1. En el invierno pasado se representó
en el Teatro La Abadía, de Madrid, la obra “Los
viejos tiempos” del Premio Nobel inglés Harold Pinter. Esta pieza ilustra bien
la idea de que hay memorias que matan y envenenan. Tres amigos de juventud se
juntan, veinte años después, para celebrar aquellos buenos tiempos. Sin saber cómo
la memoria trae al presente unas vivencias llenas de resentimiento, odio y
frustración. Lo que empezó como una celebración acabó como un funeral.
También
hay memorias que salvan: salvan del olvido, son modos de justicia y voluntad de
hacer las cosas de otra manera.
Con
esto quiero decir que hay muchos tipos de memoria, por eso es tan difícil una
conversación donde pesen los recuerdos. Mi modesta pretensión en este momento
es poner un poco de orden y señalar bien el perfil de la memoria que salva.
Empecemos
reconociendo que la memoria se dice de muchas maneras. Para los historiadores,
por ejemplo, la memoria es vivencia subjetiva, nada de fiar en cuanto a
objetividad, por eso, en momentos históricos en los que haya que empezar de
nuevo, “hay que echarla al olvido”. Esto no lo dice Vox que ha hecho del olvido bandera
de su batalla cultural, sino muchos de los intelectuales progresistas de El
País (Javier Pradera, Santos Juliá, Álvarez Junco, Juan Luis Cebrián, Javier
Cercas). Esta idea de que la memoria es un sentimiento, bueno para fabular pero
no para conocer o para construir políticamente, viene de antiguo. Lo
encontramos en Aristóteles que sitúa la memoria en un “sentido interno” (no en
una facultad del alma) que sólo puede producir sentimientos y no conocimientos.
Es verdad que la cosa cambia en la Edad Media.
En ese tiempo le memoria adquiere un poder normativo, es decir, el
pasado se convierte en la norma del presente. Es lo que revela Umberto Eco en El Nombre de la Rosa. Los monjes mueren
porque quieren conocer algo nuevo. Fray Jorge de Burgos, el bibliotecario que
envenena a los monjes que quieren leer un libro nuevo de Aristóteles, se lo
explica al sabueso monje irlandés que va tras sus huellas: “los monjes ya no se conformaban con la santa
actividad de copiar. La custodia de libros digo, no la búsqueda, porque lo
propio del saber, cosa divina, es el estar completo y fijado desde el comienzo
en la perfección del verbo que se expresa a sí mismo. No hay progreso, no hay
revolución de las épocas en las vicisitudes del saber, sino, a lo sumo,
permanente y sublime recapitulación”. Y prosigue: “¿Cuál es el pecado de orgullo que puede tentar al monje
estudioso? El de interpretar su trabajo, ya no como custodia, sino como
búsqueda de alguna noticia que aún no haya sido dada a los hombres, como si la
última no hubiese resonado ya en las palabras del último ángel que habla en el
último libro de las escrituras…”. Como la humanidad ya sabe todo lo que
necesita para salvarse, no hay lugar para la novedad. La cosa cambia con
la Modernidad que despide a la memoria: si tenemos la razón ¿para qué la
memoria? Como dice Hegel, “sólo importa el presente y no el pasado ni el
futuro”.
El
giro copernicano se opera en el siglo XX, testigo de dos Guerras Mundiales. La
Gran Guerra supuso tal terremoto que sumió a Europa en una sensación de
vértigo. En poco tiempo el mundo cambió de arriba abajo: la guerra confirmó el
fracaso de un proyecto ilustrado por el que las mentes más lúcidas habían
luchado durante dos siglos. El mundo cambió pero no en el sentido esperado.
Dicen que los soldados volvieron a sus casas desorientados porque todo, excepto
las nubes, había cambiado. En ese contexto algunos pensadores hicieron valer el
poder orientativo de la memoria. El sujeto no está a merced de los
acontecimientos porque está habitado por informaciones y experiencias de otras
generaciones que le permiten enfrentarse a la nueva realidad de una forma
creativa.
