¡ojo!, para ser virtuoso -justo, por ejemplo- no basta tomar
decisiones justas, sino que quien las toma tiene que estar ya habitado por la
justicia, tiene que ser un hombre justo. Para ser virtuoso hay que conocer bien
el asunto, hay que decidir después de deliberar juiciosamente, y hay que
mantener la decisión a pesar de las presiones en contra.
Conviene detenerse en este punto
porque Aristóteles, de un plumazo, dejaría fuera de juego a la mayoría de los
políticos existentes que acceden al poder por haber demostrado mañas en la vida
de los partidos políticos o por amiguismo o lealtad al jefe(15) . El político tiene que llegar a la
política bien curtido.
Lo que hay que reseñar es que la
memoria obliga a un ajuste del concepto de virtud: la memoria añade algo. No se
trata sólo de ser virtuosos. La virtud de los antiguos tenía un alcance
limitado pues estaba condicionada a la naturaleza que tenía que llevar a su
término. Ahora, en lugar de esa naturaleza, más o menos abarcable, lo que hay
son preguntas, interpelaciones desde la injusticia, que piden ser oídas. El
político a la altura de esa experiencia no es aquel que ha interiorizado los
mecanismos de la virtud, el que está entrenado en las reglas de juego de la
justicia, sino el que sabe escuchar. Por ahí iría la diferencia entre una
virtud basada en la naturaleza y una virtud con memoria.
Pues bien, lo más cercano al hombre
virtuoso antiguo es el trapero benjaminiano cuyo es saber escuchar. Trapero en alemán se dice Lumpen, un término mayor en la jerga política clásica, como bien
saben los viejos marxistas. Marx despreciaba al Lumpen porque eran unos parásitos andrajosos que no producían nada.
Por esa misma razón cortejaba al Proletariat
que, esos sí, hacían andar la rueda de la historia. Pensó en una revolución que
reconociera al proletariado -clase explotada económicamente y ninguneada
políticamente- en la esfera política un peso similar al que tenía en el proceso
de producción.
Esto se dijo hace siglo y medio. El capitalismo ha cambiado
desde entonces. El problema ya no es tanto la explotación cuanto el consumo. El
centro de gravedad se ha desplazado de la fábrica al escaparate y ahí sí tiene
algo que decir el trapero. Die Lumpen,
der Lumpensammler, es decir, los trapos y el trapero, son referencias
fundamentales del capitalismo contemporáneo. La intuición de Benjamin ha sido bien
documentada en tiempos recientes por el sociólogo Zygmunt Bauman(16). Lo que
dice Bauman es que
la globalización genera cantidades ingentes de basura, entendiendo por ello
trapos, es decir, residuos materiales o basura. Pero también,
cantidades ingentes de residuos humanos, esto es, seres humanos despojados sea
de sus modos clásicos de vida, sea de nuevos modos de ganarse la vida
Esto es una novedad. Es verdad que
la modernidad o el progreso moderno es inconcebible sin un considerable costo
humano y social. Hay testimonios muy elocuentes, como el de Charles Darwin,
cuando dice que "allí donde el
europeo ha puesto el pie, la muerte parece perseguir al indígena”. El progreso
salvador se convierte en su tumba. Representativa de nuestra forma de pensar es
la opinión de Theodor Roosvelt que interpretaba el exterminio de los indios
americanos como un servicio desinteresado a la causa de la civilización:
"en el fondo, los colonos y los pioneros han tenido la justicia de su
lado: este gran continente no podía seguir siendo un mero coto de caza para
salvajes mugrientos"(17) .
Esto ya se sabía. Lo nuevo es
que ya no valoramos esos “residuos”
materiales o humanos, como un efecto colateral del sistema, sino como una
exigencia del sistema. El sistema de producción y consumo cada vez genera más
residuos, humanos y materiales, más basureros, porque lo que manda es un modo
de vida del quita y pon, de desechar lo usado, de la corta duración, del
sustituir y no del reparar. Se promociona la satisfacción inmediata, el prestigio
de lo nuevo, de lo último, de la moda.
