1. En la invitación que se me cursó para intervenir
en este congreso se me proponía reflexionar, por un lado, sobre el peso del
pasado luctuoso (autoritario, terrorista, dictatorial) en los procesos de
transición a la democracia, sin perder de vista, por otro, el cómo debería enfrentarse el presente a ese pasado (qué tipo de justicia, por
ejemplo). Estaríamos así ante un doble desafío - condicionamiento del pasado
sobre el presente y responsabilidad del presente respecto al pasado- que, debidamente resuelto, podría conformar
un tipo de democracia cualitativamente superior a la que se lleva. En una
palabra se me pedía reflexionar sobre la pregunta del pasado y la respuesta del
presente.
No se me ocurrió en un primer momento otra respuesta
a los organizadores que ofrecerles un titular, un título de mi intervención, a
saber, “la memoria, otra forma de construir la historia”. La reacción por parte
de la organización sonaba a aviso. Se me invitaba elegantemente a revisar el
título argumentando que el debate existente en Argentina sobre la relación
entre memoria e historia hacía de la memoria un terreno minado. Creía entender que poner por delante el
concepto de memoria en una problemática de claros contornos históricos, como es
el de los temas que conforman este congreso, podría dificultar la respuesta a
esos desafíos.
Aunque
se aludía a un debate que estaba teniendo lugar en Argentina, no se me
precisaba el punto conflictivo. Sospecho que la suspicacia respecto a la
memoria venía de que ésta lo tiñe todo de moralidad o moralina; o quizá también
porque hay peligro de sustituir la lucidez “científica” (así, entre comillas)
del historiador por el sentimiento o subjetivismo de la memoria.
Debo
reconocer que estos avisos, lejos de desanimarme, me confirmaron en la idea
inicial. Estoy convencido de que para abordar convenientemente los dos desafíos
iniciales - de claro calado político, moral y legal- no había que perder de vista el debate
teórico que plantea la relación entre historia y memoria.
Soy
consciente de los límites de una conferencia pero ojalá que lo que diga ayude a comprender la tesis
subyacente, a saber, que el nuevo nombre de historia es memoria.
2. Empecemos por el primer desafío, por la pregunta,
esto es, preguntémonos por el peso del
pasado en el presente o, dicho de otro modo, en qué medida ese pasado
condiciona el presente.
Diría
que depende de la amplitud del daño. El cuerpo social funciona como el humano.
Hay patologías que se superan, otras que dejan algunas secuelas y las hay que
resultan letales. Como ejemplo de superación, ahí está Jorge Semprún que soñaba
en Buchenwald ser escritor pero que al
ser liberado tuvo que elegir entre la escritura y la vida, es decir, entre
recordar, que era morir, u olvidar, que era vivir. Eligió vivir, olvidar. Y así
estuvo 16 años, hasta que pudo revisitar el campo y escribir precisamente La Escritura o la Vida. El daño le duró
16 años. Ejemplo de lo que mata el pasado lo tenemos ejemplarmente contado por
Jorge Luis Borges en su breve relato Deutsches
Requiem. Habla de un oficial nazi que va a ser ajusticiado por sus crímenes
y que al repasar su vida es consciente de haber asesinado a inocentes. Lo sabía
pero lo tuvo que hacer porque para estar a la altura del “hombre nuevo” que los
nazis querían construir, tenía que matar la compasión. La compasión muere
cuando se mata.
Lo
que parece indiscutible es que los hechos a los que aquí nos enfrentamos
(dictaduras o terrorismos con un séquito
de muertes, torturas, imposiciones ideológicas y violaciones de los derechos
humanos más elementales) provocan daños de amplio espectro. Se trata ahora de poner un poco de orden en
esa constelación de daños.
Para
intentarlo voy a recurrir a un autor que tuvo viva conciencia del peso del
sufrimiento en la construcción de la historia. Me refiero a Hegel. En un momento
de su juventud discute con Kant sobre el alcance del crimen. Para éste, la
maldad del crimen consiste en atentar contra la autoridad de la ley; de ahí que
hacer justicia consistiría en restablecer esa autoridad, haciendo caer el peso
de la ley sobre quien la viola. Para Hegel esta explicación le resulta del todo
insuficiente porque el crimen, más allá del daño físico que provoca, y más allá
del atentado a la ley, lo que realmente produce es un daño social: el crimen fractura a la sociedad, la divide
entre quienes lloran a la víctima y quienes sacan provecho de su muerte. Esto
en el caso del terrorismo es evidente: para unos el matón es un héroe; para
otros, un asesino. En Irlanda o en el Pais Vasco, durante los años de plomo,
cuando se producía un atentado, una parte de la sociedad lloraba mientras que
la otra lo festejaba.
