Es indiscutible que el interés
por la memoria cotiza al alza. Resultaría abusivo decir, sin embargo, que la
nuestra es una era de la memoria, pero sí que cada vez está más presente. Habida cuenta de que lo que ha dominado
durante siglos era el olvido, este cambio puede ser considerado epocal.
Las razones de ese cambio son muchas
pero me arriesgo a pensar que la fundamental ha sido el cambio mismo en el
significado de memoria. Digamos que hay muchos tipos de memoria: de memoria, en
efecto, habla la historia, literatura, el arte, la teología o el psicoanálisis.
Ahora bien donde se ha producido el gran cambio ha sido en la filosofía, por
eso hay que relacionar el prestigio actual de la memoria con sus nuevos
contenidos y cometidos filosóficos.
Ese cambio, que es complejo,
puede expresarse brevemente diciendo que si la memoria de los antiguos y la de
los modernos era aposteriori, la
nuestra es apriori. Expliquemos esto.
En
Platón la memoria es un aposteriori
del conocimiento. Es lo que nos dice en el diálogo El Menon donde podemos
apreciar distintos intentos explicativos(1): desde decir que el alma inmortal lo sabe todo en su existencia
mítica, hasta que donde está todo sabido es en el lenguaje. En un caso y en
otro el conocimiento humano es re-conocimiento. El experimento con el esclavo
es significativo. Sócrates quiere demostrar su teoría de la memoria preguntando
al esclavo. Mediante sabias preguntas el indocumentado esclavo acabará
haciéndose con lo que sabe el lenguaje. Ese aprendizaje es para Sócrates
anamnético.
Digo que este caso la memoria es un aposteriori del conocimiento porque el
conocimiento ya ha tenido lugar y lo que hace la memoria es reconocerlo. Ese
reconocimiento gracias a la memoria no es mera repetición de lo ya sabido, sino
que es una auténtica creación. Es el paso de un conocimiento recibido ("doxa")
a otro, razonado ("episteme"). Gracias a la memoria lo conocido se
hace presente como pregunta, como búsqueda. La memoria es una huella que deja
lo conocido para que sea ahondado y transformado en un conocimiento fundado. La
anamnesis es algo más que repetición de lo ya sabido, pero empieza siendo una
huella que deja en nosotros lo ya sabido. (Lledó 1984: 197-201)
Hoy, sin embargo, la memoria es un apriori.
¿Cómo explicarlo? Atendiendo a su
génesis. Digamos que esa memoria nace en Auschwitz. Aquello fue como un
laboratorio del mal en el que se pusieron en evidencia algunas leyes del
funcionamiento de la historia que encontramos en otros muchos conflictos. ¿Qué
leyes son esas? Al menos estas dos. En primer lugar, la ley de la doble muerte
en el mismo crimen: muerte física y hermenéutica. El nazismo, lo sabemos,
reducía a polvo o ceniza los cuerpos de los judíos, para no dejar huella, pero
también se afanaba en no darlo importancia. Es el momento del discurso
invisibilizador. Los demás debían entender que esos judíos no valían nada,
estaban de más. Había que quitar importancia, significación, al crimen.
La
segunda ley es "el deber de memoria". La memoria filosófica es un
grito o, mejor, el gesto intelectual que sigue al grito. Ocurre, en efecto, que
cuando las víctimas son liberadas, gritan "nunca más". Lo que han
vivido no puede repetirse. Para evitarlo ellas tienen una propuesta que choca
con la opinión de todos, incluso de los Aliados que las liberan, el deber de
memoria. No el plan Marschall, o la constitución democrática para Alemania o
más progreso, sino memoria, el deber de recordar. ¿Por qué esa insistencia que
roza el empecinamiento? Pues porque han vivido algo inimaginable, impensable. Y
lo impensable ocurrió. Cuando lo impensable ocurre se convierte en lo que da
que pensar.
Entonces,
si queremos evitar la repetición de la barbarie no hay que fiarse de los
sabios, ni de los políticos, ni de los economistas. Hay que fiarse de lo que
ellos han pasado. Hay que tener siempre presente lo ocurrido.
