12/10/25

De la memoria al perdón

1. En el invierno pasado se representó en el Teatro La Abadía, de Madrid, la obra “Los viejos tiempos” del Premio Nobel inglés Harold Pinter. Esta pieza ilustra bien la idea de que hay memorias que matan y envenenan. Tres amigos de juventud se juntan, veinte años después, para celebrar aquellos buenos tiempos. Sin saber cómo la memoria trae al presente unas vivencias llenas de resentimiento, odio y frustración. Lo que empezó como una celebración acabó como un funeral.

 También hay memorias que salvan: salvan del olvido, son modos de justicia y voluntad de hacer las cosas de otra manera.

 Con esto quiero decir que hay muchos tipos de memoria, por eso es tan difícil una conversación donde pesen los recuerdos. Mi modesta pretensión en este momento es poner un poco de orden y señalar bien el perfil de la memoria que salva.

 Empecemos reconociendo que la memoria se dice de muchas maneras. Para los historiadores, por ejemplo, la memoria es vivencia subjetiva, nada de fiar en cuanto a objetividad, por eso, en momentos históricos en los que haya que empezar de nuevo, “hay que echarla al olvido”. Esto  no lo dice Vox que ha hecho del olvido bandera de su batalla cultural, sino muchos de los intelectuales progresistas de El País (Javier Pradera, Santos Juliá, Álvarez Junco, Juan Luis Cebrián, Javier Cercas). Esta idea de que la memoria es un sentimiento, bueno para fabular pero no para conocer o para construir políticamente, viene de antiguo. Lo encontramos en Aristóteles que sitúa la memoria en un “sentido interno” (no en una facultad del alma) que sólo puede producir sentimientos y no conocimientos. Es verdad que la cosa cambia en la Edad Media.  En ese tiempo le memoria adquiere un poder normativo, es decir, el pasado se convierte en la norma del presente. Es lo que revela Umberto Eco en El Nombre de la Rosa. Los monjes mueren porque quieren conocer algo nuevo. Fray Jorge de Burgos, el bibliotecario que envenena a los monjes que quieren leer un libro nuevo de Aristóteles, se lo explica al sabueso monje irlandés que va tras sus huellas: “los monjes ya no se conformaban con la santa actividad de copiar. La custodia de libros digo, no la búsqueda, porque lo propio del saber, cosa divina, es el estar completo y fijado desde el comienzo en la perfección del verbo que se expresa a sí mismo. No hay progreso, no hay revolución de las épocas en las vicisitudes del saber, sino, a lo sumo, permanente y sublime recapitulación”. Y prosigue: “¿Cuál es el pecado de orgullo que puede tentar al monje estudioso? El de interpretar su trabajo, ya no como custodia, sino como búsqueda de alguna noticia que aún no haya sido dada a los hombres, como si la última no hubiese resonado ya en las palabras del último ángel que habla en el último libro de las escrituras…”. Como la humanidad ya sabe todo lo que necesita para salvarse, no hay lugar para la novedad. La cosa cambia con la Modernidad que despide a la memoria: si tenemos la razón ¿para qué la memoria? Como dice Hegel, “sólo importa el presente y no el pasado ni el futuro”.

 El giro copernicano se opera en el siglo XX, testigo de dos Guerras Mundiales. La Gran Guerra supuso tal terremoto que sumió a Europa en una sensación de vértigo. En poco tiempo el mundo cambió de arriba abajo: la guerra confirmó el fracaso de un proyecto ilustrado por el que las mentes más lúcidas habían luchado durante dos siglos. El mundo cambió pero no en el sentido esperado. Dicen que los soldados volvieron a sus casas desorientados porque todo, excepto las nubes, había cambiado. En ese contexto algunos pensadores hicieron valer el poder orientativo de la memoria. El sujeto no está a merced de los acontecimientos porque está habitado por informaciones y experiencias de otras generaciones que le permiten enfrentarse a la nueva realidad de una forma creativa.