El
crimen es pues un atentado a la ley, un delito, pero también algo más: un daño
moral y social que atenta a la sociedad. Tenemos que tomar conciencia de toda
esa superficie dañada para poder hablar adecuadamente del peso del pasado en el
presente, es decir, para entender el calado del desafío de la pregunta que
decía al principio.
Nos
equivocaríamos gravemente si identificáramos
el daño únicamente con la violación de la ley, es decir, si nos
desinteresáramos de los daños sociales porque con frecuencia son jurídicamente
innombrables ya que no están tipificados
como delitos, pero que son daños reales. Debemos tenerlos en cuenta por dos
razones: en primer lugar, porque los daños sociales nos permiten dibujar mejor el
perímetro del agente victimario. Está claro que los terroristas no actúan solos.
Sin la complicidad de vagos y amplios cómplices no se entiende nada. Y, en
segundo lugar, porque esos daños sobreviven habitualmente al cumplimiento de la
pena, de ahí el peligro de invisibilizarles. La acción criminal no se extingue
cuando el criminal sale de la cárcel. Hay daños sociales que persisten. Pongo
un ejemplo de mi país. Hace un par de años se publicó en España una novela, Patria, del escritor vasco, que vive en
Alemania, Fernando Aramburu, sobre el terrorismo etarra, que ha conmocionado a la opinión pública no por lo que
cuenta sobre el terrorismo de los terroristas, no por lo que desvela sobe lo
que pasaba por la mente de los terroristas, sino por cómo esa violencia afecta
a la sociedad vasca. De repente descubrimos que aquel horror pudo sostenerse
durante cuarenta años por el envilecimiento de la sociedad, es decir, no se explica
lo que ocurrió sin el concurso de ciertos vascos muy normales a la delación, a la traición, al sacrificio de
las amistades, al miedo, al egoísmo. La sociedad vasca había conseguido mantener,
pese a la violencia de ETA, una imagen amable, la de un pueblo noble, algo
bruto pero noble; gente reservada con el forastero hasta que se abría y luego
se convertía en un amigo incondicional. Pues bien, poco de eso es ya sostenible
y la sociedad vasca sólo puede superar su pasado si cambia su imagen y su comportamiento.
Sin la toma de conciencia de su envilecimiento no es posible, por parte de la
sociedad culpable, el duelo. Y si no hay
duelo, esa sociedad tiene todas las papeletas para que todo siga igual y que
nada cambie.
Para
enfrentarnos a la pregunta que plantea todo ese pasado hay pues que tener en
cuenta que el terror o la violencia atenta contra la ley y también que causa
daños personales y sociales.
Hay
que reconocer enseguida que el derecho penal sabe mucho de los daños personales
y la filosofía moral, de los sociales. A ambos hay que tenerlos en cuenta.
Me
parece muy ilustrativo a este respecto lo que pasó en Alemania en los años
posteriores a la guerra. En 1947tiene lugar en Nurenberg un juicio penal donde
se substancia los crímenes de guerra de los grandes responsables nazis. En ese
mismo momento un filósofo, Karl Jaspers, se pregunta por las responsabilidades
morales y políticas de buena parte de la sociedad alemana. Jaspers se pregunta
en La cuestión de la culpa (“Die
Schuldfrag”) por la culpa legal, por supuesto, pero también por la culpa
moral y política, para señalar que el hitlerismo no sólo violó leyes, sino que
provocó una serie de daños a la sociedad alemana cuyos culpables no eran los
dirigentes nazis, juzgados en Nurenberg, sino los propios ciudadanos alemanes. A
Jaspers le interesaba como a nosotros una democracia de calidad, pero tenía muy
claro que no sería posible sin substanciar esas responsabilidades que no se
referían a daños que fueran delitos pero sí a daños reales. Jaspers no estaba
en contra de la Justicia Transicional que tenía lugar en el Tribunal de Nuremberg,
pero sí planteaba “un cambio interior” de los responsables morales de esos
otros daños más difusos -que alcanzaba, no lo olvidemos, al conjunto de la sociedad
alemana- para que hubiera democracia. Para aproximarnos a esa “democracia por
venir” de la que habla Derrida hay que tener en cuenta todas esas dimensiones
del daño causado.
