Siempre ha habido víctimas pero han
sido insignificantes. Sólo ahora se han hecho visibles, es decir, nos hemos
dado cuenta de que han sido el precio de eso que llamamos progreso. Ahora ya es
de buen tono hablar de víctimas. Se hacen películas o se montan exposiciones
para ver la historia desde abajo. Era obligado tras tanto tiempo de olvido en
los relatos de la conquista española, de la historia de la esclavitud, de los
genocidios o de los episodios nacionales.
Pero como el dolor también tiene su
glamour y hay un embrujo diabólico en el horror, la víctima corre el peligro de
convertirse en artículo de consumo o en antídoto contra la memoria, es decir,
contra sí misma. Nada, en efecto, más ajeno al hecho de ser víctima que
presentarla como héroe. Primo Levi decía de ellos, las víctimas de los campos
de exterminio, que sobrevivieron los peores. La deshumanización alcanzó a los
carceleros, pero también a los deportados, porque “hay un umbral en la tortura
que cuando se le traspasa no hay dignidad posible”. Aunque hubo héroes, lo
significativo de la víctima no está en sus virtudes sino en la violencia que
tan injustamente se les aplica. La víctima denuncia con su sola presencia el
material del que está amasada la historia: el sacrificio de los débiles.
Por
eso no son de recibo los discursos que la convierten en héroe o en la autoridad
competente encargada de dictar la política penitenciaria o en la instancia
moral que debe velar sobre el modo de tratar el terrorismo en películas,
novelas o museos. Si son tan importantes es por otra razón, a saber, hacernos
ver todo el sufrimiento oculto sobre la que está construido nuestro bienestar y
de esa manera entendamos que si no queremos seguir haciendo lo mismo, tenemos
que tomarnos en serio todo el sufrimiento acumulado. La única forma interrumpir
la lógica fatal que domina la vida política y la vida doméstica es la memoria
de la víctima que nos permite conocer los cadáveres y escombros sobre los que
caminamos.
Esta sobria mirada sobre la
significación de la víctima debería condicionar la forma de representarla. El
Nobel de Literatura J.M. Cootzee denuncia en Elisabeth Costelo formas de narración que, aún sin quererlo, acaban
prolongando el acto criminal. Esto puede ocurrir por exceso de realismo pero
también cuando, con la mejor intención, el creador busca la empatía con la
víctima. Nada más consolador que colocarse del lado bueno, a salvo de toda
posible incriminación. Ahora bien, insultar al nazi, decapitar al dictador o
arrancar una placa conmemorativa de unos asesinatos reales, no ayudan nada a la
causa de la víctima porque esos gestos son parapetos que impiden la pregunta por
la propia responsabilidad, que es la única productiva. Es de nuevo Primo Levi
el que cuenta la cobardía de los deportados cuando, ante un compañero camino de
la horca que les animaba diciendo “adelante que yo seré el último”, reconoce
que no se atrevieron a quitarse la gorra en señal de respeto. Vale más esa
confesión que todas las bravuconadas porque revela de la naturaleza humana las
debilidades que el bravucón intenta
disimular.
Reyes
Mate, (El Periódico de Catalunya, 10
de diciembre 2016)