1. En las concepciones de la
historia que han mandado en el pasado, los vencidos tenían pocas razones que
hacer valer si por “tener razón” entendemos reconocerles capacidad semántica,
es decir, significados posibles capaces de conformar y por tanto cambiar el
curso de la historia.
Valía más bien lo que decía Voltaire
un tanto cínicamente: que para la historia “la razón del más fuerte es siempre
la que vale”.
Ese modo de pensar se ha querido
justificar diciendo que la historia la escriben los vencedores, no al dictado ciertamente,
no es que los que mandan la dicten o la impongan a los historiadores. Su modo
de intervenir es mucho más sutil y académicamente más correcta. Se sirven de
los académicos que dictan ex cathedra que los hechos son el único material
científico. “Hecho” es el pretérito perfeto del verbo hacer y se refiere a la
acción que ha conseguido ser, diferenciándose claramente de todas aquellas
otras acciones que quedaron en proyecto sin realizar porque fracasaron.
La decisión de considerar sólo a los
hechos único material para un juicio de verdad sobre la realidad, por muy
engolada académicamente que se presente, es, si me lo permiten los analíticos,
pura alquimia, sin el menor rigor científico. ¿Qué por qué? Pues porque el
conocimiento debe ser de la realidad y la realidad no es sólo lo fáctico sino
también lo que pudo ser y no llego a ser; lo que podrá ser y aún no es. Por eso
dice Aristóteles que hay más realidad
en la poesía que en la historia.
Hegel viene en ayuda de esa leyenda
urbana modernista que tanto gusta a los que confunden realidad con facticidad.
Ese Hegel cuya Fenomenología del Espíritu
sólo podía ser escrita por alguien con alma de contable pone la guinda de la
tarta cuando sentencia “sólo el presente
es; el antes y el después, no” (“Nur die Gegenwart ist, das Vor und
Nach,nicht”, Enziklop & 259). Y remata su idea diciendo que “la memoria es la horca de la que cuelga la
razón (los dioses griegos). La memoria es el sepulcro, el
depósito de lo muerto. Lo muerto está presente en ella como una colección de
piedra” (Hegel, Escritos de juventud).
Y los filósofos nos lo hemos creído
durante siglos.
2. Esa visión de los vencidos, es
decir, sobre los vencidos, ha cambiado en la medida en que se imponía una
visión de los vencidos, en el sentido de "desde los vencidos". Aquí
el genitivo subjetivo o atributivo juega un papel.
El sentido subjetivo de la expresión
“visión de los vencidos” lo desentraña poderosamente León Portilla en su
"La visión de los vencidos". Nos hace recorrer el campo de la
historia de la mano de las víctimas. Nada que ver con la visión de los vencidos
que imponen los vencedores.
Que la visión del vencido vaya
ganando en autoridad, es algo que debemos a la memoria. La memoria ha sido
filosóficamente una categoría menor -una actividad de los sentidos internos, no
del intelecto y de la voluntad- que sólo podía producir sentimientos. En
Aristóteles y hasta hoy para muchos, la memoria era la vivencia subjetiva de un
acontecimiento pasado, sin valor científico ni político.
Pues bien esa memoria menor ha ido
cargándose de músculo a lo largo del tiempo hasta el punto de que hoy es
reconocida como una categoría epistémica que produce no sólo sentimiento sino
también conocimiento. Es como un logos con tiempo. Es una razón anamnética.
¿Qué conoce? La memoria se ha especializado en conocer la parte oculta de la
realidad, lo que subyace al hecho. Adorno lo resume diciendo que la memoria se
ocupa de "la historia del sufrimiento". Esa historia es una parte de
la realidad aunque sea inaccesible a la ciencia y a ese tipo de historia con
pretensiones científicas que sólo quiere saber de hechos.
Gracias a la memoria los vencidos
tienen abogado. Ante el tribunal de la historia nadie podrá ya sostener, con
Hegel, que son el precio del progreso sin exponerse a ser tachado de irracional.
