26/6/19

“La memoria, tribunal de la historia”*


            1. En las concepciones de la historia que han mandado en el pasado, los vencidos tenían pocas razones que hacer valer si por “tener razón” entendemos reconocerles capacidad semántica, es decir, significados posibles capaces de conformar y por tanto cambiar el curso de la historia.

            Valía más bien lo que decía Voltaire un tanto cínicamente: que para la historia “la razón del más fuerte es siempre la que vale”.

             Los vencidos sólo aparecían como el botín que da lustre al vencedor o , dicho más filosóficamente, como el precio del progreso. En esa visión de la historia, los vencidos eran literalmente insignificantes, esto es, carentes de significación.


            Ese modo de pensar se ha querido justificar diciendo que la historia la escriben los vencedores, no al dictado ciertamente, no es que los que mandan la dicten o la impongan a los historiadores. Su modo de intervenir es mucho más sutil y académicamente más correcta. Se sirven de los académicos que dictan ex cathedra que los hechos son el único material científico. “Hecho” es el pretérito perfeto del verbo hacer y se refiere a la acción que ha conseguido ser, diferenciándose claramente de todas aquellas otras acciones que quedaron en proyecto sin realizar porque fracasaron.

            La decisión de considerar sólo a los hechos único material para un juicio de verdad sobre la realidad, por muy engolada académicamente que se presente, es, si me lo permiten los analíticos, pura alquimia, sin el menor rigor científico. ¿Qué por qué? Pues porque el conocimiento debe ser de la realidad y la realidad no es sólo lo fáctico sino también lo que pudo ser y no llego a ser; lo que podrá ser y aún no es. Por eso dice Aristóteles que hay más realidad en la poesía que en la historia.

            Hegel viene en ayuda de esa leyenda urbana modernista que tanto gusta a los que confunden realidad con facticidad. Ese Hegel cuya Fenomenología del Espíritu sólo podía ser escrita por alguien con alma de contable pone la guinda de la tarta cuando sentencia “sólo el presente es; el antes y el después, no” (“Nur die Gegenwart ist, das Vor und Nach,nicht”, Enziklop & 259). Y remata su idea diciendo que “la memoria es la horca de la que cuelga la razón (los dioses griegos). La memoria es el sepulcro, el depósito de lo muerto. Lo muerto está presente en ella como una colección de piedra” (Hegel, Escritos de juventud).

            Y los filósofos nos lo hemos creído durante siglos.

            2. Esa visión de los vencidos, es decir, sobre los vencidos, ha cambiado en la medida en que se imponía una visión de los vencidos, en el sentido de "desde los vencidos". Aquí el genitivo subjetivo o atributivo juega un papel.

            El sentido subjetivo de la expresión “visión de los vencidos” lo desentraña poderosamente León Portilla en su "La visión de los vencidos". Nos hace recorrer el campo de la historia de la mano de las víctimas. Nada que ver con la visión de los vencidos que imponen los vencedores.

            Que la visión del vencido vaya ganando en autoridad, es algo que debemos a la memoria. La memoria ha sido filosóficamente una categoría menor -una actividad de los sentidos internos, no del intelecto y de la voluntad- que sólo podía producir sentimientos. En Aristóteles y hasta hoy para muchos, la memoria era la vivencia subjetiva de un acontecimiento pasado, sin valor científico ni político.

            Pues bien esa memoria menor ha ido cargándose de músculo a lo largo del tiempo hasta el punto de que hoy es reconocida como una categoría epistémica que produce no sólo sentimiento sino también conocimiento. Es como un logos con tiempo. Es una razón anamnética. ¿Qué conoce? La memoria se ha especializado en conocer la parte oculta de la realidad, lo que subyace al hecho. Adorno lo resume diciendo que la memoria se ocupa de "la historia del sufrimiento". Esa historia es una parte de la realidad aunque sea inaccesible a la ciencia y a ese tipo de historia con pretensiones científicas que sólo quiere saber de hechos.