En
este caso la memoria es un apriori
porque el punto de partida del nuevo conocimiento no es el razonamiento sino el acontecimiento. Ese es
el que da que pensar. Podemos incluso decir que el razonamiento que se postula
lógicamente como el generador del conocimiento genera un conocimiento que es
causa de la catástrofe y no su superación. Hay que desconfiar un punto del
orgullo ilustrado que todo lo fiaba a la razón. Como dirá Goya “los sueños de
la razón producen monstruos”
El
Nuevo Imperativo Categórico -que es la formulación que da Adorno del deber de
memoria, sin que le falte un punto de ironía- es un ambicioso proyecto
cognitivo que propone re-pensar el concepto de verdad, de política, de ética y
de estética a la luz de la barbarie.
Tenemos entonces que el deber de memoria no sólo tiene una dimensión temporal
sino también hermenéutica, es decir, no
sólo se refiere al rescate de un tiempo pasado sino también a lo ocultado o
invisibilizado por el presente. La tarea de la memoria no es sólo histórica
(traer el pasado al presente) sino también interpretativa, esto es, tiene que
preguntarse por el sentido moral y político que ese pasado tiene para el
presente.
Esto
afecta al pasado ya sea más o menos remoto (la guerra civil española y su
postguerra) , o cercano (el pasado terrorista de Eta), pero también al tiempo
presente, a lo ocultado por lo aparente del presente. Todo este territorio es
competencia del deber de memoria. En todos esos momentos estamos obligados a
pensar teniendo como punto de partida la experiencia de la negación, llámese
barbarie, holocausto, Hiroshima, injusticia o sufrimiento.
En
el presente español se dan cita muchos pasados ausentes de cuya visibilización
depende un tipo razonable de convivencia. La carga moral de lo político hoy
depende de la elaboración de esas memorias. Por razones de espacio, me voy a
centrar en este ensayo en la memoria de ETA, una organización actual cuyo
pasado terrorista sólo cesó hace un año pero de la que hay que hacer memoria
porque la invisibilización de las víctimas que ha conseguido en sus tiempos de
plomo sigue siendo actual. Ahora bien, ¿cómo se expresa el deber de memoria
referido a la invisibilización de las víctimas de ETA? ¿cómo lograr
visibilizarlas, es decir, captar su significación y dejarnos interpelar por él?
Es
verdad que, a diferencia de lo que ocurría hace treinta o cuarenta años, esas
víctimas se han hecho presentes. Hoy se cuenta con ellas y no hay discurso de
político español que no las invoca en asuntos mayores relacionados con la
política vasca. Hasta un dirigente abertzale tan significado como Arnaldo Otegi
anuncia a bombo y platillo que las pide perdón por los daños causados.
Lo
que llama la atención, sin embargo, es que la memoria y la voz de las víctimas
esté centrado, casi exclusivamente, en los presos, es decir, en los
victimarios. Digo que llama la atención porque el deber de memoria mira
preferentemente a las víctimas. Si la memoria es justicia, lo es porque se hace
cargo de las injusticias o daños causados a las víctimas. Si esa es la
perspectiva correcta, entonces la memoria de las víctimas debería partir de una
consideración de los daños causados que se erigirían en interpeladores en busca
de respuestas.
A la hora de
hacer un recuento de los daños causados, hay que reconocer que la violencia
etarra ha victimizado a muchas personas y también a la sociedad. Están
relacionadas pero son diferentes. El eje de la reflexión son las víctimas
personales, pero en este momento me voy a fijar en la sociedad como víctima no
porque sea lo más importante sino porque no se suele hablar de ello(2). ¿En qué
consiste la victimación de la sociedad? la sociedad ha quedado dividida (entre
los a favor y en contar de ETA. El elocuente testimonio de Carmen Hernández,
viuda de Jesús Pedrosa, concejal del PP de Durango)(3) y empobrecida (privada de víctimas,
victimarios y exiliados exterior e interiormente)
Para reparar esos daños (y, por tanto, para
hacer justicia a la sociedad) hay que restañar esas fracturas y recuperar para
la sociedad a los expulsados de ella por la violencia. Eso se lo debemos a la
sociedad vasca: a la presente y sobre todo a la futura. ¿Cómo recuperar a la víctima?
reparando lo reparable y haciendo
memoria de lo irreparable. Mucho se está haciendo sobre lo primero y muy
poco sobre lo segundo. No hay que perder de
vista, además, que la bala asesina lleva un mensaje político dirigido a
la víctima y a quien piense como ella. Les niega el ser ciudadano pues el
proyecto de muerte da a entender que en el futuro por el que los matones maten
no hay lugar para alguien como la víctima. Hacer justicia a la víctima es
reconocerles su pleno derecho de ciudadanía.