Muchos
de esos pensadores eran judíos, un dato de interés que tiene una explicación.
Israel es el pueblo de la memoria, pero que tuvo que callárselo durante mucho
tiempo porque, para que el judío pudiera ser aceptado y poder disfrutar, por
ejemplo, de los derechos ciudadanos que tenía los cristianos, tenía que renunciar
a ser judío o, en el mejor de los casos, serlo de puertas adentro. Es lo que se
ha llamado la asimilación que resultó ser un gran fracaso porque ni los judíos
podían dejar de serlo, aunque se esforzaran, ni los demás se lo creían. Por
eso, cuando ocurre la catástrofe que supuso la
Primera Guerra Mundial, a la que me he referido, y la gente más lúcida y
responsable se esfuerza en repensar un proyecto europeo emancipatorio, los
intelectuales judíos deciden hacer caso a su propia tradición, con sus valores
específicos, para buscar ahí munición para ese nuevo proyecto. Y uno de los
valores más evidentes del judaísmo es la cultura de la memoria, por eso no
extraña que la memoria acabe fecundando la psicología (Freud), la sociología
(Halbwachs), la música (Mahler), la filosofía (Rosenzweig o Bergson), la
historia (Benjamin) o la literatura (Kafka).
Para
valorar su alcance conviene fijarse en el desarrollo que le presta Walter
Benjamin. Este autor compara la memoria a unos potentes rayos ultravioletas con
los que poder ver lo que escapa al ojo. Lo que quiere decir con esta imagen es
que la memoria es conocimiento y no ya sólo sentimientos como decía
Aristóteles. Esa es una gran novedad sobre todo si tenemos en cuenta qué es lo
que conocemos gracias a la memoria, a saber, la parte oculta de la realidad o,
dicho, en sus términos, los sufrimientos sobre los que está construida la
historia real.
Ahora
bien, dar al sufrimiento este valor cognitivo es algo desconocido en Occidente
que siempre ha tendido a invisibilizarle, a ignorarle. El filósofo Hegel, en su
Filosofía de la historia, reconoce
que la historia del ser humano es bastante deshumana pues es como si sólo
supiera avanzar a base de golpes, sangre y guerras. Pero no hay que alarmarse,
nos dice enseguida, “por esas florecillas horadas al borde del camino”, porque
todo ese sufrimiento es el precio del progreso. A eso llamamos invisibilizar a
las víctimas: se sabe que existen pero no se les da significación, por eso son
insignificantes. Eso es lo que no puede aceptar este nuevo concepto de memoria.
Eso
es una gran novedad porque gracias a la memoria, que hace presente lo ausente,
ya no podemos identificar facticidad con realidad, es decir no podemos reducir
el conocimiento de la realidad con el conocimiento de los hechos porque los
hechos son sólo la parte exitosa del pasado, lo que ha llegado a ser, pero
también forma parte de la realidad lo que pudo ser y se frustró, o lo que
todavía puede ser aunque no sea. La memoria recoge esos sueños no realizados
para decirnos que la realidad no es sólo lo que ha tenido lugar sino lo que
está pendiente, como esos granos que esperan pacientemente germinar un día. La
memoria acaba con un ciclo histórico, que ha durado siglos, bien expresado por
el filósofo italiano Giambattista Vico cuando identificaba realidad con
facticidad (“verum et factum convertuntur”).
Pero
hay más: la memoria, además de conocimiento, es un deber. El deber de memoria
es un concepto muy preciso, con fecha y lugar de aparición. Nace en 1945,
cuando los deportados de los campos de exterminios son liberados por las
fuerzas aliadas, y tiene lugar a la puerta de esos mismos campos.
