25/10/19

El subsuelo teológico del nacionalismo (presentación al libro de Daniel Barreto, El desafío nacionalista. El pensamiento teológico-político de Franz Rosenzweig)


            El nacionalismo es ahora un tema de interés. Este trabajo de Daniel Barreto no es interesante, sin embargo, porque trata del nacionalismo sino por cómo lo hace. No encontrará el lector ninguno de los tópicos que frecuentan politólogos conocidos y luego mil veces reproducidos por articulistas o tertulianos. Lo aborda convocando a un pensador singular, Franz Rosenzweig, uno de esos genios, mal conocido por el público hispanohablante, que explican el renacer del pensamiento judío en el siglo veinte o, lo que es lo mismo, el renacimiento de la filosofía en Occidente. A ese universo pertenecen movimientos filosóficos como la Teoría Crítica o pensadores como Benjamin o Adorno. Nada de eso hubiera sido posible, sin embargo, sin el discurso innovador de Franz Rosenzweig. El desafío nacionalista que aquí presentamos se adentra en ese proteico asunto desde la perspectiva que dice el subtítulo del libro "El pensamiento teológico-político de Franz Rosenzweig". No espere el lector razonamientos convencionales, a favor o en contra, donde encajar sus preferencias. Prepárese, más bien, para sorprenderse porque el pensador alemán le va a llevar por vericuetos insospechados que desvelarán a la postre las claves profundas de un fenómeno cuya fuerza no se explica diciendo que es un sentimiento. Tras él hay severas opciones teóricas tanto más eficaces cuanto menos conocidas son. Me voy a permitir adelantar algunas de estas manifestaciones con la esperanza de que el lector haga por su cuenta acopio de todas ellas leyendo el libro.


1. La falsa universalidad moderna.

            La Ilustración llegó a Europa como la expresión de la mayoría de edad de la razón. Hegel se la representa como dando tumbos por la historia hasta que por fin llega a casa. Esa razón crítica que emanaba de la libertad del sujeto es una razón emancipada de todas las tutelas que la mantenían en minoría de edad. El ejercicio libre de la razón tenía que sacudirse toda pretensión normativa de la religión, de la naturaleza o de la sociedad.
            Liberada de toda tutela, la Ilustración se presenta en la historia como expresión de una racionalidad adulta que está a disposición de todo el mundo, es decir, se presenta con vitola de universalidad. Lo que pueda llegar a afirmar no sólo está al alcance de todos sino que debe valer para todos. Pero no todos lo ven así. En aquel momento había racionalidades pendientes de otras tradiciones religiosas, distintas de ese cristianismo que había dominado en Europa y enseguida captaron que tenían que pagar un alto precio para formar parte del mundo ilustrado. Tenían, en efecto, que elegir entre ser ilustrados o ser judíos o musulmanes, por ejemplo. Si no se sentían a gusto en esa universalidad canónica, que llamamos Ilustración, era porque pronto vieron que esa razón moderna tenía una historia vinculada a otra tradición religiosa, la cristiana, con lo que la pretendida universalidad de la razón se les aparecía como la universalización o generalización de un modelo particular de racionalidad. Cuando Max Weber coloca en el protestantismo la matriz originaria de la racionalidad occidental, está reconociendo que otras religiones pueden ser matrices igualmente fecundas de racionalidades diferentes pero que la fuente de la razón europea moderna era cristiana.
            Quien quisiera ser alguien tenía que ser realista y aceptar que la razón que mandaba era esa forma adulta de racionalidad europea que llamamos Ilustración. Mosés Mendelssohn, un notable filósofo ilustrado de origen judío -tan ilustrado era que sirvió de modelo al filósofo Efraim Lesssing para dibujar uno de los personajes más conmovedores de la Ilustración: Natán el Sabio- buscó una mediación entre la pretensión de universalidad de la Ilustración y la autoconciencia del judío de tener que decir algo propio, proponiendo al judío moderno algo así como una doble militancia: hacia dentro, judíos y, hacia afuera, ilustrados. Lo expresaba así en su gran libro sobre la identidad judía titulado Jerusalén: “adaptaos a las costumbres y a la constitución del país al que os hayáis trasladado, pero manteneos también con perseverancia en la religión de vuestros mayores. ¡Soportad tan bien como podáis las dos cargas!” (Mendelsshon 1991: 263). No era mero tacticismo porque la constitución que tenían que respetar estaba construida con una racionalidad moderna que ellos podían perfectamente compartir. Les proponía ser ilustrados pero no pagar el precio de la asimilación, en el sentido de renegar de las propias raíces.
            Ese equilibrio era difícil de sostener y fracasó. Al judío ilustrado le resultaba difícil poner un límite al proceso de asimilación. ¿Cómo sostener que el día de fiesta es el Sabbat cuando el calendario decía que era el domingo? No era fácil. Menos aún, que las virtudes cívicas no fueran las que marca la ética protestante que informaba esa racionalidad. Por eso la asimilación acaba traduciéndose en integración social y cultural. La doble militancia del filósofo Mendelsshon no arraigó ni en los suyos. Su hijo Abraham se hizo bautizar y el mismo camino siguieron los descendientes entre los que figuran ilustres músicos, escritores y financieros. Habría que tener en cuenta, por otro lado, cómo veían los no judíos esa cascada de conversiones: no se creían que fueran sinceras y no estaban dispuestos a dejar de tratarles como judíos por muy profundo que fuera su compromiso con la Ilustración.
            Seguía pues activa la alternativa entre ser judío y ser moderno y eso se traducía en cada judío adulto en una crisis existencial. Quien tuviera aspiraciones tenía que elegir entre ser alguien o se judío, una decisión que desgarraba cada una de esas biografías porque el resultado, cualquier que fuera la decisión, no iba a ser reconocido ni por los judíos ni por los no judíos. De esa crisis sólo salía “una especie de marrano, como los miles que vivieron la clandestinidad en España”, como alguien dijo de Gustav Mahler, un personaje que ilustra perfectamente este desgarro (Lebrecht, 2010: 122). Mahler, siendo ya un músico prestigioso, sabe que para dirigir la Opera de Viena tiene que dejar de ser judío y por eso, como tantos otros, se bautiza. Pese a sus esfuerzos por asimilar la religión cristiana, no puede silenciar lo que su mujer, Alma, calificaba de “orgullo veterotestamentario”. Y él mismo confesaba a su amigo Bruno Walter haber tenido que pasar por esto “por instinto de conservación”. El bautismo no supuso la negación de sus raíces judías, tan presentes en su música, a las que él rendía reconocimiento con gestos sencillos como no privarse de visitar la sinagoga de cada ciudad en la que actuaba o tan decididos como ofrecer su música como bandera de los Dreyfussards.
            Este es el panorama, tal y como relata Barreto en su primer capítulo, que se encuentra Franz Rosenzweig que se presta a hacer una tesis doctoral sobre Hegel, el autor que más contundentemente ha vinculado la racionalidad moderna con el cristianismo. Todo apunta a que este genial pensador quiere ser moderno sacrificando su ser judío.