¿Cómo se recupera al victimario? Aquí hay dos estrategias. La primera sigue la senda
del derecho penal que recurre al castigo y al cumplimiento de la pena para
lograr la reinserción. La palabra clave es delito. La segunda, que consiste en
una nueva presencia del victimario en la sociedad, es resultado de "un
cambio interior" que se logra si se elabora la culpa. Delito y culpa
no son antitéticos, pero tampoco sinónimos. La culpa no conlleva impunidad pero
es mucho más que eso; el delito puede borrarse sin que la culpa se implique. Lo
que aquí se dice es que la fractura social que provoca el terrorismo no se
sutura con el mero cumplimiento de las penas sino con la elaboración de la
culpa.
Para aclarar el alcance de la culpa
puede ser de ayuda lo que ocurrió en la Alemania de la posguerra. Corría el año 1946. A punto estaba de
abrirse el Proceso de Nürenberg contra los grandes responsables nazis. Alguien, sin embargo, Karl Jaspers,
entendió que para superar el pasado y abrir una nueva época no bastaba con
castigar a los dirigentes nazis. Lo que procedía era que el pueblo alemán asumiera
sus responsabilidades aunque no estuvieran
tipificadas en el código penal. Escribió un librito -La pregunta de la culpa- en el que hablaba de una culpa moral y de
otra política ante las que cada alemán tenía que hacer examen de conciencia. La
culpa moral consistió en mirar hacia otro lado mientras el vecino era
secuestrado o asesinado; la culpa política, en haber sido miembro de un Estado
criminal sin haber tenido el coraje de hacerle frente de alguna manera. Para la
culpa legal importa el castigo, el cumplimiento de la pena; para la culpa moral
importa la liberación de ese peso, lo que implica un cambio interior.
Ese proceso moral era tanto o más
importante que el proceso judicial que tenía lugar en Nürenberg porque era el
que posibilitaría, según el autor del libro, Karl Jaspers, "el cambio
interior". Este es el punto crucial para sanear las sociedad. Si reducimos
el problema vasco actual a qué hacer con los presos, entonces podríamos pensar
que una vez resuelta de forma satisfactoria el asunto de la pena, superaríamos
el pasado y entraríamos en una fase de "normalización" o
"pacificación".
La culpa, un concepto esquivo, lleno
de resonancias religiosas y de mala prensa. Yo lo entiendo así. La culpa es, en primer lugar, algo objetivo.
Como dice Kepa Pikabea, autor de una veintena de asesinatos, en el documental Al final del túnel: "las armas te
dejan heridas que no cicatrizan nunca". Es la señal de Caín de la que
habla el Génesis.
Tras
el asesinato de su hermano Abel, Dios maldice a Caín. Abrumado por la enormidad
del castigo, replica Caín: "ahora me arrojas de esta tierra. Oculto a tu
rostro habré de andar fugitivo y errante
por la tierra y cualquiera que me encuentre me matará". "No será
así", replica Yahvé, " si alguien matara a Caín, este sería siete
veces vengado. Puso pues Yahvé a Caín una señal para que nadie que le
encontrase le matara". (Gn 4, 14-15). Esa señal, que no se puede borrar
con el castigo y que le sobrevive, es la culpa. La culpa no es, por tanto, una
mera creación de la conciencia (o, como se suele decir, de la conciencia
judeocristiana). Es la marca que deja en el sujeto moral la acción criminal,
una marca que la conciencia podrá silenciar pero cuyas exigencias no quedan
anuladas por la inconsciencia.
La
culpa es, en segundo lugar, algo subjetivo, asunto de la propia conciencia.
Llegar a sentirse culpable es la necesaria culminación de la culpa; es el final
de un proceso siempre difícil que necesita su tiempo y disponer de
circunstancias favorables. Sin sujeto que se reconozca culpable, la culpa no
alcanza su objetivo.
