Introducción
1. Hemos analizado el autoritarismo desde múltiples perspectivas: psicológicas, ontológicas, morales, políticas. Cabría otra, más trasversal, como la que representa el nacionalismo entendido como ese élan histórico que lleva a conformar la necesidad de pertenencia en figuras como la polis, el Estado, la nación o la patria que no sólo cuestionan el lugar del mismo (del miembro de la comunidad) sino también la del otro (del extranjero).
A Isaiah Berlin le llamó la atención el hecho de que, en la historia de las ideas modernas, nadie supiera prever la irrupción del nacionalismo. Se esperaban otras ideas y otros debates (que si conflictos entre las Luces y los mitos, que si la lucha entre clases, que si la guerra entre antiguos y modernos…) pero el que se impuso a partir del siglo XIX fue el nacionalismo. Otro tanto ocurrió tras la caída del muro de Berlín. El fin de la guerra fría, que dividió al mundo en dos bloques durante 75 años, debía dar origen a los planteamientos universalistas o globales. Ocurrió eso pero sólo con el dinero. Los pueblos, sin embargo, lo que cultivaron fue el nacionalismo. Algo parecido está ocurriendo hoy cuando la extrema derecha en el mundo está imponiendo la agenda política: el tema estrella, como se ve en el debate en torno a la migración, es la identidad colectiva.
Si este élan histórico que llamamos nacionalismo –que se expresa en figuras tan variadas como la polis, el Estado, la nación o la patria- ha sido tan persistente es porque no es coyuntural: tiene hondas raíces intelectuales y políticas. Lo que este libro pretende es analizar críticamente esos supuestos porque se detectan señales de que ese élan histórico está a punto de colapsar y se impone plantear una alternativa.
La idea que quisiera desarrollar es que, partiendo de la presunción de que ese “impulso” está en crisis y que ese modelo político está a punto de colapsar, se impone la pregunta de si caben alternativas. Confieso que no tengo ninguna fórmula alternativa, sólo pretendo hacer verosímil que la fórmula anterior no es ya respuesta a los problema de convivencia y que es razonable pensar en una posible alternativa.
Una consideración metodológica previa. Como el tema es inmenso y el tiempo escaso (por no hablar de la escasez de fuerzas y capacidad) propongo un atajo: exponer el tema con el método propio de esas Iluminaciones profanas de Benjamin, es decir, recurrir a fogonazos impresionistas que puedan iluminar la estancia sin que aparezcan claramente los detalles.
Iluminación Primera: el equívoco aristotélico
Este equívoco, que ha alimentado el nacionalismo durante más de dos milenios, se refiere a una conocida afirmación filosófica que Aristóteles coloca al principio de su Política y que dice así: “el hombre es por naturaleza un animal de la polis” de suerte que quien no forma parte de la polis es “menos que un hombre o más que él” pero no un hombre.
Llamo la atención sobre esta tesis porque lo que nos dice no es algo tan manoseado como que el ser humano es un ser político, sino más bien que quien no forme parte de la polis no es un ser humano. Aristóteles identifica humanidad con pertenencia.
Ese pertenencia ha tomado muchas formas –la de polis, la del imperio, la de la christianitas, la del Estado, la de nación, la de Patria, la de pueblo- y si ha perdurado es porque estamos convencidos de que sin polis el ser humano no podía, por supuesto, sobrevivir a las fieras, pero tampoco, lo que es mucho más serio, realizarse como ser humano.
Por pertenencia habría que entender compartir lengua, cultura, sangre y tierra. Quienes lo comparten conforman un pueblo y, gracias a él, pueden realizarse como seres humanos, pues a esos tales se les va reconocer unos derechos que sólo ellos, por pertenecer a ese pueblo, tienen.