            2. Pero ni siquiera él lo va a tener fácil. Esas dos almas, la de Atenas y la de Jerusalén, se van a dar cita en su interior en una confrontación modélica que va a marcar de alguna manera el destino del pensamiento europeo. El debate se despliega en un carteo entre Franz Rosenzweig y Eugen Rosenstock, entre mayo y diciembre de 1916. Uno y otro son historiadores y judíos con la diferencia de que Rosenstock ha dado el paso del bautismo para ser un moderno consecuente, es decir, alguien capaz de casar religión con historia, o, más exactamente, lo excesivo de la religión con lo absoluto de la historia. Rosenzweig, por el contrario, todavía está en la estela historicista que inspira su maestro, Friedrich Meinecke, más cercano al relativismo que al absolutismo; más interesado en conocer los hechos que el sentido de la historia. En el curso de una noche de discusión entre los dos primos y amigos, en 1913, Rosenstock desarbola el relativismo de su interlocutor sobre todo por el testimonio de su vida. A Rosenzweig le fascina esa congruencia entre creencias y razón. Lo que descubre Rosenzweig es la fuerza de la idea de revelación que está en la razón de ese compromiso existencial y filosófico. La revelación es ciertamente una categoría teológica pero si dice verdad lo será para todos porque afecta a la realidad común. Su interlocutor le hace saber que la revelación que inspira esa confluencia no es la judía sino la cristiana, algo que para un estudioso de Hegel, como él, le resultaba cercano y comprensible. De aquel encuentro agónico Rosenzweig sale dispuesto a convertirse, tal y como recuerda Daniel Barreto en el Capítulo Primero. Cuando el contacto se reanuda en 1916, después de un tiempo de silencio, Rosenstock se sorprende no sólo de que Rosenzweig no se haya convertido sino que de que haya hecho del judaísmo el centro de su vida y al enterarse se lo echa en cara diciendo, citando a Cyrano de Bergerac, “pero ¿qué demonios haces en esa galera?” Rosenzweig quiere explicarse ante amigo, porque se lo ha pensado a fondo. Y empieza un apasionante debate epistolar en el que se cruzan las consideraciones teológicas con las políticas.
            Importante para la argumentación de Rosenzweig es la valoración del momento histórico. Estamos en plena guerra mundial, una catástrofe humanitaria en la que naufragan los valores europeos pero que hay que ver también como la realización de posibilidades -perversas ciertamente- inscritas en el programa ilustrado. La Primera Guerra Mundial sería así la consumición o destrucción, pero también la consumación o realización de la modernidad. Ese acontecimiento que Rosenzweig está viviendo en el frente de batalla, inspira su reflexión y le permite captar su significación epocal. Si además tenemos en cuenta la tesis de su oponente que defendía con energía el cariz cristiano de la modernidad, no podemos sorprendernos de que Rosenzweig se lo pensara dos veces antes de dar el paso del bautismo. Por eso a la observación del amigo que defiende la misión civilizadora del cristianismo que ha inspirado la modernidad, Rosenzweig le replica que el no embarcarse en esa aventura nada tiene que ver con el tópico cristiano que moteja al judío de “duro de cerviz”, sino con la mirada específica que pueda tener el judío sobre la crisis de la modernidad. Lo que Rosenzweig quiere hacer ver a su oponente es que el judío hace una lectura de la modernidad distinta de la del  cristiano (o poscristiano) no sólo porque la tiene que vivir desde el margen sino porque valora de otra manera los principios que la inspiran.
            Lo que le propone entonces es que uno y otro, antes de descalificarse entre ellos con tópicos (los del cristiano respecto al judío, cargados de antisemitismo; los del judío respecto al cristiano, no exentos de resentimientos), se escuchen, traten de comprender cómo cada cual se entiende y luego analicen cómo se sitúa el cristianismo y el judaísmo ante la historia en general y sobre todo ante ese momento histórico particular que es la modernidad.
            Lo primero que diría el judío al cristiano es cómo le ve. Rosenzweig reconoce que hay dos miradas posibles. La primera, más superficial, diría que el judío considera al cristianismo como una “religión-hija”, como una religión que hereda los grandes principios éticos de la casa paterna. La otra, más profunda, entendería que “el Mesías vaga de incógnito entre las naciones y sólo cuando haya atravesado todas esas estaciones acontecerá el tiempo de nuestra redención”. Colocaría entonces al Mesías o a la verdad por encima de uno y otro, siendo uno y otro momentos distintos y complementarios de la misma revelación. Propio del cristianismo sería ir al mundo, salir de sí, mientras que propio del judaísmo sería identificarse consigo mismo. En su jerga, aquel sería “vía” y éste, “vida”.
            Rosenzweiz quiere que ambas especializaciones revelatorias fueran complementarias pero bien sabe que expertos y autoridades de uno y otro lugar no lo ven así. No se refiere sólo al enfrentamiento histórico entre la Iglesia e Israel, sino al conflicto que nace de su mismo existencia. En efecto, el papel de testigo de lo absoluto que ejerce el judío, con su mera existencia, es una protesta permanente contra el poder de la historia que el cristianismo nunca ha querido entender, siendo más bien la causa fundamental del antijudaísmo del cristianismo. El ancestral antisemitismo cristiano nace de lo que Israel es y no sólo de avatares históricos. Así de claro lo dice Rosenzweig en las últimas páginas de La estrella de la redención: "la existencia del judío impone en todos los tiempos al cristianismo el pensamiento de que no ha llegado a la meta, de que no ha llegado a la verdad, sino que siempre sigue estando de camino. Este es el motivo de odio más hondo del cristiano al judío, que ha recogido la herencia del odio pagano. En última estancia no es más que odio a sí mismo, pero dirigido sobre el contumaz amonestador silencioso, que sólo advierte, sin embargo, con su existencia”. Y un poco más adelante dirá que "el judío sin quererlo, avergüenza al cristiano. Es odio contra la propia imperfección, contra el propio todavía no...". El judaísmo es como el espejo en el que el cristiano ve su imagen, la imagen esforzada de quien corre hacia la meta. Es tanto su empeño que tiende a pensar que ya ha llegado cuando la verdad es que sigue en camino. No le gusta que se lo recuerden por eso devuelve con antisemitismo el favor que le hace el judío al recordarle dónde se encuentra.
            La tragedia cristiana es que el cristiano no puede renunciar al judío so pena de descarrilar en su proyecto histórico. Y como descarrilaría si identificara su ideal con alguna estación de paso, por y para eso el cristiano tiene que renunciar a "enraizar su fe en una realidad nacional", es decir, el cristiano no puede reducir el contenido de su fe a un momento de la historia. Que el punto de vista del judío cause desazón o indignación en el cristiano es harto comprensible dado que cuestiona la autoridad de la autonomía que el moderno piensa haber conquistado, gracias ciertamente al cristianismo según la versión weberiana, pero liberándose de él (lo que no impide reconocer que, como dice el teólogo Johan Baptist Metz, “no haya causa moderna que no haya sido desautorizada por la Iglesia católica”). Ahora resulta que la libertad soberana tiene que medirse con el sentido que el judío dice representar por nacimiento. Se entiende el desconcierto de su interlocutor que ha llegado a la autonomía del individuo dejando atrás el condicionante judío que Rosenzweig hace valer ahora.
            Rosenzweig tiene que justificar en qué sentido el pueblo judío es “vida”, es decir, está cabe Dios, descansando en el final. Pues eso es así, sigue diciendo Rosenzweig, porque la existencia del pueblo judío es, a diferencia de la cristiana, un pueblo elegido, vive de la experiencia de ser un pueblo de Dios. El pueblo judío es un pueblo “santo”, es decir, segregado o apartado de la marcha de la historia para llevar una existencia cabe Dios. Esa existencia es clave para el cristiano que al tratar de convertir el mundo corre el peligro de tomar una etapa por la meta y una determinada ideología o teología por expresión de la experiencia espiritual que conlleva la existencia en Dios. Para escapar a ese peligro necesita vitalmente apoyarse en la existencia física del pueblo judío. El Dios cristiano tiene sus raíces en el Dios de Israel. Jesús era judío. No habría Nuevo Testamento sin el viejo. Rosenzweig cuenta en La Estrella de la Redención la anécdota de Federico el Grande que pidió un buen día a un párroco pruebas de la verdad del cristianismo: "los judíos, Majestad", fue su respuesta (Rosenzweig, 1997: 485) "De nosotros", añade Rosenzweig, "no pueden dudar los cristianos. Nuestra existencia les garantiza su verdad". Quien da sentido a la figura de Jesús es la promesa hecha a sus padres judíos y que ellos, los judíos actuales, mantienen vivos. Se entiende por qué Pablo defienda que los judíos deban de estar hasta el final de los tiempos. El judaísmo, con su eterna supervivencia, "es fuego que alimenta los rayos que irrumpen en el cristianismo". Mientras el pueblo judío sea judío y no cristiano, señal de que el cristiano está por el buen camino, es decir, en camino.
