31/7/19

La memoria, otra forma de construir la historia*


1. En la invitación que se me cursó para intervenir en este congreso se me proponía reflexionar, por un lado, sobre el peso del pasado luctuoso (autoritario, terrorista, dictatorial) en los procesos de transición a la democracia, sin perder de vista, por otro, el cómo debería  enfrentarse el presente  a ese pasado (qué tipo de justicia, por ejemplo). Estaríamos así ante un doble desafío - condicionamiento del pasado sobre el presente y responsabilidad del presente respecto al pasado-  que, debidamente resuelto, podría conformar un tipo de democracia cualitativamente superior a la que se lleva. En una palabra se me pedía reflexionar sobre la pregunta del pasado y la respuesta del presente.
            No se me ocurrió en un primer momento otra respuesta a los organizadores que ofrecerles un titular, un título de mi intervención, a saber, “la memoria, otra forma de construir la historia”. La reacción por parte de la organización sonaba a aviso. Se me invitaba elegantemente a revisar el título argumentando que el debate existente en Argentina sobre la relación entre memoria e historia hacía de la memoria un terreno minado.  Creía entender que poner por delante el concepto de memoria en una problemática de claros contornos históricos, como es el de los temas que conforman este congreso, podría dificultar la respuesta a esos desafíos.

            Aunque se aludía a un debate que estaba teniendo lugar en Argentina, no se me precisaba el punto conflictivo. Sospecho que la suspicacia respecto a la memoria venía de que ésta lo tiñe todo de moralidad o moralina; o quizá también porque hay peligro de sustituir la lucidez “científica” (así, entre comillas) del historiador por el sentimiento o subjetivismo de la memoria.
            Debo reconocer que estos avisos, lejos de desanimarme, me confirmaron en la idea inicial. Estoy convencido de que para abordar convenientemente los dos desafíos iniciales - de claro calado político, moral y legal-  no había que perder de vista el debate teórico que plantea la relación entre historia y memoria.
            Soy consciente de los límites de una conferencia pero ojalá que  lo que diga ayude a comprender la tesis subyacente, a saber, que el nuevo nombre de historia es memoria.

2. Empecemos por el primer desafío, por la pregunta, esto es, preguntémonos por  el peso del pasado en el presente o, dicho de otro modo, en qué medida ese pasado condiciona el presente.
            Diría que depende de la amplitud del daño. El cuerpo social funciona como el humano. Hay patologías que se superan, otras que dejan algunas secuelas y las hay que resultan letales. Como ejemplo de superación, ahí está Jorge Semprún que soñaba en  Buchenwald ser escritor pero que al ser liberado tuvo que elegir entre la escritura y la vida, es decir, entre recordar, que era morir, u olvidar, que era vivir. Eligió vivir, olvidar. Y así estuvo 16 años, hasta que pudo revisitar el campo y escribir precisamente La Escritura o la Vida. El daño le duró 16 años. Ejemplo de lo que mata el pasado lo tenemos ejemplarmente contado por Jorge Luis Borges en su breve relato Deutsches Requiem. Habla de un oficial nazi que va a ser ajusticiado por sus crímenes y que al repasar su vida es consciente de haber asesinado a inocentes. Lo sabía pero lo tuvo que hacer porque para estar a la altura del “hombre nuevo” que los nazis querían construir, tenía que matar la compasión. La compasión muere cuando se mata.
            Lo que parece indiscutible es que los hechos a los que aquí nos enfrentamos (dictaduras o terrorismos  con un séquito de muertes, torturas, imposiciones ideológicas y violaciones de los derechos humanos más elementales) provocan daños de amplio espectro.  Se trata ahora de poner un poco de orden en esa constelación de daños.
            Para intentarlo voy a recurrir a un autor que tuvo viva conciencia del peso del sufrimiento en la construcción de la historia. Me refiero a Hegel. En un momento de su juventud discute con Kant sobre el alcance del crimen. Para éste, la maldad del crimen consiste en atentar contra la autoridad de la ley; de ahí que hacer justicia consistiría en restablecer esa autoridad, haciendo caer el peso de la ley sobre quien la viola. Para Hegel esta explicación le resulta del todo insuficiente porque el crimen, más allá del daño físico que provoca, y más allá del atentado a la ley, lo que realmente produce es un daño social:  el crimen fractura a la sociedad, la divide entre quienes lloran a la víctima y quienes sacan provecho de su muerte. Esto en el caso del terrorismo es evidente: para unos el matón es un héroe; para otros, un asesino. En Irlanda o en el Pais Vasco, durante los años de plomo, cuando se producía un atentado, una parte de la sociedad lloraba mientras que la otra lo festejaba.
