6/2/18

Paz con justicia*

"Amor y Verdad se han dado cita
Justicia y paz se besan...
Justicia marchará ante él 
y Paz seguirá sus huellas" (Ps. 85, 11.14)

        1. El Presidente de Uruguay, José Mújica, decía  recientemente en una  inteligente entrevista acordada al diario madrileño El País que "lo más importante que está pasando en América Latina es la tentativa de construir la paz en Colombia...por eso hay que tratar de ayudar". Y él lo hacía con esta reflexión: "cuando hay mucho dolor se apela al sentimiento de justicia. La justicia y el dolor en estas cosas andan al filo de la navaja con la venganza hacia un lado y otro. Lo prioritario es la paz, la paz, la paz" (El País, 2 de junio de 2013). Piensa, pues, que la justicia o, mejor, la injusticia, el dolor que produce la injusticia, invita a la venganza y no a la paz, por tanto, si queremos paz, hay que poner entre paréntesis la justicia. Coincide la opinión de este político avezado y sobresaliente por tantas razones con la opinión de Slom BenAmi, ex-ministro de exteriores israelí, que  preguntaba a los palestinos "a cuánta justicia estaban dispuestos a renunciar para conseguir la paz(1)". Paz por justicia.
            Yo también pienso que las conversaciones de paz son muy importantes, pero me pregunto si es posible la paz sin justicia o, más exactamente, sin memoria de la injusticia.

            2. Para cualquier observador externo, como es mi caso, la violencia en Colombia es particularmente compleja porque sus agentes proceden de mundos tan distintos como la guerrilla, los paramilitares, el narcotráfico  y el propio Estado. Cada una de ellas tiene sus propias motivaciones, estrategias y objetivos, pero si nos permitimos subsumir todas esas modalidades bajo la rúbrica general de "violencia" es porque hay algo común a todas ellas, a saber, la figura de víctimas, la figura de un ser inocente que es objeto de una violencia inmerecida. Hablemos pues de la violencia.

            2.1. Lo primero que hay que decir es que la violencia, que hoy tanto rechazo suscita, ha gozado de gran prestigio. Para comenzar hay que reconocer que la historia de la humanidad ha sido fundamentalmente violenta. El testimonio de Hegel es definitivo:  “aún cuando consideremos la historia como el ara ante el cual han sido sacrificadas la dicha de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos, siempre surge al pensamiento necesariamente la pregunta: ¿a quién, a qué fin último ha sido ofrecido este enorme sacrificio?"(2).
            La historia se ha construido sacrificando la dicha de los pueblos, la sabiduría política y la virtud de los ciudadanos. Y eso, a saber, que la historia haya cabalgado sobre la desdicha de la gente, la ignorancia de los poderosos y el recurso a los peores instintos de los ciudadanos, causa honda sorpresa al filósofo alemán porque no le parece propio del homo sapiens que dicen que somos. Pero el asombro humanitario le dura un par de páginas porque enseguida zanja el asunto: las víctimas son el precio del progreso y como este es indiscutible, las víctimas son in-significantes. ¡Qué le vamos a hacer!. ¡Vae victis! La marcha del progreso “aplasta a su paso muchas flores inocentes"(3). No hay de qué sorprenderse. C'est la vie¡

            Será necesario mucho tiempo hasta que nos sorprendamos de que no nos sorprenda la violencia en la historia. Si esa ceguera o insensibilidad ha durado tanto tiempo es porque la violencia ha tenido muchos cómplices  eficaces, unos, y de prestigio, otros. En el mito de Prometeo, narrado por Platón en su Protágoras, los dioses piensan que con las virtudes cívicas los hombres podrían subordinar el uso de las armas a fines humanos, pero se equivocan porque el hombre pone las virtudes cívicas al servicio de la guerra. Hablo de complicidades de la violencia. Está clara la predisposición de los malos instintos, los tanáticos, siempre dispuestos a enfangarse en las peores historias. Pero también hay que señalar la complicidad de lo mejor del ser humano. Me refiero a la cultura, en su sentido más amplio. Tomemos, por ejemplo, al arte: No hay más que ver esas bellas imágenes de Berruguete que pintan a marranos o moriscos torturados por la Inquisición pero con un rostro sonriente, como si quisieran dar fe del dicho inquisitorial: "matar, sí, los cuerpos, pero para salvar a las almas". Para presentar la tortura como felicidad hay que descender muchos escalones en la humanidad del artista. En la célebre Cartuja de Granada tenemos un refectorio, con pinturas de fray Juan Sánchez Cotán, que más que refectorio o comedor parece una carnicería. Aparecen cráneos traspasados por un hacha, pechos atravesados por flechas, miembros arrancados o cuerpos dislocados, sin que parezca que el dolor haga mella en esos rostros beatíficos. Lo que así se consigue es frivolizar el sufrimiento, igual que Berruguete, lo mismo que hace la Ilíada en la que las heridas están descritas como si fueran una obra de arte. Marx, que no era creyente ni amigo de inquisidores, tenía, sin embargo, el más alto aprecio por la violencia, elevada a la categoría de "partera de la historia". Por no hablar de los Weber, Unamuno, Teilhard, Jünger y tantos otros que veneraban la guerra como el momento de la verdad, de la verdad de las virtudes viriles: cuando se está dispuesto a morir, el matar es una obra de arte.