Detrás de la sociedad de consumo hay
una "cultura de casino" para la que nada está destinado a perdurar. Lo
que no es consumible, no vale, por eso nada es digno de ser admirado o
conservado. Todo es tan efímero e impredecible que la línea divisoria entre el
trabajo y el desempleo, entre el lujo y la miseria, entre el poder y la impotencia
es cada vez más frágil.
Un dato a tener en cuenta es que “la deuda ha perdido cualquier
implicación moral adversa” (Bauman, 2005, 143). En alemán débito y culpa se
dice con una única palabra, Schuld,
pero esa relación tenía un reconocimiento general. Endeudarse, aunque fuera
necesario, dejaba mal cuerpo. Ahora el que no se endeuda es un pardillo. La
deuda es la posibilidad de la vida consumista: nos permite adelantar el disfrute,
aunque nos encadenemos de por vida al banco.
Para Bauman esta cultura -“cultura
de casino”- es la del olvido porque no se siente ligada a ningún pasado (nada
le parece admirable) ni a ningún porvenir (culto de la instantaneidad). Ha
encontrado el elixir de la eternidad en la instantaneidad. Ahí no hay lugar
para la memoria.
Bauman ilustra la novedad del
capitalismo contemporáneo comparando la figura del Gran Hermano, que dibujó
Orwell, con la del Gran Hermano que se pasea incesantemente por los reality shows de las televisiones de
todo el mundo. El de antes tenía por tarea no dejar salir y devolver al rebaño
a las ovejas díscolas. Le interesaba la inclusión, el disciplinamiento, el
encerramiento. El de los realitys shows
se preocupa de dejar fuera a los sobrantes, a los menos aptos, menos
competitivos. Juega con el destierro, el exilio… Ese nuevo GH ofrece sus
servicios a la administración, denunciando a los sin papeles; a los bancos
señalando a los insolventes; a los vecinos, manteniendo lejos a los
indeseables… Es como el brazo ejecutor de los residuos humanos.
Esto es lo que da de sí el sistema
de consumo, pero ¿por qué el trapero o el basurero debería ser un referente del
político? ¿Qué tiene que buscar o re-buscar el político entre tanta
basura? No olvidemos que el trapero es alguien
que vive entre y de la basura; alguien de nosotros que está ahí; alguien que se
da cuenta de lo que está pasando y de lo que le está pasando. Pero también es
un trapo más, una vida residual, una de
esas vidas desperdiciadas producidas por el sistema de consumo.
Tres son las lecciones que
podemos aprender de él.
a) En primer lugar, nos
dice cómo somos, cómo es el individuo de nuestra sociedad. Sólo le interesa el consumo.
Sólo vale lo que puede ser consumido. Todos los valores tienen fecha de
caducidad. Será por eso que la gastronomía se ha convertido en una religión o
en el templo del arte y que se quiere comparar al cocinero Ferran Adriá con
Picasso. Un arte efímero en el que lo definitivo son las sobras
Nadie que aspire al favor de este ciudadano osará apostar
por algo que transcienda la inmediatez. El político debería saber que defender
un valor, aunque sea de derechas, es cepillar la historia a contrapelo.
b) La segunda lección es
que nos enseña a enfrentarnos a la realidad que vivimos: sin prisas. El trapero
observa todos los desastres que provocan las medidas económicas para luchar
contra la deuda, por ejemplo. Toma nota de lo que significa despedir a alguien
de su trabajo. La pobreza se traduce en estómagos vacíos de seres humanos, en
humillación por no poder relacionarse con los demás, en frustración por tener
que renunciar a los sueños de su vida.
