10/6/19

Figuras políticas memorables


            El pueblo es un cuerpo vivo cuyas reacciones son a veces sorprendentes porque se salta el guión previsible. Ha ocurrido recientemente con la muerte de Alfredo Pérez Rubalcaba. Ha habido un estallido emocional que va más allá de una sentida manifestación de duelo. Se ha dicho que Rubalcaba, junto a Adolfo Suárez, han concitado las únicas manifestaciones unánimes de españoles en la democracia. Y eso sí que es excepcional.

            Como no abunda este tipo de símbolos conciliadores entre nosotros, conviene prestarles atención cuando uno se insinúa. Porque si en esta dura piel de toro -que tanto sabe de cainismo y tan ducha es en convertir la rivalidad política en manifiesta enemistad- algo así ocurre es porque se necesitan personajes públicos que transciendan los cultos partidarios. Lo que a ellos adjudicamos es lo que echamos en falta. ¿Y qué es eso?


            Por lo que respecta a Alfredo Pérez Rubalcaba, lo singular en él, más allá de vagas afirmaciones como haber sido “un servidor público”, es ser un político con tradición. La tradición es un legado que se transmite para que uno lo desarrolle y sepa a tiempo retirarse o entregar el testigo. Exige de quien sea sensible a ese valor tradicional que se ponga primero en modo aprendizaje, consciente de que debe esforzarse en hacerse con algo que no posee sino que recibe; luego tiene que tener la capacidad de desenvolverlo y desarrollarlo con personalidad; y saber, finalmente, que para que la tradición siga tiene que dar un paso atrás y dejar que otros lleguen. Hay, en esta forma de vivir la política, reconocimiento a la generación anterior y confianza en la que vendrá. Nada que ver con el adanismo, al que somos tan dados, que desconfía de los protagonistas que nos han precedido, ignorando que lo que estos pueden aportar no es tanto consejo o experiencia cuanto recordar a los actuales un marco institucional de largo alcance, una tradición con políticas experimentadas, que garantiza sensatez a la hora de tomar decisiones en este momento.

            Algo así no se lleva. Estamos asistiendo en los últimos años a la aparición de políticos que han echado los dientes en las juventudes de sus partidos pero que no están ahí en modo aprendizaje sino profesional. Lo que aprenden son habilidades domésticas para controlar el funcionamiento del respectivo partido político. Ya llamó la atención hace unos meses el hecho de que la mayoría de fraudes en másteres, tesis o títulos académicos provenía de jóvenes políticos de distintos partidos con el denominador común de provenir de las juventudes. Buscaban dorar sus magros blasones con títulos de papel. Nada tienen que ver con Rubalcaba que tuvo paciencia para aprender, valor para tomar decisiones arriesgadas, y coraje para retirarse cuando llegó su momento.

            La diferencia entre estos alevines y el político con tradición es un punto de madurez que Aristóteles llamaba “virtud política”. El político virtuoso no es tanto el que lleva una vida personal intachable cuanto quien, antes de dar el salto a la política, adquiere hábitos que le preparan para la función pública. Y el filósofo griego se permite señalar tres de ellos. En primer lugar, que el futuro político haya demostrado que es bueno en lo suyo: si es zapatero, uno bueno; si estudiante, que no haya dejado la carrera en primero de derecho; y, desde luego, si no ha trabajado, mejor abstenerse. En segundo lugar, que tenga experiencia en tomar decisiones que afecten a los demás; desconfía de todo aquel a quien se lo hayan dado todo hecho o que haya decidido en provecho propio. Es una exigencia de madurez humana. Finalmente, que no le sea extraño el campo en el que tiene que tomar decisiones. Es verdad que puede y debe contar con asesores pero necesita un criterio formado propio porque, de lo contrario, alguien pensará por él. La virtud política decía pues alguien hace veinticinco siglos está compuesta de  madurez humana y conocimiento. Y si esto se exigía hace tantos siglos, muchos más ahora que la política se ha complicado tanto.

            Ya no basta con leerse el programa electoral. Hay que fijarse en las personas que lo llevarán a cabo, es decir, hay que establecer una mayor relación entre política y político, de ahí la importancia que ahora debería tener la figura aristotélica del “político virtuoso”. Es verdad que en el mundo latino la palabra virtud tiene resonancias religiosas, pero no deberíamos confundirnos. La virtuosidad que se pide al político es la necesaria para su quehacer político no para su vida privada.

            Mucho más importante que homenajear a uno u otro es interpretar el mensaje que hay detrás de esas manifestaciones empáticas, es decir, de entenderlas como una invitación a hacer las cosas de otra manera. No se trata de un culto a la persona, sino de un memorial, es decir, de un recuerdo que tiene la capacidad de hacernos ver las deficiencias de la práctica política y, al tiempo, de promover otro modo de ser político. Llevarlo a cabo de cualquier manera posible sería dar continuidad a esa manifestación excepcional que brotó en el momento de su muerte sin aviso previo y que también puede lamentablemente difuminarse sin hacer ruido.

Reyes Mate (El Norte de Castilla, 1 de junio 2019)