Muchos de esos pensadores eran judíos, un dato de interés que tiene una explicación. Israel es el pueblo de la memoria, pero que tuvo que callárselo durante mucho tiempo porque, para que el judío pudiera ser aceptado y poder disfrutar, por ejemplo, de los derechos ciudadanos que tenía los cristianos, tenía que renunciar a ser judío o, en el mejor de los casos, serlo de puertas adentro. Es lo que se ha llamado la asimilación que resultó ser un gran fracaso porque ni los judíos podían dejar de serlo, aunque se esforzaran, ni los demás se lo creían. Por eso, cuando ocurre la catástrofe que supuso la  Primera Guerra Mundial, a la que me he referido, y la gente más lúcida y responsable se esfuerza en repensar un proyecto europeo emancipatorio, los intelectuales judíos deciden hacer caso a su propia tradición, con sus valores específicos, para buscar ahí munición para ese nuevo proyecto. Y uno de los valores más evidentes del judaísmo es la cultura de la memoria, por eso no extraña que la memoria acabe fecundando la psicología (Freud), la sociología (Halbwachs), la música (Mahler), la filosofía (Rosenzweig o Bergson), la historia (Benjamin) o la literatura (Kafka).

Para valorar su alcance conviene fijarse en el desarrollo que le presta Walter Benjamin. Este autor compara la memoria a unos potentes rayos ultravioletas con los que poder ver lo que escapa al ojo. Lo que quiere decir con esta imagen es que la memoria es conocimiento y no ya sólo sentimientos como decía Aristóteles. Esa es una gran novedad sobre todo si tenemos en cuenta qué es lo que conocemos gracias a la memoria, a saber, la parte oculta de la realidad o, dicho, en sus términos, los sufrimientos sobre los que está construida la historia real.

 Ahora bien, dar al sufrimiento este valor cognitivo es algo desconocido en Occidente que siempre ha tendido a invisibilizarle, a ignorarle. El filósofo Hegel, en su Filosofía de la historia, reconoce que la historia del ser humano es bastante deshumana pues es como si sólo supiera avanzar a base de golpes, sangre y guerras. Pero no hay que alarmarse, nos dice enseguida, “por esas florecillas horadas al borde del camino”, porque todo ese sufrimiento es el precio del progreso. A eso llamamos invisibilizar a las víctimas: se sabe que existen pero no se les da significación, por eso son insignificantes. Eso es lo que no puede aceptar este nuevo concepto de memoria.

 Eso es una gran novedad porque gracias a la memoria, que hace presente lo ausente, ya no podemos identificar facticidad con realidad, es decir no podemos reducir el conocimiento de la realidad con el conocimiento de los hechos porque los hechos son sólo la parte exitosa del pasado, lo que ha llegado a ser, pero también forma parte de la realidad lo que pudo ser y se frustró, o lo que todavía puede ser aunque no sea. La memoria recoge esos sueños no realizados para decirnos que la realidad no es sólo lo que ha tenido lugar sino lo que está pendiente, como esos granos que esperan pacientemente germinar un día. La memoria acaba con un ciclo histórico, que ha durado siglos, bien expresado por el filósofo italiano Giambattista Vico cuando identificaba realidad con facticidad (“verum et factum convertuntur”).

 Pero hay más: la memoria, además de conocimiento, es un deber. El deber de memoria es un concepto muy preciso, con fecha y lugar de aparición. Nace en 1945, cuando los deportados de los campos de exterminios son liberados por las fuerzas aliadas, y tiene lugar a la puerta de esos mismos campos.

 En ese preciso momento los supervivientes lanzan un mensaje, desde distintos lugares y sin previo acuerdo, que se resume en dos palabras: “nunca más”. Lo vivido no puede repetirse y, añaden, “para lograrlo el antídoto es la memoria”.

Por más que estas cuatro frases sean harto conocidas y se repitan ritualmente como un mantra, hay que reconocer que son sorprendentes. Sorprende, en efecto, que la primera reacción de quienes han sobrevivido a tanto sufrimiento no sea la venganza o, al menos, pedir justicia, sino apostar por su no repetición. Es como si la humanidad no pudiera permitirse ya una reedición de su infernal experiencia porque fenecería en el intento. Sorprende, en segundo lugar, que estos supervivientes confíen tanto en el poder de la memoria. La memoria, la frágil memoria, como antagonista de la barbarie, parece una propuesta desproporcionada y una apuesta perdedora. Pensemos que en ese momento hay muchos que comparten la idea de que ese crimen contra la humanidad no puede volver a repetirse. Lo piensan muchos intelectuales, políticos y militares. Pero como estas personas son gente seria proponen medios mucho más contundentes. Por ejemplo, las potencias vencedoras organizan el Juicio de Nurenberg para juzgar a los grandes dirigentes nazis. Luego idean una constitución democrática que imponen a los alemanes. A continuación se inventan el Plan Marshall, pensando que si mejoren las condiciones de vida de la población europea, alejan las tentaciones totalitarias, etc., etc. Estas son medidas proporcionadas para la no repetición. Y, sin embargo, para los supervivientes, la memoria era más importante. ¿Por qué? Porque habían captado algo que los demás sólo hemos entendido poco a poco y posteriormente. Habían captado que lo vivido formaba parte de un proyecto de olvido. Habían captado que los nazis no querían sólo acabar con los judíos. Querían algo más, por eso no debía quedar ni rastro del crimen: había que exterminar al pueblo judío y, al tiempo reducir sus restos a cenizas, para que no hubiera rastro físico que permitiera construir un recuerdo. Y tras el exterminio físico, la disolución metafísica. Sin memoria del pueblo judío, la humanidad acabaría olvidándose de la aportación cultural del pueblo judío a la humanidad.