            Mi generación ha coqueteado peligrosa e irresponsablemente con la violencia, pensando que la existencia de injusticias la legitima. Claro que ese estado de cosas  la puede explicar, pero no legitimar, porque la lógica de la violencia lleva a reproducir los mismos vicios que combate.  Si la violencia embruja, fascina se debe a que es capaz de ocultar el sufrimiento que produce bajo el señuelo de la belleza de la causa. Por eso Benjamin definía al fascismo como la estetización de la violencia.
            También hay que nombrar la complicidad de la filosofía. Ya me he referido a Hegel, pero no olvidemos  el celo filosófico por legitimar la esclavitud, por ejemplo. Aristóteles lo tenía claro: "por naturaleza unos son libres y otros eslavos. A estos les conviene la esclavitud y es justa", dice en el capítulo V del Primer Libro de su Política. Y ¿cómo lo justifica? pues diciendo que "quien siendo hombre no se pertenece a si mismo, sino que es un hombre de otro, ese es por naturaleza, esclavo" (Capítulo IV). Es decir, es esclavo por naturaleza el que no ha conseguido liberarse de la violencia que ejerce sobre él el amo. La violencia del más fuerte es erigida en principio moral legitimador del sometimiento del más débil. No parece un argumento muy potente y, sin embargo, logró contaminar hasta al cristianismo quien, pese a sus declaraciones de principio ("todos somos hijos de Dios") entendió, como Santo Tomás, que la esclavitud además de ser "útil a la sociedad", estaba basada en el derecho natural y no sólo en el positivo.

            3. Esto ha sido así durante siglos...hasta antesdeayer. La violencia ya no es la partera de la historia, sino un problema. Estamos ante un cambio epocal y nos podemos preguntar cómo se ha producido el cambio. Pues bien, el cambio se ha producido cuando ha cobrado valor el precio de la violencia, a saber, cuando las víctimas han pasado de in-significantes a significativas.
            Tiendo a pensar que el tiempo y el lugar del cambio es Auschwitz. Y eso merece ser bien aclarado porque no es que haya víctimas de primera y de segunda clase. No es que las víctimas judías sean más importantes que las gitanas o indígenas(4), sino que Auschwitz era un proyecto radical de victimación. Nada físico debía quedar para que nadie pudiera recordar el crimen. Y, más aún, ese proyecto debía ir acompañado de una estrategia interpretativa de tal suerte que, aunque se conociera el crimen, nadie se asustara y todo el mundo lo tomara con toda naturalidad. Por eso se puede decir que Auschwitz hay dos muertes: la física y la hermenéutica.
            Bueno, pues esto que pudo observarse en ese laboratorio del mal que fue Auschwitz, tiene una gran importancia para todas las víctimas. A la hora de enfrentarnos a la violencia que padece cualquiera de ellas, hay que tener en cuenta la doble muerte, por eso no basta con levantar la bandera del "no matarás", con el rechazo del crimen. Hay, además que estar atento al discurso, al relato de los hechos y, por tanto, a la disimulación de la violencia.
            Esa es la primera gran aportación de Auschwitz a la visibilidad de las víctimas: que existen, que son un crimen, y que, contra lo que dice la cultura dominante, tienen significación, es decir no son in-significantes.
             Pero hay otra aportación que viene de Auschwitz: la aparición del deber de memoria como arma hermenéutica apropiada contra la invisibilización de las víctimas. La memoria viene de lejos y al ser lo suyo el pasado, no hay disciplina que se precie que no tenga su teoría de la memoria. La historia, la literatura, el psicoanálisis, la teología y, por supuesto, la filosofía tienen su idea de la memoria porque el pasado es un rico caladero de sentido del que nadie quiere privarse.
             Pero es en Auschwitz cuando, con el deber de memoria, ésta llega  a su mayoría de edad y se convierte en la modalidad contemporánea del logos. Cuando los campos fueron liberados, surgió el grito ahogado de los  supervivientes: "nunca más". No añoraban los viejos buenos tiempos, ni soñaban con la utopía de un mundo mejor, sino "nunca más". No se quedaron ahí. Osaron proponer un antídoto contra la repetición de lo vivido, a saber,  la memoria de la barbarie. Ahí nace el deber de memoria. Es un antídoto sorprendente que pocos compartían. Las potencias aliadas, por ejemplo, bien interesadas en que el fascismo no levantara cabeza, propusieron medidas más eficaces, por ejemplo, el Plan Marshall. ¿Entonces, cómo se explica la propuesta de los supervivientes? ¿por qué fiarse tanto de la memoria y darle ese protagonismo, esa responsabilidad? Pues por algo que ellos han vivido en sus propias carnes; por algo que sólo ellos saben: han vivido lo inimaginable, lo impensable. Ahora bien, cuando lo impensable ocurre, se convierte en lo que da que pensar. Este es el nervio de la memoria. No se trata de acordarse de lo mal que lo pasaron los judíos, sino de reconocer los límites del conocimiento(5): que lo impensable ocurrió, de ahí que a la hora de pensar lo fundamental para la convivencia (la ética, la política, la estética), tengamos que remitirnos a lo que tuvo lugar y, sin embargo, escapó al conocimiento.
            Quisiera que este punto quedara bien grabado pues estamos en el epicentro de la memoria y también en el epicentro del rechazo de la filosofía académica a la memoria. Repito la tesis de la memoria: ocurrió lo impensado y cuando esto ocurre, lo ocurrido se convierte en lo que da que pensar. ¿Qué quiere decir que el horror de los campos de exterminio fue impensable? Reconozcamos que mucho fue pensado y dicho por adelantado: ya hemos visto cómo  Hegel era consciente de cómo se había construido la historia, por no citar La Colonia Penitenciaria de Kafka o El Proceso. Hubo quien sí pensó lo que podría pasar, los hemos llamado en otro lugar "los avisadores del fuego". Pero, pese a todo, esa catástrofe posible fue impensable en el sentido de que, para el logos dominante en la filosofía occidental, no merecía ser pensada, no era digna de ser pensada, si por pensar entendemos lo que Heidegger dice de la pregunta que desencadena el pensar. Heidegger nos sorprende al final de su meditación Sobre la cuestión de la técnica, diciendo que la "pregunta es la piedad del pensar": en el pensar hay un gesto de compasión, de acogida, de escucha, que estuvo ausente de Auschwitz y que está ausente de quien piensa estar legitimado para ejercer la violencia. Que está ausente del trato teórico y práctico de las víctimas, no merecedoras del pensamiento compasivo. Bueno, pues la memoria consiste en recoger eso ocurrido, impensable, y convertirlo en el punto de partida del pensar. La compasión significa aquí elevar el sufrimiento de la víctima a lo que da que pensar.
            Esto de la memoria es simpático, mientras la cosa se quede en festejos o conmemoraciones. Pero cuando la memoria se anuncia como una crítica radical a la atemporalidad de la razón occidental, entonces es sospechosa. La Ilustración no se enteró de Auschwitz, de ahí que frivolizara la violencia, por eso quien hoy quiera combatirla no debe fiarse del todo de la razón ilustrada. Hay violencias que se ocultan a la razón; más aún, hay violencias producidas por la propia razón, como ya apuntara Goya con aquello de que "los sueños de la razón producen monstruos".