            Para evitar que el cristianismo no desmaye en su esfuerzo por llevar la historia a su punto Omega, como diría Teilhard de Chardin, para que no caiga en la tentación de la idealización, no hay que perder de vista al Jesús histórico, tentación permanente de “sus adoradores filosóficos o nacionalistas" (Rosenzweig, 1997: 485). El adorador filosófico puede caer en la tentación de convertir a Jesús en un Sócrates, grave error, porque lo que está en juego no es la sabiduría sino la salvación y eso está ligado a una historia del ser humano que hemos conocido gracias al pueblo judío. El peligro del nacionalista es traducir la elección en protagonismo o poder político, algo que un judío como Rosenzweig, tan consciente de la dimensión diaspórica, no se puede permitir.
            Esa doble mirada del judío explica que no pueda sentir por el cristiano odio. Al contrario, la presencia del cristiano le hace sentirse orgulloso por ser elegido. Entonces, se pregunta Rosenzweig: “¿tengo que convertirme yo cuando soy elegido por nacimiento?” Esta conclusión saca de quicio a su interlocutor que, para contrarrestar la argumentación teológica de Rosenzweig, desempolva torpes tópicos como comparar los logros históricos de una y otra tradición. Frente a la majestuosidad de una historia occidental, labrada desde el cristianismo, el judaísmo sólo podría aportar “un par de nombres célebres que son el orgullo de una sinagoga”. Poca cosa, en su opinión. Aquí se le va la mano al primo asimilado porque lo que no se puede poner en duda es la creatividad de este pueblo que, siendo, por ejemplo, el 02% de la humanidad, tiene el 26% de los premios Nobel de Física. Y, aunque no inventa el monoteísmo, sabe interpretarle con una fecundidad asombrosa. Son ellos los que descubren y ensayan los dos modelos posibles de organización política, a saber, el nacionalismo y el cosmopolitismo. Si el nacionalismo es tierra y sangre, ahí están ellos, sacralizando la tierra que pisan (tratándola de “tierra prometida”) y prohibiendo sin matices los matrimonios mixtos porque había que garantizar la pureza de la sangre. Pero también es inconfundiblemente suya la experiencia contraria, la de la diáspora, que desmitifica la sangre y la tierra, convirtiendo al judío en ciudadano del mundo.
            Como se ve la política comparece en este debate de la mano de la teología y, más concretamente, a propósito del concepto de elección. Rosenzweig sabe, como buen conocedor de Hegel, que es un término en disputa porque al habérselo apropiado el cristianismo, le ha cambiado el sentido, de ahí la disputa. Una versión secularizada de ese concepto lo encontramos en su filosofía de la historia donde la elección -que ahora toma el nombre de Weltgeist- es adjudicada al “mundo germánico y protestante”. Rosenzweig no puede aceptar esa traducción y por eso precisa que el cristianismo ha transformado y desvirtuado el sentido originario de pueblo electo al hacerlo coincidir con conciencia nacional o, más exactamente, con la conciencia nacional del pueblo líder de su tiempo. Elegido sería el que tuviera la conciencia nacional más poderosa: los ilustrados lo colocan en la Francia revolucionaria; Fichte lo desplaza a Alemania. Hegel sistematizará esta idea política de la elección diciendo que el pueblo elegido es el que tiene una misión universal porque encarna al Espíritu Universal ante el que no hay pueblo que se resista y, aunque acabe asignando esa tarea a quien mejor represente “lo germánico y protestante” -es decir, a Alemania- no puede impedir, viendo a un Napoleón triunfante por las calles de Jena, rendir homenaje “al Espíritu Universal a caballo”. Como los liderazgos cambian y pasan de un pueblo a otro, también el pueblo elegido, que puede ser cualquiera.
            Pues bien, nada de esto tiene que ver con el sentido judío de la elección. Para empezar, que no trivialice Rosenstock el asunto de la elección diciendo que es una antigualla: basta echar un vistazo a esta Europa, modulada por el cristianismo, para ver la actualidad del tema. Europa es un campo de batalla donde se libra un singular combate por el protagonismo de la historia El concepto de pueblo elegido está en el epicentro de la tragedia de Europa ya que la Gran Guerra fue un choque de nacionalismos. Un tema pues de la máxima actualidad, alimentado por un concepto de pueblo elegido que nada tiene que ver con el bíblico. Lo que a éste caracteriza es algo que incumbe sólo al pueblo judío y no a otros, y que consiste en mantenerse fuera de la historia (“ausencia de la escena histórica”), algo que va contra la versión cristiana de la elección que mete al pueblo en cuestión en el devenir histórico, como bien recuerda el autor. Tampoco es, como piensa Eugen Rosenstock, una especie de derecho hereditario que se transmita pasivamente de una generación a otra, como una prebenda, sino una forma de existencia que define al pueblo judío y que cada generación tiene que hacer valer. Consiste ni más ni menos que en vivir escatológicamente, es decir, anticipando el final, pendientes de la utopía de la redención. ¿Cómo se traduce esa exigencia en modo de vida? Pues organizando la convivencia real litúrgicamente, a partir de sus ritos y cultos. Como si ese pueblo tuviera que vivir al ritmo del tañido de la campana y no del tic-tac del reloj. Su tiempo no es el del progreso sino el apocalíptico. El pueblo judío es un pueblo elegido porque es el único que plantea así su existencia, mientras que las demás naciones (sobre todo las que se piensen elegidas) están en la historia sea luchando para hacerse con las riendas, sea entregados a su lógica porque han depositado la posibilidad de ser felices en el devenir de los acontecimientos.
            Rosenzweig no convence a su interlocutor que se hace fuerte apoyándose en el desarrollo de la historia occidental, marcada por un imparable proceso de secularización que se llevará por adelante toda forma de existencia que se sitúa al margen. Débil parapeto contra el vendaval del progreso es la existencia litúrgica. Para Rosenstock el destino de la campana es el reloj; el de los pueblos, la ciudad; y a una cultura campesina sucederá necesariamente otra industrial que convertirá lo rústico en arcaico y lo litúrgico en prehistoria de la ciencia.
            3.Que Franz Rosenzweig se sitúe y sitúe al judaísmo fuera de la historia no significa, como bien muestra Daniel Barreto, que se desinterese de la política. Lo que se plantea en el carteo es definir los perfiles del judaísmo y del cristianismo. Son irreductibles pero complementarios. Por lo que respecta al judaísmo, lo que Rosenzweig quiere hacer ver a su interlocutor es que tiene vida propia, no es por tanto un momento del desarrollo del cristianismo, aunque éste hará bien en no perderle de vista, por su bien y el de la causa.
            Pero él bien sabe que lo tiene difícil. Ni el cristianismo, ni Occidente han sabido valorar la singularidad del judaísmo, de ahí el antisemitismo tanto el de origen religioso como el laico que han jalonado la historia europea. Lo que Rosenzweig quiere mostrar es que una historia con matriz cristiana, como es la occidental, está condenada al fracaso si pierde de vista la interpelación judía. Esa es la tarea que se echa a la espalda en la construcción de su tesis doctoral, titulada Hegel y el Estado. Lo que ha ocurrido en Europa a lo largo del siglo XX no es un accidente sino la realización de latencias ocultas en su forma de entenderse.