 Este proyecto de olvido, que resultaba evidente a los deportados, fue, sin embargo, algo literalmente  impensable e imaginable. Nadie lo pensó por adelantado. Pero, aunque impensable e impensado, tuvo lugar. Y este hecho tiene una gran importancia epistémica pues obliga a pensar de otra manera. Simplificando un poco podríamos decir que no podemos fiarnos totalmente de la razón, de su capacidad cognitiva, pues es mucho lo que se le escapa. Más concretamente, si queremos que ese pasado de barbarie –que, repito, fue impensable pero ocurrió- no se repita, tenemos que partir a la hora de organizar el mundo (y, por tanto de conocer la realidad) de lo que ocurrió. El acontecimiento se convierte en principio del conocimiento, En eso, precisamente en eso, se substancia el concepto de “deber de memoria”, que no consiste fundamentalmente en acordarse de las víctimas sino en re-pensar todas las piezas de que consta la historia –la política, la ética, la estética, la religión, el derecho, la educación, etc., - partiendo de la barbarie.

 Hoy, ochenta años después de Auschwitz, tenemos que preguntarnos si hemos recordado, y, en caso de respuesta positiva, si hemos conjurado el peligro de repetición.

 La respuesta es inquietante porque, por un lado, tenemos que decir que sí, que hemos recordado, pero para añadir enseguida que no hemos conjurado el peligro porque los genocidios, por ejemplo, se han repetido. Habrá entonces que preguntarse si es por la mala calidad de la memoria o porque ésta no basta. Veamos.

 Lo primero que hay que decir es que hemos recordado. No ha sido fácil llegar hasta aquí pues todo invitaba al olvido. Había, por un lado, razones externas que pujaban en esa dirección. Me refiero a la Guerra Fría, declarada nada más acabar la Segunda Guerra Mundial pero enfrentando ahora a los que hasta ese momento habían sido aliados contra el fascismo. Nadie quería perder energías mirando hacia atrás. Todo el mundo pujaba por captar a alemanes cualificados, fueran o no culpables en el pasado. La memoria era un estorbo. Luego estaban las razones internas. "Lo que habían padecido los judíos no suscitaba interés", anotaba SimoneVeil, superviviente de Bergen-Belsen. Ocurrió en su casa. Todos deseaban oír los relatos heroicos del hermano que se había alistado en el ejército americano, pero no sus tristes lamentos de deportada. Cuenta que en aquellos años de la posguerra se celebró en Paris un congreso de historiadores  sobre la pasada guerra y no la dejaron participar, como testigo, porque no se valoraba científicamente el testimonio. La gente no quería oír a Primo Levi, demasiado triste; ni leer a Jean Améry, un amargado que hablaba desde el resentimiento; ni escuchar la poesía de Paul Celan, abrazada al sufrimiento. Sin olvidar a aquellos supervivientes, que tanto podían contar, pero que tuvieron que callar, como le pasó a Jorge Semprún, para seguir viviendo. Por eso digo que no ha sido fácil pero aquí estamos, recordando. Esa batalla al menos se ha ganado. Hoy podemos decir que no hay miedo a que olvidemos: ahí están las conmemoraciones, los museos, los campos, los libros, las tesis doctorales.

 Pero esta noticia que, por un lado, tranquiliza, desasosiega, por otro, pues, pese a la memoria, los genocidios no se han detenido, el antisemitismo sigue latente, la xenofobia se multiplica. No parece cierto que baste recordar Auschwitz para que la historia no se repita. Habría que dar la razón a quienes, como Hegel, decían que nada se aprende de la historia.

         2. Pero antes de dar ese paso, de tanta trascendencia hermenéutica, hay que preguntarse de qué memoria nos estamos nutriendo. Hay que preguntarse si la memoria que manejamos tiene algo que ver con la que convoca Auschwitz: ¿son de la misma especie o estamos ante un inmenso equívoco?

