1. En la vega de Sanaar la humanidad
dispersa tras el diluvio tomó la decisión de vivir juntos. Tenían que construir
una ciudad amurallada y, en el centro, una gran torre que les hiciera
memorables porque Babel, que así se llamaba el lugar, iba a servir de modelo de
convivencia por los siglos venideros. Aquello fracasó porque el monolingüismo
inicial se transformó en una pluralidad de lenguas que hacía imposible la
empresa.
Aquello
ha sido leído como un gran fracaso, la prueba de la incapacidad de ponerse de
acuerdo para acometer grandes obras. Lo cierto es que el abandono de la obra no
supuso renuncia al proyecto. El ser humano no ha cesado de construir ciudades
cerradas, convencido de que sólo en esos recintos amurallados es posible la
convivencia entre humanos. Tan sólo una minoría hizo una lectura positiva de
aquella historia. Entendió, al revés que los constructores, que el reconocimiento
de la diferencia y la diáspora proporcionaban las condiciones verdaderas para una
convivencia no tribal sino entre humanos.
Babel
ofrece a la humanidad dos modelos políticos perfectamente diferenciados: el de
la polis, basado en el monolingüismo
de la ciudad cerrada, por un lado, y el de la diáspora, fundado en la
pluralidad y la ocupación pacífica de la tierra, por otra. La Biblia empieza a
contar a partir de este momento la historia de la minoría diaspórica: la de
Abraham que para ser decidió irse; la de Jacob que defendió su diferencia
abrazándose al otro. Del hebreo Abraham y del israelita Jacob, dice Maurice
Blanchot, nació el judío, nombre propio de la minoría que renunció a la Torre
de Babel. Pero la mayoría siguió otro camino.