            El fracaso del proyecto histórico que encarna el cristianismo lo centra Rosenzweig en el destino de la figura del Estado. De esto tratan los capítulos centrales, el  segundo y tercero, del Desafío nacionalista. Veamos esto.
            Para empezar, la complicidad entre Estado e historia es típicamente hegeliana. En su filosofía política, el Estado es el motor de la historia y la historia, el horizonte transcendental del Estado o de los Estados. En lo que se dividen los hegelianos es en cómo entender esa relación. Los hay, como el maestro de Rosenzweig, Meinecke, que someten la historia al interés del Estado, del Estado propio (en este caso el prusiano), primando así al nacionalismo sobre la historia; y los hay, como su discípulo Rosenzweig, que se plantean una investigación sobre la filosofía política hegeliana desde el supuesto o la sospecha de que no todo Hegel debe leerse en clave nacionalista, sino que hay en él en algún momento un enfoque universalista en el sentido de que somete el interés del Estado a las exigencias de la historia, de una historia claramente transnacional. Hay en ambos enfoques un interés político: el primero apuesta por la expansión imperialista de Prusia; el segundo, por un espacio más amplio en el que la historia se confunda con la humanidad.
            Rosenzweig se propone ciertamente un estudio pormenorizado de la filosofía política hegeliana. Está claro desde el principio que este filósofo pretende aunar contrarios, también en el terreno político. Quiere, en efecto, cohonestar libertad individual con solidez institucional, es decir, subjetividad con Estado; a Kant con Machiavello. Lo original en él es anclar su discurso filosófico-político en la religión. No es que reniegue de la crítica ilustrada de la religión, ni que tenga veleidades teocráticas, sino que ha visto el papel angular de la religión tanto en la construcción moral del individuo como en la formación del “espíritu del pueblo”. Fue Hegel quien dijo que “los antiguos eran éticos pero no morales”. Éticos, sí, porque reconocían en las leyes de la ciudad los principios de su conducta; pero no morales porque el deber no nacía de la libertad. Este punto de vista, que heredamos de Kant, es también herencia religiosa. No se puede pues hablar de subjetividad sin tener en cuenta esta remisión a su origen religioso como bien señaló un neokantiano de pro, Hermann Cohen, a quien Rosenzweig pudo llegar a escuchar. Cohen remitía el descubrimiento kantiano de la moralidad individual al mismísimo profeta Ezequiel (véase La religión de la razón desde las fuentes del judaísmo, XIX). Por lo que respecta al “espíritu del pueblo”, Hegel reconoce en la religión el principio que conecta a los individuos hasta hacer con ellos comunidad.
            Lo que no podemos perder de vista es que esa religión es la cristiana y el cristianismo tiene características propias que van a marcar lógicamente al tipo de Estado que conforme. Y en esto de entender el cristianismo, Hegel es muy suyo. A Hegel le intriga cómo esta secta judía consigue imponerse a lo largo y ancho del imperio romano. Se lo explica diciendo que el “imperio” acabó con la “polis”. El imperio es la sombra de un poder romano que se extiende por el mundo conocido. La sombra es expresión de un poder abstracto pero real que tiene la virtud de disolver la “polis” que era un poder real pero no abstracto sino encarnado. Al disolverse la “polis”, el individuo quedó abandonado, sin referencias concretas que le marcaran el camino. Es en ese momento cuando aparece el cristianismo que se hace cargo de él. Le ampara y protege pero no integrándole en una nueva comunidad social, sustitutiva de la “polis”, sino convirtiéndole en parte de “Reino” que no es de este mundo. Esa integración transcendente en el Reino espiritual tiene como efecto inmediato la despolitización del individuo. El cristiano no se siente parte del mundo.
            Quien representa de una forma eminente esta escisión entre religión y política es Jesús. Hegel le presenta como enemigo del mundo, arrojado a una existencia marginal a la historia. A esa existencia errática o nómada la llama Hegel “destino” que es lo opuesto a historia. Aunque esa visión hegeliana de Jesús va a durar poco, Franz Rosenzweig toma buena nota de ella pues expresa bien, sin que Hegel lo sospechara, cómo el judío se sitúa ante la historia. Y le llama la atención que Hegel interprete esa forma de estar ante el mundo como “höchste Subjetivität”. La amundaneidad de este Jesús es expresión de una subjetividad extrema. Frente al embrujo seductor o abductor de la historia, ahí está este Jesús y los suyos que se sustraen o contraen, erigiéndose en una especie de “reserva de sentido”, al margen del sentido que impone la propia historia.
            Es verdad que ese momento dura poco en la interpretación hegeliana. Jesús acaba claudicando, mundaneizándose. Y eso ocurre porque su Reino, aunque no sea de este mundo, quiere salvar la historia y no encuentra otro modo que institucionalizándose. Eso tiene consecuencias. Por un lado, coincide con pérdida de humanidad: la mundaneidad desubjetiviza y vacía de humanidad al sujeto; por otro, desplaza la eticidad del lado del sujeto al de la política y sus representaciones (el Estado o la historia). Jesús acaba siendo absorbido por la historia.
            ¿Qué queda en ese modelo que privilegia al Estado de la libertad individual? Se deshace la idea de que la libertad individual pueda ser algo al margen del Estado. Es este quien la garantiza y protege. Sin el Estado, la libertad individual da risa. Lo dice Hegel literalmente. El sujeto pretendidamente libre es como esos políticos que dibuja Nikolai Gogol en su pieza teatral El Inspector. Lo original de esta obra escrita hace dos siglos sobre un tema tan viejo como la corrupción, es la risa. La risa es aristocrática ya que quien ríe piensa estar un codo por encima del objeto o del sujeto risible. El espectador se ríe, se ríe del político corrupto, que se considera muy listo porque estafa a los demás, pero no se da cuenta de que un perillán del tres al cuarto le está estafando a él. El público se ríe porque conoce al truhán, mientras que el político le agasaja pensando que es quien no es. El sujeto libre es como el actor que encarna al político: se mueven soberanamente por la escena de vida, sin darse cuenta de que son objetos de trampas que los demás conocen y ellos ignoran. A Hegel la libertad individual, sin el Estado, le da risa.
            Este cambio político, tan radical, que va de desafiar al Estado a proponerle como garante de la libertad, es inexplicable sin una subyacente “teología política” hegeliana. El progresivo protagonismo del poder no le viene a Hegel por cálculo político sino por un sentido de la realidad que se le hace visible gracias a una estrategia teórica muy teológica.
            Ese papel estelar del Estado se explica porque en un momento determinado afirma el carácter divinal del Estado. Decir que “el Estado es divino” es tanto como des-trascendentalizar la divinidad o afirmar el reino de Dios en la tierra. Para el idealismo alemán ese es un lugar conocido. Rosenzweig tiene presente la teoría de las tres fases de Schelling, expuesta en su Filosofía de la Revelación. Schelling distingue en la historia del cristianismo tres épocas, colocada cada una de ellas bajo la advocación de un apóstol: Pedro, Pablo y Juan. La época petrina va desde los orígenes del cristianismo hasta la crisis luterana del siglo XVI; la época paulina, marcada por la Reforma protestante, se extiende hasta la Revolución Francesa; la época joanea inaugura la fase final del cristianismo y significa su cumplimiento o acabamiento. Lo que caracteriza a la primera época, la petrina, es el establecimiento del poder temporal de la Iglesia, mientras que lo propio de la paulina es el reinado de la interiorización de la fe. En cuanto a la época presente, la joanea (Duque, 1998: 907), lo que la constituye es la absorción del cristianismo por la sociedad. Ese momento culminante del cristianismo, el de la animación cristiana del mundo, significa al mismo tiempo el fin del cristianismo como una religión separada. Como dice Rosenzweig, ahora la Iglesia lo es todo. Ya no constituye una realidad particular, ya no hay nada exterior a ella, realidades que se la opusieran y que permitieran definirla con alguna especificidad: ni paganismo, ni sabiduría griega, ni imperio romano. Se ha producido el encuentro del cristianismo y la historia, el reinado de Dios en la tierra. Y eso se expresa políticamente en la figura del Estado.