Hay
que decir, en tercer lugar, que la culpa es intersubjetiva. Si el delito se las
tiene que ver con la ley, la culpa se ventila entre la víctima y el verdugo,
entre el autor del daño y el dañado. Esa relación le resulta fatal al verdugo
porque si quiso imponerse a la víctima, demostrando con las armas su
superioridad sobre la víctima, acaba ésta convirtiéndose en su destino:
"destino" quiere decir que el sentido de su vida depende ahora de la
vida que él ha asesinado. Este aspecto ha sido muy bien captado por un filósofo
como Hegel. En un escrito de juventud titulado "El espíritu del
cristianismo y su destino" dice que al cometer un crimen y privar al otro
de su vida se produce un cambio imprevisto en el autor del crimen. Más allá de
la razón por la que quisiera matar (robo o política), descubre que lo hecho le
afecta y le altera en lo más íntimo: en su modo de vivir. Al quitar una vida se
ha quitado la vida y la vida que le queda siente la pérdida del otro como una
carencia propia, por eso anhela esa vida perdida. La desea. Desea que estuviera
ahí y que ojalá aquello no hubiera ocurrido(4).
La
culpa, finalmente, aunque sea personal e intransferible, tiene una dimensión
pública pues la "conversión" interna que propicia es la garantía de
un nuevo tiempo político
La elaboración de la culpa es un largo
proceso que lleva su tiempo y tiene que pasar por distintas fases. Lleva su
tiempo: recordemos que Lady Macbeth se mofa de su hermano cuando a éste le
asaltan los primeros remordimientos. Uno se los puede quitar de encima con la
facilidad con la que uno se limpia las manos. Pero al final de la obra vemos
cómo ella, enloquecida por el peso de la culpa, se lava una y mil veces como si
sintiera "ahora
clavados sus crímenes en sus manos".
Y tiene sus fases. Señalo al menos estas tres. En primer lugar, saberse y sentirse culpable. Esa
asunción de la culpa se expresa de modo gradual. Se empieza reconociéndose
culpable de haber infringido la ley o un principio abstracto pero no de la
sangre derramada, como le ocurre al protagonista de Crimen y Castigo que se lamentará de "haber matado un
principio pero no a una persona". Raskolnikov mata por una idea (la de
sentirse superior) y consigue matar a la idea (esa idea no se sostiene en él).
Otro tanto cabría decir del etarra que mata por una idea (la del "pueblo
vasco", según dicen expresamente). Habría que preguntarse si también mata a
la idea (del nacionalismo vasco en cuyo nombre mata). En un momento posterior
se podrá reconocer que matando al otro se ha matado a si mismo. Raskolnikov
llegará a reconocer que "no maté a la vieja sino a mi mismo".
Podríamos ilustrarlo con Hegel. Sólo al final reconocerá que a quien mató
realmente es al otro y que esa muerte es la que ha acarreado todos sus
infortunios. Ese daño al otro es lo que hará entender al criminal que su acción
no fue un acto grandioso, ni un acto heroico, ni la defensa de un ideal, ni un
acto de liberación, sino un acto culpable(5).
La segunda fase es la del
arrepentimiento que se da cuando el autor del crimen relaciona la muerte del
otro con la muerte propia. Como se desea vivir, se ansía la vida negada. El
criminal ha llegado a esa conclusión porque ha hecho la experiencia en sus
propias carnes que al matar al otro se ha destruido a sí mismo. Ese es el primer
paso: me hice daño a mi mismo. Como dice Raskolnikov a Sonia "a quien maté
fue a mi mismo y no a la vieja. De esta manera me maté yo para
siempre...".
Notemos que hay una gran distancia
entre reconocer el delito y arrepentirse. Para lo primero basta saber que ha
infringido la ley y que es merecedor del corriente castigo(6); para lo segundo
hay que adentrarse en el capítulo del daño que hace al otro y que se hace así
mismo. Hay que sentir la relación entre ambos daños. Es lo que tan gráficamente
expresa Pikabea: uno siente la herida que deja el crimen en uno mismo matando,
lo que ahora experimenta es la autoridad del otro. Desea entonces la vida del
otro por la cuenta que le tiene. Y relaciona su miseria con el daño al otro y
entonces lamenta o se arrepiente del daño causado.