En
ese preciso momento los supervivientes lanzan un mensaje, desde distintos
lugares y sin previo acuerdo, que se resume en dos palabras: “nunca más”. Lo
vivido no puede repetirse y, añaden, “para lograrlo el antídoto es la memoria”.
Por
más que estas cuatro frases sean harto conocidas y se repitan ritualmente como
un mantra, hay que reconocer que son sorprendentes. Sorprende, en efecto, que
la primera reacción de quienes han sobrevivido a tanto sufrimiento no sea la
venganza o, al menos, pedir justicia, sino apostar por su no repetición. Es
como si la humanidad no pudiera permitirse ya una reedición de su infernal
experiencia porque fenecería en el intento. Sorprende, en segundo lugar, que
estos supervivientes confíen tanto en el poder de la memoria. La memoria, la
frágil memoria, como antagonista de la barbarie, parece una propuesta
desproporcionada y una apuesta perdedora. Pensemos que en ese momento hay
muchos que comparten la idea de que ese crimen contra la humanidad no puede volver
a repetirse. Lo piensan muchos intelectuales, políticos y militares. Pero como
estas personas son gente seria proponen medios mucho más contundentes. Por
ejemplo, las potencias vencedoras organizan el Juicio de Nurenberg para juzgar
a los grandes dirigentes nazis. Luego idean una constitución democrática que
imponen a los alemanes. A continuación se inventan el Plan Marshall, pensando
que si mejoren las condiciones de vida de la población europea, alejan las
tentaciones totalitarias, etc., etc. Estas son medidas proporcionadas para la
no repetición. Y, sin embargo, para los supervivientes, la memoria era más
importante. ¿Por qué? Porque habían captado algo que los demás sólo hemos
entendido poco a poco y posteriormente. Habían captado que lo vivido formaba
parte de un proyecto de olvido. Habían captado que los nazis no querían sólo
acabar con los judíos. Querían algo más, por eso no debía quedar ni rastro del
crimen: había que exterminar al pueblo judío y, al tiempo reducir sus restos a
cenizas, para que no hubiera rastro físico que permitiera construir un
recuerdo. Y tras el exterminio físico, la disolución metafísica. Sin memoria
del pueblo judío, la humanidad acabaría olvidándose de la aportación cultural
del pueblo judío a la humanidad.
Este
proyecto de olvido, que resultaba evidente a los deportados, fue, sin embargo,
algo literalmente impensable e
imaginable. Nadie lo pensó por adelantado. Pero, aunque impensable e impensado,
tuvo lugar. Y este hecho tiene una gran importancia epistémica pues obliga a
pensar de otra manera. Simplificando un poco podríamos decir que no podemos
fiarnos totalmente de la razón, de su capacidad cognitiva, pues es mucho lo que
se le escapa. Más concretamente, si queremos que ese pasado de barbarie –que,
repito, fue impensable pero ocurrió- no se repita, tenemos que partir a la hora
de organizar el mundo (y, por tanto de conocer la realidad) de lo que ocurrió.
El acontecimiento se convierte en principio del conocimiento, En eso,
precisamente en eso, se substancia el concepto de “deber de memoria”, que no
consiste fundamentalmente en acordarse de las víctimas sino en re-pensar todas
las piezas de que consta la historia –la política, la ética, la estética, la
religión, el derecho, la educación, etc., - partiendo de la barbarie.
Hoy,
ochenta años después de Auschwitz, tenemos que preguntarnos si hemos recordado,
y, en caso de respuesta positiva, si hemos conjurado el peligro de repetición.
La
respuesta es inquietante porque, por un lado, tenemos que decir que sí, que
hemos recordado, pero para añadir enseguida que no hemos conjurado el peligro
porque los genocidios, por ejemplo, se han repetido. Habrá entonces que
preguntarse si es por la mala calidad de la memoria o porque ésta no basta.
Veamos.