            Hay otra línea de reflexión teológica que orienta esta filosofía política, a saber, la teología de la encarnación. Para que Hegel pueda decir que “todo lo real es racional” tiene que haber pasado por ese enunciado teológico que plantea la encarnación de lo absoluto en la historia. A partir de ese momento se puede decir que la historia tiene un sentido o, lo que es lo mismo, que la realidad es racional.
            La teología de la encarnación abre el camino a la secularización, desde luego, pero también a algo más. Si lo absoluto entra en la historia, la historia se carga de divinidad (lo que permite decir que el mundo es secularización de lo divino), pero también de que la eternidad se hace temporal. Lo eterno, depone su carácter de atemporalidad (negación del tiempo) y se hace temporal. Esta precisión temporal es importante para entender en qué sentido esta tierra es el lugar del Reino de Dios. Es verdad que esta tierra es ante todo un valle de lágrimas, pero es también algo más en el sentido de que puede ser un lugar de la justicia o de la esperanza.  Gracias a la teología de la encarnación lo eterno acontece. El acontecimiento no disuelve la eternidad, pero la eternidad al hacerse presente depone una forma de ser para hacerse posible en la historia. Eso es importante para el Estado que es divino no porque signifique la realización del reino, ni se superponga a aquel, sino porque le hace posible, asequible, realizable. Barreto, desarrollando estas ideas en el CapítuloTercero, transcribe un texto de Rosenzweig donde reconoce que “la necesidad del Estado moderno, del Estado racional, no hace otra cosa que llevar a su madurez las diversas tentativas de fundar en la tierra un pueblo de Dios”. Se entenderá mejor ahora por qué los monjes de Monserrat mantienen en Cataluña el fuego sagrado del nacionalismo. Lo patrimonializan porque saben que la religión le ha alumbrado. Y si ese tándem es tan persistente se debe a que no se basa en meros sentimientos sino en un tipo de racionalidad, cautiva ciertamente, pero que ha sido hegemónica en Occidente.
            4. Este discurrir de Rosenzweig por el pensamiento político de Hegel tiene la clara intencionalidad crítica, dice Daniel Barreto, de desacreditar la forma de Estado que propicia y proponer otra. Crítica, pues, del nacionalismo y propuesta de un nuevo espacio político universalista.
            La crítica al Estado hegeliano, en particular, y a la filosofía política correspondiente, se desprende de la tesis hegeliana según la cual “la historia universal es el tribunal del mundo” (“die Weltgeschichte ist das Weltgericht”). Esa tesis que en la lógica hegeliana resume toda su osadía política, es, para Rosenzweig, su tumba.Veamos cómo la historia se convierte en tribunal del mundo.
            Entre Estado e historia hay una distancia. El Estado no es la única instancia. Por encima está la historia que no es un espacio transnacional -tipo ONU o Unión Europea- sino el espacio en el que se desarrolla la acción del Estado, de los Estados. Un espacio moral que transciende al Estado y donde podemos percibir el alcance o el sentido de sus acciones. Porque el Estado puede cometer errores. Puede, por ejemplo, ir contra los individuos o no respetar la libertad individual, pero ¿cómo entonces juzgarlo si es la máxima instancia, “la totalidad ética”? Sólo cabría entonces resignarse y aceptar lo inaceptable en nombre de una fe ciega en su poder. No hay por qué, dirá Hegel, porque en ese preciso momento aparece la historia como tribunal superior de la razón.
            Lo que se quiere decir es que la verdad es histórica. Algo es verdad en la medida que es. El llegar a ser, el conatus essendi, es el criterio de verdad o, dicho en su jerga, “la realidad es lo que ha llegado a ser” (“das Wesen ist das Gewesene”). Decir entonces que la historia es el tribunal de la verdad significa que solo vale lo que ha llegado a ser. ¡Vae Victis!. De nada vale lo que ha quedado en el camino. Eso es la prehistoria o, en el mejor de los casos, el precio de la historia.
            Convertir a la historia en tribunal de la verdad de lo que ocurre en el mundo es una operación de máxima importancia. Que solo tenga visos de realidad lo fáctico es algo profundamente discutible por más que sea el supuesto intocable de nuestras convicciones.
            Ese supuesto, en efecto, nutre la ideología del progreso que valora la realidad en función de sus logros. El nuevo hecho deja atrás la marca anterior que es la que señalaba el límite existente. No cuenta el costo humano o social. Todas las víctimas de la historia se justifican por el éxito, la nueva meta, el logro. Ese gesto progresista es un gesto de guerra, por eso hay tanta complicidad entre razón moderna y violencia. No es una casualidad que Hegel dedique en su Fenomenología del Espíritu un apartado al tema “Terror e Ilustración”. Al entender la Ilustración como un movimiento emancipatorio, podríamos pensar que nada le es más extraño que la violencia o el terror. Sabemos, sin embargo, que la Revolución Francesa, expresión política de la Ilustración, casó Revolución y Terror, como bien demuestran los discursos de Robespierre. Pues bien, la originalidad de Hegel es la de situar el terror en el corazón mismo de la Ilustración, es decir, Robespierre era inevitable en la Revolución Francesa porque el concepto ilustrado tiene al terror como un componente necesario. ¿Cómo lo explica? Recordando que la Revolución piensa representar al ser humano como ser absoluto y soberano. Es la expresión política de su soberanía. La Revolución Francesa sería entonces  la expresión lograda de un proceso histórico que ha costado ciertamente mucho sufrimiento pero que se la logrado gracias a la maduración de su racionalidad. La Revolución encarna así una racionalidad histórica insuperable, superior a cualquier otro momento histórico y superior a cualquier individuo; a lo que pueda pensar o sentir cualquier individuo. Consecuentemente un ciudadano no puede decir, por ejemplo, que es infeliz en el nuevo espacio político revolucionario. Pero ¿qué pasa si lo dice? ¿si alguien ve defectos en la Revolución? que ésta no lo podría tolerar, porque si lo hiciera tendría que reconocer que el individuo sabe más que esa conciencia histórica y colectiva que es la Revolución. El individuo estaría por encima de la historia. Por eso si alguien dice que es infeliz o se muestra crítico con la gran revolución, ésta tendría que enfrentarse contra ese individuo concreto, eliminarle sin complejos, un gesto insignificante, tanto como "cortar una cabeza de col o la de beber un sorbo de agua". Eso, en nombre de la “vertu républicaine”.
            Lo que terror revolucionado nos ha enseñado es que si el concepto de soberanía colectiva o razón histórica no respeta la soberanía del individuo, el terror está servido; que cualquier proyecto emancipador abstracto, que haga abstracción del sufrimiento y de la libertad de los individuos, está llamado a reproducir las cadenas y el dolor que trata de superar. Ese es el gran fracaso que señala Rosenzweig en su crítica a Hegel y el Estado.