La tercera fase consiste en
solicitar el perdón de la víctima que podría liberarle de la culpa. El perdón
es gratuito, aunque no gratis. Como dice
Carmen Hernández "perdonar es ir más allá de la justicia"(7).
No es una obligación, ni un olvido, es un gesto gratuito porque nadie puede obligar a la víctima a
concederle. El perdón es siempre un don, lo que no quiere decir que sea
arbitrario, como dice Robert Antelme, un superviviente de los campos nazis y
autor del imprescindible relato titulado La
especie humana.
Lo que la víctima no puede hacer,
dice, es invocar la venganza para denegar el perdón. Hay muchas formas de
venganza. Una, a la que el propio Antelme se opuso frontalmente, es al maltrato
del prisionero. Le indignaba que sus compañeros de cautiverio hicieran con los
presos alemanes lo mismo que éstos habían hecho con ellos. Llega a decir que
"teniendo en cuenta sus condiciones y el destino que le espera, el cautivo
siempre tiene razón"(8). Paga su delito con la privación de libertad, pero
no pierde su condición humana. Todo lo que haga ejerciendo esos derechos es su
derecho. Esto habría que tenerlo en cuenta a la hora de discutir el
acercamiento de los presos y la mejora de sus condiciones penitenciarias.
Lo inaceptable de la venganza, en
cualquier caso, consiste en confundir al criminal con el crimen, es decir,
identificar de tal manera al autor del crimen con su acción criminal que le
neguemos la posibilidad de hacer otras acciones buenas o de arrepentirse. El
victimario que se sabe culpable es otra cosa que su acción criminal. Gratuito,
por tanto, porque es un don, aunque no puede escudarse en la venganza para
denegarlo porque eso sería rebajarse al nivel del antiguo criminal. Pero no es
gratis pues exige la conciencia de culpa y el arrepentimiento. El objetivo del
perdón es la solicitud de una segunda oportunidad. El ofensor, que se sabe
autor de una acción perversa pero capaz de otras acciones porque no se
identifica totalmente con lo hecho, demanda a la víctima la oportunidad de
demostrar que puede comportarse de otra manera con ella.
Abundan testimonios de víctimas y de
victimarios que avalan la tesis de que el perdón libera. Libera al victimario
de su relación con la culpa y a la víctima del peso de ser víctima. Hay que
añadir a renglón seguido que el perdón supone una prueba de humanidad a la
víctima que puede o no perdonar.
En El Malestar de la
Cultura Freud sostiene
que "el primer requisito cultural es el de la justicia" (Freud, 2007,
87), es decir, el acto constitucional de la cultura -o de la "vida
humana"- es un acto de justicia entendiendo por tal un tipo de relación
social sin imposición de uno sobre otro u otros. Es también el punto de vista
que defiende Ernst Tugendhat cuando dice que la justicia es el primer rasgo de
la humanidad del ser humano, es decir, ese modo de ser que despide al modo ser
animal, caracterizado por el poder, por la imposición de uno sobre los demás.
La justicia así entendida sería incluso anterior a la aparición de la
moralidad.
Una opinión semejante es la de
Calderón, el autor de La vida es sueño. Segismundo es castigado, siendo
inocente, a llevar una vida animal. Su padre lo apartó de los hombres al tomar
en serio un sueño. El mismo se ve como un animal "soy un hombre de las
fieras y una fiera de los hombres", dice de sí mismo. Cuando por fin es
liberado, devuelto al mundo de los hombres y reconocida su dignidad de príncipe
y de soberano, pudiendo optar por la venganza contra quienes le han arrojado
del trono y de la condición humana, se decide por el perdón. El primer gesto de
ese ser humanizado es el del perdón. Ese momento es grandioso: "y cuando
fuera, escuchadme,/dormida fiera mi saña/ templada espada mi furia/mi rigor
quieta bonanza,/la fortuna no se vence /con injusticia y venganza,/porque antes
se incita más./ Y así, quien vencer aguarda /a su fortuna, ha de ser/ con
prudencia y con templanza". Opta por el perdón y además generosamente, con
sacrificio personal, porque enamorado de Rosaura acepta que se case con
Astolfo, su rival.
