1. Por los campo de Castilla abundan
en verano cursos estivales en torno al
tema de "las tres culturas". Ávila,
Segovia, Medina del Campo, Cuéllar, Olmedo o Arévalo son lugares en los que no
es difícil imaginarse una mezquita en lo que hoy es iglesia o un minarete tras
lo que hoy es una torre adosada a alguna ermita. El tono de las intervenciones
suele ser autocomplaciente porque nos sentimos herederos de un pasado de
tolerancia instaurado mucho antes de que los
Locke, Voltaire o Lessing sentaran las bases de la tolerancia moderna.
Lo que en esos casos solemos olvidar
es que de donde realmente venimos es de la negación de las tres culturas.
Nosotros no somos herederos de la convivencia sino de su negación. La España que ha llegado a
nosotros tuvo por cimiento la expulsión de los judíos y de los moriscos.
Existe en Ávila un lugar
privilegiado para admirar lo imponente de sus murallas. Lo llaman “Los Cuatro
Postes" y ahí llevan a los turistas
para hacer la mejor foto panorámica de la vieja ciudad. Si en lugar de mirar
hacia la muralla, nos fijamos en lo que tenemos delante, divisaremos hacia la
izquierda el Monasterio de la
Encarnación , un obligado lugar teresiano, construido sobre el
antiguo cementerio judío. Y, en frente, la Ermita de Ntra. Sra. de la Cabeza , antigua mezquita.
Si uno se acerca al templo observará con estupor que los graciosos arcos
ojivales, propios de la arquitectura musulmana, están serrados por abajo para
que parezcan ojivales pero al modo del gótico cristiano. Tras la expulsión de
los moriscos se quiso borrar sus huellas echando mano del serrucho.
Un hombre relativamente informado
del siglo XXI sabe que judíos y moriscos estuvieron por allí, al igual que los
cristianos. Lo sabemos por los rastros que dejaron en la arquitectura o en la
literatura, por ejemplo. No hay más que fijarse en la escritura de los conversos o reparar en el
lenguaje aljamiado de El Quijote o leer entre líneas la escritura de Santa Teresa o de San Juan.
Son restos de culturas presentes en ellos pero que, en su integridad, no forman
parte de nuestra identidad colectiva. Forman parte de nuestra identidad
española en cuanto asimilados, con todo lo que eso tiene de renuncia a la
propia cultura. Nos sentimos orgullosos del español que verbaliza la cultura
dominante, enriquecida por las culturas
vencidas a modo de botín. Por eso no echamos de menos lo excluido por esa
lengua: no lamentamos no hablar árabe y hebreo, que es lo que hemos perdido.
La valoración de lo ausente, es
decir, de lo excluido por la cultura dominante, depende de cómo valoremos lo
presente. Hay dos estrategias posibles: la que personifican Hegel, por un lado,
y Benjamin, por otro.
Hegel tiene del presente un sentido
muy contundente y excluyente. “Das Wesen”, dice, “ist das Gewesene”. Sólo hay
realidad en aquello que ha llegado a ser y no en lo que quedó en el camino. Lo
real es lo fáctico y no lo fantástico o lo que no pudo llegar a buen término.
Lo importante son los hechos. De eso sólo hay ciencia, decía Aristóteles. El
resto –lo excluído, por ejemplo- es algo accidental que no merece mayor
consideración. Si la cultura árabe o judía no forman parte de nuestra identidad
es porque no valían la pena.
A eso que fue y no consiguió
mantenerse (el hebreo o el árabe en España) no le alcanza la presencia. No
forman parte del presente. Son meras ausencias.
Otra, muy distinta, es la valoración de Walter
Benjamin. Este autor avisa a los historiadores formados en su escuela que
desconfíen de la contundencia de los hechos. Las apariencias, por muy fácticas,
que se manifiesten, engañan. Nos invita a distinguir entre facticidad y
realidad porque de la realidad forman parte los hechos y también los no-hechos;
los nombres y los sin-nombre; lo que ha llegado a ser y lo que quiso ser y
quedó frustrado en el intento.
2.Todo esto afecta a la memoria
porque si de la realidad forma parte lo
ausente del presente, la memoria tiene que ver con un pasado que tuvo lugar y
también con un pasado que pudo ser. Para hablar de un pasado fáctico la lente
de la memoria tiene que tener menor potencia que si lo que tiene que visionar
es ese pasado que sólo dejó tras de sí el vacío. Si hoy hablamos del pasado de
los vencidos es porque la memoria se ha dotado de una lente superior. Ha
habido, efectivamente, un desarrollo espectacular del concepto de memoria hasta
el punto de convertirse en un logos-con-tiempo que ha sustituido al
logos-a-temporal que ha dominado hasta ahora.