Recordemos la Declaración de 1789, ese gran momento en el que se proclama desde el poder que todos los seres humanos nacen libres e iguales. Es una declaración realmente histórica porque dieciocho siglos antes un tal Pablo de Tarso había afirmado, en una Carta a los Gálatas, que ya no había diferencia entre amos y esclavos, pobres y ricos, pero la verdad es que pocos le hicieron caso. Ahora era diferente porque se ponía toda la fuerza del poder a favor del cumplimiento de esa declaración. Lo que pasa es que ese primer arreón quedó enseguida amortiguado por otro artículo en el que se precisaba que sólo serían libres e iguales los nacionales, es decir, los nacidos en ese territorio. Esos tales tendrán la condición de “citoyens”; el resto quedarían remitidos a sus propias fuerzas, es decir, serán sólo “hommes”.
Carl Schmitt ha captado bien esta relación entre “citoyens” y “hommes”, entre los nacionales y los extranjeros, como una relación entre “amigos y enemigos”. Los extranjeros no son enemigos porque hayan hecho alguna faena a los de casa, sino porque son de otro pueblo, no son de los nuestros. Los del pueblo están ligados por unos lazos vitales que les permite sobrevivir y realizarse. Son amigos de sangre, algo que no pueden ser los de otro pueblo que tienen su propio compromiso con su gente. Esta relación es tan decisiva que la convierte en la quintaesencia de la política. La política es el cultivo de la pertenencia, en el que pesa tanto lo que une ad intra como lo que excluye ad extra. Carl Schmitt no exagera cuando dice que la substancia de la vida en la polis, de la política, se resuelve en el fondo en un enfrentamiento entre los míos y los otros, entre los “amigos” y los “enemigos”, es decir, entre pertenencias.
El jurista filonazi da un paso en la clarificación de la política cuando, en el Nomos de la Tierra, coloca a la tierra como elemento básico de la pertenencia. La tierra es la madre del derecho, de la política y hasta de la justicia, es decir, lo que es humano y nos distingue de los animales. Por algo humanitas y humus (tierra) tienen la misma raíz.
Lo que hay tras esa identificación de la humanidad con la pertenencia a un territorio y a una sangre es una remisión de algo tan elevado como la política a algo tan material como el nacimiento o, como dice el Menéxeno de Platón, remisión de la polis a la physis; de la isonomía (igualdad ante la ley) a la isogonía (igualdad de nacimiento).
Esta remisión tiene su lado positivo. Aspasia de Mileto encandila a Sócrates, en el citado Diálogo, defendiendo “este sistema político nuestro basado en la igualdad de nacimiento”. Cualquier allí nacido puede llegar a lo más alto sin que importe la clase social porque entienden que la igualdad de nacimiento crea un marco social de igualdad que la política tiene que respetar. Quien quiera diferenciarse que sea en base a su virtud e ingenio pero no por privilegio de cuna. Eso está muy bien, pero que nadie se engañe. Los seres humanos son iguales si han nacido en Atenas. Si vienen de Esparta, serán extranjeros y se les tratarán como inmigrantes ilegales.
Yo llamo a este valor constituyente de la pertenencia a una polis nacionalismo. Nacionalistas no son solo los vascos o catalanes sino los españoles, franceses, alemanes que en un momento decidieron que la tierra que habitaban era suya y que juntos conformaban una comunidad, un pueblo, que se consideraba titular de ese lugar.
Iluminación Segunda: la theobiosis, momento fundante del ser español
Esta iluminación recibe su luz de Américo Castro. Si en el origen de las categorías políticas hay una referencia religiosa, en el caso español esa referencia tiene el nombre, dice Castro, de theobiosis, esto es, fusión de lo político con lo religioso. Más concretamente, lo que caracterizaría al ser español es el afirmarse idéntico con lo cristiano.
Esta identificación se produce en el seno de la experiencia histórica que supuso la Hispania musulmana. Como musulmán significa creyente, la Hispania musulmana era un espacio político vertebrado por la creencia musulmana.