Puede que en Calderón mande una
tradición teológica, la cristiana, que liga la humanidad del ser humano al
hecho de ser perdonado y, consecuentemente, al deber de perdonar. En el
cristianismo la condición humana está marcada por un pecado de origen. La historia
del ser humano comienza, como dice Jacob Taubes, el octavo día de la creación,
cuando Adam hace uso de su libertad siendo su primera decisión una
transgresión. Dios interviene en esa historia con la gracia del perdón para que
pueda construir la historia desde la libertad y pueda también reconciliar lo
que el mal uso de la libertad fractura. Eso marca al ser humano que tendrá que
entender su acción humana como un acto de perdón de los demás: "como Dios
os perdonó, perdonaos también vosotros" (Col. 3,13). Pablo explica la
función arcóntica de Cristo en base a que asume la condición humana para
expresar el perdón de Dios y posibilitar la existencia de una humanidad
reconciliada: "Y todo proviene de Dios que nos reconcilió consigo por
Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación" (2 Cor. 5, 17-18).
El cristiano se juega la humanidad
en el perdón y eso plantea una grave pregunta a la víctima que, conforme a su
derecho, no quiere perdonar. Un amigo judío me preguntaba dolorosamente si el
hecho de no perdonar colocaba a la víctima en una situación de inferioridad
moral respeto a la que sí perdona. Quizá tenga la respuesta Derrida cuando
afirma una y otra vez que el perdón es de lo imperdonable. En la tradición
cristiana, al menos, la humanidad queda religada a este exceso que es la
gratuidad del perdón. Los cristianos no pueden eludir el perdón más que al
precio de negarse a sí mismos.
Pero el que, para un cristiano, el
perdón comprometa la humanidad de aquel al que se le pide perdón, no puede significar
una valoración negativa de la víctima que no quiere o no puede perdonar. Me
parece importante, en este sentido, la reacción de Consuelo Ordóñez, hermana de
Gregorio Ordóñez, el concejal del Partido Popular asesinado por ETA. Se
entrevistó con el asesino de su hermano, a quien vio sinceramente arrepentido,
pero para decirle que ella no podía perdonarle "porque quien tendría que
perdonarle está muerto"(9). En eso tiene toda la razón: la víctima
definitiva no es ella, una hermana, sino él, el asesinado. Pero entonces ¿qué
significa pedir perdón? Lo que significa es la disposición del victimario a
pedirle: el reconocimiento del daño irreversible y la autoridad -en la jerga
hegeliana: el destino- de la víctima en su plan de vida. No es un gesto vacío.
Conclusión
A ese proceso que desencadena la memoria y que acaba en el perdón(10), podríamos llamarlo proceso de
reconciliación, si aspiramos a una superación de la situación y,
por tanto, a un " nuevo comienzo". El punto de partida es una situación
conflictiva en la que hay víctimas y victimarios que dan señales de querer
salir de esa situación. La víctima expresa esa voluntad haciéndose visible y el
victimario, abandonando la lucha armada. Lo que procede entonces es elaborar la
experiencia vivida por una y otra parte. La elaboración de la víctima conlleva
demanda de justicia, que es personal y social. Hablamos de la justicia debida a
personas concretas, objetos del daño terrorista. Pero también hay un daño a la
sociedad que clama justicia.
El victimario, por su parte, tiene
que elaborar la suya a través de un largo proceso cuyo primer paso es el
reconocimiento de la culpa, culpa legal y sobre todo moral porque no sólo ha
infringido una ley sino que ha hecho daño al otro y a sí mismo.
Este doble atentado afecta a su
identidad. Si al matar pretendió demostrar la superioridad de sus ideas,
imponiéndose al otro hasta matarle, ahora descubre que depende de él. En ese
proceso de elaboración de la culpa muere un tipo de sujeto y nace otro. Muere
el que se pensaba tan superior que se sentía justificado para matar. Y nace
otro que al asumir su culpa construye su identidad desde la autoridad de la
víctima. El "cambio interior" ha tenido lugar y ese sujeto renovado
está listo para hacerse presente con voz propia en la nueva sociedad.
