12/7/20

Los emigrantes, vanguardia de los pueblos


1.Refugiados, desplazados, emigrantes, exiliados son expresiones, entre otras, de un fenómeno global que no es otro que el de la migración. No son sinónimos pues cada uno tiene su especificidad. Si el uno pone el acento en la huida del propio país porque en él peligra su vida, el otro acentúa le miseria económica de la que huye en busca de una existencia mejor. Todos esos términos tienen en común, en cualquier caso, la experiencia que hace veinticinco siglos recogía Eurípides cuando decía “No hay mayor tristeza que perder el lugar donde uno ha nacido”, equivalente al Salmo 137 de los judíos que dice emocionadamente “sentados en la ribera de los ríos de Babilonia, llorábamos al acordarnos de Sión, las cítaras colgadas de los álamos. Nos decían nuestros carceleros ‘cantadnos un cántico de Sión’, pero ¿cómo podemos cantar un canto de Yahvé en una tierra extraña?” Esos desplazamientos no son viajes de placer sino obligados por las circunstancias.

            Lo singular de estas experiencias de desplazamiento es que ponen en evidencia las estructuras de convivencia, es decir, las fórmulas políticas de asentamiento que la humanidad se ha inventado para ocupar el planeta.
Desde que existe, el homo sapiens se ha distinguido más por sus migraciones que por sus asentamientos. El relato de la torre de Babel nos recuerda que, tras la fallida experiencia de asaltar el cielo, previa concentración de la humanidad en la vega del país de Senaar (Gn 11,2), se produjo “su dispersión por toda la faz de la tierra”. Los asentamientos tuvieron lugar después de un tiempo de dispersión. Y así sigue siendo porque la tierra es, de acuerdo con los mitos más ancestrales, patrimonio del conjunto de la humanidad. Las culturas nómadas de cazadores-recolectores dieron paso a culturas sedentarias agrícolas. En el principio, no sólo histórico sino también lógico, era la migración.

2. Esto, es verdad, pertenece a la noche de los tiempos. Hoy lo que resulta problemático es la migración. Hemos identificado al ser humano con el asentamiento hasta el punto de que declaramos a quien no tenga un suelo propio de asocial o carente de humanidad. Acaso no decía Aristóteles que: “quien no tiene Patria (el apolis), de manera natural y no circunstancialmente, es menos que hombre o más que hombre”? Hemos identificado la humanidad con el asentamiento de suerte que la itinerancia es vista como una amenaza, algo que atenta a la condición humana. Hitler lo reconoce en su Mein Kampf. Desprecia al pueblo judío por no haber sido capaz de luchar por una tierra propia. Le ha faltado valentía e idealismo para ser algo, para ser él mismo. En lugar de eso se ha refugiado en el parasitismo que consiste en vivir a cuenta de los demás. Ni siquiera tiene la dignidad del pueblo nómada que se desplaza de un lugar a otro pero movido por la necesidad de buscar alimento, hasta que se asienta en un lugar cuando la tierra da para vivir. Ni a Hitler ni a Aristóteles les pasa por la cabeza la reflexión de los profetas judíos quienes, desde el exilio de Babilonia, proponen renunciar a un Estado propio por la violencia que eso supone y, en su lugar, deciden vivir pacíficamente entre los demás pueblos.

            La pregunta que cabe hacerse es si la estrategia del asentamiento ha traído la paz y la prosperidad a los pueblos, es decir, si ese camino se ha consolidado como la concreción de la política. Hay que preguntarse si el asentamiento en un lugar ha permitido realizar el sentido de la política que, de acuerdo con Aristóteles, debería consistir en encontrar reglas de convivencia, aceptadas por todos, en sociedades marcadas por las diferencias y las desigualdades.

            Hegel diría que sí. En su teoría del Estado -auténtica apología- nos dirá que el Estado es la “totalidad ética” porque consigue aunar los intereses de la comunidad con los de cada individuo(1). Pero dado que eso ni él mismo se lo creía (por eso acabó diciendo que la última razón del Estado no es la garantía de la libertad individual sino la autoconservación del propio Estado), convendría tener en cuenta otro tipo de análisis más acordes con la experiencia histórica. Fecundo para nuestro propósito puede ser el que hizo Hanna Arendt en el año 1943 titulado “Nosotros los refugiados(2)”. El texto es biográfico: Habla de ella y de los suyos, los judíos en la Europa de la primera mitad del siglo XX. Tan alemanes como los más patriotas hasta que en 1933 llegaron los nazis y tuvieron que emigrar a Praga prometiéndose ser buenos checos. Apenas tuvieron tiempo de demostrarlo porque en 1937 Chequia, presionada por los nazis, se convirtió en un lugar inseguro para los judíos, así que armaron el petate y se trasladaron a Viena dispuestos a ser buenos ciudadanos, pero tras el Anchluss en 1938 se fueron a París donde fueron tratados como sospechosos alemanes y por eso les internaron en un campo de concentración de donde salen cuando Alemania invade Francia, pero para ir a un campo de exterminio.