Lo
primero que hay que decir es que hemos recordado. No ha sido fácil llegar hasta
aquí pues todo invitaba al olvido. Había, por un lado, razones externas que
pujaban en esa dirección. Me refiero a la Guerra Fría, declarada nada más
acabar la Segunda Guerra Mundial pero enfrentando ahora a los que hasta ese
momento habían sido aliados contra el fascismo. Nadie quería perder energías
mirando hacia atrás. Todo el mundo pujaba por captar a alemanes cualificados,
fueran o no culpables en el pasado. La memoria era un estorbo. Luego estaban
las razones internas. "Lo que habían padecido los judíos no suscitaba
interés", anotaba SimoneVeil, superviviente de Bergen-Belsen. Ocurrió en
su casa. Todos deseaban oír los relatos heroicos del hermano que se había
alistado en el ejército americano, pero no sus tristes lamentos de deportada.
Cuenta que en aquellos años de la posguerra se celebró en Paris un congreso de
historiadores sobre la pasada guerra y
no la dejaron participar, como testigo, porque no se valoraba científicamente
el testimonio. La gente no quería oír a Primo Levi, demasiado triste; ni leer a
Jean Améry, un amargado que hablaba desde el resentimiento; ni escuchar la
poesía de Paul Celan, abrazada al sufrimiento. Sin olvidar a aquellos supervivientes,
que tanto podían contar, pero que tuvieron que callar, como le pasó a Jorge
Semprún, para seguir viviendo. Por eso digo que no ha sido fácil pero aquí
estamos, recordando. Esa batalla al menos se ha ganado. Hoy podemos decir que
no hay miedo a que olvidemos: ahí están las conmemoraciones, los museos, los
campos, los libros, las tesis doctorales.
Pero
esta noticia que, por un lado, tranquiliza, desasosiega, por otro, pues, pese a
la memoria, los genocidios no se han detenido, el antisemitismo sigue latente,
la xenofobia se multiplica. No parece cierto que baste recordar Auschwitz para
que la historia no se repita. Habría que dar la razón a quienes, como Hegel,
decían que nada se aprende de la historia.
2. Pero antes de dar ese paso, de tanta
trascendencia hermenéutica, hay que preguntarse de qué memoria nos estamos
nutriendo. Hay que preguntarse si la memoria que manejamos tiene algo que ver
con la que convoca Auschwitz: ¿son de la misma especie o estamos ante un
inmenso equívoco?
Para
responder adecuadamente hay que tener muy presente la singularidad del concepto
“deber de memoria” que implica una estrategia cognitiva capaz de inaugurar un
nuevo tiempo. Lo que nos dice es que, para comenzar de nuevo, para el “nunca
más”, no hay que plantearse las cosas con esquemas anteriores, sino que hay que
crearles de nuevo. No podemos, por ejemplo, responder a la vieja pregunta “cur malum” con la tesis kantiana del
“mal radical”, sino con la nueva tesis de la “banalidad del mal”; no podemos ya
articular la construcción política sobre el todopoderoso concepto de progreso,
sino de la compasión; no podemos entender la verdad como una precisa y
científica actividad cognitiva, sino que tenemos que contar con un nuevo
ingrediente, que Adorno formula así: “dejar hablar al sufrimiento es la
condición de toda verdad”.
Pues
bien, lo que hay que decir ahora es que la memoria es conocimiento porque nos
permite conocer la parte más oscura de la historia, pero, además, es voluntad
de crear un nuevo tiempo. Podríamos decir que es una lectura moral del pasado
en vistas a crear las condiciones para que ese pasado no se repita. De poco
serviría en efecto, que hiciéramos justicia con el pasado, si todo siguiera
igual. Imaginemos que una sociedad lograra meter en la cárcel a todos los
culpables de la Guerra Civil, y que ahora supiéramos organizar mejor la
democracia ¿garantiza eso la superación de los viejos demonios familiares y la
división entre las dos Españas? Como la respuesta al deber de memoria está en
esa superación, es por lo que se impone un nuevo esfuerzo, una reflexión moral que
no se detiene en hacer justicia al pasado sino que invierte en crear un nuevo
tiempo.