            El crimen es pues un atentado a la ley, un delito, pero también algo más: un daño moral y social que atenta a la sociedad. Tenemos que tomar conciencia de toda esa superficie dañada para poder hablar adecuadamente del peso del pasado en el presente, es decir, para entender el calado del desafío de la pregunta que decía al principio.
            Nos equivocaríamos gravemente  si identificáramos el daño únicamente con la violación de la ley, es decir, si nos desinteresáramos de los daños sociales porque con frecuencia son jurídicamente innombrables ya  que no están tipificados como delitos, pero que son daños reales. Debemos tenerlos en cuenta por dos razones: en primer lugar, porque los daños sociales nos permiten dibujar mejor el perímetro del agente victimario. Está claro que los terroristas no actúan solos. Sin la complicidad de vagos y amplios cómplices no se entiende nada. Y, en segundo lugar, porque esos daños sobreviven habitualmente al cumplimiento de la pena, de ahí el peligro de invisibilizarles. La acción criminal no se extingue cuando el criminal sale de la cárcel. Hay daños sociales que persisten. Pongo un ejemplo de mi país. Hace un par de años se publicó en España una novela, Patria, del escritor vasco, que vive en Alemania, Fernando Aramburu, sobre el terrorismo etarra, que ha conmocionado a la opinión pública no por lo que cuenta sobre el terrorismo de los terroristas, no por lo que desvela sobe lo que pasaba por la mente de los terroristas, sino por cómo esa violencia afecta a la sociedad vasca. De repente descubrimos que aquel horror pudo sostenerse durante cuarenta años por el envilecimiento de la sociedad, es decir, no se explica lo que ocurrió sin el concurso de ciertos vascos muy normales  a la delación, a la traición, al sacrificio de las amistades, al miedo, al egoísmo. La sociedad vasca había conseguido mantener, pese a la violencia de ETA, una imagen amable, la de un pueblo noble, algo bruto pero noble; gente reservada con el forastero hasta que se abría y luego se convertía en un amigo incondicional. Pues bien, poco de eso es ya sostenible y la sociedad vasca sólo puede superar su pasado si cambia su imagen y su comportamiento. Sin la toma de conciencia de su envilecimiento no es posible, por parte de la sociedad culpable,  el duelo. Y si no hay duelo, esa sociedad tiene todas las papeletas para que todo siga igual y que nada cambie.
            Para enfrentarnos a la pregunta que plantea todo ese pasado hay pues que tener en cuenta que el terror o la violencia atenta contra la ley y también que causa daños personales y sociales.
            Hay que reconocer enseguida que el derecho penal sabe mucho de los daños personales y la filosofía moral, de los sociales. A ambos hay que tenerlos en cuenta.
            Me parece muy ilustrativo a este respecto lo que pasó en Alemania en los años posteriores a la guerra. En 1947tiene lugar en Nurenberg un juicio penal donde se substancia los crímenes de guerra de los grandes responsables nazis. En ese mismo momento un filósofo, Karl Jaspers, se pregunta por las responsabilidades morales y políticas de buena parte de la sociedad alemana. Jaspers se pregunta en La cuestión de la culpa (“Die Schuldfrag”) por la culpa legal, por supuesto, pero también por la culpa moral y política, para señalar que el hitlerismo no sólo violó leyes, sino que provocó una serie de daños a la sociedad alemana cuyos culpables no eran los dirigentes nazis, juzgados en Nurenberg, sino los propios ciudadanos alemanes. A Jaspers le interesaba como a nosotros una democracia de calidad, pero tenía muy claro que no sería posible sin substanciar esas responsabilidades que no se referían a daños que fueran delitos pero sí a daños reales. Jaspers no estaba en contra de la Justicia Transicional que tenía lugar en el Tribunal de Nuremberg, pero sí planteaba “un cambio interior” de los responsables morales de esos otros daños más difusos -que alcanzaba, no lo olvidemos, al conjunto de la sociedad alemana- para que hubiera democracia. Para aproximarnos a esa “democracia por venir” de la que habla Derrida hay que tener en cuenta todas esas dimensiones del daño causado.