            En el escrito reflexiona sobre lo que les está pasando. Para empezar, no le gusta que les traten de refugiados dado que asociamos a ese término a alguien que viene huyendo pero porque ha hecho algo. Quien pide refugio o asilo suele ser alguien que se ha enfrentado políticamente al poder y éste se vuelve contra él hasta el punto de poner en peligro su vida. Los judíos vienen huyendo, sí. No pueden olvidar que detrás han dejado todo y también a muchos de los suyos, asesinados, pero no por haber hecho algo sino por ser judíos. Por eso prefieren que se les trate de inmigrantes, gente que llama a las puertas de un nuevo país para mejorar su suerte. Prefieren no exhibir su dolor para que nadie les relacione con el activismo político propio del refugiado.

            Quienes les acogen están dispuestos a jugar el juego y hacer como que no vienen huyendo de la muerte, por eso les piden que no recuerden y que se integren sin más. Ellos lo hacen, violentándose, pero resignados porque reconocen que ya que son “incapaces de cambiar las circunstancias, han decidido cambiar ellos”. Y por eso se van adaptando a lo que en cada lugar les piden. Lo que pasa es que sin éxito. No consiguen ser tratados como unos más por más que renuncien a ser ellos mismos. “Al final, sólo eran judíos” dice resignadamente.

            Y ésta es la primera lección que se desprende de esta historia. No querían ser refugiados porque no querían ser tratados como judíos - es decir, como apátridas- sino como emigrantes normales, y lo que consiguen es seguir siendo vistos como judíos, esto es, como no iguales a los ciudadanos de cada país. El judío sólo podía ser judío, remitido a sí mismo, sin los derechos, por tanto, que el Estado francés reconoce a los franceses, o el austríaco a los austríacos. La lección que Arendt subraya en este momento es que “ser judío no le confiere status legal alguno en este mundo. Si nos atrevemos a decir la verdad, es decir,  que lo que somos es ser judío, entonces hay que saber que nos exponemos al destino de esos seres humanos que, al no contar con ley específica o convención política que le ampare, sólo son seres humanos. Nada hay más peligroso”(Arendt, 1987,74). Ser sólo ser humano es poca cosa porque no llevaba aparejada la carta de ciudadanía, los famosos papeles, más importante que la mera condición humana.

            Arendt observa con ironía cómo esa reducción del judío a la mera humanidad, identifica al judío con el ser humano que es un sujeto sin atributos. El antisemitismo secular se había empeñado en privar al judío de la condición humana. Ahora, por primera vez, ser judío y ser humano aparecen unidos. “Por primera vez, dice, la historia judía no está separada sino unida a las de las demás naciones”, pero no para bien ya que se coloca al judío en la vanguardia del desastre humanitario que espera a quien, en cada Estado, no tenga más carta de presentación que ser humano.

            La segunda lección es que para el Estado todos los seres humanos somos reducibles a “sólo seres humanos”. En esto es el refugiado vanguardia de los pueblos: en que lo que hicieron con ellos, los judíos, siendo ciudadanos alemanes, lo pueden hacer con cualquiera. Aunque esté dentro.Todos podemos ser abandonados, impresionante término que viene de banda (que pone el acento en la pertenencia sectaria, excluyente) y bando (que, como muestra la figura del bandido, condena o excluye desde el poder). También tiene que ver con bandera y bandería, que es al tiempo banda y bando. El abandono pende como una espada de Damocles sobre cualquier ciudadano: le recuerda que el poder funciona como una banda que puede, mediante el bando, colocar fuera de la ley a cualquiera. Lo que Hitler hizo con los  judíos alemanes, que eran alemanes, desnaturalizándolos, lo puede hacer el poder con cualquier colectivo sobrante si las circunstancias lo exigen. Arendt se permite un comentario final admonitorio: “si esto hace un Estado con los miembros más frágiles, toda conquista humanitaria de Europa está en peligro”. Si el Estado antepone la autoconservación a la defensa de la libertad e integridad de los individuos, nadie estará a salvo.