De esto tomaron buena nota los pequeños reinos del norte que a duras penas podían sacudirse el poderío del coloso árabe. Débiles y divididos, sólo cambió su suerte cuando aprendieron del enemigo y elevaron lo que tenían en común, la creencia cristiana, a principio político. Como decía El Mio Cid “los moros llaman ¡Mahomat¡ e los cristianos Santi Yagüe”. El Apóstol era su Mahoma y Compostela su Meca. Hay que precisar que esa transposición del modelo islámico tuvo su toque original: en vez de seguir la línea averroísta, que unía estratégicamente dos realidades consideradas distintas (la religión y la política), se optó por la línea marcada en el siglo IV por el teólogo gallego Orosio, autor de un texto, Contra los herejes, en el que establecía la identificación entre el ser cristiano y ser romano, entre Jesús y Augusto. La diferencia entre Averroes y Orosio es fundamental: el primero planteaba una alianza entre diferentes; el segundo, los identificaba. Uno se substanciaba en teocracia, el otro en theobiosis. Estamos ante dos tipos de teologías políticas harto diferentes pues mientras que la teocracia, al no perder sus elementos conciencia de la diferencia, podrán separarse, cuando les convenga, la theobiosis desconocerá la diferencia entre sagrado y profano con lo que siempre tenderá a sacralizarlo todo. Europa fue averroísta; España, orosiana.
Para esa deriva española, el mito de Santiago Apóstol fue fundamental pues gracias a él se pudo nacionalizar el cristianismo. De acuerdo con toda esa leyenda, el Santiago gallego es visto como cofundador del cristianismo en España (como lo fuera Jesús en Palestina). Ese Santiago, hermano de Jesús y, por tanto, muy superior a Pedro, une su suerte a España (es quien la cristianiza y donde descansa) hasta el punto de convertirse en uno de los nuestros, de ahí que se considere la creencia que transmite, el cristianismo, como un producto autóctono. Gracias a ese mito se españoliza lo cristiano y se cristianiza lo político.
Esta operación tuvo dos consecuencias que nos han marcado. La primera, declarar extranjeros a judíos y moriscos. Extraños y enemigos, de ahí no sólo la expulsión de unos y otros, sino la necesidad de extirpar todo lo que en uno hubiera “ex illis”, que no era poco debido a la cantidad y calidad de los intercambios entre ellos a lo largo de muchos siglos. Esa voluntad de depuración de todo lo que no sea propio de la casta, dejará su huella en la negación de la diferencia y en la inveterada intolerancia. La otra consecuencia, menos visible pero no menos determinante, se refiere a la imposibilidad de reconocer un espacio profano. Para la theobiois todo es sagrado. Eso se pone particularmente de manifiesto incluso en el seno de una sociedad tan secularizada como la nuestra. Pese al aparente eclipse de la religión –nada que ver la sociedad española actual con la del nacionalcatolicismo de la dictadura- se sacraliza todo: la Estelada o la Ikurriña, el txistu o la sardana, el euskera o el catalán. No hay manera de tratar con el relativismo que se merecen los elementos identitarios.
Con resignación confesaba Américo Castro que la laicidad es impensable en España y que, si aparece, será producto de importación.
Hay que decir que estos equívocos originarios seguirán su camino. Hay un hilo que va de Aristóteles a Hegel conformando una comprensión del Estado que refuerza la idea que identifica el ser humano con la pertenencia a la polis. De ese carril no nos hemos salido. Y hay también un hilo que repite el modelo excluyente del ser español, implícito en la theobiosis, que una veces expulsa al judío o al morisco y otras al erasmista, al liberal, al rojo, al republicano y ahora al no independentista. La polarización viene de antiguo.
Esos hilos se mantienen pero se ven reforzados y alterados en el siglo XIX con el romanticismo, un factor determinante en el destino del nacionalismo que nos ocupa. No se explica el romanticismo, entre otras razones, sin la alarma que provoca la Ilustración con sus propuestas universalistas que ponían en peligro las identidades canónicas. Citemos al menos estas dos: por un lado, la idea kantiana de una federación de pueblos y, por otro, el proyecto napoleónico de crear una unión europea con ideas ilustradas pero a punto de pistola. La reacción fue un nacionalismo alemán, otro francés, otro español.
Iluminación Tercera: el nacionalismo alemán.