            4. Adorno ha entendido este "deber de memoria" como un nuevo imperativo categórico que se substancia en la idea de re-pensar todo a la luz de la experiencia de barbarie para que algo como Auschwitz no se repita. Si el "deber de memoria" nos obliga a repensar todo a la luz de la experiencia de barbarie, debemos re-pensar en esa clave la paz y la justicia. Y es aquí donde hay que aclarar que la memoria de las víctimas -clave para repensar la paz- no lleva a la venganza, sino a la reconciliación; ni es un obstáculo para la paz, una invitación al enfrentamiento, sino que es el fundamento de una paz duradera. Veamos cómo plantearlo.
            Si hay que replantear la paz desde la memoria de las víctimas, habrá que abrir ese arcano misterioso que llamamos memoria para ver qué hay dentro (es decir, habrá que desglosar los contenidos de esa memoria).
             Lo que la memoria conserva son las cicatrices de muchos daños. La memoria de la violencia política que ha tenido lugar en Colombia recuerda al menos estos dos tipos de daños: en primer lugar, daños personales que unos son reparables (como la devolución de las tierras, ayudas a las familias en orden a casa, trabajo, estudios, becas, asistencias psicológicas...) y otros irreparables (devolver la vida, reparar el miedo o la angustia vividos; dar marcha atrás respecto al sufrimiento causado...). La pregunta es entonces ¿cómo hacer justicia? reparando, en primer lugar, lo reparable. Y esa reparación no es sólo cosa de los culpables directos, sino del Estado (que tiene la obligación de protegernos) y también de la sociedad que debe ser solidaria. Pero ¿cómo hacer justicia a lo irreparable? No pasando página, sino haciendo memoria. La memoria de lo irreparable implica a la educación (importancia de relatos que lo recuerden) y también a la formación de la identidad colectiva (el vago sentimiento nacionalista no puede ocultar o disimular la violencia que se ejerce dentro de sus fronteras). Los intelectuales está igualmente convocados a esta tarea debido a su papel en la conformación de la opinión pública. Estos intelectuales no pueden construir teorías políticas sobre la democracia o sobre la justicia que hagan abstracción del sufrimiento que subyace a la convivencia. Desde la memoria es imposible una teoría de la justicia como la de  Rawls, con todos los respetos Nada de esta exigencia de justicia, referida a los daños personales, puede ser visto como un obstáculo a la paz
            Pero la violencia también produce daños sociales. Víctima es la persona y también puede serlo la sociedad. Hablemos por tanto de los daño que genera la violencia en la sociedad. La violencia divide a la sociedad entre vencedores y vencidos, víctimas y verdugos; y también la empobrece al privarse de las víctimas y de los victimarios, por no hablar del exilio exterior e interior; también encanalla o envilece a sus ciudadanos sacando lo peor de ellos mismos ya que todo queda supeditado a la supervivencia; sin olvidar finalmente el desprestigio de las instituciones (de las FFAA y cuerpos de seguridad, tentados de utilizar medios ilegales; del Parlamento, de los jueces, minados desde dentro por la corrupción, el miedo o el chantaje).