3. Este texto, escrito en plena ejecución de la “solución final”, ¿qué nos dice hoy, tantos años después? Para responder adecuadamente a esa pregunta hay que tener en cuenta lo sobrevenido en estos 75 años, a saber, la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 que se plantea, entre otros objetivos, salvar la distancia entre el emigrante y el ciudadano nacional.

            Esta Carta Magna tiene un antecedente en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789. Notemos que en este caso sí se distingue entre derechos del hombre y del ciudadano. Una distinción que va a resultar trágica para el ser humano porque si el derecho del hombre dice que todos nacemos iguales y libres, el derecho del citoyen precisará que sí, pero que es el Estado el que lo decide. Los derechos del hombre tienen traducción política sólo si lo quiere el Estado. Y de momento el Estado se los reconoce a los nacidos allí, a los nacionales. ¡Pobre del que sólo pueda recurrir a los derechos del hombre! ¡Pobre del que sólo pueda exhibir ante el poder su condición humana! Es lo que le pasó al judío, refugiado o emigrante, del que habla Arendt. Solicitaba del nuevo Estado acogida ciudadana y lo que descubrió fue el abandono.

            La Declaración del 1948, consciente de la contradicción que suponía la distinción entre el ser hombre y el ser ciudadano a la hora de hablar de derechos fundamentales, trató de superarla sintácticamente hablando de “derechos humanos”, pero ¿resuelve el problema de fondo? ¿tiene el ser humano, por el mero hecho de der humano, derecho a los derechos políticos y sociales? No parece.

            Giorgio Agamben piensa que estamos en las mismas: el Estado no sólo administra los derechos humanos a su conveniencia, sino que se reserva el poder de reducir al ciudadano a la condición de mero ser humano. Se da a sí mismo el poder de desnaturalizar y desnacionalizar invocando razones de tipo económico, cultural o político para poner entre paréntesis la ciudadanía del nacido en su territorio o de quien la poseyera anteriormente. La razón de Estado se consideran por encima de los derechos humanos(3).

            La contradicción de 1789 se mantiene hoy aunque mitigada por los acuerdos internacionales derivados de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que no es sólo letra. Por esta vía los “consejos morales” -que es a lo que en realidad se reduce la Declaración de 1948- se convierten en “derechos”, de ahí su importancia.

            Por lo que respecta al tema de los refugiados, tenemos La Convención de las N.U. sobre el Estatuto de los Refugiados y Apátridas, de 1951 donde los países firmantes (se adhirieron 116 y quedaron fuera 55) se comprometen a garantizar los derechos civiles y políticos (no los socioecómicos). El contexto de la guerra fría indica que los refugiados en los que se estaba pensando eran fundamentalmente los disidentes del bloque soviético. Por eso en 1969 la Convención que trata de los aspectos específicos del problema de los refugiados en Africa decidió hacer frente al creciente número de refugiados africanos con una declaración en la que se adapta el marco jurídico del Primer Mundo (que era el de la declaración de 1951) a las del Tercero. En concreto, se amplía la definición de refugiado que no es sólo el perseguido “por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social”, sino el que se sienta desprotegido debido a una agresión externa, ocupación o dominación; se enfatiza también más la gravedad del desorden público que los motivos personales de la huida; se incorpora la figura del desplazado etc. Luego está la Declaración de Cartagena (1984), aprobada por la OEA al año siguiente, que contempla sobre todo la realidad de Centroamérica que incluye entre los refugiados a “todas las personas que han tenido que abandonar su país porque sus vidas, su seguridad o su libertad están amenazadas por una violencia generalizada, la agresión externa, los conflictos internos, la masiva violación de los derechos humanos u otras circunstancias que alteran gravemente el orden público”. De acuerdo con estas declaraciones, vinculantes para los países que las suscriben, el refugiado no es sólo el perseguido políticamente. También lo es el que huye porque su libertad o su seguridad están amenazadas. Y cada vez se presiona más para que se reconozca como refugiado a quien huye del hambre con lo que la distinción entre el refugiado político y el emigrante económico se hace cada vez más difícil porque son interdependientes(4).

