Están, pero apenas si se les ve. Son legión, un ejército alimentado
por el fracaso de las políticas en curso. Son los pobres, uno de cada cinco en
España, según cuenta el Instituto Nacional de Estadística. La pobreza se ceba
entre los niños y los emigrantes, pero el empobrecimiento amenaza a todos,
sobre todo a las clases medias. Es la realidad más despiadada, mucho más que el
terrorismo o los accidentes de tráfico. Pero sin son el síntoma del fracaso de
un sistema económico y político, ¿por qué no pasa nada? ¿por qué no se produce
un estallido social? ¿por qué los políticos siguen con sus rutinas, impotentes,
indiferentes? Por mucho menos la política ha tirado del freno de alarma, la
sociedad se ha echado a la calle, nos hemos conjurado todos, por ejemplo, contra
el terror o contra la guerra.
Reconozcamos que los pobres nunca
han pintado mucho. Marx, el agitador de los oprimidos modernos, les despreciaba
descaradamente y sólo tenía ojos para el proletariado. Este sí que le
interesaba porque los proletarios eran los que hacían andar las ruedas de la
historia, mientras que los pobres, el lumpen,
era improductivo. La revolución proletaria que él anunciaba pretendía traducir
en poder político el poder real que los
trabajadores ya tenían en el proceso de producción. A esa fiesta no estaba
invitados los pobres que nada tenían y nada podían.
Hubo un tiempo en que sí se asomaron
a la historia. Fue un momento fundacional, cuando Aristóteles, por primera vez,
planteó la razón de ser de la política.
Vivimos, decía, en una sociedad dividida en dos partes o partidos: los pobres y
los ricos. La política consiste en encontrar reglas de convivencia aceptables
para todos. Hasta ahí, todo claro. El problema, añadía, es que los ricos, que
son los fuertes, quieren imponer sus leyes a los demás, pero son los pobres los
que pueden pensar en formas universales, aceptables por todos, incluso por los
ricos. Esto es lo que explica la dificultad y la grandeza de la política. Desde
entonces no han levantado cabeza. Han cambiado las maneras, pero no las reglas.
Hoy como ayer manda la riqueza.
Asociamos mérito al ser rico y culpa al ser pobre. Remitimos el destino del
pobre al del rico, por eso se repite como un mantra la idea de que hay que
adelgazar para salir del agujero y ser competitivo y así volver a los viejos
buenos tiempos. Si les va bien a los ricos, irá bien a los pobres.
Lo que el sistema no soporta es que
se actualice el concepto político de Aristóteles, es decir, que se privilegie
el punto de vista del pobre y se vea la riqueza de los ricos como un proceso
ligado al empobrecimiento de los pobres. ¡Qué horror si alguien llega a
descubrir que la política nació no para fabricar ricos sino para no tener
pobres! Si tenemos tan buena opinión de la riqueza y tan mala de la pobreza es
porque las disociamos y nos hemos creído que la creación de riqueza acaba con
la pobreza. Pero olvidamos entonces que contra ese cuento nació la política. Se
acaba con la pobreza luchando contra ella y esto no suele conllevar la creación
de grandes fortunas.
Dicen que no hay alternativa a la
crisis. Para el caso de que fuera crónica, como vaticinan ya algunos, habría
que buscarla, por si acaso. Hay algunas señales que merecen atención. Este
papa, llamado Francisco, está dando a entender que el epicentro de la humanidad
es el pobre. Ahí es donde la humanidad está más amenazada pero también donde puede
salvarse. A ver qué hace ahora. Oscar Romero, aquel obispo de San Salvador,
asesinado por defender ideas que tan poco gustaban a Karol Wojtyla y a Joseph
Ratzinger, decía que si se ocupaba de los pobres le jaleaban como santo, pero
que si denunciaba las causas de la pobreza, le descalificaban por radical.
Habrá que ver si Francisco prefiere la radicalidad a la santidad. Este gesto
coincide con el que propone quien seguramente es el politólogo más importante
de Europa desde hace varios lustros, Giorgio Agamben. El pensador italiano es
el autor de un libro titulado franciscanamente Altisima pobreza. Reivindica a Francisco de Asís, alguien que vió
bien la relación entre riqueza, derecho y violencia sobre el hombre y el mundo.
La alternativa a ese mundo deshumanizado, que es el nuestro, tenía que pasar por
la renuncia al derecho de propiedad referida a los bienes, al tiempo de uno y a
la propia persona.
Hoy es difícil imaginar que eso sea
una alternativa. No hay manera de desenredar todo el entramado legal que nos
sostiene. Pero no es tanto un nuevo sistema lo que se propone cuanto una manera
de vivir diferente. Otra manera de relacionarnos con los demás y con la
naturaleza. Dice Agamben que ese cambio sólo ocurrirá cuando hayamos probado
con todas las demás fórmulas políticas. Habrá que ver si ya nos estamos
acercando a ese momento crítico situado justamente entre el fracaso de la
política convencional y la estampida final.
Reyes
Mate (El Periódico de Catalunya, 22
de abril 2013)