            ¿Cómo hacer justicia a esta sociedad tan dañada? No olviden que yo estoy defendiendo una paz basada en la justicia o, mejor, en la memoria de la injusticia. La respuesta es que habrá paz si hacemos justicia en todos y cada uno de los terrenos en lo que se ha producido un daño injusto.

            Para responder a esa pregunta, conviene dejar bien sentado que "justicia" es entendida aquí como algo más que "derecho", es decir, estamos ante el deber de reparar daños que no son necesariamente delitos.  Hay daños que son delictivos: matar a alguien es un asesinato; apoderarse de las tierras de los campesinos, es un robo. Los delitos no pueden quedar impunes y deben ser sancionados y los daños reparados. Pero también hay daños que no están tipificados como delitos, que crean culpabilidad moral o política, y cuya reparación es fundamental para un nuevo comienzo político, para la superación moral de la violencia por parte de la sociedad.
            Me interesa particularmente hablar de la culpabilidad moral que alcanza a dimensiones del acto violento que no están tipificadas como delitos (el envilecimiento, la desmoralización, etc.), a los que se aprovechan mediatamente del delito (empresas que prosperan en tierras ocupadas), a los ideólogos que apoyan la violencia "revolucionaria" o "integrista", i.e., en nombre de ideas liberadoras o de valores "sagrados". Finalmente, a los que miran hacia otro lado. La violencia terrorista sólo funciona con el apoyo de círculos concéntricos que por activa o por pasiva colaboran: entre los que miran a otro lado coloco a la filosofía impasible, a la filosofía que separa el pensar del penar, la filosofía que olvida el gesto intelectual de Las Casas: "mandar a paseo a Aristóteles" si el saber ratifica la injusticia(6).