A diferencia de lo que hace el político -y sobre todo el
asesor del político- no le obsesiona convertir la situación en un problema
abstracto, sino que prefiere enterarse bien de lo que está pasando, empapándose
de realidad. Se comporta al revés que el político a quien ese recuento
minucioso del empobrecimiento le desasosiega. Prefiere huir de la quema,
reunirse con los asesores y trasformar la angustia existencial en ecuaciones
abstractas que pueda manejar. Lo que le encanta es salir a la tribuna y llenar
el espacio con frases prometedoras que
no llenan el estómago ni alivian la angustia.
c) La tercera lección se
refiere al alcance de la política, a lo que él espera de la política. Marx
llenó al proletariado de ínfulas revolucionarias que no han tenido lugar.
Querían cambiar el mundo. El trapero es mucho más sobrio. Se apunta al
"mesianismo pobre" que no quiere cambiar todo sino sólo hacer algunos
ajustes. Le basta con que la política trace dos rayas rojas que nadie podría
traspasar. Una, por abajo, marcando el límite de la pobreza que no se debería sobrepasar
porque arrojaría al menos favorecido al infierno de la inhumanidad; y otra por
arriba, señalando el límite de la riqueza que nadie debería sobrepasar porque
le deshumanizaría.
Decía
al principio que las víctimas se han hecho visibles. Al menos teóricamente,
Hegel ya no convence. Pero ese proceso coincide con otro de signo opuesto. Se está
produciendo al tiempo un trabajo de invisibilización. Como nos hace ver Bauman,
nuestro sistema de globalización se ha convertido "en una cadena de montaje de residuos
humanos o de seres residuales". Nunca tantas víctimas como ahora y, sin
embargo, el peso de sus tragedias cuenta poco en la solución de la crisis
actual. De nuevo las víctimas son invisibilizadas. La experiencia de la
barbarie no cuaja en categorías o conceptos con los que pensar la realidad.
Este ejercicio de repensar categorías de tanta solera como ciudadano o político
desde esa memoria, quiere ser una indicación del camino por recorrer si nos
tomamos en serio el deber de memoria.
Reyes
Mate (*Conferencia inaugural del XVIII Simposio del Instituto de
Historia Social "Valentín de Foronda", titulado Construyendo
Memorias. Conferencia inaugural: "Democracia y memoria: dos categorías en
conflicto", 12 de junio, 2012.
Notas
(1)
Sigo aquí a Emilio Lledó, 1984, La
memoria del logos, Taurus, Madrid, 197-201.
(2)
Quiero agradecer a Juan Fernando Ortega Muñoz y a la Editorial Anthropos que me
hayan permitido conocer el manuscrito María Zambrano. El exilio como patria.
Edición, introducción y notas por Juan Fernando Ortega Muñoz, en fase de
impresión. Es una impagable clarificación del pensamiento de María Zambrano
sobre el exilio que debería ser definitivo en el debate español sobre la
memoria histórica. Citaré el libro por
Ortega Muñoz, 2012 y la página correspondiente.
(3)
“El refugiado se siente más fiel a su tierra que nunca, que nadie", en Ortega Muñoz, 2012, 104.
(4)
María Zambrano escribe la “Carta sobre el exilio”, 1961, en Cuadernos por la libertad de la cultura,
París, nr. 49, 1961, 65-70. En Ortega
Muñoz, 2012, 49-64.
(5)
En la medida en que muchos de esos jóvenes a los que iba dirigida la carta
protagonizaron luego la transición política bajo el signo del olvido o del
“echar al olvido”, que tanto da, hay que reconocer la perspicacia de María Zambrano.
(6)
"ya nunca más se repasaría esa frontera
o todo lo más se repasaría sin volver nunca a recuperar la situación que
se perdía en ese momento", citado
en Ortega Muñoz, 2012,19-20.
(7)"Falta
ante todo al exiliado el mundo, de tal manera es así que no sólo se es exiliado
por haber perdido la patria primera, sino (por) no hallarla en parte alguna.