3. Queda por analizar el segundo desafío: cómo
liberarnos de ese pasado, cómo responder a esas preguntas.
Para
empezar, haciendo caso a una fina observación de Walter Benjamin en su Tesis
Sexta donde dice que al enemigo no le basta el daño directo. No descansa
cuando ha matado, por ejemplo. Sigue activo dando una batalla de tipo
hermenéutico cuyo objetivo es privar de significado al crimen, haciéndolo
insignificante. La batalla hermenéutica que da el autor del crimen tiene por
teatro de operaciones el noble espacio del discurso. De poco sirve el castigo
al culpable si no tenemos en cuenta su capacidad hermenéutica.
Esta
batalla hermenéutica es la más difícil de combatir porque tiene muchos aliados
incluso en el bando de los damnificados. Enumeremos algunas de esas
complicidades
Está,
en primer lugar, el tópico, tan cierto como repetido, de que “la historia la
escriben los vencedores”. Y no ciertamente al dictado. No es que los que mandan
conviertan a los historiadores en amanuenses (aunque los haya que escriben a la
orden). Los vencedores lo hacen de una
forma mucho más sutil y académicamente más correcta: convirtiendo los hechos en
el único material científico digno de consideración. Ese principio, a primera vista tan inocente, que
dice que sólo hay conocimiento solvente si se centra en los hechos, resulta
demoledor para los vencidos. ¿Que por qué?. Detengámonos en el significado del
término “hecho”. En las lenguas lantinas “hecho” es el pretérito perfecto del
verbo hacer, es decir, una acción que fue proyectada y logró realizarse. Ahora
bien, ¿qué pasa con los proyectos que fracasan, que pudieron ser y no fueron
pero que pueden ser?. Son técnicamente no-hechos, no-realizados, no-logrados,
pero forman parte de la realidad. Aunque no merezcan la atención del
conocimiento científico no significa que carezcan de significación. La ciencia
no puede privarles de ese capital semántico (que es lo que en realidad hace).
Habría
que endosar en el haber del vencedor esta idea tan extendida de que, como “sólo
de los hechos hay ciencia”, el conocimiento de los no-hechos, es insignificante.
Luego
estaría la banalización de los sufrimientos que tanto predican las filosofías
modernas de la historia. Lo que hace Hegel con su teoría de la historia que
justifica la producción de víctimas en nombre del progreso. Poco le dura el
desasosiego intelectual al constatar la violencia con la que se construye. Todo
se lo explica y lo justifica como precio del progreso que así se logra. Vae
Victis¡ Lo que resulta inquietante no es que Hegel piense así sino que
exprese el sentir de la humanidad a lo largo del tiempo. No es difícil imaginar
la sonrisa obsequiosa con la que el victimario acoge esta forma de pensar.
Añadiría
una tercera complicidad: la del pragmatismo a la hora de sopesar el valor del
sufrimiento. Stuart Mill dice por ejemplo que pretender hacer justicia a una
injusticia pasada, una vez transcurrido cierto tiempo, genera unos daños
superiores a los que queremos reparar, de ahí la necesidad de pasar página en
nombre de las complicaciones que supondría pretender asumirlas. Con ese
argumento no habría que responsabilizarse de ninguna injusticia si el sujeto
paciente está muerto pues siempre valdrá
más la paz entre los vivos que la justicia a los muertos. Este argumento es el
que más seguidores tiene. Uno de ellos, el intelectual y político israelí, Slomo
Ben Ami, ya decía a los palestinos “si
queréis paz, decid a cuánta justicia queréis renunciar”, es decir, decid
claramente cuanta injusticia queréis olvidar. Es el modelo que ha seguido
España en su transición política. Paz por justicia.
Todas
estas iniciativas, que han marcado la filosofía de Occidente, a lo que tienden
es a desentenderse del pasado, a no tomárselo en serio, a declararle
irrelevante para el presente. En una palabra: que no hay nada que decir,
ninguna respuesta que dar porque no hay pregunta. Son estrategias teóricas que
disuelven la pregunta.
Aquí
encajaría el dicho de Marx según el cual “la
revolución social no extrae su poesía del pasado sino del futuro”. Todos
los progresistas son o somos en eso un poco marxistas: Estamos convencidos de
que el futuro se alimenta de sueños o utopías, no de memorias (aunque en honor a la verdad habría que
seguir leyéndole. Veríamos entonces que ese futuro no era pensable más que
teniendo en cuenta el pasado; no cualquier pasado sino aquel “que no ha tenido lugar” ("das noch nicht Dagewesene”), el pasado
de los vencidos.