Sorprende
constatar que esta reflexión moral ya ha sido planteada desde diferentes
supuestos y contextos. Es tan desconcertante y exigente el planteamiento en
cuestión, que conviene invocar la
autoridad intelectual de alguno de estos autores para que no lo califiquemos de
calentón momentáneo. El camino que proponen para lograr el objetivo ya señalado
de interrumpir el pasado y abrir el futuro, es el del perdón, y los autores a
los que me refiero, Hanna Arendt y Paul Ricoeur, entre otros. Dice Ricoeur: “el
perdón es el futuro de la memoria”; y, Arendt explica que el perdón es la más
audaz de las empresas humanas porque intenta lo que parece imposible, a saber,
alumbrar un nuevo comienzo allí donde todo parece haber concluido (la
irreparabilidad del daño).
Hablemos
pues del perdón. Es, dice Ricoeur, el futuro, es decir, el objetivo último de
la memoria (el nunca más). Eso quiere decir que la memoria de ese pasado no es
repetición sino interrupción. Por encima de la justicia y de la reparación o de la verdad (que pueden
estar al servicio de la repetición), está el perdón, que es punto y aparte.
Digo “por encima de” y no “a costa de”.
Conviene
deshacer un malentendido paralizante. El perdón tiene, evidentemente, una
connotación moral y religiosa, muy respetable, pero aquí se usa en sentido
lógico. Tiene que ver, dice Arendt, con el sentido de la acción, entendiendo
por acción el obrar humano creativo, el obrar libre. Pues bien, el mayor enemigo de la acción libre es el
encadenamiento… al pasado. Y eso ocurre cuando la acción que emprendemos es una
reacción a lo que hemos vivido o sentido o pensado. Quien así actúa, se parece,
dice Arendt, al aprendiz de brujo que carece de fórmulas mágicas para romper el
hechizo. Sus brebajes sólo conseguirán perpetuarle.
El
perdón rompe el hechizo, rompe la cadena acción-reacción, porque propone una
acción no como reacción o réplica a un tiempo pasado, sino como respuesta no al
pasado sino a lo que el pasado tiene de posibilidad. El perdón es diferente a
la justicia penal porque no busca una respuesta o reacción proporcionada y
reparadora respecto a la acción causante de la injusticia, sino que propone una
acción que tiene en cuenta el pasado, pero no el pasado que causó la acción
injusta, sino un pasado que dispone de posibilidades distintas a la acción que
causó el daño.
Tengamos
en cuenta que la reacción (ni siquiera la que es justicia) garantiza la no
repetición de la barbarie. ¿Cómo lo podríamos conseguir? Movilizando en el
sujeto criminal otras posibilidades de acción, distinta de la criminal. El
autor puede, además de hacer daño, como ha hecho, reconocer el error,
arrepentirse, comportarse humanitariamente. Pero para eso hay que reconocer en
el sujeto criminal lo que la tragedia griega (y Maurice Blanchot) llama un “excedente en humanidad”, una
“reserva en humanidad”, que sólo se activa si se le da una segunda oportunidad.
Entiéndase bien: no se trata de sobreseer el pasado, ni de impunidad alguna. La
memoria es, en primer lugar, justicia, y así debe ser. Pero también es algo
más, esto es, inauguración de un nuevo tiempo. Ese objetivo no se alcanza sólo
con justicia, de ahí la importancia del perdón.
Arendt
y Ricoeur hablan del perdón; otros, como Alejandro Ruiz-Huerta, el último
superviviente del crimen de Atocha, de compasión, yendo en el mismo sentido.
