El gesto de Pablo Iglesias,
saliéndose con los suyos del Congreso de los Diputados para no sumarse al minuto de silencio por Rita
Barberá alegando que no quería participar en “un homenaje político de alguien
cuya trayectoria está marcada por la corrupción”, ha sido recibido con sonoros
pitos (y algunos aplausos). El peligro de tanto ruido, sin embargo, es que pase
desapercibido lo esencial, esto es, el alcance de la distinción entre lo
público y lo privado.
Quien hoy visite el campo de
exterminio de Auschwitz podrá divisar, entre los pabellones de mujeres, hileras
de tazas de váteres expuestas a la luz del día y a la mirada de todos. Era así
entonces y estaba hecho con la idea de enseñar a los deportados que no había
lugar para la privacidad porque lo privado era público. Nada debía escapar al
panóptico del campo porque toda la existencia pertenecía a los carceleros. Se
moría cuando ellos lo decretaban y casos hay de enfermos que fueron curados
para que no se murieran y, ya sanos, pasaron sin más a las cámaras de gas. Lo
que caracteriza al totalitarismo es precisamente que todo lo privado es público.
Por eso y para señalar un límite a
la política, la democracia distingue entre público y privado. No todo es
política ni la política lo es todo. Hay zonas de la vida que no la pertenecen y
hay valores superiores que la juzgan y a
los que tiene que someterse. El momento más importante de esa privacidad que
trasciende la política es sin duda la muerte. Se muere solo y en el momento de
la agonía el moribundo sólo atiende a su nombre, al nombre propio, desprovisto
de todo título o apellido. El minuto de silencio que dedicamos a los muertos no
es para celebrar gesta alguna de su vida sino para bajar la cabeza ante el
misterio de la existencia. Acompañamos en el sentimiento a los suyos y
expresamos nuestro respeto ante una vida consumada.
Unidos Podemos no lo ha
entendido así. Hemos podido ver a un Iñigo Errejón diciendo que lo hacían
porque querían distinguir entre la vida pública de Rita Barberá, que
repudiaban, y, su vida privada, que respetaban. Entendía por tanto que el
minuto de silencio por su fallecimiento era un acto público, un “homenaje”.
Pero entonces ¿cuál es la dimensión privada de la muerte? ¿cómo imaginar una
demostración de respeto por la vida privada de la fallecida si ellos, los
políticos, siempre llevan encima su condición de tales? ¿ir a verla de
tapadillo al tanatorio? ¿quieren decir que un político no puede tener vida
privada? Claro que se puede politizar la muerte (lo estamos viendo con la muerte
de Fidel Castro), pero es cuando la instrumentalizan los vivos y cuando se la
priva de su naturalidad. En sí misma, esto es, vista desde el punto de vista
del fallecido, es un momento decisivo de privacidad. La muerte no es privada
porque lo decida el político sino porque es un acontecimiento singular e
indelegable. Ante un muerto debería rendirse todo cálculo político.
El asunto trasciende el caso que nos
ocupa y plantea la presencia invasiva de la política en la vida española. Será
verdad eso de que a la hora de las grandes decisiones la política ha dejado su
sitio a la economía, pero en la vida diaria la política lo ocupa todo. Juzgamos
a la gente por el partido al que vota; leemos el periódico y oímos la radio o
conectamos la emisora televisiva, siguiendo sus tendencias políticas. La
política, en vez de abrirnos, nos cierra y encierra. En esta desbocada carrera
politizadora Podemos parece sentirse
particularmente a gusto. Inauguraron su presencia en las Cortes cortejando a un
recién nacido y ahora, en el momento de la muerte, hacen mutis por el foro, en
un mismo ademán político. Todo, desde el nacimiento hasta la tumba, es político.
Politizando a lo privado responden a la lamentable privatización de lo público
que ha llenado de escándalos la vida política de los últimos. La misma
exigencia de transparencia, que tanto predican y que tan meritoria es, esconde
una mal disimulada voluntad de vigilancia y control que no augura nada bueno.
Hay quien ha escrito que “la sociedad de la transparencia es un infierno de lo
igual” y eso no porque sea preferible la opacidad sino porque lo que se nos
pide es que nos entreguemos voluntariamente a la mirada del otro, renunciando a
lo más propio, a lo que nos diferencia que es lo más singular o íntimo. Todo
debe ser expuesto a la mirada de los demás, de ahí que se haga sospechoso todo
lo que no es superficie o piel, es decir, superficial. Esta generación de
políticos se agita tanto de la mañana a la noche en foros públicos que uno se
pregunta si tienen vida privada, si leen
algo, si pasean solos, si tienen secretos.
Lógica entonces la reacción del
Partido Popular con su airada reacción, pero se equivocan al aprovechar la
indignación de muchos para cargar contra los críticos de la gestión pública de
Rita Barberá. No se puede utilizar la emoción de la muerte para borrar las
responsabilidades políticas. Al hacerlo lo único que consiguen es que sean
ellos ahora los que reproducen el vicio
que denuncian. Lo que unos y otros demuestran es que estamos instalados en una
voraz politización de la vida, por eso es tan difícil respetar la autoridad de
la muerte.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 3 de diciembre 2016)