Llegados
a este punto, habría que hacer un alto y preguntarse por qué es tan importante
tomarse en serio ese pasado; por qué hay que entenderlo como una pregunta
válida que espera respuesta. La respuesta está implícita en la convocatoria de
este congreso que relaciona una democracia cualitativamente superior a la
superación real del pasado. No hay tiempo para ahondar en ese supuesto que
seguro todos compartimos. Si estamos aquí es porque nos hacemos cargo del
pasado, por las razones que sea (por experiencia propia, por relación familiar,
por sentido cívico, por conciencia moral)…nos hacemos cargo de ese pasado
porque intuimos que sin él que no hay futuro ya que sin pasado lo que venga
será más de lo mismo.
No
puedo, digo, ahondar en el supuesto de que sin justicia a los muertos peligra
la justicia a los vivos. Lo que sí puedo modestamente es, además de señalar la
importancia del pasado para el presente, defender la idea de que hoy podemos
alcanzarle. Y eso es una novedad porque durante siglos le dejábamos ir,
conscientes de que no se le podía retener. Hoy podemos hacerle presente y, por
tanto, cabe una respuesta al desafío del pasado.
4. La clave de la respuesta al pasado es la memoria.
Esa es la palanca capaz de hacer presente lo ausente; capaz también de hacer
frente a las estrategias amnésicas que acabo de describir. Hablemos pues de la
memoria.
Para
empezar por lo más elemental, digamos que la memoria habla del pasado y el
pasado es un caladero de sentido que atrae todas las miradas. El pasado es
literalmente fascinante. Fascina y atrae
la mirada del historiador que de paso se construye una teoría muy cómoda sobre
la memoria: el estudio riguroso del pasado es cosa del historiador, dejando a
la memoria la vivencia subjetiva y emocional. Para la historia, el
conocimiento; para la memoria, el sentimiento. También concita la mirada del
literato. Ahí está el caso de García Márquez en
Cien años de soledad,
un fantástico tratado de la memoria. Macondo representa al Nuevo Mundo. Sus
habitantes nacen enfermos, víctimas de la peste del olvido. Ese olvido es la
causa de todos sus males. El olvido consiste en la negación de sus raíces como
precio para poder entrar en la historia que representa el conquistador. La
salvación dependerá de poder recordar el lugar de donde vinieron: de una tribu de
África, algo de lo que se avergüenzan. Su mundo no es nuevo sino muy viejo
aunque ellos se empeñen en no reconocerlo.
Sin
que falte la mirada de la teología. Pensemos en el cristianismo que hace de la
memoria, del memorial, un acontecimiento capaz de revivir no teatralmente, ni
sólo simbólicamente, sino, de acuerdo con la teología católica, realmente el
pasado.
Por
mi parte, me voy a fijar en la mirada de la filosofía porque es lo que me
resulta más cercano y también porque la filosofía
ha contribuido poderosamente a que algunos piensen que nuestra tiempo es la era
de la memoria. Ahí detectamos toda una evolución. Para Aristóteles, por
ejemplo, la memoria era el modo en el que cada cual vivía el pasado. Una
vivencia del pasado. Decía hace 24 siglos lo que hoy siguen diciendo los
historiadores. En la Edad Media, por el contrario, la memoria se peralta hasta
el punto de que el pasado era la norma del presente con lo que la memoria
desempeñaba el mismo papel normativo que nosotros atribuimos a las constituciones
o a la Carta Fundamental. Con modernidad la memoria es desplazada al trastero:
si tenemos la razón, decía Descartes
¿para qué la memoria? El único pasado que le interesaba era el lógico: la
relación entre la causa y el efecto, siendo la causa el pasado del efecto. El desprecio de Hegel por la memoria no
tiene precio: “La memoria es la horca de la que pende
estrangulada la razón” (él dice “los
dioses griegos”); ”es el ataúd de lo
muerto”. En la memoria el pasado tiene la misma vida “que una colección de piedras”. Hegel lo tiene claro: "Nur die Gegenwart ist, das
Vor und Nach, nicht” (Enzikl. &
259).