Hegel podía permitírselo porque en su filosofía importan más las ideas que los
relatos, es decir, porque es una filosofía idealista. Propio del idealismo es
disolver los destinos individuales en el Todo, los acontecimientos en el
concepto, el tiempo en la abstracción. Pensemos en algo tan propio e
inalienable como la muerte individual. Se muere solo. Para el idealismo, sin
embargo, el sentido de la muerte individual se da en el Todo que es inmortal. Ese
Todo que es camaleónico puede tener distintos nombres: la Razón, la Historia,
el Proletariado, la Raza, la Patria. Cualquiera de esas modalidades del Todo
transforma la tragedia en drama o comedia, lo absurdo en racional, los lamentos
de las víctimas en piedras angulares del bienestar general o en felicidad de
las generaciones futuras. El Todo disuelve el tiempo pues se nutre de olvido.
Así ha sido durante siglos mientras
la memoria era jibarizada en sentimiento o vivencia. Eso se acabó cuando
emergió una razón anamnética que piensa sin olvidar nada. Walter Benjamin es el
sepulturero de Hegel.
La irrupción de la memoria ha tenido
que ver con la nueva presencia del pueblo de la memoria en Occidente. Decir que
Occidente tiene dos almas, Atenas y Jerusalem, es reconocer el peso específico
de la memoria en el pensar. Eso ocurrió después de la I Guerra Mundial que fue
vista en su tiempo como el ocaso de un proyecto emancipador, el proyecto
ilustrado, que movilizó todas las energías disponibles para pensarle de nuevo.
En ese momento el intelectual judío comprendió que poco ayudaba la asimilación,
es decir, la renuncia a la propia cultura para echarse en brazos de la
ilustración canónica. Testigo de ese cambio es la Carta al Padre de Kafka que hay que entenderla como el manifiesto
de toda una generación. Echan en cara a la generación de sus padres que le
hurtaran su propia tradición.
No era fácil la empresa. No se
trataba de sumar o sustituir la racionalidad que viene de Atenas por la que
pudiera venir de Jerusalem. Pronto constataron en efecto que la sociedad de su
tiempo carecía de antenas para captar el mesianismo judío, por ejemplo. ¿Cómo
hablar de revelación a un mundo racionalista?
A esa dificultad, que nos es hoy tan
familiar, responde Kafka con un tipo de literatura trufada de "revelación
sin contenido", es decir, de gestos sin contenidos precisos. Hay que reconocer
que en nuestra cultura secularizada no pesan las verdades bíblicas, reducidas,
en el mejor de los casos, a símbolos o prefiguraciones de verdades racionales.
Lo que sí quedan son reflejos morales o epistémicos que no se explican desde el
racionalismo ilustrado pero a los que no podemos renunciar. Por ejemplo, lo que
ocurre, en la novela El Proceso, a
los dos esbirros que cumpliendo órdenes del tribunal sienten vergüenza cuando
ejecutan a Joseph K. ¿Por qué sienten vergüenza si hacen lo que deben? No se
explica con la lógica del tribunal que es la nuestra. Ahí se da una “revelación
sin contenido”.
Derrida desentierra otro de esos
reflejos inexplicables cuando habla del “perdón de lo imperdonable”. Extraña
paradoja esto de perdonar lo que no se puede perdonar. Lo que es imperdonable
en la lógica dominante porque no hay manera humana de desatar el nudo que liga
al autor de un crimen con el crimen cometido, convirtiéndole de esta guisa en
un criminal, puede ser perdonado en una cultura que valora más al que supera la
experiencia del crimen que a quien nunca la tuvo.
El film “La chica desconocida”, de
los hermanos Dardenne, nos presenta a una joven médico que quiere saber el
nombre de una emigrante a la que ella no abrió su consulta y que fue luego
asesinada. Se siente culpable y quiere al menos saber cómo se llama para que su
muerte no sea anónima; que quede en algún sitio consignada por si alguien, un
hijo, un padre, un amigo, la busca y pueda encontrarla. Ante la dificultad de
identificarla, un amigo le aconseja sensatamente diciéndole "déjala.
Abandona, que al fin y al cabo está muerta". Y ella responde: "si
estuviera muerta, ¿la estaríamos buscando?"
Hay muchos reflejos morales
inexplicables sin esta tradición perdida. Y esos reflejos, que son huellas del
pasado, son como el puente de playa para un nuevo desembarco de esta cultura
anamnética.