            Llegados a este punto tenemos que preguntarnos ¿cómo hacer justicia a esos daños sociales sin caer en la venganza sino llegando a la paz? Si los daños sociales remiten a términos como ruptura de la coherencia social, empobrecimiento social, desprestigio institucional, desmoralización...hay que reconocer que estamos ante una tarea ingente, si hablamos de justicia. Son daños de amplio espectro. Conviene limitarse; por eso me voy a fijar en ese daño social que consiste en  la fractura social, es decir, en la división que origina la violencia política entre víctimas y victimarios, entre inocentes y culpables, entre los que festejan  las muertes y los que lloran a sus muertos.
Plantearse en este caso la sutura de la fractura supone, en mi opinión, recuperar para la sociedad a víctimas y victimario, i.e., pongo el acento no en el diálogo privado o en la relación interpersonal, sino en la creación de un tipo nuevo de sociedad de la que formen parte víctimas y victimarios, siempre y cuando unas y otros hagan un determinado camino.
            Si insisto tanto en un nuevo comienzo o en un nuevo tipo de sociedad es porque de poco serviría si el final de la violencia supusiera el cese de las armas, incluso el cumplimiento del código penal y ningún cambio interior. Ahí no habría novedad: eso sería continuidad y no interrupción. Para que haya nuevo comienzo, se impone un cambio interior, un cambio moral. Desglosemos pues el funcionamiento del nuevo comienzo. Esa nueva sociedad pasa, en primer lugar, por la recuperación para la sociedad de víctimas y victimarios. ¿Cómo recuperar a las víctimas? Por la vía del reconocimiento: reconocer que las víctimas son fines y no medios para ilustrar la superioridad de una ideología revolucionaria  o de supuestos valores civilizatorios; que las víctimas son sujetos de derechos que ningún Estado puede violar y si los viola tiene que dar cuenta; y, lo más importante, reconocer en la víctima el modelo de la nueva ciudadanía: esta no puede ser excluyente, no puede construirse desde la exclusión social, racial, ideológica, como ella misma por desgracia ha sido.
            Este es el lugar de la justicia social. La figura de la víctima remite al victimario pero no es sólo él quien debe dar cuenta porque la violencia goza de un prestigio que viene de muy atrás. Sabemos bien que la violencia política muchas veces empieza siendo un grito de protesta contra la injusticia social, causada por quien hoy denuncia la violencia terrorista. Tenemos que tener bien aprendida la lección de que la injusticia es el caldo de cultivo de la violencia; pero también esta otra: que la violencia, una vez iniciada, tiene una lógica que la lleva a reproducir la violencia sin que haya podido resolver el problema de la desigualdad social. Por la tendencia natural que tenemos a identificarnos con la víctima, todo lo que acabo de decir es fácilmente comprensible, aunque el peligro de que quede en papel mojado es grande.
            Más complicado es la respuesta a la pregunta ¿qué significa recuperar al victimario? Aquí hay dos estrategias: la del derecho penal que consiste en redimirse por el castigo, por el cumplimiento de la pena y propiciar así el camino de la "reinserción".  La segunda, que consiste en una nueva presencia del victimario en la sociedad, es el resultado de "un cambio interior" que se logra si se elabora la culpa. Delito y culpa no son antitéticos  pero tampoco sinónimos. La culpa no conlleva impunidad pero es mucho más que eso; el delito puede borrarse sin que la culpa se implique. Lo que aquí se dice es que la fractura social que provoca el terrorismo no se sutura con el mero cumplimiento de las penas sino con la elaboración de la culpa.
            Para aclarar el alcance de la culpa puede ser de ayuda lo que ocurrió en la Alemania de la posguerra. Corría el año 1946. A punto estaba de abrirse el Proceso de Nürenberg contra los grandes responsables nazis. Alguien, sin embargo, Karl Jaspers, entendió que para superar el pasado y abrir una nueva época no bastaba con castigar a los dirigentes nazis. Lo que procedía era que el pueblo alemán asumiera sus  responsabilidades aunque no estuvieran tipificadas en el código penal. Escribió un librito -La pregunta de la culpa- en el que hablaba de una culpa moral y de otra política ante las que cada alemán tenía que hacer examen de conciencia. La culpa moral consistió en mirar hacia otro lado mientras el vecino era secuestrado o asesinado; la culpa política, en haber sido miembro de un Estado criminal sin haber tenido el coraje de hacerle frente de alguna manera. Para la culpa legal importa el castigo, el cumplimiento de la pena; para la culpa moral importa la liberación de ese peso, lo que implica un cambio interior.

            La culpa, un concepto esquivo, lleno de resonancias religiosas y de mala prensa. Quiero exponer cómo lo entiendo yo. La culpa es, en primer lugar, algo objetivo. Como dice  Kepa Pikabea, autor de una veintena de asesinatos, en el documental Al final del túnel: "las armas te dejan heridas que no cicatrizan nunca". Es la señal de Caín de la que habla el Génesis. Tras el asesinato de su hermano Abel, Dios maldice a Caín. Abrumado por la enormidad del castigo, replica Caín: "ahora me arrojas de esta tierra. Oculto a tu rostro  habré de andar fugitivo y errante por la tierra y cualquiera que me encuentre me matará". "No será así", replica Yahvé, " si alguien matara a Caín, este sería siete veces vengado. Puso pues Yahvé a Caín una señal para que nadie que le encontrase le matara". (Gn. 4, 14-15). Esa señal, que no se puede borrar con el castigo y que le sobrevive, es la culpa. La culpa no es, por tanto, una mera creación de la conciencia (o, como se suele decir, de la conciencia judeocristiana). Es la marca que deja en el sujeto moral la acción criminal, una marca que la conciencia podrá silenciar pero cuyas exigencias no quedan anuladas por la inconsciencia. La culpa es, en segundo lugar, algo subjetivo, asunto de la propia conciencia. Llegar a sentirse culpable es la necesaria culminación de la culpa; es el final de un proceso siempre difícil que necesita disponer de circunstancias favorables. Sin sujeto que se reconozca culpable, la culpa no alcanza su objetivo. Hay que decir, en tercer lugar, que la culpa es intersubjetiva. Si el delito se las tiene que ver con la ley, la culpa se ventila entre la víctima y el verdugo, entre el autor del daño y el dañado. Esa relación le resulta fatal al verdugo porque si quiso imponerse a la víctima, demostrando con las armas su superioridad sobre la víctima, acaba ésta convirtiéndose en su destino. Destino quiere decir que el sentido de su vida depende ahora de la vida que él ha asesinado. Este aspecto ha sido muy bien captado por un filósofo como Hegel.  En un escrito de juventud titulado  "El espíritu del cristianismo y su destino" dice que al cometer un crimen y privar al otro de su vida se produce un cambio imprevisto en el autor del crimen. Más allá de la razón por la que quisiera matar (robo o política), descubre que lo hecho le afecta y le altera en lo más íntimo: en su modo de vivir. Al quitar una vida se ha quitado la vida y la vida que le queda siente la pérdida del otro como una carencia propia, por eso anhela esa vida perdida. La desea. Desea que estuviera ahí y que ojalá aquello no hubiera ocurrido(7). La culpa, finalmente, aunque sea personal e intransferible, tiene una dimensión pública pues la conversión interna que propicia es la garantía de un nuevo tiempo político.