Todo cambia en el siglo
XX, pero porque en el siglo XIX entra en juego el judaísmo, el pueblo de la
memoria, tras el fracaso ideológico, político y social de la asimilación. La Carta
de Kafka al Padre es como el manifiesto de toda una generación: Le reprocha
haberle privado de la riqueza de una tradición que ahora podría ser capital. Rápidamente
empiezan a sentirse los efectos. En torno a la
I Guerra Mundial parecen los sociólogos de la memoria que hablan de
“memoria colectiva” (la memoria no es
sólo subjetiva) y de “memoria histórica”
(porque puede haber una historia natural y, peor aún, una naturalización
de la historia como cuando decimos que la historia funciona con un piloto
automático): dos términos bien traídos aunque desconcierten a algunos
académicos que se les paró el reloj en Aristóteles. Ahora la memoria se erige
en referencia obligada del estudio de la sociedad en el sentido de que las
instituciones sociales son marcos de la memoria y la memoria es como el cemento
que solidifica a esas instituciones.
Pero es en torno a la II
Guerra Mundial cuando se inicia el gran cambio que llevará a un auténtico “giro
epistémico”. La memoria se revela como conocimiento, como conocimiento de la
parte oculta de la realidad (Leidensgeschichte).
Esta es la dimensión
nueva que introduce la filosofía. A partir de ahora cuando hablemos de memoria
tenemos que tener en cuenta que es una actividad temporal y también
hermenéutica. Memoria no sólo tiene que ver con el pasado sino también con la
parte oculta de la realidad. En eso consiste
el cambio epocal.
Ahora bien, si la
realidad es más que la facticidad, y, si la memoria funciona como esos rayos
ultravioletas que permiten detectar la parte oculta que escapa a la ciencia y a
la historia, el conflicto entre historia y memoria es agónico pues la historia
no quiere traspasar el umbral de los hechos. Hay un pulso por el título de
historia. No olvidemos que Walter Benjamin titula sus densas y rompedoras
reflexiones sobre la memoria “Tesis sobre
el concepto de historia”. Es una declaración de guerra al historicismo
Esto ¿qué quiere decir?
Pues que si la nueva historia tiene que tener en cuenta el grito de las
víctimas, la historia no puede ser una lectura desapasionada y objetiva del
pasado, sino una lectura moral porque tiene que decir algo sobre la pretensión
de los hechos, de lo fáctico, a ser la única realidad. Su moralidad no es
moralina sentimental sino que le viene de la amplitud de su campo de visión.
5. No perdamos de vista el momento discursivo en que nos encontramos:
queremos saber cómo el presente puede alcanzar el pasado, es decir, cómo puede
responderle. Pues bien, frente a quienes quieren pasar página o justificar la
violencia en la historia como precio del progreso, se levanta la voz de la
memoria que se presenta como abogada de
las víctimas: las víctimas ya no serán el precio del progreso, sino el tribunal
de la historia. La respuesta que buscamos la tienen las víctimas. Es el secreto
del sufrimiento
Si damos un paso más y nos
preguntamos qué puede hacer el presente sobre ese pasado luctuoso, lo primero
que hay que decir es que puede hacerle
significativo, reconocerle voz propia. Las víctimas no son moneda de cambio, ni
pieza de trueque (paz por justicia). El pasado se presenta así ante nosotros
como una voz que será necesariamente crítica porque el presente está construido
no sólo sobre el pasado de los vencidos, sino olvidándoles, privándoles de
significación.