Hablemos pues de la memoria. Digamos
que su tipología es muy variada. De memoria, en efecto, habla la historia, la literatura,
el arte, la teología o el psicoanálisis. Ahora bien donde se ha producido el
gran cambio ha sido en la filosofía, por eso hay que relacionar el prestigio
actual de la memoria con sus nuevos contenidos y cometidos filosóficos.
Ese cambio, que es complejo, puede
expresarse brevemente diciendo que si la memoria de los antiguos y la de los
modernos era aposteriori, la nuestra
es apriori. Expliquemos esto.
En Platón la memoria es un aposteriori del conocimiento. Es lo que
nos dice en el diálogo El Menon donde podemos apreciar distintos intentos
explicativos(1): desde decir que el alma
inmortal lo sabe todo en su existencia mítica, hasta que donde está todo sabido
es en el lenguaje. En un caso y en otro el conocimiento humano es
re-conocimiento. El experimento con el esclavo es significativo. Sócrates
quiere demostrar su teoría de la memoria preguntando al esclavo. Mediante
sabias preguntas el indocumentado esclavo acabará haciéndose con lo que sabe el
lenguaje. Ese aprendizaje es para Sócrates anamnético.
Digo que en este caso la memoria es
un aposteriori del conocimiento
porque el conocimiento ya ha tenido lugar y lo que hace la memoria es
reconocerlo. Ese reconocimiento gracias a la memoria no es mera repetición de
lo ya sabido, sino que es una auténtica creación. Es el paso de un conocimiento
recibido ("doxa") a otro, razonado ("episteme"). Gracias a
la memoria lo conocido se hace presente como pregunta, como búsqueda. La
memoria es una huella que deja lo conocido para que sea ahondado y transformado
en un conocimiento fundado. La anamnesis es algo más que repetición de lo ya
sabido, pero empieza siendo una huella que deja en nosotros lo ya sabido.
Hoy, sin embargo, la memoria es un apriori.
¿Cómo explicarlo? Atendiendo a su
génesis. Digamos que esa memoria nace en Auschwitz. Aquello fue como un
laboratorio del mal en el que se pusieron en evidencia algunas leyes del
funcionamiento de la historia y del lenguaje que encontramos en otros muchos
conflictos. ¿Qué leyes son esas? Al menos estas dos. En primer lugar, la ley de
la doble muerte en el mismo crimen: muerte física y hermenéutica. El nazismo,
lo sabemos, reducía a polvo o ceniza los cuerpos de los judíos, para no dejar
huella, pero también se afanaba en no darlo importancia. Es el momento del
discurso invisibilizador. Los demás debían entender que esos judíos no valían
nada, estaban de más, eran superfluos. Había que quitar importancia,
significación, al crimen.
La
segunda ley es "el deber de memoria". La memoria filosófica es un
grito o, mejor, el gesto intelectual que sigue al grito. Ocurre, en efecto, que
cuando las víctimas son liberadas, gritan "nunca más". Lo que han
vivido no puede repetirse. Para evitarlo ellas tienen una propuesta que choca
con la opinión de todos, incluso de los Aliados que las liberan, a saber, el deber
de memoria. No el plan Marshall, o la constitución democrática para Alemania o
más progreso, sino memoria, el deber de recordar. ¿Por qué esa insistencia que
roza el empecinamiento? Pues porque han vivido algo inimaginable, impensable. Y
lo impensable ocurrió. Cuando lo impensable ocurre se convierte en lo que da
que pensar.
Entonces,
si queremos evitar la repetición de la barbarie no hay que fiarse de los
sabios, ni de los políticos, ni de los economistas. Hay que fiarse de lo que
ellos han pasado. Hay que tener siempre presente lo ocurrido.
En
este caso la memoria es un apriori
porque el punto de partida del nuevo conocimiento no es el razonamiento sino el acontecimiento. Ese es
el que da que pensar. Podemos incluso decir que el razonamiento que se postula
lógicamente como el generador del conocimiento genera un conocimiento que es
causa de la catástrofe y no su superación. Hay que desconfiar un punto del
orgullo ilustrado que todo lo fiaba a la razón. Como dirá Goya “el sueño de la
razón produce monstruos”.