             El reconocimiento de la culpa lleva a la solicitud del perdón. El objetivo del perdón es la demanda de una segunda oportunidad. El ofensor, que reconoce ser el de una acción perversa, se sabe al mismo tiempo capaz de hacer el bien, también respecto a la víctima, porque no se identifica totalmente con lo mal hecho, demanda a la víctima la oportunidad de demostrar que puede comportarse de otra manera con ella. Pedir perdón es pedir una segunda oportunidad y, en ese sentido, cabe hablar del perdón como una virtud cívica.

            El perdón es gratuito, aunque no gratis(8). Como dice  Carmen Hernández, una víctima de ETA, "perdonar es ir más allá de la justicia"(9). No es una obligación, ni un olvido, sino un gesto gratuito  porque nadie puede obligar a la víctima a concederle. El perdón es siempre un don, incluso cuando hay previamente arrepentimiento. No se compra perdón por arrepentimiento, lo que no quiere decir que sea arbitrario, como dice Robert Antelme, un superviviente de los campos nazis y autor del imprescindible relato titulado La especie humana. Lo que la víctima no puede hacer, dice, es invocar la venganza para denegar el perdón. Lo inaceptable de la venganza, en cualquier caso, consiste en confundir al criminal con el crimen, es decir, identificar de tal manera al autor del crimen con su acción criminal que le neguemos la posibilidad de hacer otras acciones buenas o de arrepentirse. El victimario que se sabe culpable es otra cosa que su acción criminal. Abundan testimonios de víctimas y de victimarios que avalan la tesis de que el perdón libera. Libera al victimario de su relación con la culpa y a la víctima del peso de ser víctima. Hay que añadir a renglón seguido que el perdón supone una prueba de humanidad a la víctima que puede o no perdonar.
            En Calderón, el autor de La vida es sueño, el primer gesto de ese ser humanizado es el del perdón. Ese momento es grandioso: "y cuando fuera, escuchadme,/dormida fiera mi saña/ templada espada mi furia/mi rigor quieta bonanza,/la fortuna no se vence /con injusticia y venganza,/porque antes se  incita más./ Y así, quien vencer aguarda /a su fortuna, ha de ser/ con prudencia y con templanza". Opta por el perdón y además generosamente, con  sacrificio personal, porque enamorado de Rosaura acepta que se case con Astolfo, su rival. Puede que en Calderón mande una tradición teológica, la cristiana, que liga la humanidad del ser humano al hecho de ser perdonado y, consecuentemente, al  deber de perdonar. En el cristianismo la condición humana está marcada por un pecado de origen.