Eso cuestiona la legitimidad
del presente y exige por tanto otro modo de hacer historia
6. En el discurso que estamos manteniendo, la memoria ha conseguido hacer
significativo el pasado de las víctimas. Gran logro aunque queda por desvelar
lo fundamental, es decir, el “deber de memoria”. Hasta ahora la memoria era una
materia optativa (ni siquiera troncal como la historia). Ahora es un deber. Hablemos
pues del deber de memoria. Tiene fecha, está datada: nace en Auschwitz y lo
proponen los supervivientes cuando, al ser liberados, gritan ”nunca más”. Y para ello recomiendan la
memoria como antídoto. Es un planteamiento extraño: la frágil memoria antídoto
contra la omnipotente barbarie A otros, igualmente preocupados con no repetir
la historia, se le ocurrieron cosas más eficaces: estado de bienestar, constitución
democrática, educación en la tolerancia, persecución judicial de la apología
del fascismo etc . Los sobrevivientes podrían haber pensado con toda lógica en
más policía, endurecer el código penal, prohibir los grupos pronazis, perseguir
a sus ideólogos. Pero, no. Podríamos preguntarnos que por qué daban tanto
importancia a la memoria. Sin duda porque hicieron una experiencia extrema
literalmente impensable e inimaginable. Ahora bien cuando ocurre lo impensable,
entonces lo ocurrido se convierte en lo que da que pensar. Se produce entonces
un giro epistémico radical que podríamos llamar “giro anamnético”. Giro radical
ciertamente porque supone el despido del formato idealista del conocimiento. Y
no estoy pensando solo en Hegel sino en Galileo que proclamaba orgullosamente mente
concipio motum dando a entender que hay una correspondencia entre cerebro y
mundo, entre lógica matemática y estructura de la realidad. Decía el sabio italiano que él podía permitirse prescindir
totalmente de los movimientos reales que
hacen los cuerpos hasta el punto de que,
cerrando los ojos a esos movimientos efectivos que percibimos con los
sentidos, podía construir en su mente, con el puro pensamiento, los movimientos
de la realidad. Eso ya no es posible en el campo de la historia y de la acción
humana. Fin del mente concipio de
Galileo. Eso se acabó porque ocurren cosas que no somos capaces de pensar. Ahí
interviene la memoria como un mandato que obliga a re-pensar la historia, las
piezas de la historia (la política, la ética, el derecho, la educación…) no
desde la abstracción, desde el idealismo, desde el orgullo cognitivo, sino
desde la experiencia del sufrimiento. Es la condición para que la barbarie no
se repita.
Deber de memoria o Nuevo
Imperativo Categórico no significa,
en primer lugar, tener que acordarnos
periódicamente del sufrimiento que tuvieron que soportar los deportados en los
campos de concentración o de exterminio. Consiste, más bien, en pensar y hacer
las cosas de otra manera para que la historia no se construya sobre víctimas,
no sobre el sufrimiento humano. Entonces sí podremos empezar a hablar de una
democracia cualitativamente superior.
7. Para terminar quisiera volver al principio. El
objetivo era conseguir una mejor democracia haciéndonos cargo del pasado.
Para
perfilar un poco más ese objetivo deberíamos preguntarnos en qué democracia
estamos pensando cuando hablamos así, qué mejoras democráticas esperamos de la
memoria de la barbarie.
Creo
no equivocarme al enumerar las siguientes. En primer lugar, en una que evite la
tentación de los totalitarismos, de las dictaduras y de los regímenes
autoritarios. Y eso pasa por estar atentos a los brotes de ideologías políticas
extremistas pre primen la sangre y la tierra sobre la voluntad, vigilar la
xenofobia, el antisemitismo, los nacionalismos excluyentes, las políticas
migratorias insolidarias etc. Hay que reconocer que en eso la Europa de la posguerra ha dado un
paso al frente, con la creación de la Unión Europea (que, como dice Semprún, nace en
los campos), aunque no podemos ignorar que en las últimas elecciones al
Parlamente Europeo ha habido un peligroso repunte de partidos nacionalistas y
xenófobos.
Pensamos,
en segundo lugar, en una democracia con una justicia penal más exigente: que
castigue a los culpables, que repare lo reparable, que haga memoria de lo
irreparable, que se haga cargo de los desaparecidos, de los niños robados.
En
eso pensamos, Ahora bien, todo esto es fruto de ciertamente de una política
sensible a la memoria, pero está muy por debajo de lo que significa “deber de
memoria”, es decir, de repensar las piezas de la historia desde la experiencia
de la barbarie.
La
pregunta entonces es ¿cómo sería una historia construida desde el deber de
memoria?
Habría
que empezar por re-pensar la política,
la lógica política que llevó a la barbarie y que no es otra que el progreso. Progreso
y fascismo coinciden, decía Walter Benjamin, con el agravante de que el
fascismo parece haberse difuminado mientras que el progreso sigue siendo la
lógica dominante. Ernst Jünger que “el
progreso era la Iglesia más visitada de su tiempo”. Y lo sigue siendo hoy
ya que sus tres dogmas dominan nuestra cultura: a) que es inagotable; b) que es
irresistible; c) que es salvador. Tres dogmas falsos porque los recursos del
hombre y del mundo son limitados; porque se le puede hacer frente; y porque hay
algo en el progreso que ciertamente cura pero también algo que mata. Como en la
farmacia de Platón. ¿Exagera Agamben cuando dice que el campo de concentración (que tan bien simboliza esa complicidad entre
progreso y fascismo) es la figura que mejor representa la política de nuestro
tiempo?