3. Queda por analizar el segundo desafío: cómo liberarnos de ese pasado, cómo responder a esas preguntas.
            Para empezar, haciendo caso a una fina observación de Walter Benjamin en su Tesis Sexta donde dice que al enemigo no le basta el daño directo. No descansa cuando ha matado, por ejemplo. Sigue activo dando una batalla de tipo hermenéutico cuyo objetivo es privar de significado al crimen, haciéndolo insignificante. La batalla hermenéutica que da el autor del crimen tiene por teatro de operaciones el noble espacio del discurso. De poco sirve el castigo al culpable si no tenemos en cuenta su capacidad hermenéutica.
            Esta batalla hermenéutica es la más difícil de combatir porque tiene muchos aliados incluso en el bando de los damnificados. Enumeremos algunas de esas complicidades
            Está, en primer lugar, el tópico, tan cierto como repetido, de que “la historia la escriben los vencedores”. Y no ciertamente al dictado. No es que los que mandan conviertan a los historiadores en amanuenses (aunque los haya que escriben a la orden). Los vencedores lo hacen  de una forma mucho más sutil y académicamente más correcta: convirtiendo los hechos en el único material científico digno de consideración. Ese  principio, a primera vista tan inocente, que dice que sólo hay conocimiento solvente si se centra en los hechos, resulta demoledor para los vencidos. ¿Que por qué?. Detengámonos en el significado del término “hecho”. En las lenguas lantinas “hecho” es el pretérito perfecto del verbo hacer, es decir, una acción que fue proyectada y logró realizarse. Ahora bien, ¿qué pasa con los proyectos que fracasan, que pudieron ser y no fueron pero que pueden ser?. Son técnicamente no-hechos, no-realizados, no-logrados, pero forman parte de la realidad. Aunque no merezcan la atención del conocimiento científico no significa que carezcan de significación. La ciencia no puede privarles de ese capital semántico (que es lo que en realidad hace).
            Habría que endosar en el haber del vencedor esta idea tan extendida de que, como “sólo de los hechos hay ciencia”, el conocimiento de los no-hechos, es insignificante.
            Luego estaría la banalización de los sufrimientos que tanto predican las filosofías modernas de la historia. Lo que hace Hegel con su teoría de la historia que justifica la producción de víctimas en nombre del progreso. Poco le dura el desasosiego intelectual al constatar la violencia con la que se construye. Todo se lo explica y lo justifica como precio del progreso que así se logra. Vae Victis¡ Lo que resulta inquietante no es que Hegel piense así sino que exprese el sentir de la humanidad a lo largo del tiempo. No es difícil imaginar la sonrisa obsequiosa con la que el victimario acoge esta forma de pensar.
            Añadiría una tercera complicidad: la del pragmatismo a la hora de sopesar el valor del sufrimiento. Stuart Mill dice por ejemplo que pretender hacer justicia a una injusticia pasada, una vez transcurrido cierto tiempo, genera unos daños superiores a los que queremos reparar, de ahí la necesidad de pasar página en nombre de las complicaciones que supondría pretender asumirlas. Con ese argumento no habría que responsabilizarse de ninguna injusticia si el sujeto paciente está muerto pues siempre  valdrá más la paz entre los vivos que la justicia a los muertos. Este argumento es el que más seguidores tiene. Uno de ellos, el intelectual y político israelí, Slomo Ben Ami, ya decía a los palestinos “si queréis paz, decid a cuánta justicia queréis renunciar”, es decir, decid claramente cuanta injusticia queréis olvidar. Es el modelo que ha seguido España en su transición política. Paz por justicia.
            Todas estas iniciativas, que han marcado la filosofía de Occidente, a lo que tienden es a desentenderse del pasado, a no tomárselo en serio, a declararle irrelevante para el presente. En una palabra: que no hay nada que decir, ninguna respuesta que dar porque no hay pregunta. Son estrategias teóricas que disuelven la pregunta.
            Aquí encajaría el dicho de Marx según el cual “la revolución social no extrae su poesía del pasado sino del futuro”. Todos los progresistas son o somos en eso un poco marxistas: Estamos convencidos de que el futuro se alimenta de sueños o utopías, no de memorias  (aunque en honor a la verdad habría que seguir leyéndole. Veríamos entonces que ese futuro no era pensable más que teniendo en cuenta el pasado; no cualquier pasado sino aquel “que no ha tenido lugar” ("das noch nicht Dagewesene”), el pasado de los vencidos.
