27/10/14

Víctimas y delincuentes

            El mes de agosto nos ha regalado la noticia de la aparición de Guido Carlotto, el nieto de la abuela argentina que se ha pasado la vida buscando al niño desaparecido. "Guido", nombre que le había dado la madre asesinada por la dictadura militar, era en realidad "Ignacio", como le llamaba la familia adoptiva.

            En el momento del encuentro contrastaba el rostro de la abuela, iluminado con la alegría de quien había logrado por fin ganar la batalla al olvido, con la de Ignacio-Guido, un hombre de 37 años, que había tenido hasta ese momento "una vida extraordinariamente feliz", según sus palabras, ignorando, eso sí, su destino.

            La sociedad argentina ha celebrado la aparición del niño desaparecido que hace en número 114. Quedan muchos más y seguirá la lucha, ahora con el refuerzo del nieto de Laura Carlotto.

            A los españoles les puede sorprender que la sociedad argentina viva pendiente de sus desaparecidos, cuando aquí son legión y sólo les acompaña la indiferencia de los contemporáneos. Pero se sorprendería todavía más si tomara nota de la valentía con la que se abordan los aspectos más turbios de todo ese pasado. No me refiero a lo que hicieron los militares y sus secuaces, que de eso ya se han encargado los tribunales, sino a lo que hicieron las víctimas. Y esto sí que es un asunto extremadamente delicado.

            Graciela Fernández Meijide, escritora y política que llegó a ser ministra, es también la madre de un joven, Pablo, desaparecido con 17 años. Su desaparición supuso un largo viaje en busca del hijo y también de la verdad. Quería saber dónde estaba Pablo: dónde estaba, es decir, qué pensaba y qué hacía cuando le secuestraron para no volver. El resultado de su investigación es un libro conmovedor titulado Eran humanos, no héroes. Lo que rodeaba a su hijo era un mundo violento y fanatizado, con ideas revolucionarias suicidas, con dirigentes políticos -y ella señala sobre todo a los Montoneros- irresponsables que mandaban a jóvenes al matadero mientras ellos se ponían a buen recaudo. La búsqueda de la verdad lleva a esta madre de una víctima a reconocer la responsabilidad de su hijo y sobre todo la de los dirigentes políticos que sacrificaban los derechos humanos y, por supuesto, la democracia, en el altar de violentos ensueños revolucionarios.

            No eran héroes. Es más: lo que del libro se deduce, aunque no lo diga la autora, es que muchos eran delincuentes. Víctimas y delincuentes ¿es eso posible?. A ello se refiere Héctor Ricardo Leis, un ex-montonero, autor de otro libro imprescindible, Un testamento de los años 70. Mataban no para hacer justicia sino para cubrir el cupo de terror que la organización les asignaba con el fin de conseguir objetivos políticos tan nimios como para llamar la atención de Perón. Confiesa que eran delincuentes porque atentaban no contra imaginarias dictaduras sino contra regímenes democráticos, legítimamente constituidos. Se confiesan delincuentes, pero ¿podían llegar a ser víctimas?

            Este es el gran debate pendiente si queremos no sólo castigar a los militares culpables de tantas violaciones de los derechos humanos y hacer justicia a las víctimas, sino algo más, que no contradice lo anterior, a saber, desterrar la violencia de la vida política.

            Y, efectivamente, un delincuente que coge las armas para hacer la justicia por su cuenta puede ser víctima si el poder establecido, en lugar de someterle a un juicio justo, lo hace desaparecer, como de hecho hizo. Entonces el delincuente se convierte en víctima porque es objeto de una violencia arbitraria e inmerecida ya que, sin juicio justo previo, no hay castigo que se justifique.

            Por eso es tan importante la verdad. Esas víctimas no eran héroes, ni mártires, sino jóvenes generosos profundamente equivocados. No son modelos a imitar como se empeñan en decir antiguos camaradas reciclados y hoy encaramados en las esferas de poder.

            Lo que de estos libros se deduce es que en asuntos de terrorismo hay que distinguir bien dos planos: el de la violencia que se aplica a las víctimas; y las ideas de las víctimas y de los victimarios. La gravedad de la acción victimal radica en el uso de la violencia terrorista; cuando se tortura o asesina o se le hace desaparecer a alguien, no se está defendiendo una idea sino cometiendo un crimen. Esto es lo definitivo. El hecho de la violencia deja en un segundo plano todo lo relativo a las motivaciones o ideas de unos y otros. Eso no significa que las ideas de unos y otros sean irrelevantes. Las ideas de los Montoneros o de las FARC o de ETA están cargadas de responsabilidad porque, por un lado, les llevaron al crimen y, por otro, desencadenaron  procesos violentos que les victimizaron a ellos mismos. No se trata de exonerar a los violentos sino de ampliar el campo de la responsabilidad política.

            Que una madre reconozca la errancia política del hijo desaparecido; que un antiguo  terrorista reconozca que era un asesino, son aportaciones fundamentales para sanear un tiempo donde hubo víctimas, victimarios y una inquietante zona gris que se proyecta hasta el presente.



Reyes Mate (El Norte de Castilla, 6 de septiembre 2014)