Benzema es ese jugador francés del
Real Madrid que se niega a cantar La Marsellesa. Los franceses no se lo
perdonan porque ser patriota es sentir el fervor revolucionario del himno
nacional. Él dice que no lo hace porque no canta nunca, pero todos adivinan que
la razón verdadera hay que buscarla en los orígenes de la familia y en su
propia biografía.
A los niños franceses se les cuenta
en la escuela que La Marsellesa fue el estandarte de una revolución que trajo
al mundo los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Un francés bien
nacido vibra con el valiente arranque de aquel personaje de Casablanca, Victor Laszlo, héroe de la
Resistencia y marido en la pantalla de Ingrid Bergman, cuando, en el Café de
Rick, entona La Marsellesa para tapar el tachún-tachún de los oficiales nazis
alemanes. Algo, pues, de lo que sentirse orgulloso. Entonces, ¿por qué este
futbolista francés no lo canta? El Frente Nacional de Le Pen ya ha encontrado
una explicación: este joven, aunque nacido en Lyon, es nieto de un argelino que
llegó a Francia para buscarse la vida. No circula por sus venas sangre
francesa, como tampoco por las de todos esos jugadores negros o argelinos del
equipo nacional, por eso no sienten los colores. Son solo mercenarios. Habría
que hacer un equipo con jugadores de sangre pura. A nadie se le oculta que si
Francia tachara de su combinado nacional a los hijos de emigrantes negros,
magrebíes o españoles, tendría que jugar en Tercera División.
Lo cierto es que Benzema ahora, como
Zidane antes, no abren la boca mientras los espectadores corean el "Allons
enfants de la Patrie/le jour de gloire est arrivé". Se sienten franceses y
quieren luchar para que gane Francia, pero no están dispuestos a envolverse en
un himno que les trae malos recuerdos. No hay que olvidar, en efecto, que estos
descendientes de argelinos, conocen lo que les han contado en casa. Sus abuelos
experimentaron una Francia colonial que esclavizó a Argelia y desencadenó una
represión sin contemplaciones cuando los nativos iniciaron la guerra de liberación.
Las muertes, las torturas, los desprecios y las discriminaciones fueron
protagonizadas por un ejército francés que marchaba contra los suyos al son de
La Marsellesa. No por casualidad pide una de sus estrofas "empapar
nuestros surcos de sangre impura". Sus abuelos y los padres de los abuelos
eran la sangre impura que abonó el bienestar francés.
Los nacionalistas franceses
reprochan a Benzema ser el futbolista mejor pagado: "un mercenario que
gana 1.484 euros a la hora". Es mucho dinero, lo suficiente como para
borrar cualquier agravio histórico. No debería pues este futbolista tan bien
tratado invocar las injusticias cometidas contra sus abuelos, ni mucho menos la
penuria de su infancia, tan semejante a la de los hijos de tantos emigrantes
africanos que hoy habitan la periferia de las grandes urbes francesas y que
periódicamente son noticia por sus estampidas. Pero la memoria tiene esas
contradicciones. Quien hoy tiene el dinero y el prestigio social suficiente
como para codearse con lo más granado de la alta sociedad, no puede ni quiere
olvidar la humillación de los antepasados.
Que un futbolista no quiera cantar
el himno nacional en un partido de fútbol es una anécdota menor que plantea,
sin embargo, un problema mayor: ¿se puede ser francés y no cantar la
Marsellesa?, es decir, ¿puede uno sentirse francés y no estar de acuerdo con el
relato del patriotismo francés que circula por la letra del más famoso de los
himnos nacionales? Naturalmente que sí. Basta tener en cuenta que un país
cualquiera, Francia en este caso, tiene una historia que no ha sido vivida de
la misma manera por cada ciudadano. Los hay que han sacado gran provecho
personal o familiar o grupal; y los hay, como los que llegaron a Francia desde
sus colonias, que tuvieron que pagar en buena parte la factura de la fiesta.
Los himnos nacionales cuentan la historia desde la perspectiva de los
vencedores. Es verdad que muchas veces los hijos de los vencidos los cantan a
pleno pulmón para mejor olvidar el lugar de procedencia, pero nada tiene de
extraño que quien tiene la memoria viva guarde un silencio respetuoso. Ser
francés o español no debería significar perder la memoria o el sentido crítico.
Un equipo nacional de fútbol es una
extraña mezcla de política y deporte. Se selecciona para jugar al que mejor lo hace.
No se les exige un aprobado en espíritu nacional. Pero al tiempo se hace de la
selección un representante oficial del país y así lo vivimos todos en cada
partido internacional. Como si nos fuera en ello el honor patrio. Lo menos que
podríamos hacer, una vez reconocida las dos dimensiones de la selección de
fútbol, la deportiva y la política, es que la política fuera tan generosa y
respetuosa que cupieran dentro del equipo nacional, todas las sensibilidades,
incluso las disidentes. En España tenemos la gran ventaja de que el himno no
tiene letra. Nadie debería molestarse por las opiniones políticas de los
jugadores de la selección si cumplen lo importante, a saber, querer jugar en
ella.