            5. Conclusión. A ese proceso que desencadena la memoria y que acaba en el perdón(10),  podríamos llamarlo proceso de reconciliación o de pacificación. ¿Tiene sentido este proceso en y para esta Colombia empeñada en un histórico proceso de paz?
            Ya hemos visto al principio cómo muchos y avezados políticos -José Mújica, Slomo Benami, entre otros- no estarían de acuerdo. La razón es que durante mucho tiempo este tipo de conflictos se arreglaban así, canjeando paz por justicia. Nada inquietaba tanto al Estado hobessiano como la existencia de un grupo armado que pusiera en peligro la vida y hacienda de sus ciudadanos. Por el adiós a las armas estaba ese Estado dispuesto a todo: a la amnistía de los delitos y a la oferta de medios materiales para la reinserción social de los violentos. Pues bien, esto que siempre ha sido así, ya no es posible porque han aparecido las víctimas.
            ¿Por qué es tan importante para la paz la justicia de las víctimas y, por tanto, el consiguiente proceso que hemos aquí descrito? Porque si queremos una sociedad en paz hay que tomarse muy en serio la violencia sufrida. Si basta dejar de matar para que todo se olvide, ¿qué impide volver a matar si basta dejar de matar para que todo se olvide?
            Y si hay víctimas, hay victimarios. Si es ya evidente la centralidad de la víctima en el proceso de pacificación, también deberíamos subrayar la importancia de la recuperación del victimario, a condición de que entiendan que el crimen político no sólo es un delito sino que además genera una culpa moral que hay que elaborar. Elaborar la culpa moral significa reconocer que matar a alguien no es defender una idea por muy revolucionaria que sea, sino un crimen que no sólo causa daño en el otro sino que también deshumaniza al autor del mismo. Si en algún momento ese autor criminal quiere reincorporarse al mundo humano, tiene que reconocer la autoridad de la víctima para su propio saneamiento, es decir, tiene que desear que ojalá aquello no hubiera sucedido (es lo que podríamos llamar arrepentimiento). De ahí a solicitar a la víctima una segunda oportunidad para demostrar que él, el asesino, puede ser de otra manera, no hay más que un paso (que podríamos llamar solicitud de perdón). A través de este proceso se produce ese “cambio interior” que convierte al victimario en un sujeto moral listo para hacerse presente con voz propia en la nueva sociedad. Si insisto tanto en la importancia de la recuperación del victimario es porque quienes  estamos "fuera" de los puntos calientes de la violencia, tendemos a identificarnos con las víctimas, con el peligro de llegar a pensar que ese campo es el nuestro, porque jamás podríamos estar en el otro, en el de los violentos. Deberíamos entonces pensar que el dolor del otro es sagrado y que lo que el otro, la víctima, pide no es que la compadezcamos sino justicia. La mejor contribución nuestra a esa demanda es preguntarnos por nuestra propia responsabilidad. También nosotros tendríamos que elaborar la culpa, como el victimario. Javier Muguerza da un paso más al recordar que hay que hacerse cargo de la figura del verdugo  porque cualquiera de nosotros puede, además de sufrir la violencia, ejercerla(11).
            La paz no es por consiguiente una partida de buenos y malos. Todos tenemos responsabilidades adquiridas: los victimarios, en primer lugar, por ser los autores directos de daños irreversibles. Pero también el Estado que generó o amparó una injusticia social que desencadenó la violencia, por no hablar de los crímenes de Estado. Y también la sociedad, una parte de la cual jaleó a los violentos, mientras otra parte miraba hacia otro lado. Responsabilidad igualmente de los intelectuales que renunciaron de hecho al deber de pensar su tiempo.
            Plantear una paz basada en la justicia es tanto como hablar de un nuevo comienzo. El nuevo comienzo es un gesto político de enorme calado moral pues nace de la conciencia de culpa y se proyecta sobre el futuro. Se lo debemos a las viejas generaciones que sufrieron la injusticia y han sido olvidadas y se lo debemos a las nuevas generaciones, a las mismas a las que se dirigía Manuel Azaña en su discurso del 18 de julio del 1938, pidiendo  "paz, piedad, perdón"(12). Les/nos pedía que optemos por vivir en paz, pero no a cualquier precio, sino desde la compasión y el perdón. La compasión nos invita a fijarnos en el sufrimiento ajeno más que en el nuestro. Y también habla de perdón  porque quien recurre a la muerte para resolver un conflicto en una sociedad democrática, siembra el mundo de sufrimiento y queda marcado. Tengamos en cuenta que Azaña reconoce a los combatientes de la Guerra Civil la grandeza de héroes. Pues bien, incluso esos, los héroes, son culpable y tienen que pedir perdón.
            Decía Hölderlin que “cuando hay peligro, crece la salvación”. Los más de cinco millones de víctimas que ha causado la violencia en este país han puesto a este país al borde del precipicio porque no se mata impunemente. Es mucho lo que muere en humanidad cuando se asesina de este modo. Pero en ese momento de mayor peligro, crecen también las posibilidades de salvación, siempre y cuando sepamos traducir la experiencia de sufrimiento en sabiduría de vida. Exagerando un tanto se podría decir que lo peor que le podría ocurrir a este país es que cesaran las armas y todo siguiera el mismo curso. Es como si todo el sufrimiento vivido fuera en vano.

            He empezado este discurso recogiendo las palabra de José Mújica invitando a desligar el tema de la paz del de la justicia. En esa misma entrevista decía que pensaba ir de Madrid a Roma, a visitar a su vecino, al Papa argentino. Una buena ocasión para que el sucesor de Juan XXIII le regale un ejemplar de su encíclica Pacem in Terris donde se puede leer esto: "Pero la paz será palabra vacía mientras no se funde sobre un orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la justicia, sustentado y henchido por la caridad y finalmente, realizado bajo los auspicios de la libertad" (nº 167 de la Pacem in Terris). Ya no es posible canjear paz por justicia.

Reyes Mate (*Intervención en el XV Congreso Internacional de Filosofía Latinoamericana "Diálogos sobre memoria, justicia y utopía", Colombia, julio  2013)