            5. Y ¿qué propone Rosenzweig? A explicitar la propuesta dedica el autor múltiples referencias. Ya ha quedado dicho que inicialmente quería minar el orgullo nacionalista prusiano en nombre de una concepción política, de origen igualmente hegeliana, que abriera la nación a los demás pueblos. La Primera Guerra Mundial acabó con esos sueños de paz haciéndole ver que el problema no era el Estado prusiano sino el Estado tout court y, por tanto, el nacionalismo y el patriotismo consiguientes.
            Barreto señala un momento clave en el devenir del pensamiento hegeliano y es cuando la categoría “destino” cambia de mano. Inicialmente recaía sobre Jesús, ese Jesús “enemigo del mundo”, al margen de la historia y recogido en los adentros, lugar de la verdadera vida. Luego se lo adjudicó al Estado y a partir de ese momento el poder del Estado se apoderó del alma y del mundo. Pero el Hegel político no pierde de vista a Jesús que también se hace mundano y le suministra, con su teología de la encarnación (y la visión joanea de Joaquín de Fiore), material para cargar de divinidad al nuevo destino. Ese Estado divinal es nuevo respecto a los antiguos porque  ya no hay oposición entre libertad y comunidad.
            Este proceso requiere un papel activo del cristianismo. La conciencia del miembro de ese nuevo Estado tiene que hacer un viaje de iniciación que Rosenzweig ubica en el protestantismo. Ahí se ahorma el espíritu moderno, por eso dice Hegel que el Weltgeist es “germánico y protestante”. Claude Lefort, recuerda Barreto, lo ha formulado con precisión: “el cristianismo libera al hombre de la imagen de su finitud temporal, le inspira el sentido de la comunidad, de la fraternidad, de la obediencia a un principio moral incondicionado, le enseña a valorar el sacrificio… (sin eso) no habría ya lugar para una ética al servicio al Estado y de patriotismo”. El protestantismo libera a la conciencia de la Iglesia y la pone a disposición del Estado.
            Entre el Estado divinizado, por un lado, y una conciencia individual, por otro, que ha interiorizado la incondicionalidad de la obediencia al Estado, entendido ya como principio superior, forjan el concepto de patriotismo o, mejor, la justificación racional de algo tan emocional como el patriotismo. Porque este viene de lejos. ¿Acaso no decía Horacio, mucho antes del Siglo de las Luces, dulce et decorum est pro patria mori? Patriotismo es disposición a morir por la patria. A veces nos preguntamos cómo el nacionalismo puede tomar decisiones que van contra los propios nacionalistas en el sentido de que ponen en peligro su bienestar material, sus relaciones sociales, incluso su prestigio político. La explicación está en el patriotismo: si este pone el listón en la disposición a sacrificar la vida ¿cómo no sacrificar el trabajo, las jubilaciones, la salud o la educación?
            Esta disposición a sacrificarlo todo por el Estado sólo es posible entenderla si se tiene en cuenta el recorrido teórico que han hecho tanto el Estado como el individuo. El mérito de Rosenzweig es haber remitido esta distorsión de la subjetividad y valencia del Estado a una racionalidad inspirada en el cristianismo. Habría que preguntarse si valía la pena. Brecht responde desde una cultura marxista que no. En un poema titulado “Cuestiones de un obrero que lee” se pregunta si fueron reyes los que construyeran las siete puertas de Tebas, o los que arrastraron los bloques de piedra con los que se construyeron las pirámides o los arcos de triunfo. No. Los señores no se manchan las manos ni mandan a sus hijos a las guerras. Quien ha hecho andar las ruedas de la historia ha sido la gente de a pie y no esas figuras abstractas que nos piden hasta el sacrificio de la vida. El marxismo se plantea que quienes hacen de verdad la historia, guíen su destino.
            El planteamiento de Rosenzweig es diferente y más radical porque va a la raíz y ésta no es el hombre, como diría Marx, sino la matriz teológica. Él se sitúa en la misma longitud de onda de Max Weber que, fiel en esto a Hegel, ubicó en el protestantismo el patrón de la racionalidad occidental moderna. Rosenzweig lamentó, en una carta a su madre, haber leído a Weber después de terminar su Estrella de la Redención. Se sentía cercano al planteamiento weberiano aunque él sacara consecuencias muy diferentes. Weber se resignó a constatar el fracaso del proyecto ilustrado al no haber conseguido el desencantamiento del mundo. Los dioses, expulsados por la puerta se habían colado por la ventana, de ahí el reencantamiento del mundo. La racionalidad ha sido un logro pero sólo en una parte. Sabe cómo ganar etapas pero no dónde colocar las metas. Ha triunfado la racionalidad instrumental y fracasado la encargada de los fines. A eso se refería el sociólogo con su expresión “politeísmo de los valores”. La definición de los valores, esto es, de los objetivos o fines de la acción humana escapa a toda racionalidad. Cada cual se inventa los suyos de una forma arbitraria. Ese mundo ha sido invadido por multitud de dioses, una metáfora para designar la absoluta irracionalidad con la que un moderno decide lo que vale o no vale; lo que se debe o no se debe.
            Rosenzweig se arriesga a pensar una alternativa (y a ello se refiere el autor en sus dos últimos capítulos). Habla paladinamente de un “Nuevo Pensamiento”. No es el tema de esta tesis, aunque Daniel Barreto, plantea una lectura combinada de los dos grandes libros de Rosenzweig (Hegel y el Estado y La Estrella de la redención). Sí podemos decir, en cualquier caso, que algunas de las ideas políticas más novedosas brotan de este manantial, por ejemplo, las reflexiones de Benjamin o Agamben sobre una comunidad sin violencia; o la superación del nacionalismo en base a una interpretación simbólica, y no materialista, de la tierra, la sangre o la lengua.
            6. Lo que no podemos dejar de reseñar es la reflexión originaria que desencadena la posibilidad de una alternativa política. El punto de partida es la tesis, ya citada, según la cual las distintas racionalidades responden a determinados patrones religiosos. El cristianismo sería el que correspondería a la racionalidad occidental. Ahora bien, no se puede señalar la matriz religiosa de la racionalidad occidental, es decir, el cristianismo, sin tener en cuenta su relación con el judaísmo. Lo dice Rosenzweig pero nunca lo diría Weber porque para él el cristianismo aparece como un universo distinto del judío. O uno u otro. El mismo sopesa la posibilidad de que el judaísmo hubiera sido el núcleo religioso del capitalismo. Títulos no le faltan, pero lo desecha porque, más allá de determinados rasgos comunes, le falta al judaísmo el protagonismo indispensable para liderar el proceso. Los pueblos cristianos tienen madera de líder, en tanto que el judío es un “Pariavolk”.
            Por ahí no va Rosenzweig al entender el judaísmo y el cristianismo como dos momentos complementarios de la misma revelación. Si son complementarios, el fracaso de la racionalidad occidental no sólo hay que buscarle en una determinada manera de entender la historia que la lleva al colapso, sino a que el cristianismo inspirador de la modernidad se pensó al margen del judaísmo (como su superación, dicho en términos hegelianos). Rosenzweig no se resigna, a diferencia de Weber, porque cree que si el cristianismo recupera la conexión judía, puede ser fecundo. La alternativa política pasa, por tanto, por encajar la alternativa en el seno de esos dos momentos de la revelación. Pongamos el ejemplo de la historia. La historia no es como decía la enciclopedia escolar “la sucesión de sucesos sucedidos en el mundo”, sino, de acuerdo con la tradición bíblica, una elipse que va de la experiencia del sufrimiento a la necesidad de darle una respuesta. El primer foco de esta elipse lo simboliza el Primer Hombre, Adán, cuyo primer gesto libre fue una transgresión que trajo consigo el sufrimiento y la muerte; el otro foco lo representa el Segundo Adán que interviene para dar una respuesta a esa interpelación existencial con su proyecto de redención. La historia es pues ese espacio de tiempo que va de la pregunta por el sufrimiento a su respuesta redentora.