            Llegados a este punto, habría que hacer un alto y preguntarse por qué es tan importante tomarse en serio ese pasado; por qué hay que entenderlo como una pregunta válida que espera respuesta. La respuesta está implícita en la convocatoria de este congreso que relaciona una democracia cualitativamente superior a la superación real del pasado. No hay tiempo para ahondar en ese supuesto que seguro todos compartimos. Si estamos aquí es porque nos hacemos cargo del pasado, por las razones que sea (por experiencia propia, por relación familiar, por sentido cívico, por conciencia moral)…nos hacemos cargo de ese pasado porque intuimos que sin él que no hay futuro ya que sin pasado lo que venga será más de lo mismo.
            No puedo, digo, ahondar en el supuesto de que sin justicia a los muertos peligra la justicia a los vivos. Lo que sí puedo modestamente es, además de señalar la importancia del pasado para el presente, defender la idea de que hoy podemos alcanzarle. Y eso es una novedad porque durante siglos le dejábamos ir, conscientes de que no se le podía retener. Hoy podemos hacerle presente y, por tanto, cabe una respuesta al desafío del pasado.

4. La clave de la respuesta al pasado es la memoria. Esa es la palanca capaz de hacer presente lo ausente; capaz también de hacer frente a las estrategias amnésicas que acabo de describir. Hablemos pues de la memoria.
            Para empezar por lo más elemental, digamos que la memoria habla del pasado y el pasado es un caladero de sentido que atrae todas las miradas. El pasado es literalmente fascinante. Fascina  y atrae la mirada del historiador que de paso se construye una teoría muy cómoda sobre la memoria: el estudio riguroso del pasado es cosa del historiador, dejando a la memoria la vivencia subjetiva y emocional. Para la historia, el conocimiento; para la memoria, el sentimiento. También concita la mirada del literato. Ahí está el caso de García Márquez en  Cien años de soledad, un fantástico tratado de la memoria.  Macondo representa al Nuevo Mundo. Sus habitantes nacen enfermos, víctimas de la peste del olvido. Ese olvido es la causa de todos sus males. El olvido consiste en la negación de sus raíces como precio para poder entrar en la historia que representa el conquistador. La salvación dependerá de poder recordar el lugar de donde vinieron: de una tribu de África, algo de lo que se avergüenzan. Su mundo no es nuevo sino muy viejo aunque ellos se empeñen en no reconocerlo.
            Sin que falte la mirada de la teología. Pensemos en el cristianismo que hace de la memoria, del memorial, un acontecimiento capaz de revivir no teatralmente, ni sólo simbólicamente, sino, de acuerdo con la teología católica, realmente el pasado.
            Por mi parte, me voy a fijar en la mirada de la filosofía porque es lo que me resulta más cercano y también porque  la filosofía ha contribuido poderosamente a que algunos piensen que nuestra tiempo es la era de la memoria. Ahí detectamos toda una evolución. Para Aristóteles, por ejemplo, la memoria era el modo en el que cada cual vivía el pasado. Una vivencia del pasado. Decía hace 24 siglos lo que hoy siguen diciendo los historiadores. En la Edad Media, por el contrario, la memoria se peralta hasta el punto de que el pasado era la norma del presente con lo que la memoria desempeñaba el mismo papel normativo que nosotros atribuimos a las constituciones o a la Carta Fundamental. Con modernidad la memoria es desplazada al trastero: si tenemos  la razón, decía Descartes ¿para qué la memoria? El único pasado que le interesaba era el lógico: la relación entre la causa y el efecto, siendo la causa el pasado del efecto. El desprecio de Hegel por la memoria no tiene precio: La memoria es la horca de la que pende estrangulada la razón” (él dice “los dioses griegos”); ”es el ataúd de lo muerto”. En la memoria el pasado tiene la misma vida “que una colección de piedras”. Hegel lo tiene claro: "Nur die Gegenwart ist, das Vor und Nach, nicht” (Enzikl. & 259).