Sólo tiene, pues, horizonte" , citado en Ortega Muñoz, 2012, 90.
(8)
el exilio "es el lugar privilegiado para que la Patrias se descubra, para
que ella misma se descubra cuando ya el exiliado ha dejado de buscarla...cuando
ya se sabe sin ella, sin padecer alguno, cuando ya no recibe nada, nada de la
Patria, entonces se le aparece...Tiene la patria verdadera por virtud crear
exilio...de aquellos que, por haberla servido aún mínimamente, han de irse de
ella... Es ante todo ser creyente el exiliado..." citado en Ortega Muñoz,
2012, 115.
(9)
En su enjundiosa introducción a María Zambrano, 2000, España. Pensamiento,
poesía y una ciudad. Edición de Francisco J. Martín, Biblioteca Nueva, Madrid.
(10)
"Creo que el exilio es una dimensión esencial de la vida humana, pero el
decirlo me quema los labios, porque no quería que volviese a haber exiliados,
sino que todos fuesen seres humanos y a la par cósmicos, que no se conociera el
exilio", en Ortega Muñoz, 2012, 122.
(11)
Ivan Jablonka, 2012, Histoire des Grands-Parents que je n’ai pas eus, Seuil,
París.
(12)
"Los cuarenta años de exilio no me los puede devolver nadie, lo cual hace
más hermoso la ausencia de rencor", Ortega Muñoz, 2012, 124.
(13)
Helmut Dubiel, “La culpa política” en Revista Internacional de Filosofía
Política, nr. 14, diciembre de 1999.
(14)
Idem.
(15)
El culto a la efebolatría practicada con un celo digno de mejor causa por el
expresidente Rodríguez Zapatero, ilustra bien la acontemporaneidad de las tesis
de Aristóteles. Acontemporáneas, sí, pero de indudable actualidad.
(16)
Zygmunt Bauman, 2005, Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Paidos,
Barcelona.
(17)
Zygmunt Bauman, 2005, 56. En el fondo
coincide con Vitoria que aduce como título de la conquista la importancia del
comercio. (Cf. Francisco Castilla, 1992,
El Pensamiento de Francisco de Vitoria. Filosofía, política e indio americano,
Anthropos, Barcelona).
Bibliografía
Bensoussan, Georges, 2002, Une histoire intellectuelle du sionisme,
1860-1940, Editions Fayard, La Flèche.
Castilla,
Francisco, 1992, El Pensamiento de
Francisco de Vitoria. Filosofía, política e indio americano, Anthropos,
Barcelona.
Dubiel, Helmut, “La culpa
política” en Revista Internacional de
Filosofía Política, 14, (diciembre de 1999).
Forster, Ricardo, 1997, El exilio de la palabra, Arcis-Lon,
Santiago de Chile.
Jablonka,
Ivan, 2012, Histoire des Grands-Parents
que je n’ai pas eus, Senil, París.
Lledó
Emilio, 1984, La memoria del logos,
Taurus, Madrid.
Mendelsshon, Moses, 1991, Jerusalem o Acerca de poder religioso y
judaísmo, Anthropos. (Edición bilingüe). Introd. trad. y n. de J. Monter
Pérez.
Muñoz Molina Antonio, “Max Aub”, Letras Libres, 20 (2003): 42-45.
Pilatowsky,
Mauricio, 2008, La autoridad del exilio,
Plaza y Valdés, Madrid, 170.
Zambrano
María, 2000, España, Pensamiento, poesía y una ciudad
(Edición de Francisco J. Martín. Introducción de Francisco J. Martín),
Biblioteca Nueva, Madrid.
Zambrano, María,
1961, “Carta sobre el exilio”, Cuadernos por la libertad de la cultura,
París, 49 (1961): 65-70.
Zambrano,
María, El exilio como patria.
Edición, introducción y notas por Juan Fernando Ortega Muñoz (manuscrito en
fase de impresión en Editorial Anthropos).