Del encuentro que el Papa Francisco
mantuvo hace unas semanas con el Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, saltó
la noticia de que el Papa había recomendado al político español un libro
escrito por un comunista judío titulado Sindrome
1933. Hablaban del peligro que encierran las ideas doctrinarias y, para
conjurarlas, el Papa recomendaba este libro.
1933 es el año en que Adolf Hitler “asalta
el poder” y es nombrado Canciller. El libro se pregunta cómo fue posible que en
el país más culto de Europa –en Alemania se vendían más periódicos que en
Italia, Francia y Gran Bretaña juntos- llegara al poder, por vía democrática,
un partido político de matones con un cabo desquiciado al frente.
Lo primero que llama la atención es
la ceguera de Europa. Si Hitler y los suyos triunfaron fue porque otros les
habían preparado el terreno. Los políticos, los intelectuales, los obreros, los
sindicalistas estaban tan a lo suyo que no se enteraron del malestar social que
creaban. El autor, Siegmund Ginzberg, nos invita a repasar ese momento. En
primer lugar, la insensatez de los políticos. Había 34 partidos políticos. Cada
colectivo que se preciara tenía el suyo. Había partidos por profesiones, por
confesiones religiosas, por clases sociales, por regiones. No había manera de
gobernar así que vuelta a las urnas: en un año dos votaciones para elegir
Presidente, tres para el Parlamento, sin hablar de las convocatorias
territoriales. En cinco años, cinco elecciones generales. Y en los últimos
catorce años, los alemanes habían conocido a 13 cancilleres y 21 gobiernos.
Enfrente, una sociedad que se sentía
abandonada. Los obreros se sintieron solos, dispuestos a echarse en brazos de
quien se interesara por ellos. El mundo obrero, otrora bien encuadrado por
potentes sindicatos y partidos políticos, veía ahora cómo se desangraban en
luchas intestinas. Les interesaba más la pelea entre reformistas y
revolucionarios que las respuestas a su miseria.
Particularmente llamativa, la
irresponsabilidad del mundo de la cultura. Los artistas, por ejemplo,
celebraban el expresionismo que era un culto a la violencia y a la subversión.
Eso se traducía en desórdenes callejeros que metían el miedo en el cuerpo de
una clase media que decía basta. En las universidades, científicos y
antropólogos se dejaban seducir por teorías biologistas que preparaban el
terreno al racismo político. Había filósofos que pensaban haber descubierto la
nueva piedra filosofal, a saber, el populismo. Todo era pueblo, todo tenía que
ser popular. Querían acabar con todos los distingos anteriores –de religión, de
clase social, de diferencia territorial- en nombre del pueblo, del pueblo
alemán se entiende. Para formar parte de él había que tener un adn específico (Geist) y el pueblo tenía que contar con un líder capaz de
interpretar ese espíritu. Estaban convocando al Führer.
La prensa también echó una mano.
Potentes empresas editoriales se apuntaron al amarillismo porque eso vendía
más. Las páginas de sucesos sustituyeron a las noticias bien documentadas. En
esa pugna por el sensacionalismo, la prensa afín al nazismo era insuperable
pues no ponía límite a la manipulación de los hechos y de los sentimientos.
Unos de sus periódicos, Der Stürmer,
armó un escándalo con la noticia de que una tienda de judíos vendía zapatos de
mujer con tacones de aguja con la perversa intención de deformar en planos los
pies de una mujer aria. Lo que recuerda el autor es que muchas de esas grandes
empresas periodísticas tenían capital judío y se dejaron arrastrar por la
corriente.
El terreno estaba abonado para que
alguien sacara las consecuencias. El mérito de Hitler fue saber leer lo que
estaba ocurriendo. Había que poner fin al desgobierno, acabando con la
multiplicación de partidos. El propuso un movimiento nacional donde cupieran
todos: obreros y patrones, religiosos y paganos, prusianos o bávaros. Para dar
consistencia a ese conglomerado lo importante era entender lo que les unía. Lo
que el nazismo entendió perfectamente es que nada une tanto como el enemigo
común. El enemigo del pueblo es el forastero. Y nadie representa mejor lo
extraño que el que tiene otra sangre. El enemigo que les uniera tenía que ser
el judío que es de otra raza y que viene de fuera. Gracias al judío los
alemanes de Hitler eran por fin un pueblo.
Tras hacerse con el pueblo, Hitler
podía acometer los problemas concretos. Mano dura contra los alborotadores. Se
les crea campos de concentración donde acabarán yendo también los enemigos
políticos. Y, campos de exterminio, para acabar con el enemigo que amenaza la
integridad aria del alemán. Pone fin también a la funesta manía de votar,
declarando el estado de excepción permanente. El éxito le lleva a creerse el
elegido de un destino único y decide someter el mundo con una guerra que sólo
podía perder.
Todo esto es conocido por la
historia, de ahí que se pregunte el autor qué le lleva a recordarlo si hoy no
hay campos de exterminio, ni Hitlers en el poder, ni las tensiones sociales de
antaño. Responde que lo hace “por una nimiedad: tendemos a minimizar el peligro
y a negar las evidencias”. Eso es lo que quiere trasladar el Papa: que hay
señales preocupantes a las que no damos importancia. En primer lugar, la
emigración: ¿acaso no seguimos demonizando al otro sobre todo si es pobre,
negro o moro? Luego está el populismo: ¿hemos renunciado a inventarnos un
enemigo para tener bien amarrados a los nuestros? El abandono de los que no
tienen trabajo: ¿por ventura no son hoy como ayer los que se echan en brazos de
la extrema derecha? Miremos a la prensa: ¿dónde han quedado los libros de
estilo que exigían confirmar las noticias antes de darlas, por no hablar del
periodismo de trinchera en las tertulias? Analicemos el lenguaje: ¿hay mucha
diferencia entre los discursos de Hitler y el tono insultante, faltón y de sal
gorda de muchos parlamentarios? Los partidos políticos ¿piensan en la
gobernanza o en la clientela? Y sobre los intelectuales: ¿cómo es posible que
en España algo tan irracional como el nacionalismo merezca credibilidad?
Podríamos decir al autor que conocemos las respuestas a esas preguntas, otra
cosa es que las interpretemos como síntomas de un movimiento profundo. Eso, que
sí supo detectar y aprovechar Hitler, es lo que no vemos nosotros.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 14 de noviembre
2020)