 Para responder adecuadamente hay que tener muy presente la singularidad del concepto “deber de memoria” que implica una estrategia cognitiva capaz de inaugurar un nuevo tiempo. Lo que nos dice es que, para comenzar de nuevo, para el “nunca más”, no hay que plantearse las cosas con esquemas anteriores, sino que hay que crearles de nuevo. No podemos, por ejemplo, responder a la vieja pregunta “cur malum” con la tesis kantiana del “mal radical”, sino con la nueva tesis de la “banalidad del mal”; no podemos ya articular la construcción política sobre el todopoderoso concepto de progreso, sino de la compasión; no podemos entender la verdad como una precisa y científica actividad cognitiva, sino que tenemos que contar con un nuevo ingrediente, que Adorno formula así: “dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”.

 Pues bien, lo que hay que decir ahora es que la memoria es conocimiento porque nos permite conocer la parte más oscura de la historia, pero, además, es voluntad de crear un nuevo tiempo. Podríamos decir que es una lectura moral del pasado en vistas a crear las condiciones para que ese pasado no se repita. De poco serviría en efecto, que hiciéramos justicia con el pasado, si todo siguiera igual. Imaginemos que una sociedad lograra meter en la cárcel a todos los culpables de la Guerra Civil, y que ahora supiéramos organizar mejor la democracia ¿garantiza eso la superación de los viejos demonios familiares y la división entre las dos Españas? Como la respuesta al deber de memoria está en esa superación, es por lo que se impone un nuevo esfuerzo, una reflexión moral que no se detiene en hacer justicia al pasado sino que invierte en crear un nuevo tiempo.

 Sorprende constatar que esta reflexión moral ya ha sido planteada desde diferentes supuestos y contextos. Es tan desconcertante y exigente el planteamiento en cuestión,  que conviene invocar la autoridad intelectual de alguno de estos autores para que no lo califiquemos de calentón momentáneo. El camino que proponen para lograr el objetivo ya señalado de interrumpir el pasado y abrir el futuro, es el del perdón, y los autores a los que me refiero, Hanna Arendt y Paul Ricoeur, entre otros. Dice Ricoeur: “el perdón es el futuro de la memoria”; y, Arendt explica que el perdón es la más audaz de las empresas humanas porque intenta lo que parece imposible, a saber, alumbrar un nuevo comienzo allí donde todo parece haber concluido (la irreparabilidad del daño).

 Hablemos pues del perdón. Es, dice Ricoeur, el futuro, es decir, el objetivo último de la memoria (el nunca más). Eso quiere decir que la memoria de ese pasado no es repetición sino interrupción. Por encima de la justicia y  de la reparación o de la verdad (que pueden estar al servicio de la repetición), está el perdón, que es punto y aparte. Digo “por encima de” y no “a costa de”.

 Conviene deshacer un malentendido paralizante. El perdón tiene, evidentemente, una connotación moral y religiosa, muy respetable, pero aquí se usa en sentido lógico. Tiene que ver, dice Arendt, con el sentido de la acción, entendiendo por acción el obrar humano creativo, el obrar libre. Pues bien,  el mayor enemigo de la acción libre es el encadenamiento… al pasado. Y eso ocurre cuando la acción que emprendemos es una reacción a lo que hemos vivido o sentido o pensado. Quien así actúa, se parece, dice Arendt, al aprendiz de brujo que carece de fórmulas mágicas para romper el hechizo. Sus brebajes sólo conseguirán perpetuarle.

 El perdón rompe el hechizo, rompe la cadena acción-reacción, porque propone una acción no como reacción o réplica a un tiempo pasado, sino como respuesta no al pasado sino a lo que el pasado tiene de posibilidad. El perdón es diferente a la justicia penal porque no busca una respuesta o reacción proporcionada y reparadora respecto a la acción causante de la injusticia, sino que propone una acción que tiene en cuenta el pasado, pero no el pasado que causó la acción injusta, sino un pasado que dispone de posibilidades distintas a la acción que causó el daño.

