23/2/18

La presencia y la presidencia


           Sin presencia no hay presidencia. El Tribunal Constitucional aclara que, desde el punto de vista legal, no hay lugar para una investidura que no sea presencial.

            Lo que hay que preguntarse es, más allá de toda legalidad, cual es el lugar de la presencia física en los momentos decisivos de la acción política. Siempre entristece ver a un parlamentario hablando a un hemiciclo vacío, pero ahora se trata de algo mucho más serio, a saber, la despolitización de la política cuando no hay presencia física.


            La política es representación no sólo porque el pueblo es representado por unos elegidos sino también porque la política, la decisión política, es el resultado de una trama en la que intervenimos todos, los representantes y los representados. La representación que tiene lugar en el Parlamento es singular porque constituye un verdadero acontecimiento. Algo acontece, en efecto, allí por primera y única vez. Sesiones parlamentarias como la aprobación de una ley o el nombramiento de un Presidente son irrepetibles no sólo porque ese acto, una vez concluido, determina la realidad de la vida de los ciudadanos, sino porque el proceso de decisión ha exigido un cruce de palabras vivas. En el Parlamento, en efecto, la palabra no es una idea abstracta sino una mano tendida que se dirige al otro para que exprese su parecer. En buena lógica el diálogo que se produce es imprevisible pues depende de la capacidad de convicción de uno y otro. Por eso no se debe llegar a esa representación con los papeles escritos sino con los oídos abiertos. Cabe pues en ese intercambio de pareceres la sorpresa, el cambio de posición. La palabra en el Parlamento es protagonista y eso significa que hablamos para darnos a entender y para buscar el entendimiento. Se suele decir que la grandeza de la democracia consiste en que, para resolver los conflictos, acudimos a la palabra en vez de a los puños. Pero si el lugar de la decisión es un parlamento es porque damos a la conversación un poder creativo. Del diálogo tiene que salir algo nuevo, imprevisto, por eso es un acontecimiento.

            Tan importante como atender al otro que nos habla es captar el silencio. Sabemos por experiencia que cuando verbalizamos ante otro nuestros pensamientos, captamos al vuelo las insuficiencias de nuestra argumentación y sus momentos fuertes. El silencio de otro puede ser tan elocuente como la palabra. Forma parte, pues, de la representación política la palabra encarnada, el silencio y su lenguaje corporal.

            Eso es impensable en ausencia de los protagonistas o cuando sólo se hacen presentes a distancia, virtualmente. Entonces ocurre lo contrario, que la presencia de las cámaras crea el acontecimiento. La sesión parlamentaria se convierte en un show. El espectáculo sustituye a la experiencia del acontecimiento y los políticos en vez de protagonistas, voyeurs. Es lo que está pasando en Cataluña. Llama la atención que tanto Carles Puigdemont como Roger Torrent hayan sido guionista de cine o de series. Confunden tensión dramática con intriga. Ahí no hay acontecimientos sino episodios imaginarios que sus creadores producen a voluntad sin tener en cuenta la realidad. En esto la representación política se parece más al teatro que al cine. Una película puede verse al tiempo en distintos lugares; un teatro, no. Los actores y los espectadores de la obra teatral sólo pueden estar físicamente en un lugar. La palabra dramática se encarna en personajes reales que están limitados por el tiempo y el espacio.

            Podemos decir que la presencia virtual es el último eslabón de un proceso de vaciamiento de la política que tiene una larga historia. Forman parte de esa degradación costumbres inveteradas como llegar al debate con consignas inamovibles, incluso con réplicas escritas a palabras no pronunciadas. Es como ir con los oídos tapados, sin esperar nada del otro, devaluando no sólo el poder de la palabra del otro sino el sentido mismo del diálogo. Estamos lejos de la sabiduría machadiana cuando decía “para dialogar,/preguntad primero;/ después…escuchad”. Aquí ni se pregunta, ni se escucha, sino que se afirma y, si se cuenta con los votos suficientes, se impone el rodillo.

            Esta reivindicación de la presencia física en tiempos tan marcados por la presencia virtual, puede resultar anacrónico. Encarnar la palabra en un cuerpo va a contrapelo de la desencarnación de la palabra virtual que es lo que ahora se lleva. Si se puede trabajar desde casa con el ordenador ¿por qué reducir el Parlamento a la palabra presencial? Pues porque el Parlamento no es el lugar de discursos sino de la conversación. El discurso, decía Walter Benjamin, “se mueve como un sultán en su harén”, es decir, impone su ley sin contar con nadie obligando a ver el mundo con la luz que el sultán proyecta. El diálogo, por el contrario, cuenta con los demás para ver la luz. Para discursear basta el plasma televisivo porque de los demás sólo se espera que tomen nota de sus consignas. La conversación, por el contrario convoca a todos a un acontecimiento que saldrá de las palabras que allí se pronuncien con la esperanza de que nos gobiernen las más convincentes.

Reyes Mate (El Norte de Castilla, 3 de febrero 2018)