Hay en él un trasfondo filosófico de corte romántico. El romanticismo filosófico es una crítica a la Ilustración por haber descuidado dimensiones de la existencia como el sentimiento, la comunidad y la historia. El nacionalismo que de él se derivó era la respuesta pasional a un intento de pensar globalmente y de organizar la convivencia con modelos posnacionales (me refiero a la propuesta kantiana y a la napoleónica). El nacionalismo romántico es, desde el punto de vista político, un movimiento antirrevolucionario.
En cuanto a su contenido, el romanticismo hacía valer los componentes étnicos de la sociedad, a saber, la sangre, la tierra, la religión y la lengua, de ahí que la traducción política del romanticismo fuera el nacionalismo. Es el nacionalismo de los Herder, Fichte y, sobre todo del Segundo Reich.
Iluminación Cuarta: el nacionalismo francés (Renan).
La visión nacionalista de Renan merece una atención especial porque se presenta como réplica al alemán, étnico él. Renan plantea un nacionalismo ilustrado, basado, no en la sangre o la tierra, sino en la memoria común y la libertad (plebiscito). El proyecto fracasa por su inconsistencia teórica: la memoria se disuelve en olvido, y el plebiscito, en una operación del poder. Más que la memoria común, explica Renan, le importan los olvidos pactados. Por un lado, se disuelve de esta forma el poder de las experiencias comunes vividas, en favor de lo que ahora interese a los que ahora mandan, mientras que, por otro, lo del “plebiscito cotidiano” queda en manos del poder que es quien puede estimar cuándo y cómo convocarlo.
La prueba de que fracasó este intento ilustrado de nacionalismo es que se impuso en Francia el nacionalismo étnico alemán.
Iluminación Quinta: el nacionalismo español
Se alimenta de la versión latina del romanticismo que es el tradicionalismo, con características propias: si el romanticismo ponía el acento en el sentimiento (contra el racionalismo ilustrado) y en la comunidad (contra lo abstracto ilustrado), el lema del tradicionalismo era “no la contrarevolución sino lo contrario a la revolución”. Nada de revolución, ni conservadora, es decir, nada que altere el orden natural: prioridad, pues, del orden natural sobre el racional; del mundo dado o creado al por hacer o por producir; prioridad de la geografía sobre la historia. En una palabra de la religión sobre la política.
Quien encarna el tradicionalismo en España es el carlismo que no es tanto un pleito dinástico cuanto una concepción del mundo alternativo al que supuso la Revolución Francesa, de ahí su lema: Dios (no razón), Patria (no Europa) y Rey (tradición, no libertad).El carlismo intentó asaltar el Estado, con dos sangrientas guerras, que perdió. Tras la derrota se refugia en lo local: del lema “ Dios-Patria-Rey” pasa, sin solución de continuidad a “ Dios y Fueros”, animando o creando los nacionalismos vasco (Sabino Arana) o catalán (el obispo de Vic, Torras i Bages, el autor del emblema de Montserrat: “Catalunya serà cristiana o no serà”).
Estos nacionalismos son antirevolucionarios, antiliberales, antiilustrados y antidemocráticos (otra cosa son los Partidos nacionalistas que integran en su ideario otro tipo de tradiciones ya sean democristianas (el PNV) o socialistas (ERC), de ahí que se hable de sus “dos almas”).
Iluminación Sexta: la diáspora como alternativa
Esa
historia de la pertenencia ha colapsado tanto desde el punto de vista teórico
como práctico. Se detecta un colapso teórico en el hecho de que los problemas
siguen sin resolverse al tiempo que se proclama la perfección del modelo: ahí
está Hegel hablando del Estado como el no va más (“totalidad ética”), y Fukuyama viendo en ese mismo Estado el “fin de la historia”. No hay más que
pensar, pues el Estado ha fracasado en su objetivo fundamental: cohonestar
poder y subjetividad.