            Todos estos acuerdos internacionales limitan la discrecionalidad de los Estados pero no hasta el punto de acabar con la contradicción, señalada anteriormente, porque los acuerdos internacionales lo son si están firmados por los Estados. La persistencia de esa contradicción sirve a Agamben para ilustrar su provocadora tesis de que “los campos (lugares de estado de excepción) son el símbolo de las políticas modernas”. Una tesis ciertamente radical porque es verdad que hay diferencias entre Auschwitz y un Estado de Derecho pero en uno y otro caso estamos a expensas del poder del Estado. Ya me he expresado críticamente en otro lugar sobre esta deriva de Agamben, optando por la Tesis Octava de Walter Benjamin (me refiero a su escrito “Sobre el concepto de historia”) donde dice que “para los oprimidos el Estado de excepción es permanente”. Los refugiados serían ahora el contingente mayor de los oprimidos(5). Explicar su situación como la propia de un campo de concentración es reconocer que, aunque gocen de derechos que no se daban en ningún Lager, no es porque sean suyos sino porque se les concede. Y lo mismo que se les da se les quita, si procede.

            El campo fue la solución entreguerras a la masa de migrantes que vagaban sin rumbo de un lugar a otro y sigue siendo, según los que gobiernan, el lugar apropiado para el refugiado. Es verdad que hoy han cambiado de nombre y se llaman CIES (campos de internamiento para extranjeros) pero como dice el Papa Francisco “esos campos de refugiados son campos de concentración”.

4. Para poder medir la envergadura del problema de la migración, habría que tener en cuenta su espectacular desarrollo en nuestros días. Con razón se ha podido decir que es el problema político más decisivo de nuestro tiempo. La gran migración que supuso en el siglo XIX la primera revolución industrial o el éxodo que provocaron las dos grandes guerras del siglo XX son incomparables con el flujo migratorio del siglo XXI debido al desarrollo de las telecomunicaciones, las guerras tras la caída del muro de Berlín y la lógica de hierro del capitalismo neoliberal. Se calcula, según la ONU, que hay actualmente 258 millones de personas migrantes (de ellos 36 millones son niños). De estos, 70 millones podrían ser considerados desplazados (siendo 30 millones de ellos refugiados porque se ven obligados a abandonar su país para escapar de la muerte). El resto, víctimas de la pobreza o de la destrucción del medio ambiente, serían emigrantes. Son cifras mareantes que no pueden, pese a todo, trasmitir la angustia de cada destino. Pero así es nuestro planeta, un mundo en el que cada día unas decenas de miles pasan a engrosas el batallón de los refugiados. Estas cifras mareantes y crecientes, vistas desde la perspectiva de los potenciales países de acogida, lo que nos dicen es que la disponibilidad de acogida disminuye substantivamente. En el año 2017, por ejemplo, la UE acogió a un 25% menos que el año anterior.

            Primer problema político, pues, de nuestro tiempo por su globalidad, es decir, por el número (creciente) de implicados. Y por algo más. Estamos ante un problema que obliga a revisar todo el sistema político y económico imperante. El problema de la migración no afecta sólo a los refugiados, emigrantes o desplazados sino también a los ciudadanos cómodamente instalados en sus respectivos estados de bienestar. Y al decir que les afecta no sólo queremos decir que la migración los pone en peligro, sino que ya no pueden ser la solución. Se impone pues un cambio radical en el tratamiento del problema. Veamos.

            En los estudios críticos del problema domina la idea de, a la hora de proponer soluciones, exigir el cumplimiento de los acuerdos internacionales. No está mal porque cada vez somos menos cumplidores. La concesión del estatuto de refugiado en Europa ha disminuido drásticamente hasta el punto de que sólo se concede entre el 5 y 10 % de los demandantes. Decisivo para esa cicatería ha sido distinguir drásticamente entre “refugiado” (acento político) y “emigrante” (acento económico) cuando sabemos que las guerras no sólo ponen en peligro las vidas de los disidentes sino también la de la población que no puede cultivar sus campos. Y, sobre todo, el galopante aumento de los sentimientos xenófobos bien atizados desde el correspondiente nacionalismo. Frente a esta deriva las soluciones que se proponen consisten en incrementar el asilo político y abrir la mano a los emigrantes económicos.