            Gracias a la memoria los vencidos tienen abogado. Ante el tribunal de la historia nadie podrá ya sostener, con Hegel, que son el precio del progreso sin exponerse a ser tachado de irracional. Hegel podía permitírselo porque en su filosofía importan más las ideas que los relatos, es decir, porque es una filosofía idealista. Propio del idealismo es disolver los destinos individuales en el Todo, los acontecimientos en el concepto, el tiempo en la abstracción. Pensemos en algo tan propio e inalienable como la muerte individual. Se muere solo. Para el idealismo, sin embargo, el sentido de la muerte individual se da en el Todo que es inmortal. Ese Todo que es camaleónico puede tener distintos nombres: la Razón, la Historia, el Proletariado, la Raza, la Patria. Cualquiera de esas modalidades del Todo transforma la tragedia en drama o comedia, lo absurdo en racional, los lamentos de las víctimas en piedras angulares del bienestar general o en felicidad de las generaciones futuras. El Todo disuelve el tiempo pues se nutre de olvido.

            Así ha sido durante siglos mientras la memoria era jibarizada en sentimiento o vivencia. Eso se acabó cuando emergió una razón anamnética que piensa sin olvidar nada. Walter Benjamin es el sepulturero de Hegel.

            La irrupción de la memoria ha tenido que ver con la nueva presencia del pueblo de la memoria en Occidente. Decir que Occidente tiene dos almas, Atenas y Jerusalem, es reconocer el peso específico de la memoria en el pensar. Eso ocurrió después de la I Guerra Mundial que fue vista en su tiempo como el ocaso de un proyecto emancipador, el proyecto ilustrado, que movilizó todas las energías disponibles para pensarle de nuevo. En ese momento el intelectual judío comprendió que poco ayudaba la asimilación, es decir, la renuncia a la propia cultura para echarse en brazos de la ilustración canónica. Testigo de ese cambio es la Carta al Padre de Kafka que hay que entenderla como el manifiesto de toda una generación. Echan en cara a la generación de sus padres que le hurtaran su propia tradición.

            No era fácil la empresa. No se trataba de sumar o sustituir la racionalidad que viene de Atenas por la que pudiera venir de Jerusalem. Pronto constataron en efecto que la sociedad de su tiempo carecía de antenas para captar el mesianismo judío, por ejemplo. ¿Cómo hablar de revelación a un mundo racionalista?

            A esa dificultad, que nos es hoy tan familiar, responde Kafka con un tipo de literatura trufada de "revelación sin contenido", es decir, de gestos sin contenidos precisos. Hay que reconocer que en nuestra cultura secularizada no pesan las verdades bíblicas, reducidas, en el mejor de los casos, a símbolos o prefiguraciones de verdades racionales. Lo que sí quedan son reflejos morales o epistémicos que no se explican desde el racionalismo ilustrado pero a los que no podemos renunciar. Por ejemplo, lo que ocurre, en la novela El Proceso, a los dos esbirros que cumpliendo órdenes del tribunal sienten vergüenza cuando ejecutan a Joseph K. ¿Por qué sienten vergüenza si hacen lo que deben? No se explica con la lógica del tribunal que es la nuestra. Ahí se da una “revelación sin contenido”.

            Derrida desentierra otro de esos reflejos inexplicables cuando habla del “perdón de lo imperdonable”. Extraña paradoja esto de perdonar lo que no se puede perdonar. Lo que es imperdonable en la lógica dominante porque no hay manera humana de desatar el nudo que liga al autor de un crimen con el crimen cometido, convirtiéndole de esta guisa en un criminal, puede ser perdonado en una cultura que valora más al que supera la experiencia del crimen que a quien nunca la tuvo.

            El film “La chica desconocida”, de los hermanos Dardenne, nos presenta a una joven médico que quiere saber el nombre de una emigrante a la que ella no abrió su consulta y que fue luego asesinada. Se siente culpable y quiere al menos saber cómo se llama para que su muerte no sea anónima; que quede en algún sitio consignada por si alguien, un hijo, un padre, un amigo, la busca y pueda encontrarla. Ante la dificultad de identificarla, un amigo le aconseja sensatamente diciéndole "déjala. Abandona, que al fin y al cabo está muerta". Y ella responde: "si estuviera muerta, ¿la estaríamos buscando?"