Colapso también práctico por dos razones: porque hubo Auschwitz y porque hay migración. Auschwitz cuestiona la viabilidad práctica del nacionalismo porque obliga a establecer una relación entre nacionalismo y nacionalsocialismo. Es verdad que los podemos distinguir conceptualmente, como distinguimos entre autoritarismo y totalitarismo, es decir, entre exclusión y exterminio, pero si ha habido un tipo de nacionalismo que ha desembocado en el nacionalsocialismo, hay que tenerlo en cuenta al hablar del nacionalismo. Esa forma extrema de exclusión que es el extermino es una posibilidad que ha sido activada, de ahí que la crítica al nacionalsocialismo alcance también al nacionalismo.
Pero hay algo más. No se trata sólo de valorar un fenómeno en función de sus posibilidades, sino de partir de lo acontecido para evitar la repetición de esa posibilidad. Es lo que llamamos “deber de memoria” o NIC, en virtud del cual tenemos la obligación metodológica de valorar o re-pensar el presente (el nacionalismo en este caso) desde el pasado (Auschwitz). Obliga, pues, a analizar cada expresión de la pertenencia bajo la perspectiva de la barbarie que ya provocó. No puede haber complacencia con el nacionalismo.
Y porque hay migración, un fenómeno que muchos consideran el mayor problema político de nuestro tiempo. Los datos son apabullantes: según el International Migration Report del 2015, se registraron 244 millones en ese año, cifra a la que habría que añadir la migración irregular y además la migración interna (sólo en China unos 300 millones). Lo que es alarmante es su evolución: en 40 años la cantidad de migrantes se ha triplicado, pasando de 77 millones en 1975 a 244 millones en el 2015. Las previsiones calculan un crecimiento exponencial.
Esto no se arregla con muros ni fronteras. Mientras la mayor parte de los recursos del mundo se concentren en unas pocas manos o lugares, la emigración será imparable. Los bárbaros están al pie del muro y hay que pensar una alternativa si resulta que ni los nacionalismos ni los Estados pueden blindarse ante tanta presión. Es una ilusión pensar que esto se arregla “regularizando” la emigración pues eso equivale a decir que los países ricos tomarán de los pobres la cantidad que necesiten, pero así no se responde a las causas de la demanda.
En esta sexta Iluminación proponemos la diáspora como alternativa a cualquier modalidad de pertenencia. Si nos preguntamos que por qué la diáspora y no el anarquismo, otra alternativa al Estado, es porque siempre la diáspora ha sido el envés de la pertenencia.
Al decir siempre, me refiero al tiempo inmemorial de los mitos: en el relato bíblico de Babel ya aparece esa figura alternativa. Narra, en efecto, ese momento en el que una humanidad desorientada tras el diluvio quiere concentrarse en una ciudad y construir una torre memorable. El proyecto de la torre fracasa porque el monolingüismo original cede el paso a una pluralidad de lenguas y no se entienden. Se suele interpretar este episodio de la Torre de Babel como el relato de un nuevo fracaso de la humanidad (el primero sería la expulsión del paraíso): cada vez que el hombre quiere asaltar los cielos, cae estrepitosamente como si Yahvé tuviera celos del ser humano.
Pero habría que hacer caso a Georg Steiner que la entiende de otra forma. Él prefiere hablar de una “bendita experiencia” porque ese relato visualiza el fracaso de la tiranía del lugar único (quería construir y concentrarse en una ciudad) y de la lengua única (todos hablaban la misma lengua). En lugar de esa doble tiranía (de la ciudad y de la lengua), aparecen la pluralidad de lenguas y la universalidad, es decir, la dispersión u ocupación pacífica de la tierra. Babel opondría al modelo de la ciudad cerrada, el mundo abierto y plural de la diáspora.
Es verdad que la humanidad no aprendió la lección. La mayoría prefirió vivir en ciudades cerradas (modelo de la pertenencia)y sólo una minoría asumió la diáspora como forma de existencia, pero la existencia de esa minoría diaspórica en el seno de modelos de pertenencia es de la mayor importancia para responder a la pregunta de si es posible una alternativa.
