18/12/16

La soledad de la víctima

            Siempre ha habido víctimas pero han sido insignificantes. Sólo ahora se han hecho visibles, es decir, nos hemos dado cuenta de que han sido el precio de eso que llamamos progreso. Ahora ya es de buen tono hablar de víctimas. Se hacen películas o se montan exposiciones para ver la historia desde abajo. Era obligado tras tanto tiempo de olvido en los relatos de la conquista española, de la historia de la esclavitud, de los genocidios o de los episodios nacionales.

            Pero como el dolor también tiene su glamour y hay un embrujo diabólico en el horror, la víctima corre el peligro de convertirse en artículo de consumo o en antídoto contra la memoria, es decir, contra sí misma. Nada, en efecto, más ajeno al hecho de ser víctima que presentarla como héroe. Primo Levi decía de ellos, las víctimas de los campos de exterminio, que sobrevivieron los peores. La deshumanización alcanzó a los carceleros, pero también a los deportados, porque “hay un umbral en la tortura que cuando se le traspasa no hay dignidad posible”. Aunque hubo héroes, lo significativo de la víctima no está en sus virtudes sino en la violencia que tan injustamente se les aplica. La víctima denuncia con su sola presencia el material del que está amasada la historia: el sacrificio de los débiles.
Por eso no son de recibo los discursos que la convierten en héroe o en la autoridad competente encargada de dictar la política penitenciaria o en la instancia moral que debe velar sobre el modo de tratar el terrorismo en películas, novelas o museos. Si son tan importantes es por otra razón, a saber, hacernos ver todo el sufrimiento oculto sobre la que está construido nuestro bienestar y de esa manera entendamos que si no queremos seguir haciendo lo mismo, tenemos que tomarnos en serio todo el sufrimiento acumulado. La única forma interrumpir la lógica fatal que domina la vida política y la vida doméstica es la memoria de la víctima que nos permite conocer los cadáveres y escombros sobre los que caminamos.

            Esta sobria mirada sobre la significación de la víctima debería condicionar la forma de representarla. El Nobel de Literatura J.M. Cootzee denuncia en Elisabeth Costelo formas de narración que, aún sin quererlo, acaban prolongando el acto criminal. Esto puede ocurrir por exceso de realismo pero también cuando, con la mejor intención, el creador busca la empatía con la víctima. Nada más consolador que colocarse del lado bueno, a salvo de toda posible incriminación. Ahora bien, insultar al nazi, decapitar al dictador o arrancar una placa conmemorativa de unos asesinatos reales, no ayudan nada a la causa de la víctima porque esos gestos son parapetos que impiden la pregunta por la propia responsabilidad, que es la única productiva. Es de nuevo Primo Levi el que cuenta la cobardía de los deportados cuando, ante un compañero camino de la horca que les animaba diciendo “adelante que yo seré el último”, reconoce que no se atrevieron a quitarse la gorra en señal de respeto. Vale más esa confesión que todas las bravuconadas porque revela de la naturaleza humana las debilidades  que el bravucón intenta disimular.


Reyes Mate, (El Periódico de Catalunya, 10 de diciembre 2016)