El
Nuevo Imperativo Categórico -que es la formulación que da Adorno del deber de
memoria, sin que le falte un punto de ironía- es un ambicioso proyecto
cognitivo que propone re-pensar el concepto de verdad, de política, de ética y
de estética a la luz de la barbarie.
Tenemos
entonces que el deber de memoria no sólo tiene una dimensión temporal sino
también hermenéutica, es decir, no sólo
se refiere al rescate de un tiempo pasado sino también a lo ocultado o
invisibilizado por el presente. La tarea de la memoria no es sólo histórica
(traer el pasado al presente) sino también interpretativa, esto es, tiene que
preguntarse por el sentido moral y político que ese pasado tiene para el
presente.
2. Como nuestro objetivo no es ni la
fenomenología, ni la historia de la memoria, sino reflexionar sobre el papel de
la memoria en las construcción de las identidades colectivas, lo que procede es
preguntarnos cómo interviene la racionalidad anamnética en esa construcción.
Si gracias a esa racionalidad,
podemos y debemos tener en cuenta lo excluido por la historia dominante, lo
primero que hay que hacer es relativizar lo que ha llegado a ser. De momento
sabemos que la historia pudo ser de otro modo y, quizá, debió serlo.
Esa memoria obliga a replantearse la
construcción de identidades colectivas "sin exclusiones".
Por lo que respecta a la identidad
española invita a preguntarse dónde situar ese momento (histórico y teórico) en
el que la convivencia de las diferencias es sustituida por la uniformidad
excluyente. El momento histórico es el de las expulsiones de judíos y moriscos.
El momento teórico hay que buscarlo al interior del monoteísmo. Me remito al Nathan el Sabio de Lessing. Saladino,
uno de los personajes del célebre drama lessinguiano, reconoce que la causa de
la guerra es la pretensión teológica de cada religión monoteísta de tener la
verdad en exclusiva. Eso lleva a la guerra entre las tres religiones y a la
exclusión del otro en cada estado confesional(2). Américo Castro abunda en la misma idea cuando
decía, dirigiéndose a los jóvenes de hoy, que “las expulsiones y separatismos
españoles -reprimidos o atajados por la fuerza- derivan de circunstancias
históricas muy lejanas” que tienen que ver con el pasado aquí evocado(3). No
hemos sabido sacudirnos un pasado de creencias múltiples, sí, pero cada una
absoluta. Si Yavé, Dios o Alá pretendieron tener la verdad en exclusiva, los
españoles encontramos la paz expulsando a Yavé y Alá. Es la paz de los
cementerios. Solucionamos los conflictos de convivencia con expulsiones o
separatismos. Así ha sido y a la vista de la ligereza con la que tantos
políticos e intelectuales catalanes están planteando el futuro, cabe deducir
que la maldición continúa.
3. Tenemos pues que sólo en el caso
de Benjamin, pero no en el de Hegel, el pasado ausente dispone de un capital semántico capaz de
alterar el presente y, por tanto, crear futuro.
Habría que preguntarse en qué
consiste esa aportación o, al menos, cómo funciona. Lo voy a hacer recurriendo
al pensamiento de Helmut Dubiel y
poniéndolo en contraste con las ideas de un escritor catalán, llamado Joan
Barril, que no es un genio pero que expresa a muchos y nos sirve de contraste.
Helmut Dubiel sostiene la tesis de
que “aumentan los signos de trasformación de una forma
de legitimación estatal, en clave positiva
tradicional, hacia una forma de legitimación democrática que integra la memoria
del duelo por la injusticia colectiva perpetrada en el contexto de la propia
historia”(4).
Esto
me parece clave. Estamos pasando de una forma de legitimación colectiva, basada
en la tradición, - en el patriotismo, en el orgullo por pertenecer a una
historia que ha conquistado grandes metas- a otra, mucho más democrática, que
integra la memoria de los sufrimientos causados para lograr esas metas. El
autor pone ejemplos: EEUU asume la culpa por la esclavitud y el racismo; el
gobierno australiano hacía lo mismo en relación al exterminio masivo de
aborígenes; el gobierno holandés, por la injusticia en el saqueo colonial de
Indonesia; el gobierno francés reconocía su culpa por la colaboración del régimen de Vichy(5); Noruega, por la
colaboración de su gobierno con los nazis. También habla de la culpa reconocida
por las “jóvenes” democracias de América Latina respecto a su pasado
dictatorial…
Estamos
pues ante una nueva cultura de legitimación “postotalitaria” que incorpora la
memoria de injusticias pasadas como momento fundamental de esa nueva identidad.