            Hay muchos reflejos morales inexplicables sin esta tradición perdida. Y esos reflejos, que son huellas del pasado, son como el puente de playa para un nuevo desembarco de esta cultura anamnética.

            3. La memoria no se ha hecho presente sólo como conocimiento, con todo lo que eso ha significado, a saber, hacer valer el sufrimiento de los vencidos en la construcción de la historia. Hay algo más: poder cambiar de perspectiva y ver el mundo desde abajo "como los crucificados cabeza abajo en las infinitas horas de su agonía", dice Adorno. Una forma elocuente de esa mirada desde abajo es la que recoge León Portilla en La visión de los vencidos. No tiene nada que ver con el relato que se cuenta (o se contaba) a los niños españoles cuando en la escuela les hablaban de “la Conquista”.

            El “giro anamnético” parece, pues, inevitable si queremos cambiar la historia. Pero no basta. Nosotros, los que aquí y ahora ejercemos el noble oficio del filosofar, tenemos un mandato añadido, “el deber de memoria”.

            Por cálculo racional tenemos que tener en cuenta el tiempo a la hora de pensar. Gracias a la memoria, en efecto, el campo de la realidad se abre y se enriquece consecuentemente cualquier pretensión de verdad, de conocimiento de la realidad. Pero, insisto, eso no basta porque a nosotros se nos ha revelado un momento cognitivo que siempre ha estado ahí pero que habíamos ocultado gracias a estrategias idealistas.

            Hay que reconocer que hemos empezado a hablar de “deber de memoria” en un momento determinado -después de la violencia histórica que relacionamos con los campos de exterminio- y esto conviene entenderlo bien porque no se trata de priorizar el sufrimiento judío sobre cualquier otro, sino de entenderle como punto de saturación de una historia de sufrimiento que viene de muy atrás. Gracias a su expresión extrema en los campos se nos ha hecho la luz sobre lo que significa conocer para el ser humano. Desglosemos esto.

            Deber de memoria no significa, en primer lugar, tener que acordarnos periódicamente del sufrimiento que tuvieron que soportar los deportados en los campos de concentración o de exterminio. Consiste, más bien, en tomar conciencia de lo que significa la expresión “aquello fue impensable”. Ocurrió efectivamente lo nunca visto, lo impensable, lo inimaginable: hacer desaparecer a todo un pueblo por el mero hecho de ser diferente sin dejar rastro físico para que no hubiera posibilidad de reconstruirle metafísicamente. Aquello fue lo que ocurrió. Y ¿qué pasa cuando ocurre lo impensable? Pues que lo ocurrido se convierte en lo que da que pensar. Pensar bien es una reflexión sobre lo ocurrido o, si se prefiere, un proceso cognitivo que no arranca de premisas o principios sino de lo ocurrido.

            El deber de memoria es un imperativo teórico que afecta en primer lugar a nuestro modo de conocer. Una cura de humildad porque lo que se nos está diciendo es que no podemos fiarnos de nuestras habilidades cognitivas para prever lo que pueda ocurrir o para interpretar lo ocurrido partiendo de categorías anteriores. Nuestros conceptos, aprendidos en los libros, quedan desbordados y nuestros sistemas de conocimiento, descosidos. Hay que rehacer nuestro universo mental partiendo de lo que hemos hecho aunque no fuéramos capaces de pensarlo. Lo ocurrido es lo que da que pensar. Y llamamos a eso “deber de memoria” porque ese pasado ocurrido e impensable es la cita obligada para la reconstrucción de otra forma de pensar y de realizar la historia. “El deber de memoria” despide un tipo de epistemología que creía poder adelantar la realidad pensando bien. Fin del mente concipio motum de Galileo. Decía el sabio italiano que él prescindía totalmente de los movimientos reales que hacen los cuerpos y que, cerrando los ojos a esos movimientos efectivos que percibimos con los sentidos, construía en su mente, con el puro pensamiento, los movimientos de la realidad. Eso ya no es posible en el campo de la historia y de la acción humana.

            ¿Qué consecuencias se derivan de todo esto? Las consecuencias van en dos direcciones: hacia adelante y hacia atrás.