Ruiz-Huerta siente en este libro la necesidad de mandar un mensaje en una
botella en el que se recoja el sentido de su experiencia como víctima del
atentado. El libro se titula Violencia,
Memoria y Compasión. Hace memoria de la violencia que vivió no para
reconstruir los hechos, ni para reivindicar la ideología de aquel despacho
laboralista, ni tampoco para recordar la violencia política de la transición,
sino para que, fiel al sentido de la memoria, ese pasado no vuelva. Y no
encuentra mejor manera de hacerlo que convocando la virtud de la compasión, un
concepto polisémico, que él, sin embargo, entiende, al igual que Primo Levi,
como un hacerse cargo del otro necesitado. Lo singular del planteamiento de
Alejandro Ruiz-Huerta es que él no pide compasión para la víctima, sino que él,
víctima, proyecta la compasión sobre los demás, incluido el propio victimario:
“es imprescindible, dice, que la
compasión llegue a los victimarios” o “en mi quedó la voluntad de compasión, de
tratar todas las personas incluidos los asesinos de Atocha como personas, como
seres humanos que son”. Aquí hay que pararse pues no dice algo que forme parte
de la cultura moral ambiente que cuando habla de compasión se refiere a un
gesto de empatía con el que sufre. El autor se adentra por una senda poco
frecuentada donde, sin embargo, sí transita alguien como Emanuel Levinas, el
artífice de la ética de la alteridad. Convencido de que sólo haciéndonos cargo
del otro nos constituimos en sujetos morales, llega a decir: “en realidad soy
responsable del otro incluso cuando comete crímenes. Incluso cuando otros
hombres cometen crímenes. Eso es para mi lo esencial de la conciencia judía.
Pero creo también que es lo esencial de la conciencia humana: todos los hombres
son responsables unos de otros y yo más que todos los demás”.
No
podemos perder de vista la centralidad del “nunca más” en el concepto de
memoria. Y eso vale a la hora de institucionalizar la memoria de las víctimas,
ya sea mediante una ley de memoria histórica, la creación de un museo o el
levantamiento de un monumento. La memoria que sólo mire hacia atrás, aunque sea
con la mejor intención de hacer justicia, fallará en lo fundamental
Reyes
Mate (Revista Trépanos, enero-octubre
2025 (nr 20).
REFERENCIAS
BIBLIOGRÁFICAS
Sobre
el tema de la memoria remito, en primer lugar, a las Tesis sobre el concepto de
Historia, de Walter Benjmain que son comentadas en Reyes Mate, Medianoche en la historia (Trotta, 2006,
Madrid) y en Tratado de la injusticia,
pp. 169-190 (Anthropos, 2011,
Barcelona). Un ejemplo del recelo intelectual contra la memoria en Javier Cercas, El Impostor, sobre todo el segundo apartado de su Tercera Parte
(Randon House, 2014, Barcelona). La referencia a Umberto Eco se encuentra en El nombre de la Rosa (Debolsillo, 2003,
Barcelona). Una exposición detallada del “deber de memoria” puede encontrarse
en Reyes Mate, Memoria de Auschwitz (Trotta,
2003, Madrid), en Tratado de la
injusticia, pp. 190-202 (Anthropos, 2011, Barcelona) y en Antes de que decline el día, Francisco
José Martínez (Ed.), pp.82-88 (Anthropos, 22020, Barcelona).
En
torno al perdón puede verse “Le siècle et le pardon”. Entretien de Michel
Wieviorka con Jacques Derrida, en J. Derrida, Foi et savoir, (Seuil, 2000, Paris). Paul Ricoeur desarrolla su
idea sobre memoria y perdón en P. Ricoeur,
Lo justo (Caparrós, 1995 Barcelona). La de Hannah Arendt en De la historia a la acción (Barcelona,
1999, Paidós), y La condición humana (Barcelona,
1998, Paidós). El libro de Alejandro Ruiz-Huerta se titula Violencia, Memoria, Compasión (Utopía Libros, 2025, Córdoba).