NOTAS:
(1) Slomo Benami "¡Basta ya de criticar a Sharon!",  artículo de opinión publicado en El Periódico de Catalunya, el 25 de febrero del 2005, p. 9.
(2) Hegel, 1970,  Werke II, 35 (traducción de José Gaos en Hegel, 2005, Lecciones sobre filosofía de la historia universal,  Alianza,  Madrid, 144.
(3) Hegel, 2005, Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal (traducción de José Gaos), Tecnos, Madrid, 168.
(4) Reconozco que no siempre se consigue entender así las cosas. No hay más que ver el espectáculo de las memorias de las víctimas en Berlín: colosal el monumento dedicado a la memoria de las víctimas judías; desangelado, el de los homosexuales y apartado (dentro de una gran dignidad) el de los gitanos.
(5) Cuando el filósofo y superviviente Jean Améry reflexiona críticamente sobre Auschwitz se remite a una razón ilustrada, ciertamente, pero "consciente de los límites de la ratio", Jean Améry, 2001, Más allá de la culpa y de la expiación, Pre-Textos, Valencia, 45.
(6) Sobre "el gesto intelectual de Las Casas", remito a Reyes Mate, 2011, Tratado de la injusticia, Anthropos, Barcelona, 298-301.
(7) "En el momento en que el criminal siente la destrucción de su propia vida (al sufrir el castigo) o se reconoce como destruido (en la mala conciencia), comienza el efecto de su destino, y este sentimiento de la vida destruida tiene que transformarse en un anhelo por lo perdido. Lo que se siente como carencia (la vida destruida del otro), se reconoce como una parte de si mismo, como aquello que debiera haber estado en él y no está. Este hueco no es un no-ser, sino la vida reconocida y sentida como lo que no está" (Hegel, 1978, 323).
(8) Ni Jean Améry ni Primo Levi estaban por el perdón aunque por razones diferentes. Al primero le interesaba el decurso de la historia, sobre todo la alemana, que fluía feliz sin memoria de su pasado. Perdonar para Améry era ratificar ese proceso, algo que él, una víctima del pasado alemán, no podía permitirse. El reivindicaba la herida personal como un recuerdo constante de la historia que fue y que estaba a punto de ser olvidada. Su negativa de perdón era una forma de moralizar la historia. A Levi no era la historia alemana lo que le preocupaba sino su propia experiencia. La historia de Alemania, como la de todos los países, fluía imparable movida por mecanismos casi-naturales. Otra cosa era la suya propia, la de las víctimas, condenadas a ver todo desde Auschwitz. Levi se negaba a ver su vida como una secuencia de lo vivido, como un re-sentimiento. Quería vivir un tiempo nuevo y sabía que para conseguirlo su futuro no podía estar determinado por el verdugo, por el pasado, por la experiencia del campo. El quería elaborar o moralizar su memoria. ¿Cabía ahí el perdón? No, porque eso, a los ojos de Levi significaba borrar la culpa y uno sabe “que ningún acto humano puede borrar la culpa”. Levi tenía un sentido muy católico de la culpa pero ¿y si la culpa significaba conciencia del daño que uno hace al otro y que consecuentemente se hace a sí mismo? ¿y si el perdón significa no borrar la culpa sino conciencia de la dependencia del verdugo respecto a la vida arrebatada y deseo de esa vida para poder vivir él mismo? Curiosamente, Levi nunca pudo librarse del verdugo y a él dedicó, en buena parte, el concepto de “zona gris” que busca adivinar entre los verdugos un rostro humano. Cuando comenta la obra de Langbein, Uomini ad Auschwitz, valora como  gesto moral su intento de ver a los alemanes como hombres y no como monstruos. Quizá el perdón, así comprendido, no estaba lejos de su preocupación por moralizar la memoria.
(9) Sobresaliente testimonio de Carmen Hernández, viuda de Jesús María Pedrosa, concejal del Partido Popular de Durango, asesinado por ETA el 4 de junio del 2000. Dice ahí: "el perdón no es una obligación, no es olvido, no es una expresión de superioridad moral ni es una renuncia al derecho. El perdón es un acto liberador. Perdonar es ir más allá de la justicia. Esforzarnos en plantear el perdón, es proponerlo y hablar de él es invitar a ser cada vez más persona", en "La reconciliación. Más allá de la justicia", en Cuadernos Cristianisme i Justicia, 122 (diciembre 2003).
(10) "El perdón es una forma de curación de la memoria, la terminación de su duelo; liberado el peso de la deuda, la memoria es liberada para los grandes proyectos. El perdón da un futuro a la memoria", P. Ricoeur, 1995, Lo justo, Barcelona, Caparrós, 195-6.
(11) Muguerza, J., 2003, "La no violencia como utopía", en Mardones-Mate, La ética ante las víctimas, Anthropos, Barcelona. Dice el autor: "aún si éticamente hay que tomar partido por las víctimas, ello no nos autoriza a identificarnos con las víctimas como si sólo fuéramos capaces de padecer la violencia histórica y no también ejercerla" 24. Sólo así conseguiríamos que esa identificación con la víctima no sea una cómoda forma de eludir nuestras responsabilidades con respecto a la violencia pasada o respecto a la lucha contra la violencia presente.
(12) Decía Azaña: "es obligación moral sacar de la musa del escarmiento el mayor bien posible. Y cuando la antorcha pase a otras generaciones, piensen en los muertos y escuchen su lección: esos hombres han caído por un ideal grandioso y ahora que ya no tienen odio ni rencor, nos envían el mensaje de la patria que dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón".