1. Solemos decir de la memoria que abre
heridas, de ahí la invitación a olvidar si queremos vivir en paz. Este modo de
pensar no es sólo un dicho de la sabiduría popular sino también un principio
político que se ha aplicado frecuentemente en transiciones de períodos
violentos (dictaduras o guerras) a otros más pacíficos o democráticos. El caso
de la transición política española es un ejemplo más de esta tónica política.
La
verdad es que hoy esta manera de pensar y de actuar no es tan indiscutible como
ayer. Hay conciencia de que olvidando se cierra la herida en falso de ahí que
la paz consiguiente más parece a una tregua entre dos conflictos que una
superación real del conflicto. Poco a poco se ha ido abriendo entre nosotros el
convencimiento de que sin memoria no hay paz de suerte que sólo, en casos de
experiencias políticas traumáticas, un proceso anamnético puede alumbrar una
sociedad reconciliada.
2. Para poder aclarar este supuesto
tenemos que empezar hablando de la memoria.
Hay
muchas formas de visitar el pasado y, por tanto, de memoria. La que realmente
nos interesa es la que hace presente lo ausente. Porque hay pasados presentes y
otros, ausentes. Está presente el pasado de los vencedores en el sentido de que
lo que hay es el resultado de lo que ha sido. El pasado ausente es el de los
vencidos o el de las víctimas. Y están ausentes porque no cuentan. Es bien
sabido que la historia se ha construido sobre el sufrimiento de las víctimas.
Es lo que, por ejemplo, enseña Hegel en su construcción de la historia. Lo que
pasa es que esa constante de la historia no tiene la menor importancia pues
entendemos que es el precio que hay que pagar para que la historia avance. En
ese sentido podemos decir que, aunque sepamos que la historia se ha construido
sobre víctimas, las víctimas han sido in-significantes (carentes de
significación o importancia).
Esto
ha sido así hasta que la memoria se ha hecho paso presentándose como una categoría
capaz de hacer presente lo in-significante. Podemos decir que la memoria es una
lectura moral del pasado pues lo que hace no es constatar el hecho de que haya
habido víctimas sino que son significativas. No son el precio del progreso sino
que son seres humanos a los que se les ha hecho injusticia y claman por ella.
3. Pero la memoria no es sólo la
categoría moral que aboga por la significación de las víctimas sino que es
también una categoría epistémica. La memoria es conocimiento. Durante mucho
tiempo se pensó que sólo era sentimiento (vivencia subjetiva de un
acontecimiento pasado). Ahora, sin embargo, sabemos bien que la memoria permite
conocer una parte oculta de la realidad que es inaccesible al logos. El logos
es especialista es habérselas con los hechos, pero en la realidad hay algo más
que hechos. Pensemos que “hecho” es el pretérito perfecto del verbo hacer. Un
pretérito perfecto es, literalmente, un pasado que se ha logrado. Pero ¿qué
pasa con los proyectos que no se logran? La tentación de declararlos
in-significantes es grande. Es lo que ha hecho la razón científica a la que
sólo le interesan los hechos. Pero hoy sabemos que para lograr un hecho hay que
exponerse a muchos fracasos. Sabemos bien que a la historia real subyace un
continente que la soporta. El filósofo Theodor Adorno calificaba a esa historia
subyacente “una historia del sufrimiento”. Y de ella se ocupa la memoria.
No
podemos pues identificar realidad con facticidad pues de la realidad forman
parte los hechos y también los no-hechos. En eso la memoria se diferencia del
logos y por eso mismo deberíamos hablar de un logos anamnético para expresar la
voluntad de conocer el conjunto de la realidad. También se diferencia la
memoria que se refiere al pasado oculto o ausente de la historia que se refiere
al pasado realizado (a los hechos). La memoria está allende el logos y la
historia.
4. Pero la memoria es algo más: es un
deber. No lo ha sido siempre y lo es ahora. Ese deber se nos revela en un
momento y en un lugar determinado. Le llamamos “Auschwitz” dando a entender con
ello esa singular experiencia histórica de la humanidad en la que el horror fue
impensable. El hombre hizo lo que no fue capaz de pensar; por eso lo hecho se
convierte en lo que da que pensar. El deber de memoria consiste en tomar
conciencia de que, si queremos evitar la repetición de la barbarie (que
llevaría a la destrucción de la humanidad), tenemos que re-pensar todas las
piezas que conforman la historia (la política, la ética, la estética, la
religión, el derecho, etc.) partiendo de la barbarie que cometimos aunque no
fuéramos capaces de pensarla ni de imaginarla.
Lo
que tenemos que tener bien claro es que el deber de memoria no consiste en
acordarse tanto del sufrimiento de los judíos en los campos de exterminio como
de pensar y hacer las cosas de manera que aquello no se repita. El objetivo
último de la memoria es por tanto el “nunca más”. Decimos -y decimos bien- que
la memoria es justicia (porque sin memoria de la injusticia no hay justicia que
valga) y que es verdad (pues sin el conocimiento de la parte oculta y doliente
de la realidad nuestro conocimiento de la realidad es imposible). Pero eso no
basta. Hay que añadir lo principal, a saber, que es “nunca más”.
La
memoria significa pues comienzo, superación del pasado, novedad. Es una
exigencia paradójica porque normalmente asociamos memoria a repetición.
Recordar es repetir, como bien atestiguan los viejos que cuentan siempre lo
mismo estando más pendientes de su pasado que del presente o del futuro. Pues
bien, la memoria implícita en el deber de memoria, que es la que nos interesa,
lo que dice es que el objetivo último y principal de la memoria es dejar atrás
la forma antigua de hacer las cosas y hacerlas de una forma nueva.
5. Decimos que la historia se ha
construido sobre víctimas. Eso es verdad siempre pero es más evidente en casos
de guerras o terrorismos porque en estos casos la violencia no se esconde. No
hay manera de ocultar a las víctimas. Pues bien ¿cómo se substancia en esos
casos el objetivo de la memoria, el nunca más? ¿cómo se supera el pasado? ¿cómo
se alcanza una paz que no sea una tregua entre dos conflictos?
Para
responder nos vamos a centrar en esa manifestación histórica de violencia que es
el terrorismo. Es un ejemplo que puede servir para otras manifestaciones. Ahí
tenemos enfrentados a tres agentes: víctimas, victimarios y espectadores. ¿Cómo
conseguir que la memoria de las víctimas una en vez de dividir e invite a la
reconciliación y no a la venganza?
Para
empezar a hablar de memoria de las víctimas ,hay que
hacer un recuento de los daños causados y eso significa reconocer que la
violencia terrorista ha victimizado a personas y también a la sociedad.
Daña a personas y por eso hay que
plantearse como cómo recuperarlas: pues reparando lo reparable y haciendo memoria
de lo irreparable. No hay que perder de vista, además, que la bala asesina
lleva un mensaje político dirigido a la víctima y a quien piense como ella. Les
niega el ser ciudadano pues el proyecto de muerte da a entender que en el
futuro por el que los matones maten no hay lugar para alguien como la víctima.
Hacer justicia a la víctima es reconocerle su pleno derecho de ciudadanía
El terror atenta contra las personas
pero también daña o victimiza a la sociedad ya que la violencia terrorista
divide a la sociedad (entre los a favor y en contar de ETA) y la empobrece (se
priva de las víctimas, de los victimarios y de los que se tienen que exiliar
tanto exterior como interiormente). Para reparar esos daños (y, por tanto, para
hacer justicia a la sociedad) hay que restañar esas fracturas y recuperar para
la sociedad a los expulsados de ella por la violencia.
Daño también a la sociedad. Hacer
memoria de ese daño significa plantearse cómo superarle. Pues recuperando para
la sociedad a la víctima, por supuesto, pero también al victimario. No puede
haber nuevo comienzo sin la participación del victimario. Pero ¿cómo se
recupera al victimario?
Aquí
hay dos estrategias. La primera sigue la senda del derecho penal que recurre al
castigo y al cumplimiento de la pena para lograr la reinserción. La palabra
clave es delito. La segunda, que consiste en una nueva presencia del victimario
en la sociedad, es resultado de "un cambio interior" que se logra si
se elabora la culpa. Delito y culpa no son
antitéticos, pero tampoco sinónimos. La culpa no conlleva impunidad pero es
mucho más que castigo o pena; el delito puede borrarse sin que la culpa se
implique. Lo que aquí se dice es que la fractura social que provoca el
terrorismo no se sutura con el mero cumplimiento de las penas sino con la
elaboración de la culpa.
Para aclarar el alcance de la culpa
puede ser de ayuda lo que ocurrió en la Alemania de la posguerra. En el año
1946, a punto de abrirse el Proceso de Nürenberg contra los grandes
responsables nazis, el filósofo Karl Jaspers entendió que para superar el
pasado y abrir una nueva época no bastaba con castigar a los dirigentes nazis.
Lo que procedía era que el pueblo alemán asumiera sus responsabilidades aunque
no estuvieran tipificadas en el código penal. Escribió un librito -La pregunta de la culpa- en el que
hablaba de una culpa moral y de otra política ante las que cada alemán tenía
que hacer examen de conciencia. La culpa moral consistió en mirar hacia otro
lado mientras el vecino era secuestrado o asesinado; la culpa política, en
haber sido miembro de un Estado criminal sin haber tenido el coraje de hacerle
frente de alguna manera. Para la culpa legal importa el castigo, el cumplimiento
de la pena; para la culpa moral importa la liberación de ese peso, lo que implica
un cambio interior.
La elaboración de la culpa es un largo proceso que lleva su tiempo y tiene
que pasar por distintas fases. Recordemos a Lady Macbeth mofándose de su
hermano cuando a éste le asaltan los primeros remordimientos. Uno se los puede
quitar de encima, le dice, con la facilidad con la que uno se limpia las manos.
Pero al final de la obra vemos cómo ella, enloquecida por el peso de la culpa,
se lava una y mil veces como si sintiera "ahora clavados sus crímenes en sus manos".
Lleva pues su tiempo y tiene sus fases, al menos estas tres. En primer
lugar, saberse y sentirse culpable.
Esa asunción de la culpa se expresa de modo gradual. Se empieza reconociéndose
culpable de haber infringido la ley o un principio abstracto pero no de la sangre derramada, como le ocurre al
protagonista de Crimen y Castigo que
se lamentará de "haber matado un principio pero no a una persona".
Raskolnikov mata por una idea (la de sentirse superior) y consigue matar a la
idea (cuando la pone en práctica se da cuenta de que no se sostiene). Ese daño
al otro es lo que hará entender al criminal que su acción no fue un acto
grandioso, ni un acto heroico, ni la defensa de un ideal, ni un acto de
liberación, sino un crimen y, por tanto, un acto culpable (1).
La segunda fase es la del
arrepentimiento que se da cuando el autor del crimen relaciona la muerte del
otro con la muerte propia. Raskolnikov llegará a reconocer que asesinando a la
usurera "no maté a la vieja sino a mí mismo". Y algo más: descubre
que para poder vivir, para recuperar la vida perdida, tiene que desear la vida
de la víctima, es decir, llega a la conclusión de lamentar lo hecho. Es el
momento del arrepentimiento.
Notemos que hay una gran distancia
entre reconocer el delito y arrepentirse. Para lo primero basta saber que ha
infringido la ley y que es merecedor del corriente castigo (2); para lo segundo
hay que adentrarse en el capítulo del daño que hace al otro y que se hace a sí
mismo.
La tercera fase consiste en
solicitar el perdón de la víctima que podría liberarle de la culpa. El perdón
es gratuito, aunque no gratis. No es una obligación, ni un olvido, es un gesto
gratuito porque nadie puede obligar a la víctima a concederle. El perdón es
siempre un don, lo que no quiere decir que de lo mismo otorgarle o negarle. Lo
que la víctima no puede hacer es invocar la venganza para denegar el perdón
porque en ese caso se pone a la altura de su verdugo. Lo inaceptable de la
venganza, en cualquier caso, consiste en confundir al criminal con el crimen,
es decir, identificar de tal manera al autor del crimen con su acción criminal
que le neguemos la posibilidad de hacer otras acciones buenas o de
arrepentirse. El victimario que se sabe culpable es otra cosa que su acción
criminal.
Decimos pues que el perdón es gratuito,
porque es un don, pero no es gratis pues exige la conciencia de culpa y el
arrepentimiento. El objetivo del perdón es la solicitud de una segunda
oportunidad. El ofensor, que se sabe autor de una acción perversa pero capaz de
otras acciones porque no se identifica totalmente con lo hecho, demanda a la
víctima la oportunidad de demostrar que puede comportarse de otra manera con
ella.
Abundan testimonios de víctimas y de
victimarios que avalan la tesis de que el perdón libera. Libera al victimario
de su relación con la culpa y a la víctima del peso de ser víctima. Hay que
añadir a renglón seguido que el perdón supone una prueba de humanidad a la
víctima que puede o no perdonar. Como ocurre al Segismundo de La vida es sueño, el hombre se reencuentra
con la humanidad cuando perdona. Su primera reacción, cuando es liberado, es la
venganza y esto supone comportarse “como una fiera entre los hombres”, sólo
cuando perdona actúa habitado por la humanidad.
6. Conclusión. A ese
proceso que desencadena la memoria y que acaba en el perdón,
podríamos llamarlo proceso de reconciliación, si aspiramos a una superación de
la situación y, por tanto, a un " nuevo comienzo". El punto de
partida es una situación conflictiva en la que hay víctimas y victimarios que
dan señales de querer salir de esa situación. La víctima expresa esa voluntad
haciéndose visible y el victimario, abandonando la violencia. Lo que procede
entonces es elaborar la experiencia vivida por una y otra parte. La elaboración
de la víctima conlleva demanda de justicia, que es personal y social. Hablamos
de la justicia debida a personas concretas, objetos del daño terrorista. Pero
también hay un daño a la sociedad que clama justicia.
El victimario, por su parte, tiene
que elaborar la suya a través de un largo proceso cuyo primer paso es el
reconocimiento de la culpa, culpa legal y sobre todo moral porque no sólo ha
infringido una ley sino que ha hecho daño al otro y a sí mismo.
Este doble atentado afecta a su
identidad. Si al matar pretendió demostrar la superioridad de sus ideas,
imponiéndose al otro hasta matarle, ahora descubre que depende de él. En ese
proceso de elaboración de la culpa muere un tipo de sujeto y nace otro. Muere
el que se pensaba tan superior que se sentía justificado para matar. Y nace
otro que al asumir su culpa construye su identidad desde la autoridad de la
víctima. El "cambio interior" ha tenido lugar y ese sujeto renovado
está listo para hacerse presente con voz propia en la nueva sociedad.
Paul Ricoeur establece una íntima relación entre
memoria y perdón y es que, dice, el sentido del perdón “no consiste en borrar
la memoria, no es el olvido, sino cancelar la deuda, algo que es incompatible
con olvidar. El perdón es una especie de curación de la memoria, el final del
duelo. Liberada del peso de la deuda, queda la memoria disponible para otros
grandes proyectos. El perdón da sentido (literalmente "da un futuro")
a la memoria" (Ricoeur, 1995, 206).
Esta vinculación entre memoria y
perdón la encontramos en todos los que han reflexionado sea sobre la memoria o
sobre el perdón. Lo encontramos en Auschwitz, como hemos visto, cuando los
supervivientes resumen su experiencia con un “nunca más”, siendo el instrumento
apropiado para la no repetición, la memoria de lo ocurrido. Lo encontramos en
Ricoeur cuando dice que lo que hace fecunda a la memoria es el desligarla de la
atadura a su acción criminal dejando al sujeto criminal liberado para nuevas
acciones. Y lo encontramos en Hanna Arendt cuando
dice: "la forma de interrumpir la lógica letal que nos ha llevado al
desastre es el perdón". Reivindica el perdón como forma de no repetición,
como la forma eficaz del "nunca más", no por razones morales ni por
razones religiosas sino por razones lógicas. Porque ¿en qué consiste la lógica
del perdón? En romper la cadena acción-reacción. El que perdona no quiere hacer
una propuesta que sea una reacción a lo que ha sufrido o ha vivido. Se rompe la
cadena causa-efecto. El perdón es hacer historia ahora de una manera diferente
a como se hizo en el pasado. Es lo que garantiza que la historia no se repita.