            Nuestro problema es que somos deudores de una interpretación cristiana de la historia que ha derivado en ideología del progreso. La espera infructuosa de la parusía fue vivida por la comunidad de cristianos como un fracaso que obligaba a pensar de nuevo y de otra forma el tiempo. La espera de una pronta vuelta del Mesías -y con ella la realización de la promesa mesiánica de una paz y justicia para todos- no tuvo respuesta. Se depuso entonces al tiempo apocalíptico y fue sustituido por el gnóstico. El progreso es la marca blanca del gnosticismo. La diferencia entre uno y otro es que el tiempo apocalíptico tiene un fin y el gnóstico es inagotable; el primero es mesiánico porque habla de justicia aquí y ahora, el otro es aplaza y desplaza la promesa a un momento atemporal y abstracto; el uno es escatológico porque vive pendiente del final reconciliado que se empeña en anticipar con propuestas política fraternales, mientras el otro teme al final al que considera catastrófico por eso alarga indefinidamente el presente.
            ¿Cómo sería una concepción de la historia que tuviera en cuenta la dimensión judía del cristianismo, es decir, las dos formas de revelación de las que habla Rosenzweig? Tendría que tener en cuenta los dos momentos representados en la metáfora de “camino” y “vida”: un proceso que tiene desarrollo y final, pregunta y respuesta. Sería algo muy cercano a lo que sería una historia construida sobre una concepción apocalíptica -y no gnóstica- del tiempo. En esa historia la revolución no sería aceleración del tiempo, como quería Marx, sino interrupción de los tiempos que corren, que decía Benjamin.
            También podría ilustrar el carácter alternativo del Nuevo Pensamiento sus reflexiones sobre la identidad colectiva. El Romanticismo armó su visión nacionalista de los pueblos en base a cuatro pilares: la sangre, la tierra, la lengua y le religión. Cuatro elementos que, interpretados de una manera groseramente materialista, podían neutralizar los principios de libertad, igualdad y fraternidad con los que los herederos de la Revolución Francesa pretendían nada más y nada menos que conformar Europa. Rosenzweig, inspirándose en la tradición del pueblo judío, plantea una interpretación simbólica y no materialista de esos mismos elementos.
            Interpretar simbólicamente la tierra equivale a decir que ésta no es tangible sino una promesa. Tierra de promisión. Los demás pueblos convierten la tierra que pisan en su patria. Sólo el pueblo judío vive separado de ella. Esto les lleva a ser siempre extranjeros en la tierra donde se encuentran porque su verdadera tierra es prometida, “de ahí”, comenta Rosenzweig, “que, a diferencia de los demás pueblos, no le es dada la propiedad plena y entera de su patria, incluso aunque viva dentro de ella. El es un extranjero, un residente provisional en su propio país” (Rosenzweig, 1997: 357). Otro tanto ocurre con la lengua. La lengua está ligada a la vida de sus hablantes. Expresa sus deseos, frustraciones, conflictos o experiencias. Eso vale en general pero no para Israel. Este pueblo mantiene con la lengua la misma distancia que con la tierra. Su lengua es sólo cultual. No sirve para comunicarse sino para orar y estudiar. Dice Rosenzweig: “la santidad de la lengua tiene el mismo efecto que la santidad de la tierra: orientar lo más profundo del sentimiento por fuera de lo cotidiano; impedir que el pueblo eterno viva totalmente acoplado a los tiempos que corren” (ibíd., 359). En la cultura judía hay mucha referencia a la sangre pero Daniel Barreto se encarga de recordarnos en el Capítulo Quinto que, para Rosenzweig, el concepto de “comunidad de sangre” (“Blutgemeinschaft”) no tiene en el judaísmo una significación étnica sino todo lo contrario. Por paradójico que suene, tiene que ver con universalidad - con la universalidad del monoteísmo- pero una universalidad concreta, anclada en el pueblo judío. Se quiere dar a entender con él que los contenidos de la promesa están vinculados, garantizados y comprometidos con la existencia del pueblo judío. No es una idea abstracta, sino un pacto entre sujetos reales. El pacto de Yawéh con la humanidad se concreta en el pueblo judío que no es que la represente (“Vorstellung”) sino que la encarna (“Vertretung”). Y, junto a esta idea de materialidad, el término “sangre” o “comunidad de sangre” conlleva la de que esa comunidad no tiene fronteras, no está circunscrita a un territorio, sino que está abierta a todos los pueblos y a todos los tiempos. Estamos en las antípodas del nacionalismo y del Estado. Las precisiones de Daniel Barreto son muy pertinentes ya que el romanticismo tiene una visión étnica de la sangre -combustible del concepto de nación y pueblo- que nada tiene que ver con la de Rosenzweig. La sangre no está ahí por la raza sino por la vida que se opone a lo muerto, es decir, a la tierra y a la raza. “Nosotros, dice Rosenzweig, echamos raíces en nosotros mismos, y carecemos de ellas en la tierra; somos, pues, eternos caminantes, hondamente enraizados en nosotros mismos, en nuestro propio cuerpo y sangre” (ibíd., 363). Con razón decía Schelling que el pueblo judío “nunca sintió la tentación de construir un Estado en el sentido mundano del término" (Mate, 1997: 164).
            Decía que el concepto de “Blutgemeinschaft” es el propio de una universalidad concreta con el añadido de que esa concreción no sólo quiere dar a entender que la promesa es algo más que una idea abstracta sino que remite a un pueblo que es él mismo, es decir, que no se disuelve en una historia universal sino que se sustrae a ella; más aún, que la juzga desde una individualidad incondicionada. Barreto se remite a Levinas, autor de esta osada declaración: “ser judío en nuestro tiempo consiste, más que en creer en Moisés y en los profetas, en reivindicar el derecho a juzgar la historia, esto es, en reivindicar el lugar de una conciencia que se afirma incondicionalmente”. Una idea ésta que corresponde a una reflexión de Rosenzweiz , en “Célula Originaria”, que le sirve de inspiración: “yo, individuo ordinario y común, yo, con nombres y apellidos, polvo y ceniza, ahí estoy dispuesto a filosofar fuera de la totalidad del sistema que niega mi incondicionalidad”.
            Podríamos preguntarnos entonces cómo sería una comunidad política inspirada en este concepto espiritual de “Blutgemeinschft”, allende la tierra y la sangre biológica. Habría que traer al presente la vieja categoría de “diáspora” que no hay que confundir con exilio. El exilio es un destino impuesto a los perdedores que no renuncian al lugar de partida aunque tengan un punto de llegada. Nunca se sentirán del todo en la tierra de acogida y perderán con el paso del tiempo el lugar que les hubiera correspondido en el país de origen. El exilio, una constante en la vida de todos los pueblos y, sobre todo, en la construcción de los Estados, ha sido siempre tratado como un accidente. Sólo un pueblo, el judío, osó enfrentarse a ese accidente hasta convertirle en algo substancial. La diáspora, la forma de exilio propia del pueblo judío, pasó a ser su forma de existencia. Está por hacer una teoría de la sociedad basada en la diáspora pero es seguramente la que podría estar a la altura de los tiempos que corren.