            Hacia adelante, el deber de memoria nos impone pensar de nuevo las piezas que conforman la historia (la política, el derecho, la ética, la estética, la religión…) partiendo de la barbarie. En el horror murió no solo el judío sino parte de nuestra cultura. Primo Leví, por ejemplo, decía que en los campos no valía la ética de la buena conciencia que mandaba y manda. Había que repensar la ética porque con la que tenemos -la kantiana o la habermasiana-tendríamos que juzgarles y condenarles. Benjamin, por su lado, cuestionaba la lógica del progreso, piedra angular de la política moderna. Decía que progreso y fascismo se dan la mano. Habría que pensar una política que no fuera progresista. Adorno que propuso hablar de “nuevo imperativo categórico” (en lugar de la moralizante expresión “deber de memoria”) se preguntaba cómo hacer poesía después de Auschwitz. El tribunal de Nurenberg tuvo que inventarse una nueva figura jurídica para aproximarse a lo ocurrido y por eso hablamos de genocidio y de imprescriptibilidad, algo inédito. Son todas expresiones de ese “deber de memoria”. Los filósofos también estamos emplazados a pensar con imaginación y dejar de arrastrarnos por lugares trillados. Tengamos bien en cuenta que mirar hacia adelante no es una invitación a construir utopías sino a pensar con memoria.

            El “deber de memoria” también mira hacia atrás. La irrupción del pasado en el presente, cuartea la seguridad del presente. Ya no es verdad, como decía Hegel, que “sólo el presente es; el pasado y el futuro, no”. Gracias a la memoria, el pasado no está a disposición del presente sino que es como un salto del tigre del pasado al presente que le desestabiliza. No es lo mismo juzgar el pasado desde el presente que interpelar el presente desde el pasado. Es la memoria la que se constituye en tribunal de la historia porque pone en evidencia su indiferencia respecto al coste humano y social de su construcción. La memoria, tribunal de la historia; y no al revés como siempre hemos hecho.

            Por eso, porque hay un pasado inalienable, que no se vende al presente, hay que hablar de responsabilidad histórica. Hay que hablar de la vigencia de un pasado si ese pasado plantea una injusticia que no ha sido satisfecha. Y esta es la primera consecuencia hacia atrás. Tenía razón el Presidente de México, López Obrador, al plantear el tema de la responsabilidad histórica. Dos argumentos le avalan: en primer lugar que el pasado se hereda, es decir, hay un sujeto  a quien pedir cuentas. Y, en segundo lugar, que eso no es anacronismo. Lo sería si juzgáramos el pasado con conciencia actual. Y tal no es el caso porque sabemos que ya entonces se planteó la responsabilidad histórica. Fray Bartolomé de las Casas denunció la violencia, la legitimidad de la conquista y avisó que esa injusticia pesaría sobre las generaciones futuras.

            Walter Benjamin echa una mano en su Tesis Segunda Sobre el Concepto de Historia cuando reconoce en los nietos una “débil fuerza mesiánica” en virtud de la cual pueden hacerse cargo de lo que hicieron a los abuelos y de lo que ellos hicieron. Lo “mesiánico” es hacerse cargo de esa pesada carga; si esa fuerza es “débil” es porque la única forma de justicia es reconocer la vigencia de la injusticia, sin poder saldarla debidamente. Modesta forma de justicia es ésta, pero fundamental.

            4. Del Deber de memoria al pensar en español.

            Ya he apuntado que el deber de memoria afecta también a la filosofía, al modo de pensar. La memoria fragiliza el presente que deja de presentarse como un absoluto al saberse horadado por el pasado.

            No podemos pensar sólo entre nosotros, dialogando entre nosotros o sólo con uno mismo. La cultura anamnética no es dialógica porque cada subjetividad está inscrita en una historia que nos interpela. Pensar es sostener una conversación incómoda pues las preguntas no son problemas de otros sino interpelaciones que nos alcanzan de lleno porque surgen de contextos compartidos.

            La comunidad de pensamiento a la que podemos aspirar no puede ser solo una red de hablantes presentes, sino también una conversación con espectros.