Ahora bien, todas estas concepciones
de lo que podríamos llamar “teoría filosófica como virtud política”, brilla por
su ausencia. El perdón o la reconciliación -es decir, el “nunca más”- no es lo
que persiguen los políticos con su reciente interés por la memoria. Si nos
fijamos bien, las leyes de “memoria histórica” son sobre todo leyes de
“justicia histórica”. Y ya hemos dicho que la memoria es justicia pero,
también, algo más que justicia, es decir, “nunca más”. Me pregunto si ese pudor
o incapacidad para entender el nuevo sentido de la memoria no tiene que ver con
el colorido religioso de términos como “arrepentimiento”, “perdón” o
“reconciliación”. Puede que lo explique aunque no lo justifica porque como dijo
Carl Schmitt y también Jürgen Habermas es difícil encontrar un concepto
político que no tenga origen teológico. Lo que realmente importa es que esos
conceptos, que tienen origen fundamentalmente cristiano, contengan un contenido
semántico universalizable, es decir, tenga un núcleo de significaciones que
pueda ser entendido por todos. Ese es el trabajo de la filosofía y el hecho de
que filósofos eminentes, como Ricoeur, Derrida o Arendt, se hayan volcado en su
análisis, señal es de que es posible hablar de la reconciliación como virtud
política.
Y no sólo filósofos. Alguien tan
poco sospechoso de influencias teológicas como Manuel Azaña concretó el alcance
moral y político del perdón en un famoso discurso pronunciado el 18 de julio
del 1938. No veía otra forma de acabar con el enfrentamiento cainita de los
españoles que haciendo país bajo tres principios "paz, piedad, perdón" (3). Pedía a las generaciones futuras
que cuando vuelvan la vista atrás no reproduzcan el pasado sino que le cancelen
y actúen de otra manera. Para eso hay que optar decididamente por la paz, pero
no a cualquier precio, sino desde la compasión y el perdón. La compasión nos
invita a fijarnos en el sufrimiento ajeno más que en el nuestro. Y también habla
de perdón porque quien recurre a la muerte para resolver un conflicto en una
sociedad democrática, siembra el mundo de sufrimiento y queda marcado. Tengamos
en cuenta que Azaña reconoce a los muertos de la Guerra Civil la grandeza de
héroes. Pues bien, incluso esos, los héroes, son culpable y tienen que pedir
perdón. Los culpables, cualquiera que sea su origen, andarán errantes hasta que
pidan a las víctimas una segunda oportunidad para demostrarlas que pertenecen
al mundo de los humanos. La víctima tiene en sus manos el don de liberarse a sí
misma y de liberar al otro.
Reyes Mate (“La reconciliació,
objectiu de la memoria” revista Qüestions de vida cristiana, nr. 265,
11-06-20 , 23-35)
NOTAS
(1) La culpa
puede sobrevivir al cumplimiento de la pena y también le puede condicionar.
Alguien que se sepa culpable, en el sentido que aquí se dice, está en mejores
condiciones para incorporarse a la sociedad que si pasa más tiempo en prisión:
"sólo en eso reconocía su delito: en que no lo había soportado y se había
entregado a la justicia", dice el narrador. Cf. Dostoievski, F., 2011, Crimen y Castigo, Cátedra, Madrid.
(2) En Crimen y Castigo Raskolnikov lo que
reconoce es que no pudo soportar el peso del crimen. Se reconoce culpable de no
haber estado a la altura del ser extraordinario que quería ser.
(3) Decía Azaña: "es obligación moral sacar
de la musa del escarmiento el mayor bien posible. Y cuando la antorcha pase a
otras generaciones, piensen en los muertos y escuchen su lección: esos hombres
han caído por un ideal grandioso y ahora que ya no tienen odio ni rencor, nos
envían el mensaje de la patria que dice a todos sus hijos: paz, piedad,
perdón"