21/2/17

Dios ¿consuela o cuestiona?

Robert Wright, 2016, La evolución de Dios, Léeme, Madrid.
Franz Overbeck, 2016, La vida arrebatada de Friedrich Nietzsche, Errata Naturae, Madrid.


            Decía Walter Benjamin que “la religión es un asunto para espíritus libres”. Es posible que estuviera pensando en Abraham a quien Yahvé convoca para que recoja sus cosas y se vaya a una tierra extraña, dando a entender que la liberación es un exilio. Un Dios raro, este de los judíos, si tenemos en cuenta el variopinto mundo de los dioses. Nada extraño entonces que historiadores, filósofos y fenomenólogos se hayan dejado seducir por ese poliédrico embrujo y hayan intentado ofrecernos visiones panorámicas.


            Lo que Robert Wright nos propone en La evolución de Dios es un poco de todo. Hay historia pues rastrea con detenimiento el camino que va de las deidades de las tribus cazadoras-recolectoras hasta los dioses multinacionales de las religiones monoteístas. Y hay, además, filosofía, esto es, interés por indagar el sentido de las religiones en nuestro mundo. La publicidad del libro nos advierte que estamos ante un texto que “cuestiona todo lo que creías saber acerca de las religiones al tiempo que plantea un nuevo escenario completamente original y revolucionario”.

            La verdad es que el autor se inscribe en el frecuentado club de quienes piensan que es el hombre el que fabrica la religión o, si se prefiere, que la historia de Dios es la historia del hombre. Lo que esa historia pone de manifiesto es que ha habido una colosal evolución en la idea que los humanos se han hecho de Dios. Dios se ha dulcificado pero no por propio esfuerzo sino gracias al progreso moral del ser humano. Ha cambiado el mundo y así hemos cambiado a Dios. Por entre el medio millar de páginas fluyen dos tesis que vertebran el libro: que Dios es una ilusión o proyección del hombre y que esa ilusión es tan pertinaz a lo largo del tiempo que no habría que descartar la hipótesis de quizá exista algo así como lo divino. La divinidad sería entonces el sentido de la evolución, un proceso que estaría aún en marcha.

            El término “evolución” pesa mucho en este estudio porque no se limita a constatar los cambios que ha sufrido el concepto de Dios sino que remite a la teoría darwinista de la evolución de las especies. El darwinismo lo explica todo o casi. Por ejemplo, la culpa. Nos sentimos mal cuando pensamos que hemos ofendido a alguien. Grave error dice el darwinista: nos sentimos culpables porque ofendemos a alguien de quien podríamos obtener beneficios. Y ahora viene la doctrina: “nuestros juicios morales realmente fueron diseñados por la selección natural para servir a nuestro futuro desde una perspectiva de cálculo estratégico”. Como la cosa puede resultar un tanto despiadada, el autor recurre a la “imaginación moral” que sería como el taller de reparaciones donde se ajustan las piezas. Se le invita, en efecto, al sujeto moral a que tengan en cuenta a los demás…porque eso le traerá mayores beneficios. Como dice El Roto en una de sus viñetas: “el alma existe, sí, pero solo es un anticuerpo”.

            Uno acaba el libro y se pregunta por qué su autor ha dedicado tanto tiempo a escribir un libro así y para qué. Que el libro haya merecido ser finalista del Premio Pulitzer da idea de la calidad de su escritura y de su oportunidad. El libro se lee bien y encontrará lectores entre quienes coleccionan libros de autoayuda. Lo que sorprende no son los contenidos del libro sino que tenga lectores. Y los tiene porque el ser humano necesita consuelo y Robert Wright se lo proporciona.

            El problema es si Dios -al menos el judeocristiano, que es el que más merodea por estos lares- consuela o cuestiona. Esa es la cuerda por la que se han deslizado el teólogo Franz Overbeck y el filósofo Friedrich Nietzsche, unidos por la amistad y separados por las respuestas. Uno y otro piensan que “la religión se sostiene por sí misma”, es decir, que no resulta de la evolución de la especie. Nietzsche tenía muy claro que Occidente se explicaba desde la religión y no al revés. Más aún: veía en Pablo de Tarso al fundador de ese espacio público nuevo, llamado Occidente, que trascendía los límites del espacio judío, marcado por la sangre, y del espacio romano cuya universalidad no era más que la proyección de sí mismo. A Nietzsche, que prefería Atenas a Jerusalén, no le gustaba ese proyecto que además estaba agotado, de ahí su empeño en anunciar la muerte de Dios. Lo que no le pasaba por la cabeza era interpretar la historia y la cultura occidental en clave evolucionista.

            Franz Overbeck era su amigo, su único amigo. Un tipo discreto pero muy querido en su tiempo. Inspira a Karl Barth, y Walter Benjamin toma de él el concepto de alegoría, esto es, la idea de que el futuro de la humanidad está oculto en sus fracasos y no en sus triunfos. Tras la penosa muerte del amigo se produce tal confusión que se ve obligado a publicar sus recuerdos en esta Vida arrebatada de Friedrich Nietzsche (un título excesivo). Es un homenaje a la amistad pero sin concesiones. La hermana, Elisabeth Förster, alienta un fenómeno de mistificación del personaje que nada tenía que ver con la realidad. Se le confunde interesadamente con el superhombre del que él hablaba, cuando en la vida real fue alguien más bien insignificante e inseguro. El amigo teólogo que en vida sí reconoció al filósofo genial pone las cosas en su sitio. No pensaban igual pero sí coincidían en el diagnóstico de su tiempo marcado por la muerte de Dios, es decir, por el reconocimiento de que la modernidad ya no se inspiraba ni explicaba por el modelo cristiano. Eso les unía en la búsqueda de una respuesta a su tiempo que no fuera más de lo mismo sino una alternativa.

            En lo que no coincidían era en el camino a seguir. Nietzsche sustituyó a Dios por el tiempo, como si la historia tuviera un piloto automático que llevada a ninguna parte (de ahí lo del “eterno retorno”). Overbeck reivindicaba el espíritu originario del cristianismo que se sustanciaba en una concepción apocalíptica del tiempo, a saber, que el tiempo del hombre y del mundo tienen un final (lo que implicaba tomarse muy serio cada instante de este tiempo escaso) y que este tiempo finito es mesiánico, es decir, es el lugar de realización de la promesa. No otro mundo sino este. Sólo rescatando esta vieja concepción de la historia - abandonada en favor de una visión gnóstica cuyo santo y seña es el progreso - sería posible decir que otro mundo es posible. De Nietzsche lo sabemos todo; de Overbeck el público hispanohablante, casi nada. Este libro, que no es una exposición ni de la filosofía del amigo ni de su propio pensamiento sino una incursión insustituible en el alma del Nietzsche, debería abrir el apetito.

            En lo que uno y otro coincidirían es en considerar el discurso de Robert Wright como una expresión más de la muerte de Dios. Un Dios que no es más que espuma de la evolución es un Dios muerto. ¿Qué sentido entonces tiene este manoseo de sus restos? Ante la muerte de Dios uno puede, como Wright, perderse en amables discursos que no inquietan o preguntarse, como Overbeck, si eso no acarrea la muerte del hombre.


Reyes Mate (ABC Cultural, 24 de diciembre 2016)