            Para fijar en un punto el hilo de estas ideas, quedémonos en la lengua. Pensamos en la lengua que hablamos (el español o el portugués, en este caso). Esa lengua tiene dos pliegues. Está, por un lado, el que recoge las experiencias. Toda lengua almacena las experiencias vividas por sus hablantes. Nuestras experiencias son encontradas. La visión del vencido y la del conquistador, por ejemplo. Pensar es interpelarse. El ciudadano español, cuando se piense a sí mismo, cuando piense su historia, cuando se plantee su identidad no puede pasar por alto la pg. 109 de la Visión de los vencidos de León Portilla (edición UNAM, 1989): “donde llegaban los españoles, todo quedaba desolado”.  Cada cual tendrá que encontrar su página ciento nueve. Porque el vencido de hoy en cada una de nuestras sociedades tiene preguntas que hacernos.

            No estoy planteando una mera crítica social, por muy legítima que esta sea, sino algo previo: un modo de pensar que nos viene dado por la lengua que hablamos. No podemos entender lo que hablamos sin tener en cuenta esta guerra civil dentro del lenguaje, una inhospitalidad del lenguaje.

            El otro pliegue tiene que ver con el poder de la lengua (no ya en sentido de Macht, poderío, sino de Gewalt, violencia). Por supuesto que amamos nuestra lengua, disfrutamos leyendo a escritores geniales que se han servido de ella, pero no podemos olvidar, para poder entenderla y amarla, su manifestación violenta.

            Los españoles sabemos lo que se llevó por delante. Para ilustrar este punto bastaría con recordar las cuatro redacciones del epitafio del rey Fernando III, muerto en el último día del mes de mayo del año 1290 de la era cristiana o en el 22 de rabii del año 650 de la Hégira musulmana o en el 22 de sivan del año 5012 de la creación del mundo, según la cronología judía. El epitafio, además del latín, está redactado en castellano, árabe y hebreo, las tres lenguas constituyentes de la vida española (Castro, 1996, 38-9). Las tres lenguas expresan respeto por el Rey y reconocimiento de su tolerancia. Sólo una, la latina, rompe las hostilidades tachando a los judíos y moriscos de enemigos y descalificándolos de “protervia”. Esa línea intolerante fue la que se impuso cuando los cristianos triunfaron militarmente. Por eso hay que reconocer el gesto de valentía de Cervantes que, en un alarde literario, reconoce que el Quijote es una traducción del árabe que es en ese momento una lengua proscrita. Está diciendo a sus lectores que si quieren entender lo que están leyendo tienen que recurrir a esa lengua prohibida y silenciada. Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho, corregirá a Cervantes diciendo que el original era hebreo, lo que pasa es que el marrano Cervantes no quería dar pistas sobre su propio pasado. Son formas literarias de reconocer que el castellano sin las lenguas que le sustentan sería imposible y que hablar bien esa lengua es saber interpretar los silencios provocados.

            El filósofo que piense en español tiene ante sí el singular desafío de decir algo pero remitiendo al silencio, a lo que no se puede decir. Es posible que en la misma situación se encuentre cualquier otra lengua que haya sido Weltsprache. Pero como no se trata de ser originales pensando sino de pensar bien, eso no nos importa. Estamos juntos compartiendo pensares en la misma lengua. Tenemos que dar un brinco y hacer valer nuestras distintas experiencias, enfrentadas muchas veces y siempre interpelantes.

            Quisiera terminar rescatando un gesto intelectual de Las Casas que puede ser modélico. Cuando su contrincante Sepúlveda convocó la autoridad de Aristóteles para legitimar la conquista, el fraile dominico no tuvo inconveniente en mandar a la primera autoridad filosófica a paseo: “¡a paseo Aristóteles!”, un gesto de gran calado que recuerda el peruano Gustavo Gutiérrez en su excelente estudio de Bartolomé de las Casas. Las Casas reivindicaba una razón moral y no parece que, si queremos pensar juntos, tengamos que renunciar a esa herencia.

Reyes Mate (*Ponencia pronunciada en el V Congreso Iberoamericano de Filosofía, celebrado en México, el 17 de junio 2019. Tema de la mesa redonda: “Memoria y política: visión y razón de los vencidos en la historia”)