            Si nos fijamos bien en ese tipo de propuestas, lo que se valora es, por un lado, la integración social de los que quieran quedarse y contribuir, por otro, a que puedan volver a sus países de origen si se dan las condiciones vitales necesarias. En ambos casos, la solución está en los Estados, sea el de origen sea el de destino. Ilustrativo en este sentido es el artículo de Jürgen Habermas, titulado, “Liderazgo y «cultura guía»”(6). Ahí defiende con energía el deber que tienen los países más prósperos de acoger a los que llaman a sus puertas como refugiados. Y esto en nombre de razones jurídicas y morales que están por encima de las cicateras razones de política interna o de imagen externa que son las determinantes a la hora de hacer o no efectivo el derecho de asilo. También desmonta la artificiosa distinción entre refugiados políticos y emigrantes económicos, afirmando categóricamente que “las cuestiones de asilo político e inmigración conforman un solo paquete”. Esa distinción ya no se sostiene porque el que huye de la pobreza no es siempre para mejorar su nivel de vida sino muy frecuentemente para poder vivir. Reconoce también que ni el derecho de asilo ni el deber de acogida es ilimitado pues llevado a sus últimas consecuencias pondría en peligro el lugar de salvación al que quieren acogerse. Eso no significa desentenderse del problema sino situar la solución a largo plazo allí mismo donde se genera, a saber, en el lugar de origen. Responsabilidad de todos sería crear condiciones en la patria de origen para que la migración o la salida no fuera una necesidad.

            También se extiende el filósofo alemán en los requisitos que deben cumplir tanto quien pide asilo como quien le concede en vistas a lograr la deseada integración . Quien llega tiene derecho a conservar su forma de vida y al tiempo aceptar el marco político democrático del país de acogida. Ese doble movimiento no es automático y tiene que generar tensiones. El país de acogida tendrá que aceptar otros sonidos lingüísticos, otros olores culinarios, otros modos de vestir, otros símbolos religiosos y modos de pensar. El que llega debe respetar la cultura política de su nueva patria “sin tener por ello que renunciar a la forma de vida cultural de sus orígenes”. Puede exigirles esforzarse por aprender el idioma y conocer la Carta Constitucional. Sería contradictorio que no se identificara con las normas políticas que han permitido acogerle como refugiado o emigrante. Estos cambios pueden crear tensiones pero que pueden ser fecundas pues conllevan apertura de horizontes para una parte y otra. Precisamente por eso hay que contar con la resistencia de las fuerzas locales empeñadas en mantener, a base de xenofobia y nacionalismo, los rasgos identitarios.

            Juan Carlos Velasco, comentando el texto que él mismo ha traducido y editado en español, hace un comentario final que me parece de gran alcance. Dice que Habermas “se ha ocupado de la regulación de la buena convivencia en una sociedad de inmigración, pero no del derecho de los individuos a emigrar e instalarse en otro país. Es frecuente encontrarse con defensores de una política liberal y abierta de convivencia multicultural que al mismo tiempo niegan u olvidan el derecho humano a emigrar”(7). Esta crítica a Habermas la desarrolla más en su bien documentado libro El azar de las fronteras donde dice que lo que hoy domina, incluso entre los mejores intencionados, es la idea de que “la emigración es un derecho humano, mientras que la inmigración no lo es” (Velasco, 2016,192). Se reconoce, sí, el derecho de una persona a salir de su país, pero hay un elocuente silencio sobre la correspondiente obligación de los otros Estados “de aceptar su entrada en el territorio de su propia jurisdicción”(ib).

            Esta anomalía recuerda la que se dio entre guerras en Europa cuando se autorizaban salidas de un país a sabiendas de que no habría acogida en ningún otro con lo que se condenaba al emigrante a la eterna itinerancia. Lo que quizá subyace a ese planteamiento, tan contradictorio, es que lo normal es la pertenencia y lo anormal, la errancia, es decir, que la solución de los problemas de la migración hay que buscarla en los propios estados. Si son fallidos -y hay que buscar una solución de emergencia- que sea sin olvidar que eso es provisional porque donde puede realizarse es en el país al que pertenece. Este convencimiento explica una actitud como la de Habermas: sus sentimientos morales le llevan a echar una mano a quien llama a su puerta, es decir, al que se presente con el problema sobre sus hombros, pero no quiere en absoluto fomentar ese camino; no quiere convertir ese parche en estrategia mandando el mensaje de que, en casos de emergencia, hay un deber moral y una obligación legal de acoger al que llame a su puerta, pero sin que esa sea la solución a largo alcance.