Esa minoría es la que encarna el judío. Pertenecía a la misma estirpe que el resto de habitantes de Babel. No es la sangre lo que le diferencia sino las decisiones que toma. Maurice Blanchot dice que el judío es un combinado de éxodo, que simboliza Abraham, y de estancia, que simboliza Jacob. Abraham, en efecto, es el que abandona su tierra y su parentela “a la tierra que yo te mostraré”. Para ser necesita irse. Sacrifica la tierra de origen por la prometida. Representa el éxodo. Jacob, por su parte, es el que se enfrenta con el desconocido pero para abrazarle:“no te soltaré hasta que me bendigas”. Gracias a ese gesto Jacob deviene Israel, un nombre que recuerda ese modo de estar en la diáspora. El judío sería pues es el resultado de esos dos momentos: exilio o éxodo y estancia con el otro con quien se diferencia pero para abrazarle. La diáspora no es puro nomadismo sino camino y estancia en tierra extraña.
Clave para ahondar en el contenido de la diáspora es la experiencia de esa minoría que encarna el judío en el seno de la mayoría que ha optado por la polis. La Sociología del Conocimiento ha convertido esa experiencia del sujeto de la diáspora en una categoría interpretativa del mayor interés. Georg Simmel se refiere a ella bajo el nombre de “forastero” y Karl Mannheim, de la “freischwebendeIntelligenz”, es decir, de un ser que se sabe marginal (asume la diáspora), pero que experimenta lo que significa no ser de ese lugar (experimenta la marginación). Estamos hablando pues de un ser que se sabe marginal pero que además experimenta la marginación. Ese “forastero” toma nota de los límites del modelo identitario (la polis) al tiempo que genera elementos alternativos. Se ve obligado a pensar, en efecto, cómo tendrían que ser las cosas para que un marginal como él no fuera marginado. Estas figuras a las que se refiere la Sociología del Conocimiento han generado un corpus doctrinal que es clave para la elaboración de la alternativa.
Me voy a fijar en dos de esas experiencias –las de Franz Rosenzweig y la de Simone Weil- que indican bien qué haya que entender por diáspora como alternativa a la pertenencia.
Franz
Rosenzweig pertenece a una generación que, bajo el peso de la asimilación,
siente que tiene que elegir entre ser judío o ser moderno (y, como la
modernidad es poscristiana, convertirse), pero no da el paso porque descubre
que la Modernidad en el momento en que se realiza (consuma) se destruye
(consume). En términos filosóficos descubre que el Weltgeist (germánico y cristiano) cristaliza en la figura del
Estado y que este supone le negación del sujeto humano. Ahí queda reflejada la
historia de la pertenencia, una historia de autoritarismo que acompaña la
historia política. Rosenzweig, que no renuncia a la Ilustración o emancipación
del ser humano, busca una alternativa a partir de su propia tradición judía.
El punto fuerte de su alternativa consiste en reconocer la importancia de los elementos identitarios (no está por el nomadismo, ni por el cosmopolitismo abstracto, al contrario, reconoce que “todo el mundo tiene su casa”), pero dándoles una significación simbólica: la tierra, la sangre, la lengua, etc., son importantes pero no en su materialidad sino en tanto en cuanto se autotrascienden, que diría Victor Frankl o, dicho en términos de Rosenzweig “porque todos somos más que la casa”.
Veamos en qué consiste la interpretación simbólica de la tierra. Para el judío la tierra no tiene el espesor que la da un Carl Schmitt, que la eleva a principio del derecho, de la justicia y de la política, sino que la remite a una tierra prometida. En esta tierra, que es su casa, está de paso, es extranjero, un “residente extranjero”. Dice literalmente: “al pueblo judío no le es dada la propiedad plena y entera sobre su patria, incluso aunque viva dentro de ella. El es un extranjero, un residente provisional en su propio país”.
Otro tanto cabría decir de la lengua. Rosenzweig está lejos de Heidegger (“la casa del ser”) y cerca del Derrida que reconoce que no hay lengua propia, ni natural, ni materna pues todas las lenguas son impuestas, es decir, que las hablamos porque han acallado a otras. Sólo accedemos a la lengua verdadera si escuchamos el silencio de las lenguas silenciadas. La consecuencia de esto es que las lenguas que hablamos no son sagradas. No vale la pena ni morir ni matar por ellas.
