Los ferrocarriles holandeses van a
indemnizar a unos seis mil pasajeros por un viaje de ida que tuvo lugar hace 75
años. La noticia ha tenido una repercusión mundial por la singularidad del
viaje y de los viajeros. Se refiere a un tren que salía regularmente de un
campo holandés de concentración, Westerbork, en dirección a un campo de
exterminio, cargado con pasajeros condenados
a muerte por haber nacido judíos o gitanos. Los nazis alquilaron, con el dinero
sustraído a los pasajeros, 93 trenes holandeses para transportarles hasta los
hornos crematorios de Auschwitz o Bergen-Belsen. El precio estimado por el
transporte –unos 2,5 millones de Euros- es lo que ahora revierte sobre
asesinados y supervivientes.
Estamos desde luego ante un gesto
moral, no exigido jurídicamente, que pone en evidencia el poder de la memoria
capaz “de abrir expedientes que el derecho ha archivado”. Los lugares de la
memoria tienen ese poder porque son ricos en significaciones. Aunque el delito
haya prescrito, la memoria sigue clamando justicia.
Sin minusvalorar la importancia
simbólica del gesto reparador, sí procede llamar la atención sobre la
repercusión de un gesto que viene del lado de los victimarios y colaboradores, pero
que deja en la penumbra significados o señales que vienen del campo de las
propias víctimas. De Westerbork, en efecto, llegan algunas noticias que
reclaman nuestra atención. Allí concentraron, antes del último viaje, a Ana
Frank o Edith Stein, la filósofa judía convertida al cristianismo. Dos destinos
bien singulares que revelan la crueldad del hitlerismo. Ni la inocencia de la
niña Frank ni el devenir de Stein en monja carmelita supusieron barrera alguna
al exterminio del pueblo judío decretado por Hitler.
Esto era bien sabido. Lo que, sin
embargo, hemos tardado en conocer es la figura imponente de otra joven
asesinada en Auschwitz que también pasó por el campo holandés. Se llamaba Etty
Hillesum. Una joven mundana y agnóstica que quería ser escritora y que se tomó
la lenta e imparable persecución nazi contra su pueblo como un excepcional
material literario con el que hacerse un nombre. Claro que el sufrimiento de
los demás puede ser un buen banco de datos para una carrera literaria, al
precio, eso sí, de sacrificar la compasión. A eso no estaba dispuesta Hillesum.
El sufrimiento extremo que generaba un lugar como ese acabó ahormando su
personalidad. El diario y las cartas que escribió, conocidos 38 años después de
su muerte, revelan una personalidad que se ha comparado con la del místico
Maestro Eckart, la del escritor Kafka o del filósofo Kierkegaard.
La primera reflexión que se hace es
que no se puede explicar lo que está pasando echando mano de lo que nos han
enseñado. Hay que reescribir todos los libros y repensar todos los
pensamientos, los divinos y los humanos, porque “todo es campo”. La catástrofe
humanitaria de Europa es de tal calibre que no hay lugares al abrigo de la
barbarie. No vale la pena huir de los nazis porque la inmensa mayoría de los
europeos les secundan. Tampoco ayuda sustituir ideologías totalitarias por
otras, liberales, pues son éstas las que han generado a aquellas. ¿Entonces?
Hay que pensar en una estrategia de combate que se sitúe el interior del campo:
"no se puede cambiar el mundo", dice, "si antes no cambia el
corazón y la mente de cada individuo". En esa inmensa soledad donde ha
naufragado la humanidad de occidente, la única tabla de salvación está en
nosotros mismos. Lo dice alguien que conoce la dimensión real del mal que asola
al mundo y también el alcance de las armas de los aliados que luchan contra el
fascismo. Esta joven mujer, en los breves momentos que le deja su activismo en
el campo de concentración y consciente de que dispone de poco tiempo de vida, lanza
a las generaciones posteriores un mensaje en una botella que nos acaba de
llegar. La barbarie no es el resultado de cuatro perturbados sino producto de
una cultura que es la nuestra. Para superarla no es aconsejable acudir a los
lugares que hemos frecuentado. Hay que cambiar de estrategia y ésta pasa por
centrarse en el ser humano que habita cada ciudadano y al hombre político. La
solución, nos dice, consiste "en despertar lo que hay en cada uno de
nosotros de radicalmente otro". ¡Curiosa propuesta! Nos invita a movilizar
algo que está dentro de nosotros pero que nos trasciende. No se refiere a la
indignación que provoca en cualquier bien nacido el sufrimiento del inocente.
La indignación no tiene mucho recorrido. Hillesum está más bien convencida de
que quien haga la experiencia de abrirse a los clamores del mundo, verá cómo
despiertan en él nuevas formas de entender los problemas y nuevas formas de
abordarlos. Habla así de "otros órganos de la razón, desconocidos incluso
para nosotros mismos, que nos permitirán entender la catástrofe y hacerla
frente".
Bien están las indemnizaciones
económicas aunque lleguen con retraso. Lo que parece definitivamente perdido
son los ecos de las palabras que viajaron en esos trenes. A todos molesta la
relación entre político y política y, en las últimas elecciones europeas, ganaron
presencia los partidos de odio al otro. Es como si los trenes siguieran circulando.