            El problema es que el número de migrantes crece exponencialmente. En tiempo de globalización, la política de blindaje de fronteras no consigue desanimar a refugiados y emigrantes. De ahí que algunos, como el propio Velasco, planteen “alguna suerte de gobernanza global”. Si el problema es global, busquemos una solución global.

            Que los países ricos se ocupen de los pobres sería de justicia por razones históricas (la historia colonial es una clave de la desigualdad actual entre países) y morales (no sean más que las que esgrimen las teorías liberales). Ese tipo de planteamientos -cuya puesta en marcha acarrearía los beneficios que Juan Carlos Velasco se promete de una “utopía razonable”- debería aclarar previamente un asunto determinante, a saber, la casa del ser humano ¿es el Estado o el mundo?

            La tesis arendtiana de que el mundo es de todos; la tesis tomista que coloca al bien común por delante de la propiedad privada o la tesis de Kant en La paz perpetua de que “el derecho del extranjero a no ser tratado hostilmente por el hecho de haber llegado al territorio donde hay otro”, cuestionan el convencimiento liberal -subyacente en las reservas que plantean a la obligación de acoger al emigrante- según el cual lo normal es el Estado y lo anormal, la errancia; o dicho en términos aristotélicos, que lo normal es la “polis” y lo anormal la “apolis”.

            Si la patria es el mundo, desaparece el concepto de pertenencia y con él el de migración como problema en el sentido actual. Al ser ciudadano del mundo, no cabría distinguir, como es el caso actualmente, entre ser ciudadano y no serlo, para discriminar en el disfrute de derechos. En ese caso, el nuevo nombre de ciudadanía sería el de diáspora.

5. La diáspora ha sido hasta ahora un concepto de resistencia. Frente a la tesis dominante de que los derechos políticos están vinculados a la ciudadanía, basada en la sangre y en le tierra, la diáspora reivindica universalmente esos derechos. Entiende que son los del hombre y por eso deben poder ejecutarse incluso fuera de ese espacio de mundo conformado por una comunidad de sangre.

            La gran novedad que aporta este mundo globalizado es que esa experiencia, propia de una minoría de exiliados, se está universalizando. El emigrante se experimenta como un nómada y cada vez son más los que emigran. El cambio al que estamos asistiendo es el siguiente: hasta ahora el emigrante reforzaba la figura del Estado o de la patria porque cuando tenía que irse sólo pensaba en volver si es que alguna vez se iba del todo. Vivía el exilio como una situación anómala y provisional. Eran pocos los que se dejaban habitar por el exilio o vivirle, tal y como decía María Zambrano, “como una forma de existencia”, es decir, como diáspora. Eso es lo que está cambiando.

            En su libro Juan Carlos Velasco recuerda que el migrante representa el encuentro de dos mundos: el de procedencia y el de acogida. Es la encrucijada de dos pertenencias y ya se sabe quien tiene dos patrias no tiene ninguna, es decir, ese “transnacionalismo migratorio” mina la pertenencia identitaria de la que se han alimentado las patrias y los nacionalismos. La migración es pues el escenario de una “doble desfiliación” y de una “doble revinculación”. Este fenómeno puede interpretarse como una patología social o como un signo precursor. El nacionalismo lo ve como un debilitamiento de los lazos identitarios y, por tanto, como algo vitando. Pero visto con sentido histórico es una novedad restaurativa, es decir, es una novedad pero que restaura lo más originario del ser humano. Algo que Franz Rosenzweig formulaba acertadamente cuando decía que “todos tenemos una casa pero somos más que la casa” (Rosenzweig, 2003, 122). Todos, en efecto, tenemos una casa en el sentido de que nacemos en un lugar determinado, con una lengua específica y una cultura local. Todos somos pues de algún sitio. Pero todos somos más que la casa. El que nace en un lugar puede irse a vivir a otro. El que tiene una lengua puede aprender otra. Puede pues cambiar de lengua, de tierra, de cultura, de religión, es decir, de todo lo local que se encuentra cuando nace.

            Si somos más de lo que tenemos ¿por qué definirnos con lo que nos encontramos al nacer? El pensamiento identitario en cualquiera de sus versiones carece de lógica. Lo que realmente se aproxima a lo que somos es la migración.