Lo mismo cabría decir de la sangre. Rosenzweig habla de una Blutgemeinschaft (comunidad de sangre) que no tiene connotaciones raciales ni étnicas. Es más bien una metáfora de la vida que fluye libremente por el ser humano y que trasciende fronteras tanto temporales como espaciales. Por frontera espacial entiende los Estados (la sangre es transnacional) y, por frontera temporal entiende el papel limitador de las leyes en la vida de los pueblos. Según él las leyes son expresiones de un momento pero que el Estado eterniza pues las convierte en normas válidas atemporalmente. La ley es un atentado a la vida de los pueblos.
Lo que en resume nos dice Franz Rosenzweig es que los elementos identitarios son inevitables pero no tienen por qué ser excluyentes. Cabe una interpretación incluyente y ésta es simbólica: la tierra es hospitalaria si en vez de ser el lugar en el que echamos raíces es la vía a la tierra de promisión; la lengua perderá su querencia al dominio si recuerda las lenguas silenciadas; la ley será una aliada de la vida si...
Simone Weil representa otro tipo de experiencia esclarecedora del carácter autoritario de la pertenencia. Durante la II Guerra Mundial, impedida de ir al frente, se dedica a pensar cómo organizar la convivencia en Francia de una forma nueva. El eje de su propuesta, que fue desoída, consistía en sustituir Los Derechos Humanos por Los Deberes Humanos. ¿Por qué? porque el concepto de “derecho” va ligado al poder y a la voluntad del Estado, es decir, a la posibilidad de sancionar su incumplimiento y a que el Estado los acepte. Los derechos humanos dependen demasiado de los Estados: de ellos depende que se sancione o no a quien no los cumple; más aún, de ellos depende quienes pueden acogerse a esos derechos y quienes no. Con un añadido más: la Carta de los Derechos Humanos es un acuerdo entre Estados que han dejado fuera muchos aspectos que podrían ser derechos pero que al no estar incluidos, su no respeto es irrelevante.
Ante esas debilidades Simone Weil propone otro enfoque: hablar de Deberes en vez de Derechos. El deber de cada uno para con los demás nacen de la necesidad del otro (y no de lo que digan los Estados). Y esa necesidad del otro se convierte en un deber mío por imperativo antropológico. Esa especie de solidaridad metafísica es lo que nos hace humanos. La patria consiste en la respuesta a las necesidades del otro, por eso, concluye Weil, que “los pobres son los mejores patriotas” porque tienen bien gravado en la cabeza el mapa de las necesidades.
Cuando se explica esta tesis se pone el acento en la autoridad de las necesidades del otro: lo que hace humano al hombre es la respuesta a la indigencia. Esa es la raíz del ser humano y no la ley o la pertenencia a una polis.
Podríamos seguir con María Zambrano, que no era judía pero sí exiliada, hablando del exilio como la verdadera patria porque esa experiencia le permitió descubrir la verdadera comunidad de pertenencia que no era la patria que dejaba atrás sino la comunidad de seres humanos que no tenía fronteras.
Podríamos avanzar un poco en esta búsqueda del contenido material de la diáspora, recuperando la tesis derridaniana de “la democracia por venir”. No sabemos bien cómo será al final, pero sabemos cómo llegar a ella: sustituyendo tierra y sangre (el nacimiento) por hospitalidad.
Tenemos pues que la alternativa a una política de la pertenencia es la hospitalidad.
Lo que distingue la hospitalidad de la residencia o pertenencia, es decir, la situación de quien llega como huésped y la de quien ya reside ahí, es la relación de apropiación con el lugar.
La propiedad privada es el título del residente. El es el titular: se siente de ese lugar y siente que ese lugar es suyo.
La apropiación o la propiedad privada ha sido piedra angular de la pertenencia y, al tiempo, piedra de tropiezo. Observamos en lo autores que queramos analizar la necesidad de negarla en el momento mismo de su afirmación. Aristóteles decía: “es preciso que la propiedad sea común, aunque sea en general privada” o “por supuesto que es mejor que los bienes sean privados, pero en su utilización que sean comunes”. Santo Tomás también distinguía entre el “dominium” o titularidad, que podía ser privado, y el “usum” que tenía que ser público.
