26/4/16

Albert Camus y Simone Weil o la pregunta por el sufrimiento de las víctimas

            Simone Weil, radical y contradictoria, no parecía estar llamada a brillar con luz propia en el firmamento intelectual del siglo XX. Pero un grande, Albert Camus, vio en ella un diamante en bruto, lo tuteló y, al publicarla en su prestigiosa colección, permitió que el mundo la conociera y llegara hasta nosotros.

            Era medianoche en aquella Europa sumida en una guerra total y desgarrada por distintos totalitarismos. Camus, ya entonces un prestigioso intelectual, denunciaba el nihilismo de su generación que, sin creer en nada, tuvo que hacer la guerra. Ese nihilismo, celebrado en clubes y salones, se expresaba negando la realidad, como hacía el arte abstracto; o difamando la claridad, como predicaba el surrealismo; o despreciando la armonía, como quería la música dodecafónica; o volviendo la espalda a la verdad como hacía la filosofía.

            Aunque había notables intentos por salir del abismo -Sartre con su existencialismo o el marxismo con sus revoluciones- para Camus la piedra de toque era la significación que cada cual diera al sufrimiento del inocente. En la reacción a ese hecho se jugaba el ser o no ser del hombre moderno, algo que a Marx o a Sartre no les quitaba el sueño. Para Camus, sin embargo, eso era capital porque sabía bien que lo que provocó la caída de Dios y el triunfo del hombre, fue la incapacidad de Dios ante el sufrimiento injusto. Lo que hizo la teología cobardemente fue endosar la responsabilidad al hombre. Pero, entonces ¿para qué Dios? Se indujo de esta manera la muerte de Dios, a cambio, eso sí, de que el hombre asumiera una responsabilidad absoluta ante el mal en el mundo. El tenía ahora que responder eficazmente del sufrimiento del inocente.

El monolingüismo del otro

            El monolingüismo del otro es el título de un librito de Jacques Derrida con el que responde a la pregunta de si su lengua es el francés. La pregunta, a primera vista ingenua, tiene, sin embargo, su miga ya que Derrida nace en Argelia y sus padres son judíos. Esto le lleva a decir que su lengua materna debería haber sido el hebreo si los padres no lo hubieran perdido, y su lengua natural, el árabe, de no ser porque al ser Argelia una colonia francesa, el árabe había sido degradado al nivel de lengua extranjera. Por supuesto que en su casa, como en la de cualquier otro ciudadano francés, se hablaba la lengua nacional, pero con un acento inconfundible que le colocaba automáticamente en la periferia de Francia. La conclusión a la que llega Derrida -y ese es el hilo conductor de su libro- es que “no tengo más que una lengua y esa no es la mía”. La lengua que habla, en efecto, tiene dos características. En primer lugar, es una lengua dada, que acoge al hablante y precisamente por eso no se la puede apropiar. Aunque la hable, no es suya. En segundo lugar, que habla francés porque las circunstancias han tachado el hebreo, su posible lengua materna, y el árabe, la lengua del lugar, es decir, la lengua natural. Así que el francés no es su lengua propia, porque le ha sido dada; tampoco su lengua materna, que debería haber sido el hebreo; ni siquiera su lengua natural ya que los lugareños hablan árabe. Habla francés, ciertamente, pero con un acento que le delata (“por eso, dice, mi costumbre de hablar bajito”, como disimulando). Monolingüista, sí, pero hablando una lengua prestada, de otro. Derrida entiende que su situación no es exclusiva de un pied noir judío, es decir, no se reduce a la situación excepcional de un colono judío. Si él pone tanto empeño e inteligencia en el análisis es porque la suya es en el fondo la situación de todo el que hable lengua oficial o cooficial.

18/4/16

La cal viva y las quemaduras políticas

            Uno de los momentos más reveladores del debate de investidura fue aquel en el que Pablo Iglesias espetó a Pedro Sánchez lo de "no haga caso a Felipe González que tiene las manos manchadas de cal viva". No digo que fuera ni el más brillante ni el más ejemplar, sino el más revelador del nivel político. Habida cuenta de la importancia que tiene en el panorama político español la confrontación entre lo viejo y lo nuevo, era inevitable que los recién llegados pusieran a los representantes de la política anterior ante sus responsabilidades políticas.

            Pedro Sánchez perdió la ocasión de aclarar las cosas y despejar el camino. A estas alturas de la historia es difícil negar a Felipe González un papel estelar en el desarrollo de la democracia. Su indiscutible prestigio internacional se debe al buen hacer político. Pero tan cierto como es eso es su responsabilidad en la existencia de los GAL. Los jueces no pudieron demostrar que estuviera "manchado de cal viva", es decir, que fuera culpable, pero sí que fue responsable político de los delitos cometidos por sus subordinados directos. En el largo historial del Partido Socialista hay grandes triunfos y también sombras. Pedro Sánchez debería reconocerlo así, añadiendo, además, que el PSOE ha pagado por ello. Si los electores le han colocado en la posición en la que se encuentra es como consecuencia de sus errores. Reconocerlo no significa ni traicionar a Felipe González ni mostrar debilidad ante el adversario. Es la forma más eficaz de decir que no transitará por los mismos parajes porque asume que aquello fue un grave error.

El lugar del intelectual

            La muerte de Umberto Eco ha puesto sobre la mesa el papel del intelectual. Esta venerable figura que tan bien representó en Francia Emile Zola cuando se enfrentó con su pluma, en el caso Dreyfus, a todos los prejuicios antisemitas franceses al grito de "Yo acuso", ha ido consumiéndose, devorada por otros voceros a los que se les oye más porque se adaptan mejor a los gustos del respetable. Eco ha sido una excepción. El profesor universitario se vistió de novelista y consiguió hacernos ver que el rey iba desnudo. En El nombre de la rosa, en efecto, desmonta el tabú más preciado por el ser humano del siglo XX, a saber, el progreso. Aquel bibliotecario, fray Jorge, que envenena a los monjes deseosos de leer un libro nuevo que ha llegado a la abadía, no es el representante de una cultura medieval periclitada que se prohibía a sí misma toda novedad "porque la humanidad ya sabe lo necesario para salvarse" y no necesitaba más, sino que nos representa a nosotros. Nuestro progreso, en efecto, es más de lo mismo; no aporta ninguna novedad por muchos inventos que incorporemos porque seguimos igual de pasivos que los monjes medievales.