Podemos pensar entonces en una nueva
era política que nos convoca a todos: a las víctimas a las que reconocemos su
ciudadanía y, con ella, el rechazo a una sociedad con exclusiones; a los
victimarios que piden a las víctimas una segunda oportunidad porque reconocen
que son ellas la puerta giratoria que da entrada a la ciudad; a toda aquella
parte de la sociedad que consintió por activa o por pasiva y que se sabe
moralmente culpable. Es un gesto político de enorme calado moral pues
compromete el futuro. Se lo debemos a la nuevas generaciones, a las mismas a
las que se dirigía Manuel Azaña en su discurso del 18 de julio del 1938,
pidiendo "paz, piedad,
perdón"(11). Les/nos pedía que optemos por vivir en paz, pero no a
cualquier precio, sino desde la compasión y el perdón. La compasión nos invita
a fijarnos en el sufrimiento ajeno más que en el nuestro. Y también habla de
perdón porque quien recurre a la muerte
para resolver un conflicto en una sociedad democrática, siembra el mundo de
sufrimiento y queda marcado. Tengamos en cuenta que Azaña reconoce a los
muertos de la Guerra
Civil la grandeza de héroes, algo difícil de admitir en el
caso de los etarras que practicaban el tiro en la nuca sin exponerse lo más
mínimo. Pues bien, incluso esos, los héroes, son culpable y tienen que pedir
perdón.
Los
culpables, cualquiera que sea su origen, andarán errantes hasta que pidan a las
víctimas una segunda oportunidad para demostrarlas que pertenecen al mundo de
los humanos. La víctima tiene en sus manos el don de liberarse a sí misma y de
liberar al otro.
El interés por la memoria está en
relación proporcional a la importancia que demos al cambio interior a la hora
de imaginar nuevos tiempos en política. Eso nos lleva a primar el proceso de
elaboración de la culpa y a aproximarnos a la figura del victimario. Quienes
estamos "fuera" de los puntos calientes de la violencia, tendemos a
identificarnos con las víctimas, con el peligro de llegar a pensar que ese
campo es el nuestro, porque jamás podríamos estar en el otro, en el de los
violentos. Deberíamos entonces pensar que el dolor del otro es sagrado y que lo
que el otro, la víctima, pide no es que la compadezcamos sino justicia. La
mejor contribución nuestra a esa demanda es preguntarnos por nuestra propia
responsabilidad. También nosotros tendríamos que elaborar la culpa, como el
victimario. Javier Muguerza da un paso más al recordar que hay que hacerse
cargo de la figura del verdugo porque
cualquiera de nosotros puede, además de sufrir la violencia, ejercerla(12).
Reyes
Mate (Pasajes: Revista de pensamiento contemporáneo, 40, 2012-2013, 5-15)
Notas:
(1)
Sigo aquí a Emilio Lledó, 1984, La
memoria del logos, Taurus, Madrid, 197-201.
(2)
De la victimación personal me he ocupado en Reyes Mate, 2011, Justicia
de las víctimas, Anthropos, Barcelona.
(3) Cuenta que los chicos del instituto de al
lado venían con pancartas insultantes o con pintadas amenazantes que el
ayuntamiento no borraba, o con muñecos que abandonaban a la puerta de la casa
con un claro mensaje: "tu no eres inocente"; los vecinos te retiran
el saludo, quieren que te vayas. En "La reconciliación. Más allá de la
justicia", en diciembre 2003,
Cuadernos Cristianisme i Justicia, 122, 5-7.
(4)
"En el momento en que el criminal siente la destrucción de su propia vida
(al sufrir el castigo) o se reconoce como destruido (en la mala conciencia),
comienza el efecto de su destino, y este sentimiento de la vida destruida tiene
que transformarse en un anhelo por lo perdido. Lo que se siente como carencia
(la vida destruida del otro), se reconoce como una parte de si mismo, como
aquello que debiera haber estado en él y no está. Este hueco no es un no-ser,
sino la vida reconocida y sentida como lo que no está" (Hegel, 1978, 323).
(5)
La culpa puede sobrevivir al cumplimiento de la pena y también le puede
condicionar. Alguien que se sepa culpable, en el sentido que aquí se dice, está en mejores condiciones para incorporarse
a la sociedad que si pasa más tiempo en prisión: "sólo en eso reconocía su
delito: en que no lo había soportado y se había entregado a la justicia",
dice el narrador. Cf Dostoievski, F., 2011, Crimen
y Castigo, Cátedra, Madrid.