Ahora bien, aunque se vea en el derecho de propiedad un atentado a un derecho más fundamental (“la tierra es de todos”), hay siempre una apuesta en su favor. El caso más clamoroso es el de Hanna Arendt que justifica la condena de Eichmann por la apropiación nazi del territorio, pero no cuestiona la figura del Estado, que es la expresión jurídica de esa apropiación, y plantea, por el contrario, un reforzamiento del Estado al reivindicar, como correctivo al papel abusivo que juega el Estado en los DDHH, “el derecho a tener derecho”, es decir, el derecho a tener un Estado propio y, por tanto, a no quedarse sin Estado.
Quizá la respuesta más consecuente al planteamiento de Simone Weil (sustituir Derechos por Deberes) y a la pregunta de Derrida (¿cómo sería una política sin el poder normativo del nacimiento, es decir, basada en la hospitalidad?, es la que ofrece Agamben en Altissima Povertà, un estudio sobre el franciscanismo que no parece que haya interesado mucho.
Este movimiento medieval llamó la atención y provocó gran conmoción no porque planteara el voto de pobreza es decir, la renuncia a tener algo propio, renuncia a la propiedad privada, sino porque renunciaba al “derecho a tener derecho” (renuncia al “jus utendi et jus facti”).
Eso resultaba una provocación al Papado porque el acceso a los bienes de la tierra es imposible al ser humano sin un título de propiedad: en eso se diferencia el ser humano del animal. El hombre no puede cultivar la tierra sin colonizarla. Por eso, consecuentemente, un teórico del franciscanismo, Bonagrazia de Bergamo, reivindica la condición animal “la del caballo que come su avena sin que tenga propiedad sobre el grano”, es decir, diríamos hoy, reivindica un tipo de humanismo que no se substancie en pertenencia.
Situar el problema de la pertenencia en la propiedad privada, abre una línea de reflexión que nos es conocida. Karl Marx, en efecto, situaba su ideal de “emancipación humana” en la crítica al modo de producción capitalista. El nacionalismo, en general, y el Estado, en particular, eran actores de la trama capitalista. Tan cierto como que el dinero no soporta las fronteras, es que el capitalismo necesita del Estado para garantizar sus beneficios, disciplinar la población o controlar la información. Pero lo que el Estado no puede es olvidar que para hacer lo mejor que puede hacer (una cierta redistribución de la riqueza), necesita financiación y ésta proviene de los beneficios que genera el sistema económico.
No se puede negar, pues, la importancia del sistema productivo en el análisis del Estado y, por tanto, del nacionalismo, pero el papel del Estado es algo más que mero figurante en el drama productivo. El Estado y el capitalismo tienen en común la centralidad de la apropiación, de la propiedad privada (el Estado se apropia de la tierra, el capitalismo, de los medios de producción, etc.). La diferencia entre ellos es que el Estado puede subsistir sin capitalismo pero no parece que el capitalismo subsista sin Estado. Si el capitalismo se nos presenta como insuperable o natural es por el amparo del Estado que resulta incuestionable. Nadie, en efecto, que identifique ser humano con pertenencia osará cuestionarle. De ahí resulta que la alternativa a la apropiación que cobija al Estado y al capitalismo vendrá de quien cuestione la pertenencia, es decir, de quien se plantee la convivencia desde la hospitalidad (la diáspora).
Renunciar al derecho, a la propiedad privada, al Estado que tantos bienes nos proporciona (al menos a una buena parte de la humanidad), da vértigo, por eso dice Agamben que el modelo apuntado en Altissima Povertà sólo puede ser tomado en consideración “cuando todas las demás formas de vida de Occidente se han agotado”. No sé si estamos ya en ese momento. En lo que sí ya estamos es en el convencimiento de que el humanismo no se agota en la pertenencia, mal que le pese a Aristóteles.
Reyes Mate (revista PENSAMIENTO, vol 81, nr 315 (2025), 613-627)