Vista
así las cosas, la alternativa a una política del progreso, tan impasible a las
víctimas y al sufrimiento, sería no sólo una Unión Europea, es decir, la
creación de un espacio transnacional conformado desde la libertad y la razón,
como pedía Husserl en su famosa conferencia de Viena -“La filosofía en la crisis de la humanidad europea”- en el año 1935, sino un espacio político construido sobre la compasión.
Pero hablar hoy de política compasiva suena a broma. Se perderían todas las
elecciones. Eso da idea de cuán lejos estamos de una política sensible al deber
de memoria.
¿Y
cómo sería una ética concebida desde el deber de memoria? Sería una ética que
la de la buena conciencia, es decir, la kantiana. Primo Levi nos recuerda que
esa ética murió en los campos. Buena conciencia tenía el oficial nazi, dice
Georg Steiner, que podía leer a Rilke por la mañana y tocar a Schubert por la
noche mientras durante el día cumplía profesionalmente asesinando a judíos. Por
eso Levi se indigna con esa ética mientras propone otra, la misma que queda
sugerida en el título de su libro “Si
esto es un hombre”. Ser bueno consiste en responder a esa pregunta,
entendiendo que ese “esto” que nos
interpela es un ser animalizado por la tortura como era regla en los campos donde
el ser humano perdía toda apariencia humana. “Estos” de los que la nueva ética tiene que hacerse cargo, son los
mismos a lo que se refería García Márquez en Cien Años de soledad . Los
habitantes de Macondo huyen de su pasado, un pasado que les avergüenza porque
está compuesto de negros, indios, mestizos, definidos por el
conquistador que dice representar el Weltgeist hegeliano (la punta de
lanza del progreso de la humanidad), como escoria. Esos seres apestados son los
que nos interpelan éticamente, como dice Levi; como decía también Antón
Montesinos en su sermón de la Española en el Adviento de 1511 cuando
interpelaba a los conquistadores españoles por el mal trato a los indígenas: “estos ¿acaso no son hombres?”.
Que
la ética consista en hacerse cargo de esa inhumanidad, en esta época de éticas
deliberativas, también suena a broma.
¿Y
el derecho? También hay que repensar el derecho desde la experiencia de la
barbarie. Nuestro derecho penal sigue confundiendo justicia con castigo al
culpable. Eso era comprensible mientras la víctima era insignificante o
invisible. Pero eso ya no puede ser así, de ahí la importancia de la Justicia
Transicional y de la Justicia Restaurativa. Pero estamos aún lejos de entender
que la justicia es, sin que eso signifique impunidad, sobre todo reparación de los daños a las
víctimas: reparación de lo reparable y memoria de lo irreparable.
Y
la misma pregunta tendría que hacerse la estética, la educación, la religión…
8. La democracia por venir es puro futuro pues
todavía no se insinúa porque seguimos pensando que la memoria es un
sentimiento. Seguimos en Aristóteles porque Auschwitz nos desestabiliza. No nos
atrevemos con el deber de memoria porque mirar el mundo con la mirada de las
víctima es verlo, dice Adorno, “como lo
veían los crucificados cabeza abajo en las inagotables horas de agonía”. Y
esa postura, hay que reconocerlo, es muy incómoda.
ADDENDA. Del rico
encuentro destaco algunos puntos que me llevan a las siguientes reflexiones.
1) El
sentido del perdón. Salió en varios momentos de la discusión. Suscitaba un
cierto rechazo debido sin duda a su procedencia religiosa. Yo creo que es una
categoría importante siempre y cuando se le entienda como una virtud cívica,
como plantea Hanna Arendt. Para entenderle de esta manera hay que tener en
cuenta el contexto: estamos hablando de elaboración o incluso superación de
experiencias violentas (ya tomen la forma de dictaduras, regímenes
totalitarios, guerras civiles o terrorismo en sociedades democráticas) en las
que una parte son víctimas (y otra, pues, victimarios), pero en las que siempre
se produce un daño social (que toma forma de fractura y empobrecimiento de la
sociedad) que interpela a todos. La respuesta a los daños sociales no puede
lograrse sin contar con los victimarios. Sin ellos seguirá la fractura y el
empobrecimiento. Para que se produzca el rescate de los victimarios a ellos hay
que decirles que son parte importante y también ellos tienen que quererlo. Esa
voluntad se expresa, en primer lugar, en una distanciamiento crítico respecto a
su papel de victimario, pero también en algo más: tienen que liberarse de la
cadena que les ata al hecho criminal y eso se consigue demostrándose a sí
mismos y también a los demás que pueden obrar bien. Tienen pues que demostrar
con hechos que quien comete un crimen, por ejemplo, no es un criminal, sino un
sujeto que ha cometido un crimen pero que esa acción no vicia esencialmente su
capacidad de acción. Este supuesto es el propio de cualquier antropología
racional (distinguir entre la fuente de la libertad y acciones concretas). Pues
bien, el perdón como virtud cívica consiste en solicitar a la víctima, por
parte del victimario, una segunda oportunidad para poder demostrar que quien
fue capaz de matar es también capaz de compasión.