            Todo cambia en el siglo XX, pero porque en el siglo XIX entra en juego el judaísmo, el pueblo de la memoria, tras el fracaso ideológico, político y social de la asimilación. La Carta de Kafka al Padre es como el manifiesto de toda una generación: Le reprocha haberle privado de la riqueza de una tradición que ahora podría ser capital. Rápidamente empiezan a sentirse los efectos. En torno a la  I Guerra Mundial parecen los sociólogos de la memoria que hablan de “memoria colectiva”  (la memoria no es sólo subjetiva) y de “memoria histórica”  (porque puede haber una historia natural y, peor aún, una naturalización de la historia como cuando decimos que la historia funciona con un piloto automático): dos términos bien traídos aunque desconcierten a algunos académicos que se les paró el reloj en Aristóteles. Ahora la memoria se erige en referencia obligada del estudio de la sociedad en el sentido de que las instituciones sociales son marcos de la memoria y la memoria es como el cemento que solidifica a esas instituciones.
            Pero es en torno a la II Guerra Mundial cuando se inicia el gran cambio que llevará a un auténtico “giro epistémico”. La memoria se revela como conocimiento, como conocimiento de la parte oculta de la realidad (Leidensgeschichte).
            Esta es la dimensión nueva que introduce la filosofía. A partir de ahora cuando hablemos de memoria tenemos que tener en cuenta que es una actividad temporal y también hermenéutica. Memoria no sólo tiene que ver con el pasado sino también con la parte oculta de la realidad. En eso consiste  el cambio epocal.
            Ahora bien, si la realidad es más que la facticidad, y, si la memoria funciona como esos rayos ultravioletas que permiten detectar la parte oculta que escapa a la ciencia y a la historia, el conflicto entre historia y memoria es agónico pues la historia no quiere traspasar el umbral de los hechos. Hay un pulso por el título de historia. No olvidemos que Walter Benjamin titula sus densas y rompedoras reflexiones sobre la memoria “Tesis sobre el concepto de historia”. Es una declaración de guerra al historicismo
            Esto ¿qué quiere decir? Pues que si la nueva historia tiene que tener en cuenta el grito de las víctimas, la historia no puede ser una lectura desapasionada y objetiva del pasado, sino una lectura moral porque tiene que decir algo sobre la pretensión de los hechos, de lo fáctico, a ser la única realidad. Su moralidad no es moralina sentimental sino que le viene de la amplitud de su campo de visión.

5. No perdamos de vista el momento discursivo en que nos encontramos: queremos saber cómo el presente puede alcanzar el pasado, es decir, cómo puede responderle. Pues bien, frente a quienes quieren pasar página o justificar la violencia en la historia como precio del progreso, se levanta la voz de la memoria  que se presenta como abogada de las víctimas: las víctimas ya no serán el precio del progreso, sino el tribunal de la historia. La respuesta que buscamos la tienen las víctimas. Es el secreto del sufrimiento
            Si damos un paso más y nos preguntamos qué puede hacer el presente sobre ese pasado luctuoso, lo primero que hay que decir es que  puede hacerle significativo, reconocerle voz propia. Las víctimas no son moneda de cambio, ni pieza de trueque (paz por justicia). El pasado se presenta así ante nosotros como una voz que será necesariamente crítica porque el presente está construido no sólo sobre el pasado de los vencidos, sino olvidándoles, privándoles de significación.