(6)
En Crimen y Castigo Raskolnikov lo
que reconoce es que no puso soportar el peso del crimen. Se reconoce culpable
de no haber estado a la altura del ser extraordinario que quería ser.
(7) Sobresaliente testimonio de Carmen
Hernández, viuda de Jesús María Pedrosa, concejal del PP de Durango, asesinado
por Eta el 4 de junio del 2000. Dice ahí: "el perdón no es una obligación,
no es olvido, no es una expresión de superioridad moral ni es una renuncia al
derecho.
El perdón es un acto liberador. Perdonar es ir más allá de la justicia.
esforzarnos en plantear el perdón, es proponerlo y hablar de él es invitar a
ser cada vez más persona", en "La reconciliación. Más allá de la
justicia", en diciembre 2003 Cuadernos
Cristianisme i Justicia, 122.
(8) Robert Antelme, 2010, Vengeance?, Hermann, Paris, 19.
(9)
Huelga decir que ese responsable reconocimiento de que la víctima en última
instancia es el asesinado nunca debería perderse de vista, tampoco a la hora de
decir "lo que las víctimas piensan". Se insinúa ahí la compleja
dialéctica entre la palabra del superviviente y el silencio del musulmán, entre guardar silencio y
guardar al silencio.
(10)
"El perdón es una forma de curación de la memoria, la terminación de su
duelo; liberado el peso de la deuda, la memoria es liberada para los grandes
proyectos. El perdón da un futuro a la memoria", Paul Ricoeur, 1995, Lo
justo, Barcelona, Caparrós, 195-6.
(11)
Decía Azaña: "es obligación moral sacar de la musa del escarmiento el
mayor bien posible. Y cuando la antorcha pase a otras generaciones, piensen en
los muertos y escuchen su lección: esos hombres han caído por un ideal
grandioso y ahora que ya no tienen odio ni rencor, nos envían el mensaje de la
patria que dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón".
(12)
Muguerza, J., 2003, 24 "La no violencia como utopía", en
Mardones-Mate, La ética ante las
víctimas, Anthropos, Barcelona. Dice el autor: "aún si éticamente hay
que tomar partido por las víctimas , ello no nos autoriza a identificarnos con
las víctimas como si sólo fuéramos capaces de padecer la violencia histórica y
no también ejercerla". Sólo así conseguiríamos que esa identificación con
la víctima no sea una cómoda forma de eludir nuestras responsabilidades
respecto a la violencia pasada o respecto a la lucha contra la violencia
presente.
Bibliografía
Antelme,
R., 2010, Vengeance?, Hermann, París.
Borowski, T., 2004, Nuestro
hogar es Auschwitz, Alba Editorial, Barcelona.
Derrida, J., 1996,
"Le siècle et le pardon", entretien avec Michel Wieviorka, en
Derrida, J., 1996, Foi et savoir,
Seuil, París, 101-133.
Dostoievski,
F., 2011, Crimen y Castigo, Cátedra,
Madrid.
Hegel, 1978, Escritos
de juventud, FCE, México.
Hegel,
2005, Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal (traducción de José Gaos), Tecnos, Madrid.
Jaspers,
K., 1987, Die Schuldfrage. Von der
politischen Haftung Deutschlands , Serie Piper, München (Karl Jaspers,
1998, El problema de la culpa,
Paidos, Barcelona).
Lledó,
E., 1984, E. La memoria del logos,
Taurus, Madrid.
Marx,
K-Brauer, B, La cuestión judía. Estudio
introductorio de Reyes Mate, Anthropos, Barcelona.
Mate,
R., 2011, Tratado de la injusticia,
Anthropos, Barcelona.
Muguerza,
J., 2003, "La no violencia como utopía", en Mardones-Mate, La ética ante las víctimas, Anthropos,
Barcelona.
Ricoeur,
P., 1995,"Sanction, réhabilitation, pardon", en Ricoeur, P., 1995, Le Juste, Editions Esprit, París,
193-209.
Semprún,
J., 2004, El largo viaje, Tusquets,
Barcelona.
Shakespeare,
W, 1982, Mcbeth, Clásicos de la
Literatura, Edimat Libros, Madrid,
Artículo
aparecido en la
revista Pasajes del pensamiento
contemporáneo, Valencia, Invierno 2012-2013, 5-16, ISSN 1575-2259.