            El autor señala en un momento determinado la relación que pueda tener Giorgio Agamben con tesis centrales de Rosenzweig, por ejemplo, sobre la violencia política. Es un apunte afortunado que sin duda ayudará a clarificar el pensamiento de un escritor sugerente, ciertamente, pero oscuro, como el italiano. La violencia, ha acompañado la construcción de Europa. Hegel reconoce que la historia se ha construido sobre víctimas: “aún cuando consideremos la historia como el ara ante el cual han sido sacrificadas la dicha de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos, siempre surge al pensamiento necesariamente la pregunta: ¿a quién, a qué fin último ha sido ofrecido este enorme sacrificio?"(Hegel, 2005: 144). Lo llamativo no es la pregunta final sino lo que dice antes, a saber, que la historia se ha construido sacrificando la dicha de los pueblos, la sabiduría política y la virtud de los ciudadanos. Y eso, a saber, que la historia se haya construido sobre la desdicha de la gente, la ignorancia de los poderosos y el recurso a los peores instintos de los ciudadanos, le sorprende: no le parece propio del homo sapiens.Y se pregunta por qué así, por qué tanta violencia. Hay un gran sentido moral en esa indignación que le dura media hora porque enseguida se da una explicación tranquilizadora: el progreso. La violencia siempre dispone de buenos abogados. Sloterdijk habla del carácter fundante de la ira. La Ilíada comienza así: “canta, oh diosa, la ira de Pelide Aquiles”. El primer muerto de la Biblia es un asesinato. Para Marx es la partera de la historia. Pues bien, Agamben se planta en Altissima povertà, y se plantea cómo imaginar una política sin violencia. Una tarea ingente porque la violencia política va ligada al derecho que se funda en la violencia y gracias a ella se mantiene. La alternatva sería la renuncia al derecho a tener derecho (de propiedad). Y eso significa re-pensar la povertà franciscana. Hay ahí ecos rosenzweigianos. En La Estrella de la redención sostiene que la vida es movimiento y la muerte, inmovilidad. El Estado, sin embargo, necesita paralizar el movimiento, imponiendo su ley. Hay una tensión entre el pueblo que quiere vivir y el Estado que quiere mandar mediante el derecho. Y “es entonces cuando el Estado revela su verdadero rostro. El derecho no era más que su primera palabra. Esa palabra no puede sostenerse contra el cambio de la vida. Pronuncia ahora su segunda palabra: la palabra de la violencia” (Rosenzweig, 1997: 394).
            Esta oposición entre pueblo y Estado es común a ambos. La crítica de Agamben al concepto de biopolítica lo que realmente denuncia es la reducción de bios a zoe, del ciudadano al mero hombre o nuda vida. Para la política todo ser humano es prescindible. Algo de esto encontramos en Rosenzweig. En Vox Dei? opone la vida del pueblo a la lógica del poder del Estado. Lo que les distingue es el tiempo. Para el Estado sólo hay presente porque su poder se substancia en decisión, en el acto de decidir. Para el pueblo, sin embargo, hay pasado y futuro; memoria y esperanza, por eso la política tiene un patrimonio que gestionar y una esperanza que realizar. La negación del tiempo, en la teoría de Rosenzweig, coincide con el sacrificio del individuo y del pueblo al poder del Estado. Desde estos supuestos la filosofía política de Giorgio Agamben pierde algo de su espesor y gana en claridad.
             7. Rosenzweig muere en 1929 con cuarenta y tres años. Hitler ha escrito su Mein Kampf en 1925, pero aún no ha llegado al poder. Lo que esto significa es que el nacionalismo ya ha mostrado su rostro violento, como decía Rosenzweig, pero no ha llegado hasta el final. El apunte es importante a la hora de leer hoy la crítica de Rosenzweig.
            En efecto, la crítica de Rosenzweig al nacionalismo afectaba a su invisibilización del individuo y del pueblo. El Estado se los apropiaba y, por tanto, los negaba. Negaba que pudieran tener una palabra propia frente a los intereses del Estado. Rosenzweig hbía llegado a esa conclusión persiguiendo paso a paso la formación y el sentido de la historia occidental. La suya era pues una estrategia genealógica.
            Pero ocurrió Auschwitz y eso obliga a un ajuste de la lente de lectura. La novedad reside en la negación del individuo y del pueblo que acarreaba la figura del Estado, según Rosenzweig, era sobre todo legal y funcional. Legalmente el individuo solo era sujeto de derechos en apariencia y el pueblo solo existía como receptor pasivo de las decisiones del Estado. Ahora bien, tras la "solución final", dictada por el nacionalsocialismo, la negación del otro es física y metafísica. Se decretó y llevó a efecto la expulsión de la condición humana y su exterminio físico. Hay un cambio cualitativo entre el antes y el después de Auschwitz también en lo tocante al nacionalismo.
            Este hecho excedió todo lo pensable e imaginable y cuando lo impensable tiene lugar se convierte en lo que da que pensar. Como he señalado en otros lugares, ese es el origen del concepto de "deber de memoria". Obligación de repensar todo a la luz de lo que hicimos y no supimos pensar: Remitir el conocimiento al acontecimiento. Pues bien "el deber de memoria" afecta a la lectura que hoy hagamos de Rosenzweig en el sentido de que tenemos que completar la estrategia genealógica de la anamnética. No solo tenemos que tener en cuenta cómo se ha forjado el nacionalismo sino también recordar lo que ha llegado a ser. No nos es permitido ya quedarnos a las puertas de lo que el nacionalismo puede llegar a ser en su negación del otro sino que tenemos que medirle por lo que ha llegado a ser: Hay que verle desde el origen y desde el final. Es verdad que hay nacionalismos de muchos colores y algunos de ellos conviven con la democracia. Ahora bien, lo que nos pide el "deber de memoria" es considerarles desde lo que, en una versión extrema pero coherente, ha llegado a ser o, lo que es lo mismo, desde lo que pueden ellos mismos llegar a ser.
            Esta perspectiva, lejos de debilitar el análisis de Rosenzweig, lo refuerza porque nadie ha visto con tanta claridad la impasibilidad del Estado. Es verdad que lo ocurrido hubiera sorprendido al propio Rosenzweig, pero la finura de su análisis, sustentada en un discurso teológico político, ya advirtió que por la puerta del nacionalismo podía colarse no solo el antisemitismo, sino la catástrofe para toda la humanidad.
            8. El trasfondo teológico, nunca explicitado, del nacionalismo puede ayudar a entender su persistencia. Deberíamos consecuentemente abandonar la idea de que es un sentimiento irracional y, por tanto, ajeno a cualquier  mediación racional. Hay tras él mucha teoría y teología. Que sus defensores se adornen con la túnica de la laicidad es solo muestra de la superficialidad de sus análisis.  Si Hegel está detrás del Estado-Nación, no se puede decir que el nacionalismo sea un asunto meramente sentimental. Si además, como muestra Daniel Barreto, tras el carácter absoluto del Estado-Nación está la secularización del poder divino, habrá que preguntarse qué tiene que ver el nacionalismo con la democracia, es decir, con una forma política heredera de la Ilustración. Al situar el debate sobre el nacionalismo en esta perspectiva teológico-política, Daniel Barreto ha hecho un inestimable servicio a la reflexión política y a su práctica también.

Reyes Mate (presentación al libro de Daniel Barreto, El desafío nacionalista. El pensamiento teológico-político de Franz Rosenzweig, Anthropos, Barcelona, 2018)

Bibliografía
COHEN, H.: La religión de la razón desde las fuentes del judaísmo, Anthropos, Barcelona, 2004.
DUQUE, F.: Historia de la Filosofía Moderna. La era de la crítica, Akal, Madrid, 1998.
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LEBRECHT, N.: ¿Por qué Mahler? Cómo un hombre y diez sinfonías cambiaron el mundo, Alianza, Madrid, 2010.
MATE. R.: Memoria de Occidente, Anthropos, Barcelona, 1997.
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