Hemos pasado de la quema de libros a la quema del bosque. No creo que sea una conquista humanitaria porque los tiranos, la Inquisición o el nazismo sólo perseguían los libros peligrosos mientras que la quema de árboles es una amenaza desde luego para todo libro, pero también para la vida.
Tácito decía, por el año 98, que los tiranos quemaban libros “para acallar la voz del pueblo, la libertad y la conciencia”. Veinte siglos después, un corresponsal español en Alemania, González Ruano, se entusiasmaba ante la pira que incendió Göbbels en Berlín comentando a sus lectores que libros como El mundo de ayer, de Stephan Zweig o el Natán el sabio, de Lessing (por no hablar de los Mann, Brecht, Freud, Kästner, etc.) “no merecían mejor suerte que las llamas”. Por no hablar de otro camarada, el profesor falangista Antonio Luna que organizó, después de la caída de Madrid, una quema de libros en la Universidad Complutense “para edificar a España una, grande y libre”.