3. La memoria no se ha hecho
presente sólo como conocimiento, con todo lo que eso ha significado, a saber,
hacer valer el sufrimiento de los vencidos en la construcción de la historia.
Hay algo más: poder cambiar de perspectiva y ver el mundo desde abajo "como los crucificados cabeza abajo en las
infinitas horas de su agonía", dice Adorno. Una forma elocuente de esa
mirada desde abajo es la que recoge León Portilla en La visión de los vencidos. No tiene nada que ver con el relato que
se cuenta (o se contaba) a los niños españoles cuando en la escuela les
hablaban de “la Conquista”.
El “giro anamnético” parece, pues, inevitable
si queremos cambiar la historia. Pero no basta. Nosotros, los que aquí y ahora
ejercemos el noble oficio del filosofar, tenemos un mandato añadido, “el deber
de memoria”.
Por cálculo racional tenemos que
tener en cuenta el tiempo a la hora de pensar. Gracias a la memoria, en efecto,
el campo de la realidad se abre y se enriquece consecuentemente cualquier
pretensión de verdad, de conocimiento de la realidad. Pero, insisto, eso no
basta porque a nosotros se nos ha revelado un momento cognitivo que siempre ha
estado ahí pero que habíamos ocultado gracias a estrategias idealistas.
Hay que reconocer que hemos empezado
a hablar de “deber de memoria” en un momento determinado -después de la
violencia histórica que relacionamos con los campos de exterminio- y esto
conviene entenderlo bien porque no se trata de priorizar el sufrimiento judío
sobre cualquier otro, sino de entenderle como punto de saturación de una
historia de sufrimiento que viene de muy atrás. Gracias a su expresión extrema en
los campos se nos ha hecho la luz sobre lo que significa conocer para el ser
humano. Desglosemos esto.
Deber de memoria no significa, en
primer lugar, tener que acordarnos periódicamente del sufrimiento que tuvieron
que soportar los deportados en los campos de concentración o de exterminio.
Consiste, más bien, en tomar conciencia de lo que significa la expresión
“aquello fue impensable”. Ocurrió efectivamente lo nunca visto, lo impensable,
lo inimaginable: hacer desaparecer a todo un pueblo por el mero hecho de ser
diferente sin dejar rastro físico para que no hubiera posibilidad de
reconstruirle metafísicamente. Aquello fue lo que ocurrió. Y ¿qué pasa cuando
ocurre lo impensable? Pues que lo ocurrido se convierte en lo que da que
pensar. Pensar bien es una reflexión sobre lo ocurrido o, si se prefiere, un
proceso cognitivo que no arranca de premisas o principios sino de lo ocurrido.
El deber de memoria es un imperativo
teórico que afecta en primer lugar a nuestro modo de conocer. Una cura de
humildad porque lo que se nos está diciendo es que no podemos fiarnos de
nuestras habilidades cognitivas para prever lo que pueda ocurrir o para
interpretar lo ocurrido partiendo de categorías anteriores. Nuestros conceptos,
aprendidos en los libros, quedan desbordados y nuestros sistemas de
conocimiento, descosidos. Hay que rehacer nuestro universo mental partiendo de
lo que hemos hecho aunque no fuéramos capaces de pensarlo. Lo ocurrido es lo
que da que pensar. Y llamamos a eso “deber de memoria” porque ese pasado
ocurrido e impensable es la cita obligada para la reconstrucción de otra forma
de pensar y de realizar la historia. “El deber de memoria” despide un tipo de
epistemología que creía poder adelantar la realidad pensando bien. Fin del mente concipio motum de Galileo. Decía
el sabio italiano que él prescindía totalmente de los movimientos reales que
hacen los cuerpos y que, cerrando los ojos a esos movimientos efectivos que
percibimos con los sentidos, construía en su mente, con el puro pensamiento,
los movimientos de la realidad. Eso ya no es posible en el campo de la historia
y de la acción humana.
¿Qué consecuencias se derivan de
todo esto? Las consecuencias van en dos direcciones: hacia adelante y hacia
atrás.