2) Los
condicionantes de la memoria. La memoria es una categoría muy exigente. Podemos
recurrir a ella o dejarla de lado, pero si contamos con ella hay que ser
consecuentes. La memoria, decimos, es “verdad” (no entro ahora en ese punto) y
es “justicia”, en el sentido de que sin memoria de la injusticia no hay
justicia posible. Gracias a la memoria podemos hacer el trabajo propio de la
justicia -el de reparar lo reparable- y podemos también hacer algo que no hace
el derecho penal respecto a los daños irreparable: con la memoria hacemos
memoria de lo irreparable que es también una forma de justicia .
Lo
que hay que decir respecto a la relación memoria-justicia es que, siendo
fundamental (de ahí que no quepa hablar aquí de impunidad), no lo es todo. La
memoria es más que justicia: es esencialmente “nunca más”, con todo lo que eso conlleva de nuevo comienzo o
superación del pasado (expresiones que casan con paz, perdón, reconciliación, etc.).
Una justicia anamnética, es decir, una justicia que desarrolle en un contexto
memorial, no puede perder de vista ese objetivo último de “nunca más”. En mi país cuando se habla de “memoria histórica” se
entiende “justicia histórica”. Por lo que pude oír eso también se da en otros
países. Esa reducción es comprensible pero no deja de ser una reducción.
3) La
relación entre víctima e ideología. Como las políticas de la memoria son
propiciadas por determinadas ideologías (en general “progresistas”) y
rechazadas por otras (en general “conservadoras”), el peligro es grande de relacionar
la figura de la víctima con la ideología (del que manda). Yo creo que ser
víctima es un hecho que no tiene que ver con la ideología de la víctima ni la
del victimario. Me explico: digo que es un “hecho” porque lo que la caracteriza
es ser objeto de una violencia inmerecida. Por eso la víctima es inocente
(respecto a la violencia que sufre). Y esa situación puede darse en cualquier
circunstancia ideológica. Pensando en la Guerra Civil española, tan víctima es
el maestro republicado asesinado por el franquismo por ser maestro socialista,
como la monja de clausura asesinada por un violento anarquista por ser una
monja de clausura. Uno y otra son inocentes y merecen la misma consideración.
Quien entienda una víctima debe poder entender todas. Eso no significa que uno
y otro crimen tengan la misma significación política: el asesinato del maestro
republicano formaba parte de una estrategia de exterminio de los franquistas,
mientras que el asesinato de la monja de clausura iba contra la política del
gobierno republicano. En el primer caso, el crimen era sistémico; en el
segundo, un delito para el propio Estado Republicano al que el anarquista tan
torpemente defendía.
Este
planteamiento tiene una deriva importante. Para la memoria no hay víctimas
buenas y malas. La memoria tiene que estar atenta también a la violencia que
emerge del campo ideológico o político de las propias víctimas. Y se puede
llegar al caso, nada infrecuente, de víctimas que pudieran ser, al tiempo,
delincuentes: delincuentes porque atentaban a un Estado de derecho; y víctimas
porque en lugar de substanciar su presunta
culpabilidad delictiva en un juicio justo, se les ajusticiaba. El
delincuente es victimizado sin que la
condición de víctima le libere de sus culpas o responsabilidades delictivas.
*Reyes Mate. Conferencia inaugural pronunciada en la
Facultad de Derecho de la UBA, Buenos Aires, 24 de junio 2019 en el marco de la
Conferencia Internacional “PRESENCIA DEL PASADO, URGENCIAS DEL PRESENTE. Los
pasados autoritarios y totalitarismos y los desafíos de las democracias
contemporáneas”, organizada por El Centro Internacional para la Promoción de
los Derechos Humanos (CIPGH-UNESCO) y la Bundesstiftung zur Aufarbeitung der
SED-Dictatur -Alemania.