            Eso cuestiona la legitimidad del presente y exige por tanto otro modo de hacer historia

6. En el discurso que estamos manteniendo, la memoria ha conseguido hacer significativo el pasado de las víctimas. Gran logro aunque queda por desvelar lo fundamental, es decir, el “deber de memoria”. Hasta ahora la memoria era una materia optativa (ni siquiera troncal como la historia). Ahora es un deber. Hablemos pues del deber de memoria. Tiene fecha, está datada: nace en Auschwitz y lo proponen los supervivientes cuando, al ser liberados, gritan ”nunca más”. Y para ello recomiendan la memoria como antídoto. Es un planteamiento extraño: la frágil memoria antídoto contra la omnipotente barbarie A otros, igualmente preocupados con no repetir la historia, se le ocurrieron cosas más eficaces: estado de bienestar, constitución democrática, educación en la tolerancia, persecución judicial de la apología del fascismo etc . Los sobrevivientes podrían haber pensado con toda lógica en más policía, endurecer el código penal, prohibir los grupos pronazis, perseguir a sus ideólogos. Pero, no. Podríamos preguntarnos que por qué daban tanto importancia a la memoria. Sin duda porque hicieron una experiencia extrema literalmente impensable e inimaginable. Ahora bien cuando ocurre lo impensable, entonces lo ocurrido se convierte en lo que da que pensar. Se produce entonces un giro epistémico radical que podríamos llamar “giro anamnético”. Giro radical ciertamente porque supone el despido del formato idealista del conocimiento. Y no estoy pensando solo en Hegel sino en Galileo que proclamaba orgullosamente mente concipio motum dando a entender que hay una correspondencia entre cerebro y mundo, entre lógica matemática y estructura de la realidad. Decía el sabio italiano que él podía permitirse prescindir totalmente  de los movimientos reales que hacen los cuerpos hasta el punto de que,  cerrando los ojos a esos movimientos efectivos que percibimos con los sentidos, podía construir en su mente, con el puro pensamiento, los movimientos de la realidad. Eso ya no es posible en el campo de la historia y de la acción humana. Fin del mente concipio de Galileo. Eso se acabó porque ocurren cosas que no somos capaces de pensar. Ahí interviene la memoria como un mandato que obliga a re-pensar la historia, las piezas de la historia (la política, la ética, el derecho, la educación…) no desde la abstracción, desde el idealismo, desde el orgullo cognitivo, sino desde la experiencia del sufrimiento. Es la condición para que la barbarie no se repita.
            Deber de memoria o Nuevo Imperativo Categórico  no significa, en primer lugar,  tener que acordarnos periódicamente del sufrimiento que tuvieron que soportar los deportados en los campos de concentración o de exterminio. Consiste, más bien, en pensar y hacer las cosas de otra manera para que la historia no se construya sobre víctimas, no sobre el sufrimiento humano. Entonces sí podremos empezar a hablar de una democracia cualitativamente superior.

7. Para terminar quisiera volver al principio. El objetivo era conseguir una mejor democracia haciéndonos cargo del pasado.
            Para perfilar un poco más ese objetivo deberíamos preguntarnos en qué democracia estamos pensando cuando hablamos así, qué mejoras democráticas esperamos de la memoria de la barbarie.
            Creo no equivocarme al enumerar las siguientes. En primer lugar, en una que evite la tentación de los totalitarismos, de las dictaduras y de los regímenes autoritarios. Y eso pasa por estar atentos a los brotes de ideologías políticas extremistas pre primen la sangre y la tierra sobre la voluntad, vigilar la xenofobia, el antisemitismo, los nacionalismos excluyentes, las políticas migratorias insolidarias etc. Hay que reconocer que  en eso la Europa de la posguerra ha dado un paso al frente, con la creación de la  Unión Europea (que, como dice Semprún, nace en los campos), aunque no podemos ignorar que en las últimas elecciones al Parlamente Europeo ha habido un peligroso repunte de partidos nacionalistas y xenófobos.
            Pensamos, en segundo lugar, en una democracia con una justicia penal más exigente: que castigue a los culpables, que repare lo reparable, que haga memoria de lo irreparable, que se haga cargo de los desaparecidos, de los niños robados.
           En eso pensamos, Ahora bien, todo esto es fruto de ciertamente de una política sensible a la memoria, pero está muy por debajo de lo que significa “deber de memoria”, es decir, de repensar las piezas de la historia desde la experiencia de la barbarie.
            La pregunta entonces es ¿cómo sería una historia construida desde el deber de memoria?
            Habría que empezar por  re-pensar la política, la lógica política que llevó a la barbarie y que no es otra que el progreso. Progreso y fascismo coinciden, decía Walter Benjamin, con el agravante de que el fascismo parece haberse difuminado mientras que el progreso sigue siendo la lógica dominante. Ernst Jünger que “el progreso era la Iglesia más visitada de su tiempo”. Y lo sigue siendo hoy ya que sus tres dogmas dominan nuestra cultura: a) que es inagotable; b) que es irresistible; c) que es salvador. Tres dogmas falsos porque los recursos del hombre y del mundo son limitados; porque se le puede hacer frente; y porque hay algo en el progreso que ciertamente cura pero también algo que mata. Como en la farmacia de Platón. ¿Exagera Agamben cuando dice que el campo de concentración  (que tan bien simboliza esa complicidad entre progreso y fascismo) es la figura que mejor representa la política de nuestro tiempo?