 Tengamos en cuenta que la reacción (ni siquiera la que es justicia) garantiza la no repetición de la barbarie. ¿Cómo lo podríamos conseguir? Movilizando en el sujeto criminal otras posibilidades de acción, distinta de la criminal. El autor puede, además de hacer daño, como ha hecho, reconocer el error, arrepentirse, comportarse humanitariamente. Pero para eso hay que reconocer en el sujeto criminal lo que la tragedia griega (y Maurice Blanchot)  llama un “excedente en humanidad”, una “reserva en humanidad”, que sólo se activa si se le da una segunda oportunidad. Entiéndase bien: no se trata de sobreseer el pasado, ni de impunidad alguna. La memoria es, en primer lugar, justicia, y así debe ser. Pero también es algo más, esto es, inauguración de un nuevo tiempo. Ese objetivo no se alcanza sólo con justicia, de ahí la importancia del perdón.

Arendt y Ricoeur hablan del perdón; otros, como Alejandro Ruiz-Huerta, el último superviviente del crimen de Atocha, de compasión, yendo en el mismo sentido. Ruiz-Huerta siente en este libro la necesidad de mandar un mensaje en una botella en el que se recoja el sentido de su experiencia como víctima del atentado. El libro se titula Violencia, Memoria y Compasión. Hace memoria de la violencia que vivió no para reconstruir los hechos, ni para reivindicar la ideología de aquel despacho laboralista, ni tampoco para recordar la violencia política de la transición, sino para que, fiel al sentido de la memoria, ese pasado no vuelva. Y no encuentra mejor manera de hacerlo que convocando la virtud de la compasión, un concepto polisémico, que él, sin embargo, entiende, al igual que Primo Levi, como un hacerse cargo del otro necesitado. Lo singular del planteamiento de Alejandro Ruiz-Huerta es que él no pide compasión para la víctima, sino que él, víctima, proyecta la compasión sobre los demás, incluido el propio victimario: “es imprescindible, dice,  que la compasión llegue a los victimarios” o “en mi quedó la voluntad de compasión, de tratar todas las personas incluidos los asesinos de Atocha como personas, como seres humanos que son”. Aquí hay que pararse pues no dice algo que forme parte de la cultura moral ambiente que cuando habla de compasión se refiere a un gesto de empatía con el que sufre. El autor se adentra por una senda poco frecuentada donde, sin embargo, sí transita alguien como Emanuel Levinas, el artífice de la ética de la alteridad. Convencido de que sólo haciéndonos cargo del otro nos constituimos en sujetos morales, llega a decir: “en realidad soy responsable del otro incluso cuando comete crímenes. Incluso cuando otros hombres cometen crímenes. Eso es para mi lo esencial de la conciencia judía. Pero creo también que es lo esencial de la conciencia humana: todos los hombres son responsables unos de otros y yo más que todos los demás”.

 No podemos perder de vista la centralidad del “nunca más” en el concepto de memoria. Y eso vale a la hora de institucionalizar la memoria de las víctimas, ya sea mediante una ley de memoria histórica, la creación de un museo o el levantamiento de un monumento. La memoria que sólo mire hacia atrás, aunque sea con la mejor intención de hacer justicia, fallará en lo fundamental

 Reyes Mate (Revista Trépanos, enero-octubre 2025 (nr 20).

 REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Sobre el tema de la memoria remito, en primer lugar, a las Tesis sobre el concepto de Historia, de Walter Benjmain que son comentadas en Reyes Mate, Medianoche en la historia (Trotta, 2006, Madrid) y en Tratado de la injusticia,  pp. 169-190 (Anthropos, 2011, Barcelona). Un ejemplo del recelo intelectual contra la memoria  en Javier Cercas, El Impostor, sobre todo el segundo apartado de su Tercera Parte (Randon House, 2014, Barcelona). La referencia a Umberto Eco se encuentra en El nombre de la Rosa (Debolsillo, 2003, Barcelona). Una exposición detallada del “deber de memoria” puede encontrarse en Reyes Mate, Memoria de Auschwitz (Trotta, 2003, Madrid), en Tratado de la injusticia, pp. 190-202 (Anthropos, 2011, Barcelona) y en Antes de que decline el día, Francisco José Martínez (Ed.), pp.82-88 (Anthropos, 22020, Barcelona).

En torno al perdón puede verse “Le siècle et le pardon”. Entretien de Michel Wieviorka con Jacques Derrida, en J. Derrida, Foi et savoir, (Seuil, 2000, Paris). Paul Ricoeur desarrolla su idea sobre memoria y perdón en P. Ricoeur, Lo justo (Caparrós, 1995 Barcelona). La de Hannah Arendt en De la historia a la acción (Barcelona, 1999, Paidós), y La condición humana (Barcelona, 1998, Paidós). El libro de Alejandro Ruiz-Huerta se titula Violencia, Memoria, Compasión (Utopía Libros, 2025, Córdoba).