Hacia adelante, el deber de memoria
nos impone pensar de nuevo las piezas que conforman la historia (la política,
el derecho, la ética, la estética, la religión…) partiendo de la barbarie. En
el horror murió no solo el judío sino parte de nuestra cultura. Primo Leví, por
ejemplo, decía que en los campos no valía la ética de la buena conciencia que
mandaba y manda. Había que repensar la ética porque con la que tenemos -la
kantiana o la habermasiana-tendríamos que juzgarles y condenarles. Benjamin,
por su lado, cuestionaba la lógica del progreso, piedra angular de la política
moderna. Decía que progreso y fascismo se dan la mano. Habría que pensar una
política que no fuera progresista. Adorno que propuso hablar de “nuevo
imperativo categórico” (en lugar de la moralizante expresión “deber de
memoria”) se preguntaba cómo hacer poesía después de Auschwitz. El tribunal de
Nurenberg tuvo que inventarse una
nueva figura jurídica para aproximarse a lo ocurrido y por eso hablamos de
genocidio y de imprescriptibilidad, algo inédito. Son todas expresiones de ese
“deber de memoria”. Los filósofos también estamos emplazados a pensar con
imaginación y dejar de arrastrarnos por lugares trillados. Tengamos bien en
cuenta que mirar hacia adelante no es una invitación a construir utopías sino a
pensar con memoria.
El “deber de memoria” también mira hacia
atrás. La irrupción del pasado en el presente, cuartea la seguridad del
presente. Ya no es verdad, como decía Hegel, que “sólo el presente es; el pasado y el futuro, no”. Gracias a la
memoria, el pasado no está a disposición del presente sino que es como un salto
del tigre del pasado al presente que le desestabiliza. No es lo mismo juzgar el
pasado desde el presente que interpelar el presente desde el pasado. Es la
memoria la que se constituye en tribunal de la historia porque pone en
evidencia su indiferencia respecto al coste humano y social de su construcción.
La memoria, tribunal de la historia; y no al revés como siempre hemos hecho.
Por eso, porque hay un pasado
inalienable, que no se vende al presente, hay que hablar de responsabilidad
histórica. Hay que hablar de la vigencia de un pasado si ese pasado plantea una
injusticia que no ha sido satisfecha. Y esta es la primera consecuencia hacia
atrás. Tenía razón el Presidente de México, López Obrador, al plantear el tema
de la responsabilidad histórica. Dos argumentos le avalan: en primer lugar que
el pasado se hereda, es decir, hay un sujeto a quien pedir cuentas. Y, en segundo lugar, que
eso no es anacronismo. Lo sería si juzgáramos el pasado con conciencia actual.
Y tal no es el caso porque sabemos que ya entonces se planteó la
responsabilidad histórica. Fray Bartolomé de las Casas denunció la violencia,
la legitimidad de la conquista y avisó que esa injusticia pesaría sobre las
generaciones futuras.
Walter Benjamin echa una mano en su Tesis
Segunda Sobre el Concepto de Historia
cuando reconoce en los nietos una “débil
fuerza mesiánica” en virtud de la cual pueden hacerse cargo de lo que
hicieron a los abuelos y de lo que ellos hicieron. Lo “mesiánico” es hacerse
cargo de esa pesada carga; si esa fuerza es “débil” es porque la única forma de
justicia es reconocer la vigencia de la injusticia, sin poder saldarla
debidamente. Modesta forma de justicia es ésta, pero fundamental.
4. Del Deber de memoria al pensar en
español.
Ya he apuntado que el deber de memoria
afecta también a la filosofía, al modo de pensar. La memoria fragiliza el
presente que deja de presentarse como un absoluto al saberse horadado por el
pasado.
No podemos pensar sólo entre
nosotros, dialogando entre nosotros o sólo con uno mismo. La cultura anamnética
no es dialógica porque cada subjetividad está inscrita en una historia que nos
interpela. Pensar es sostener una conversación incómoda pues las preguntas no
son problemas de otros sino interpelaciones que nos alcanzan de lleno porque
surgen de contextos compartidos.
La comunidad de pensamiento a la que
podemos aspirar no puede ser solo una red de hablantes presentes, sino también
una conversación con espectros.