            Vista así las cosas, la alternativa a una política del progreso, tan impasible a las víctimas y al sufrimiento, sería no sólo una Unión Europea, es decir, la creación de un espacio transnacional conformado desde la libertad y la razón, como pedía Husserl en su famosa conferencia de Viena -La filosofía en la crisis de la humanidad europea”- en el año 1935, sino un espacio político construido sobre la compasión. Pero hablar hoy de política compasiva suena a broma. Se perderían todas las elecciones. Eso da idea de cuán lejos estamos de una política sensible al deber de memoria.
            ¿Y cómo sería una ética concebida desde el deber de memoria? Sería una ética que la de la buena conciencia, es decir, la kantiana. Primo Levi nos recuerda que esa ética murió en los campos. Buena conciencia tenía el oficial nazi, dice Georg Steiner, que podía leer a Rilke por la mañana y tocar a Schubert por la noche mientras durante el día cumplía profesionalmente asesinando a judíos. Por eso Levi se indigna con esa ética mientras propone otra, la misma que queda sugerida en el título de su libro “Si esto es un hombre”. Ser bueno consiste en responder a esa pregunta, entendiendo que ese “esto” que nos interpela es un ser animalizado por la tortura como era regla en los campos donde el ser humano perdía toda apariencia humana. “Estos” de los que la nueva ética tiene que hacerse cargo, son los mismos a lo que se refería García Márquez en Cien Años de soledad . Los habitantes de Macondo huyen de su pasado, un pasado que les avergüenza porque está compuesto de  negros,  indios, mestizos, definidos por el conquistador que dice representar el Weltgeist hegeliano (la punta de lanza del progreso de la humanidad), como escoria. Esos seres apestados son los que nos interpelan éticamente, como dice Levi; como decía también Antón Montesinos en su sermón de la Española en el Adviento de 1511 cuando interpelaba a los conquistadores españoles por el mal trato a los indígenas: “estos ¿acaso no son hombres?”.
            Que la ética consista en hacerse cargo de esa inhumanidad, en esta época de éticas deliberativas, también suena a broma.
            ¿Y el derecho? También hay que repensar el derecho desde la experiencia de la barbarie. Nuestro derecho penal sigue confundiendo justicia con castigo al culpable. Eso era comprensible mientras la víctima era insignificante o invisible. Pero eso ya no puede ser así, de ahí la importancia de la Justicia Transicional y de la Justicia Restaurativa. Pero estamos aún lejos de entender que la justicia es, sin que eso signifique impunidad,  sobre todo reparación de los daños a las víctimas: reparación de lo reparable y memoria de lo irreparable.
            Y la misma pregunta tendría que hacerse la estética, la educación, la religión…

8. La democracia por venir es puro futuro pues todavía no se insinúa porque seguimos pensando que la memoria es un sentimiento. Seguimos en Aristóteles porque Auschwitz nos desestabiliza. No nos atrevemos con el deber de memoria porque mirar el mundo con la mirada de las víctima es verlo, dice Adorno, “como lo veían los crucificados cabeza abajo en las inagotables horas de agonía”. Y esa postura, hay que reconocerlo, es muy incómoda.

ADDENDA. Del rico encuentro destaco algunos puntos que me llevan a las siguientes reflexiones.
            1) El sentido del perdón. Salió en varios momentos de la discusión. Suscitaba un cierto rechazo debido sin duda a su procedencia religiosa. Yo creo que es una categoría importante siempre y cuando se le entienda como una virtud cívica, como plantea Hanna Arendt. Para entenderle de esta manera hay que tener en cuenta el contexto: estamos hablando de elaboración o incluso superación de experiencias violentas (ya tomen la forma de dictaduras, regímenes totalitarios, guerras civiles o terrorismo en sociedades democráticas) en las que una parte son víctimas (y otra, pues, victimarios), pero en las que siempre se produce un daño social (que toma forma de fractura y empobrecimiento de la sociedad) que interpela a todos. La respuesta a los daños sociales no puede lograrse sin contar con los victimarios. Sin ellos seguirá la fractura y el empobrecimiento. Para que se produzca el rescate de los victimarios a ellos hay que decirles que son parte importante y también ellos tienen que quererlo. Esa voluntad se expresa, en primer lugar, en una distanciamiento crítico respecto a su papel de victimario, pero también en algo más: tienen que liberarse de la cadena que les ata al hecho criminal y eso se consigue demostrándose a sí mismos y también a los demás que pueden obrar bien. Tienen pues que demostrar con hechos que quien comete un crimen, por ejemplo, no es un criminal, sino un sujeto que ha cometido un crimen pero que esa acción no vicia esencialmente su capacidad de acción. Este supuesto es el propio de cualquier antropología racional (distinguir entre la fuente de la libertad y acciones concretas). Pues bien, el perdón como virtud cívica consiste en solicitar a la víctima, por parte del victimario, una segunda oportunidad para poder demostrar que quien fue capaz de matar es también capaz de compasión.

