El pueblo es un cuerpo vivo cuyas
reacciones son a veces sorprendentes porque se salta el guión previsible. Ha
ocurrido recientemente con la muerte de Alfredo Pérez Rubalcaba. Ha habido un
estallido emocional que va más allá de una sentida manifestación de duelo. Se
ha dicho que Rubalcaba, junto a Adolfo Suárez, han concitado las únicas
manifestaciones unánimes de españoles en la democracia. Y eso sí que es
excepcional.
Como no abunda este tipo de símbolos
conciliadores entre nosotros, conviene prestarles atención cuando uno se
insinúa. Porque si en esta dura piel de toro -que tanto sabe de cainismo y tan
ducha es en convertir la rivalidad política en manifiesta enemistad- algo así
ocurre es porque se necesitan personajes públicos que transciendan los cultos
partidarios. Lo que a ellos adjudicamos es lo que echamos en falta. ¿Y qué es
eso?
Por lo que respecta a Alfredo Pérez
Rubalcaba, lo singular en él, más allá de vagas afirmaciones como haber sido
“un servidor público”, es ser un político con tradición. La tradición es un
legado que se transmite para que uno lo desarrolle y sepa a tiempo retirarse o
entregar el testigo. Exige de quien sea sensible a ese valor tradicional que se
ponga primero en modo aprendizaje, consciente de que debe esforzarse en hacerse
con algo que no posee sino que recibe; luego tiene que tener la capacidad de
desenvolverlo y desarrollarlo con personalidad; y saber, finalmente, que para
que la tradición siga tiene que dar un paso atrás y dejar que otros lleguen.
Hay, en esta forma de vivir la política, reconocimiento a la generación
anterior y confianza en la que vendrá. Nada que ver con el adanismo, al que
somos tan dados, que desconfía de los protagonistas que nos han precedido,
ignorando que lo que estos pueden aportar no es tanto consejo o experiencia
cuanto recordar a los actuales un marco institucional de largo alcance, una
tradición con políticas experimentadas, que garantiza sensatez a la hora de
tomar decisiones en este momento.
Algo así no se lleva. Estamos
asistiendo en los últimos años a la aparición de políticos que han echado los
dientes en las juventudes de sus partidos pero que no están ahí en modo
aprendizaje sino profesional. Lo que aprenden son habilidades domésticas para
controlar el funcionamiento del respectivo partido político. Ya llamó la
atención hace unos meses el hecho de que la mayoría de fraudes en másteres,
tesis o títulos académicos provenía de jóvenes políticos de distintos partidos
con el denominador común de provenir de las juventudes. Buscaban dorar sus
magros blasones con títulos de papel. Nada tienen que ver con Rubalcaba que tuvo
paciencia para aprender, valor para tomar decisiones arriesgadas, y coraje para
retirarse cuando llegó su momento.
La diferencia entre estos alevines y
el político con tradición es un punto de madurez que Aristóteles llamaba
“virtud política”. El político virtuoso no es tanto el que lleva una vida
personal intachable cuanto quien, antes de dar el salto a la política, adquiere
hábitos que le preparan para la función pública. Y el filósofo griego se
permite señalar tres de ellos. En primer lugar, que el futuro político haya
demostrado que es bueno en lo suyo: si es zapatero, uno bueno; si estudiante,
que no haya dejado la carrera en primero de derecho; y, desde luego, si no ha
trabajado, mejor abstenerse. En segundo lugar, que tenga experiencia en tomar
decisiones que afecten a los demás; desconfía de todo aquel a quien se lo hayan
dado todo hecho o que haya decidido en provecho propio. Es una exigencia de
madurez humana. Finalmente, que no le sea extraño el campo en el que tiene que
tomar decisiones. Es verdad que puede y debe contar con asesores pero necesita
un criterio formado propio porque, de lo contrario, alguien pensará por él. La
virtud política decía pues alguien hace veinticinco siglos está compuesta
de madurez humana y conocimiento. Y si
esto se exigía hace tantos siglos, muchos más ahora que la política se ha
complicado tanto.
Ya no basta con leerse el programa
electoral. Hay que fijarse en las personas que lo llevarán a cabo, es decir,
hay que establecer una mayor relación entre política y político, de ahí la
importancia que ahora debería tener la figura aristotélica del “político
virtuoso”. Es verdad que en el mundo latino la palabra virtud tiene resonancias
religiosas, pero no deberíamos confundirnos. La virtuosidad que se pide al
político es la necesaria para su quehacer político no para su vida privada.
Mucho más importante que homenajear
a uno u otro es interpretar el mensaje que hay detrás de esas manifestaciones
empáticas, es decir, de entenderlas como una invitación a hacer las cosas de
otra manera. No se trata de un culto a la persona, sino de un memorial, es
decir, de un recuerdo que tiene la capacidad de hacernos ver las deficiencias
de la práctica política y, al tiempo, de promover otro modo de ser político.
Llevarlo a cabo de cualquier manera posible sería dar continuidad a esa
manifestación excepcional que brotó en el momento de su muerte sin aviso previo
y que también puede lamentablemente difuminarse sin hacer ruido.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 1 de
junio 2019)