Para fijar en un punto el hilo de
estas ideas, quedémonos en la lengua. Pensamos en la lengua que hablamos (el
español o el portugués, en este caso). Esa lengua tiene dos pliegues. Está, por
un lado, el que recoge las experiencias. Toda lengua almacena las experiencias
vividas por sus hablantes. Nuestras experiencias son encontradas. La visión del
vencido y la del conquistador, por ejemplo. Pensar es interpelarse. El
ciudadano español, cuando se piense a sí mismo, cuando piense su historia,
cuando se plantee su identidad no puede pasar por alto la pg. 109 de la Visión de los vencidos de León Portilla
(edición UNAM, 1989): “donde llegaban los españoles, todo quedaba desolado”. Cada cual tendrá que encontrar su página
ciento nueve. Porque el vencido de hoy en cada una de nuestras sociedades tiene
preguntas que hacernos.
No estoy planteando una mera crítica
social, por muy legítima que esta sea, sino algo previo: un modo de pensar que
nos viene dado por la lengua que hablamos. No podemos entender lo que hablamos
sin tener en cuenta esta guerra civil dentro del lenguaje, una inhospitalidad
del lenguaje.
El otro pliegue tiene que ver con el
poder de la lengua (no ya en sentido de Macht,
poderío, sino de Gewalt, violencia). Por
supuesto que amamos nuestra lengua, disfrutamos leyendo a escritores geniales
que se han servido de ella, pero no podemos olvidar, para poder entenderla y
amarla, su manifestación violenta.
Los españoles sabemos lo que se
llevó por delante. Para ilustrar este punto
bastaría con recordar las cuatro redacciones del epitafio del rey Fernando III,
muerto en el último día del mes de mayo del año 1290 de la era cristiana o en
el 22 de rabii del año 650 de la Hégira musulmana o en el 22 de sivan del año
5012 de la creación del mundo, según la cronología judía. El epitafio, además
del latín, está redactado en castellano, árabe y hebreo, las tres lenguas
constituyentes de la vida española (Castro, 1996, 38-9). Las tres lenguas
expresan respeto por el Rey y reconocimiento de su tolerancia. Sólo una, la
latina, rompe las hostilidades tachando a los judíos y moriscos de enemigos y
descalificándolos de “protervia”. Esa línea intolerante fue la que se impuso
cuando los cristianos triunfaron militarmente. Por eso hay que reconocer el
gesto de valentía de Cervantes que, en un alarde literario, reconoce que el
Quijote es una traducción del árabe que es en ese momento una lengua proscrita.
Está diciendo a sus lectores que si quieren entender lo que están leyendo tienen
que recurrir a esa lengua prohibida y silenciada. Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho, corregirá a
Cervantes diciendo que el original era hebreo, lo que pasa es que el marrano
Cervantes no quería dar pistas sobre su propio pasado. Son formas literarias de
reconocer que el castellano sin las lenguas que le sustentan sería imposible y
que hablar bien esa lengua es saber interpretar los silencios provocados.
El filósofo que piense en español
tiene ante sí el singular desafío de decir algo pero remitiendo al silencio, a
lo que no se puede decir. Es posible que en la misma situación se encuentre
cualquier otra lengua que haya sido Weltsprache.
Pero como no se trata de ser originales pensando sino de pensar bien, eso no
nos importa. Estamos juntos compartiendo pensares en la misma lengua. Tenemos
que dar un brinco y hacer valer nuestras distintas experiencias, enfrentadas
muchas veces y siempre interpelantes.
Quisiera terminar rescatando un
gesto intelectual de Las Casas que puede ser modélico. Cuando su contrincante
Sepúlveda convocó la autoridad de Aristóteles para legitimar la conquista, el
fraile dominico no tuvo inconveniente en mandar a la primera autoridad
filosófica a paseo: “¡a paseo Aristóteles!”,
un gesto de gran calado que recuerda el peruano Gustavo Gutiérrez en su
excelente estudio de Bartolomé de las Casas. Las Casas reivindicaba una razón
moral y no parece que, si queremos pensar juntos, tengamos que renunciar a esa
herencia.
Reyes
Mate (*Ponencia pronunciada en el V Congreso Iberoamericano de Filosofía,
celebrado en México, el 17 de junio 2019. Tema de la mesa redonda: “Memoria y
política: visión y razón de los vencidos en la historia”)