El mes de agosto nos ha regalado la
noticia de la aparición de Guido Carlotto, el nieto de la abuela argentina que
se ha pasado la vida buscando al niño desaparecido. "Guido", nombre
que le había dado la madre asesinada por la dictadura militar, era en realidad
"Ignacio", como le llamaba la familia adoptiva.
En el momento del encuentro
contrastaba el rostro de la abuela, iluminado con la alegría de quien había
logrado por fin ganar la batalla al olvido, con la de Ignacio-Guido, un hombre
de 37 años, que había tenido hasta ese momento "una vida extraordinariamente
feliz", según sus palabras, ignorando, eso sí, su destino.
La sociedad argentina ha celebrado
la aparición del niño desaparecido que hace en número 114. Quedan muchos más y
seguirá la lucha, ahora con el refuerzo del nieto de Laura Carlotto.
A los españoles les puede sorprender
que la sociedad argentina viva pendiente de sus desaparecidos, cuando aquí son
legión y sólo les acompaña la indiferencia de los contemporáneos. Pero se
sorprendería todavía más si tomara nota de la valentía con la que se abordan
los aspectos más turbios de todo ese pasado. No me refiero a lo que hicieron
los militares y sus secuaces, que de eso ya se han encargado los tribunales,
sino a lo que hicieron las víctimas. Y esto sí que es un asunto extremadamente
delicado.
Graciela Fernández Meijide,
escritora y política que llegó a ser ministra, es también la madre de un joven,
Pablo, desaparecido con 17 años. Su desaparición supuso un largo viaje en busca
del hijo y también de la verdad. Quería saber dónde estaba Pablo: dónde estaba,
es decir, qué pensaba y qué hacía cuando le secuestraron para no volver. El
resultado de su investigación es un libro conmovedor titulado Eran humanos, no héroes. Lo que rodeaba
a su hijo era un mundo violento y fanatizado, con ideas revolucionarias
suicidas, con dirigentes políticos -y ella señala sobre todo a los Montoneros-
irresponsables que mandaban a jóvenes al matadero mientras ellos se ponían a
buen recaudo. La búsqueda de la verdad lleva a esta madre de una víctima a
reconocer la responsabilidad de su hijo y sobre todo la de los dirigentes
políticos que sacrificaban los derechos humanos y, por supuesto, la democracia,
en el altar de violentos ensueños revolucionarios.
No eran héroes. Es más: lo que del
libro se deduce, aunque no lo diga la autora, es que muchos eran delincuentes.
Víctimas y delincuentes ¿es eso posible?. A ello se refiere Héctor Ricardo
Leis, un ex-montonero, autor de otro libro imprescindible, Un testamento de los años 70. Mataban no para hacer justicia sino
para cubrir el cupo de terror que la organización les asignaba con el fin de
conseguir objetivos políticos tan nimios como para llamar la atención de Perón.
Confiesa que eran delincuentes porque atentaban no contra imaginarias
dictaduras sino contra regímenes democráticos, legítimamente constituidos. Se
confiesan delincuentes, pero ¿podían llegar a ser víctimas?
Este es el gran debate pendiente si
queremos no sólo castigar a los militares culpables de tantas violaciones de
los derechos humanos y hacer justicia a las víctimas, sino algo más, que no
contradice lo anterior, a saber, desterrar la violencia de la vida política.
Y, efectivamente, un delincuente que
coge las armas para hacer la justicia por su cuenta puede ser víctima si el
poder establecido, en lugar de someterle a un juicio justo, lo hace
desaparecer, como de hecho hizo. Entonces el delincuente se convierte en
víctima porque es objeto de una violencia arbitraria e inmerecida ya que, sin
juicio justo previo, no hay castigo que se justifique.
Por eso es tan importante la verdad.
Esas víctimas no eran héroes, ni mártires, sino jóvenes generosos profundamente
equivocados. No son modelos a imitar como se empeñan en decir antiguos
camaradas reciclados y hoy encaramados en las esferas de poder.
Lo que de estos libros se deduce es
que en asuntos de terrorismo hay que distinguir bien dos planos: el de la
violencia que se aplica a las víctimas; y las ideas de las víctimas y de los
victimarios. La gravedad de la acción victimal radica en el uso de la violencia
terrorista; cuando se tortura o asesina o se le hace desaparecer a alguien, no
se está defendiendo una idea sino cometiendo un crimen. Esto es lo definitivo. El
hecho de la violencia deja en un segundo plano todo lo relativo a las
motivaciones o ideas de unos y otros. Eso no significa que las ideas de unos y
otros sean irrelevantes. Las ideas de los Montoneros o de las FARC o de ETA
están cargadas de responsabilidad porque, por un lado, les llevaron al crimen
y, por otro, desencadenaron procesos
violentos que les victimizaron a ellos mismos. No se trata de exonerar a los
violentos sino de ampliar el campo de la responsabilidad política.
Que una madre reconozca la errancia
política del hijo desaparecido; que un antiguo
terrorista reconozca que era un asesino, son aportaciones fundamentales para
sanear un tiempo donde hubo víctimas, victimarios y una inquietante zona gris
que se proyecta hasta el presente.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 6 de septiembre 2014)