El proceso al Procès tenía que ser
algo más que un auto judicial y así está siendo. Es toda una cultura política
la que está en el banquillo. El primer capítulo tiene por título “la ley y el
pueblo”. El independentismo repite como un mantra que teniendo que elegir entre
ellos, ha optado por el pueblo o, como dice Quim Torra “la democracia va
primero”. Lo mismo dicen les exconsellers Jordi Turull, Josep Rull e tutti quanti: que obedecieron el
mandato popular saltándose las leyes.
No es un asunto menor este de la
relación entre las leyes y la voluntad popular. Nada extraño que en un momento
tan solemne se la traiga a colación. Lo que sí resulta sorprendente es la
simpleza con que se la maneja porque sobre esto hay mucho dicho, escrito y
pensado.
La Declaración del Hombre y del
Ciudadano de 1789, manifiesto político que desataría la Revolución Francesa,
dice en su artículo sexto: “la ley es la expresión de la voluntad general”. Así
de contundente. Esa profunda complicidad entre la ley y el pueblo es lo que nos
permite hablar de Estado de Derecho. Y esto conviene entenderlo bien: la ley
-la Constitución- expresa la voluntad general porque, además de que en un
momento fue aprobada por la inmensa mayoría de los españoles, garantiza la igualdad
de todos ante ella. Ese propósito firme de querer ser tratados como iguales es
la voluntad general que subyace a la ley democrática. La voluntad general no se
expresa sometiendo todo a plebiscito sino teniendo plena garantía de que con
ella no se premiará al fuerte y se castigará al débil. Lo contrario a la
voluntad general es la ley del embudo, por eso decía el gran Lacordaire que “entre
el débil y el fuerte, la ley protege y la libertad oprime”. Y por eso nadie
está tan obligado a cumplir las leyes como el político que recibe poder de la
misma ley.
Hay que reconocer en cualquier caso
que existe un debate sobre el alcance de la ley y la primacía de la voluntad
general. Es un debate académico que tiene múltiples expresiones: tensión entre
la letra y el espíritu, entre la institución y el carisma, entre la ley moral y
la ley jurídica. Lo que ahí se ventila es ofrecer a la ley positiva un espacio
superior de desarrollo que lleve a nuevas y mejores leyes. Pero este debate,
académicamente bien justificado, quien no puede permitírselo es el político
elegido por las leyes de un Estado de Derecho. Si, como hizo Artur Mas, repudia
a las leyes del Estado y del Estatut que le han hecho President porque siente
interiormente la llamada del pueblo que clama por una tierra prometida, lo que
está haciendo lisa y llanamente es sustituir la voluntad general por su santo
arbitrio. Y esta deriva, que el jurista filonazi Carl Schmitt puso a
disposición del hitlerismo, tuvo trágicas consecuencias.
Nada de esto tiene sentido sin la
clave nacionalista. Jordi Pujol ya apuntó en su día que para entender al
nacionalismo catalán había que leer a Herder, un reaccionario pensador alemán
que sustituyó la tríada igualdad-libertad-fraternidad de la Revolución Francesa
por la romántica cuatríada tierra-sangre-religión-lengua. Pues bien, para
completar la partida habrá que convocar a un nuevo personaje, el auténtico
ideólogo del nacionalismo alemán que está sobrevolando por la Audiencia
Nacional. Se llama Fichte, el autor de “Discursos a la nación alemana”. Para
éste influyente pensador, la comunidad política es literalmente una iglesia que
no hay que entenderla como una congregación de fieles sino como una comunidad
habitada por un espíritu superior que conforma a sus miembros. Sin ese baño de
espíritu nacional, una comunidad política sería una vulgar suma de individuos
que tendría en común algo tan pobre como ser humanos. ¡Poca cosa en comparación
a ser catalán o español! Pero ¿cómo saber en cada momento lo que ese espíritu fundante
dice y exige? No votando, desde luego, porque ese espíritu no se expresa
materialmente. Esa sabiduría es competencia de líderes carismáticos que captan
el sentir del espíritu. Los llama “éforos”, visionarios capaces de leer lo que
no está escrito. El problema con el que se topó el ideólogo del nacionalismo
alemán es qué pasa cuando son varias las voces que hablan en nombre del
espíritu. Pues pasa lo que esta pasando en Cataluña entre Junqueras y
Puigdemont: que uno de los dos sobra. Ya vemos con qué dedicación se emplean
para neutralizar al contrario.
El seguimiento del espíritu del
pueblo que predica el nacionalismo es agotador. De momento ya se ha cobrado el seny catalán y una buena dosis de
racionalidad política. Como no hemos avanzado un paso, muchos se preguntan
angustiados adonde quiere llevarnos, una pregunta legítima dado que tampoco se
sabe de dónde nos trae. Lo que este proceso está dejando claro es que el Govern
no organizó el 1-0, sino que se hizo sólo; que no hubo DUI (Declaración
Unilateral de Independencia) sino todo lo más un mal pensamiento; que lo que
fue considerado por Puigdemont “un referendum vinculante”, es sólo un papel
mojado. Todo son sombras. Cataluña parece hechizada por el discurso
nacionalista. Podrían aprender de Ulises que para escapar al mortal canto de
las sirenas pidió que le ataran a un mástil. De momento el más firme de todos
es la ley y este proceso se va a encargar de recordárselo.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 2 de
marzo 2019)