            2) Los condicionantes de la memoria. La memoria es una categoría muy exigente. Podemos recurrir a ella o dejarla de lado, pero si contamos con ella hay que ser consecuentes. La memoria, decimos, es “verdad” (no entro ahora en ese punto) y es “justicia”, en el sentido de que sin memoria de la injusticia no hay justicia posible. Gracias a la memoria podemos hacer el trabajo propio de la justicia -el de reparar lo reparable- y podemos también hacer algo que no hace el derecho penal respecto a los daños irreparable: con la memoria hacemos memoria de lo irreparable que es también una forma de justicia .
            Lo que hay que decir respecto a la relación memoria-justicia es que, siendo fundamental (de ahí que no quepa hablar aquí de impunidad), no lo es todo. La memoria es más que justicia: es esencialmente “nunca más”, con todo lo que eso conlleva de nuevo comienzo o superación del pasado (expresiones que casan con paz, perdón, reconciliación, etc.). Una justicia anamnética, es decir, una justicia que desarrolle en un contexto memorial, no puede perder de vista ese objetivo último de “nunca más”. En mi país cuando se habla de “memoria histórica” se entiende “justicia histórica”. Por lo que pude oír eso también se da en otros países. Esa reducción es comprensible pero no deja de ser una reducción.

            3) La relación entre víctima e ideología. Como las políticas de la memoria son propiciadas por determinadas ideologías (en general “progresistas”) y rechazadas por otras (en general “conservadoras”), el peligro es grande de relacionar la figura de la víctima con la ideología (del que manda). Yo creo que ser víctima es un hecho que no tiene que ver con la ideología de la víctima ni la del victimario. Me explico: digo que es un “hecho” porque lo que la caracteriza es ser objeto de una violencia inmerecida. Por eso la víctima es inocente (respecto a la violencia que sufre). Y esa situación puede darse en cualquier circunstancia ideológica. Pensando en la Guerra Civil española, tan víctima es el maestro republicado asesinado por el franquismo por ser maestro socialista, como la monja de clausura asesinada por un violento anarquista por ser una monja de clausura. Uno y otra son inocentes y merecen la misma consideración. Quien entienda una víctima debe poder entender todas. Eso no significa que uno y otro crimen tengan la misma significación política: el asesinato del maestro republicano formaba parte de una estrategia de exterminio de los franquistas, mientras que el asesinato de la monja de clausura iba contra la política del gobierno republicano. En el primer caso, el crimen era sistémico; en el segundo, un delito para el propio Estado Republicano al que el anarquista tan torpemente defendía.
            Este planteamiento tiene una deriva importante. Para la memoria no hay víctimas buenas y malas. La memoria tiene que estar atenta también a la violencia que emerge del campo ideológico o político de las propias víctimas. Y se puede llegar al caso, nada infrecuente, de víctimas que pudieran ser, al tiempo, delincuentes: delincuentes porque atentaban a un Estado de derecho; y víctimas porque en lugar de substanciar su presunta  culpabilidad delictiva en un juicio justo, se les ajusticiaba. El delincuente es  victimizado sin que la condición de víctima le libere de sus culpas o responsabilidades delictivas.

*Reyes Mate. Conferencia inaugural pronunciada en la Facultad de Derecho de la UBA, Buenos Aires, 24 de junio 2019 en el marco de la Conferencia Internacional “PRESENCIA DEL PASADO, URGENCIAS DEL PRESENTE. Los pasados autoritarios y totalitarismos y los desafíos de las democracias contemporáneas”, organizada por El Centro Internacional para la Promoción de los Derechos Humanos (CIPGH-UNESCO) y la Bundesstiftung zur Aufarbeitung der SED-Dictatur -Alemania.