Moisés es un mecánico sirio que
trabaja en un taller a pie de calle de una gran ciudad. En la acera se dan
citas coches averiados y muchos paseantes o vecinos atraídos por el carisma de
este sirio que ha sabido compartir desde las esperanzas por la primavera árabe
hasta los lamentos provocados por una
guerra que dicen está acabando. Le pregunto por Alepo y me muestra en la
pantalla de un móvil grasiento un vídeo que lo resume todo. Aparece la cabeza
agonizante de un cuerpo enterrado a quien unos soldados sirios le gritan en
árabe mientras le siguen echando paletadas de arena hasta cubrirle
completamente. "Le están diciendo, me traduce Moisés, que reconozca que al-Assad
es Dios", una blasfemia que al desgraciado, un yihadista fanático, le
tortura tanto como la asfixia del enterramiento.
Todos los comparecientes son árabes.
Él ha vivido buena parte de su vida en una de esas viejas ciudades donde
convivían chiitas, sunís, maronitas, caldeos y hasta nestorianos. Aquella
diversidad formaba parte desde tiempo inmemorial del paisaje y a nadie se le
hubiera ocurrido discriminar por sus creencias. Moisés se pregunta ahora ¿qué
ha pasado aquí para que los que antes
convivían ahora se maten? Porque las primeras víctimas de la mal llamada
violencia islámica son musulmanes. A lo largo del 2016 han muerto en Turquía
trescientas personas y cincuenta más en Egipto. En pocos años se ha pasado de
la hospitalidad a la hostilidad, como ocurrió en la ex-Yugoslavia, como había
ocurrido en la España inquisitorial. Mientras Moisés se hace esas preguntas
alguien llega con la noticia de que han abatido en Milán al terrorista de Berlín.
Nadie dice nada pero en el aire queda el contraste mediático entre la emoción
que ha provocado en el mundo entero el acto terrorista de Berlín y la
indiferencia ante los ataques terroristas en Turquía, Egipto, Irak y Afganistán.
Como si el terror fuera la norma del mundo islámico, la consecuencia de un
credo violento que ya hemos estigmatizado por antiilustrado y antidemocrático.
El cambio interior entre gente
pacífica y bien entrenada en el ejercicio de la tolerancia tiene que ver con el
cambio exterior. Si durante siglos estas tierras atraían a investigadores
convocados por sus secretos antiguos o a turistas seducidos por su milenaria
cultura o a creyentes de las religiones monoteístas en busca de sus raíces, los
nuevos ocupantes visten uniformes militares y llevan armas. Han venido de todas
partes del mundo para lanzar sus bombas en una especie de danza maldita donde
las parejas de baile son las que son pero siendo todas intercambiables: sirios
con rusos, americanos y franceses con otros sirios, sirios contra árabes. La
gente del lugar no entiende nada por eso Moisés, uno de ellos, nos pregunta a nosotros
los occidentales que venimos de la Ilustración y somos los custodios de los
valores civilizatorios si sabemos qué está pasando. Si es el petróleo o los
metales preciosos, dice que nos los llevemos en buena hora pero que les dejemos
vivir su vida en la pobreza y con la dignidad de siempre.
No hay razones morales que expliquen
esa furia destructora que se ha apoderado de propios y extraños, pero tiene que
haber alguna razón porque toda esa enormidad no puede ser un error. No se han
podido equivocar tantos a la vez: rusos, americanos, ingleses, franceses,
iraníes, árabes de todo color y condición. Naturalmente que hay
razones...inconfesables. Son múltiples y están al alcance de cualquier lector
de periódicos. En esta guerra todos los participantes han hecho su agosto,
también España. No habrá sido pues una guerra en balde porque las inversiones
en armamento, prestigio o poder han sido rentables.
Todas esas buenas razones
explicativas tienen en común convertir en inútil e insignificante el
sufrimiento de los miles de muertos y millones de desplazados. Sólo han perdido
la pobre gente que ha tenido la desgracia de estar ahí.
La guerra en Siria, como antes la de
Irak o Afganistán, son terrenos abonados para el odio. Ya hay una generación
envenenada que ha paseado el terror por Estambul, Berlín, Niza, Bruselas,
Madrid o Nueva York . Aunque la impotencia del hombre de la calle ante los
señores de la guerra es total, bien haríamos en detenernos un momento ante
quienes como Moisés se preguntan qué está pasando. Ante la tentación de
responder con algún tópico de los que están curso (casi todos vinculados con el
carácter violento del Islam), lo prudente es suspender el juicio y escuchar sus
preguntas que son como lamentos. Ellos se hacen preguntas y las respuestas que
esperan son las que daríamos a la masa de refugiados que vaga por Europa huyendo
de las bombas. La respuesta que esperan es que les acojamos y, mientras la
acogida llega, deberíamos echar un vistazo a
nuestro alrededor, y, si hay algún Moisés sirio, mecánico o cirujano, por
favor, ¡acerquémonos a él para decirle que lo sentimos! Ese sentimiento de
compasión no reparará los daños pero aportará un poco de calor humano que
podría ser prenda de un nuevo hogar.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 7 de enero 2017)