6. ¿Es posible un mundo construido en clave migratoria? Desde luego que pesa mucho el mito que identifica “apolis” con barbarie y pertenencia con civilización; pesa mucho una historia milenaria que ha elevado la figura del Estado a “totalidad ética”, es decir, al no va más político. Juan Carlos Velasco avanza prudentemente la hipótesis de una “utopía realista” que introduce en el formato Estado algunas reformas radicales como la gobernanza mundial, el derrumbe de fronteras y colgar de los derechos humanos la obligación de acoger al emigrante.

            Lo que avala esta razonable propuesta es la urgencia del problema. Dado que ni las fronteras, ni las políticas cicateras, ni los nacionalismos, ni las xenofobias podrán frenar el proceso migratorio ¿por qué no cambiar de estrategia? Nada que objetar a este tipo de planteamientos, tan sólo sugerir que, dado que esa gobernanza mundial está a expensas de los Estados, me pregunto si no habría en un momento u otro cuestionar esa figura que, en el fondo se alimenta del mito “lo normal no es la polis y lo anormal la apolis”. Ese es el punto.

            Vistas así las cosas, cobra un nuevo sentido la tesis arendtiana “los refugiados son la vanguardia de los pueblos. Vanguardia equivale aquí a escarmiento: lo que se hace con los refugiados, que representan la parte más vulnerable de la sociedad, se podrá hacer con cualquiera. Para el Estado el individuo es “nuda vida”. Bueno pues en el contexto que he esbozado, el refugiado sería vanguardia por lo que tiene de emigrante. Representa un modo legítimo de habitar la tierra, tímidamente anunciado en las declaraciones de los derechos humanos, pero sistemáticamente anegado en nombre del pragmatismo o de la autoridad de las pertenencias autoritarias. La pregunta que hay que hacerse es si los cambios imprescindibles que se apuntan en la utopía posible pueden hacer camino, puede vencer todos los obstáculos previsibles, sin el convencimiento generalizado de que la emigración no es un accidente sino la forma más humana de existencia.

Reyes Mate (“Los emigrantes, vanguardia de los pueblos”, revista Jueces para la Democracia, abril 2020, nr. 97, 15-25)

NOTAS:
(1) Para el tema de Hegel y el Estado, remito al libro de Daniel Barreto, 2018, El desafío nacionalista. El pensamiento teológico-político de Franz Rosenzweig, Editorial Anthropos, Barcelona.
(2) “Nous autres réfugiés”, artículo incluído en Arendt, H., 1987, La tradition cachée, C. Bourgois Editeur, 57-77.
(3) Agamben, G., 2001, Medios sin fin, Pre-Textos, Valencia, 25 y ss.
(4) Para estos datos, véase Josep Ricart i Oller, El largo éxodo de los refugiados y desplazados, editado por Christianisme i Justicia, Barcelona, nr. 67.
(5) Cf. Reyes Mate, 2003, Memoria de Auschwitz, Trotta, Madrid, 79 y ss.
(6) Habermas, (2019), “Liderazgo y «cultura guía»”. En Cuadernos Salmantinos de Filosofía 46: 39-46.
(7) J.C. Velasco, 2019, “Habermas y el desafío del asilo y la migración” en Cuadernos Salmantinos de Filosofía Vol. 46, 2019, 15-22.

BIBLIOGRAFÍA CITADA:
Agamben, G., 2001, Medios sin fin, Pre-Textos, Valencia.
Arendt, H., 1987, “Nous autres réfugiés”, artículo incluido en Arendt, H., 1987, La tradition cachée, C. Bourgois Editeur, 57-77.
Barreto, D., 2018, El desafío nacionalista. El pensamiento teológico-político de Franz Rosenzweig, Editorial Anthropos, Barcelona.
Habermas, (2019), “Liderazgo y «cultura guía»”. En Cuadernos Salmantinos de Filosofía 46: 39-46.
Mate, R., 2003, Memoria de Auschwitz, Trotta, Madrid.
Josep Ricart i Oller, J., 1995, El largo éxodo de los refugiados y desplazados, editado por Cristianisme i Justicia, Barcelona, nr 67.
Rosenzweig, F, 2003, “El Natán de Lessing”, en AA.VV., Religión y tolerancia. En torno a Natán el Sabio de E. Lessing, Anthropos, 2003, Barcelona, 121-125.
Velasco, J.C. 2016, El azar de las fronteras, Políticas migratorias, ciudadanía y justicia, FCE, Mexico.
Velasco, 2019, “Habermas y el desafío del asilo y la migración” en Cuadernos Salmantinos de Filosofía Vol. 46, 2019, 15-22.