El autor da un paso más y fija el
nacimiento de esa nueva conciencia en 1989, con la caída del muro. Hasta ese
momento la legitimación de las democracias liberales se definía en contraste
con el totalitarismo del Este. Cuando cae el muro, ese juego ya no vale. En ese
momento comienza una reflexión colectiva sobre la propia responsabilidad en el proceso conformador de la identidad
nacional. Es lo que ocurre en Alemania que pasa a ser modelo o avanzadilla de
una nueva identidad nacional (Historikerstreit).
Propia de esa es el “rechazo gradual de un nuevo patrón de una demostración
triunfalista de la propia historia nacional” (Dubiel, 1999, 12). Esa historia,
así leída, deja de ser el modelo que haya que repetir. Al contrario, hay que
evitarlo al reconocer a esa historia como una lastrada por la injusticia. Eso
explicaría El Debate de los historiadores,
pero también las nuevas lecturas de la Revolución Francesa o de la “conquista” del nuevo mundo, dice el
autor.
Entenderemos mejor lo que se ventila en el planteamiento
de Helmut Dubiel si lo contrastamos con la posición de Joan Barril que no habla de geopolítica sino del
soberanismo catalán(6). Dice Barril que hay un abuso de la memoria y habría que
darle una fecha de caducidad porque "la memoria es ponzoñosa y letal
cuando se remonta a demasiados siglos". El "holocausto bosnio"
(habla así) se ha alimentado en la memoria de la lejana derrota serbia en Kosovo
en 1389. Es peligroso alimentar el nacionalismo catalán con una derrota de hace
300 años. Barril está "por la legítima manifestación por el derecho a
decidir", incluso por el soberanismo, pero entiende que no hay que fundarle
en mitos del pasado, en la memoria, sino en "una mayor eficacia futura de
un Estado moderno"..."la épica es enemiga de la eficiencia"... o
como decía Enric Hernández, director del mismo periódico, “ esto no es cuestión de patrias sino de
bienestar”.
Hay
que dejar fuera de juego a la memoria
porque eso nos haría "herederos vengativos de todas las desgracias
pasadas" y es que "la memoria es una pulsión doméstica e individual ...
enemiga de la racionalidad". Resume
así su tesis de fondo: "la independencia es más excitante por el reto
de la eficiencia que por el elogio de la decadencia"(7).
Joan
Barril -y los que como él piensan- denigra la memoria, pero ¿de qué memoria
estamos hablando, mejor dicho, de qué memoria está hablando él? Habla, en
primer lugar, de una memoria improductiva, nada creadora, que nos fija al
pasado y se substancia en venganza. Esa memoria existe, pero esa no es la
memoria de la que habla Dubiel o Benjamin o a la que se refiere “el deber de memoria”. Conviene
aclarar esto.
Tengamos
presente que la memoria es de lo ausente, del pasado ausente en nuestro presente,
del pasado negado por nuestro presente. Recordemos que hay dos tipos de pasado:
uno que está presente (el de los vencedores) y otro, ausente. Ese pasado
ausente es del “autrui” que puede referirse a nosotros (a lo otro de lo nuestro;
a algún aspecto extraño que alguno de los nuestros han tenido que dejar fuera
para ser como nosotros: por ejemplo, lo judío de Santa Teresa; lo morisco de
San Juan; las tradiciones castellanas del vasco asimilado que viene de Zamora)
o a los otros (los judíos-judíos, la otra España, el no vasco).
Pues
bien, la memoria productiva es la ausente, la del “autrui”, la del sufrimiento
del otro. Esa es la que nos interpela, la que cuestiona nuestro absoluto, la
que nos permite crecer porque señala algo de lo que carecemos. El sufrimiento
del otro o de lo otro no concita odio ni invita a la venganza, sino a la
compasión y a la justicia. Es lo que se desprende del abrazo entre Rabin y
Arafat, conjurándose para “recordar el sufrimiento del otro”.
Si
el criterio de independización es el bienestar y no la memoria, entonces nos
adentramos por un camino que lleva a la catástrofe porque los pueblos o
comarcas ricas querrán independizarse de las pobres...los barrios altos de los
bajos...unas clases de otras... Ese es un camino insensato.
La
independencia tiene un componente identitario y si se le niega, se niega el
proceso. El problema es el alcance que hay que darle. Cataluña plantea un
proceso soberanista en el seno de una Europa postsoberana i.e. que se tiene que
construir renunciando a la soberanía nacional. Eso contradice el principio
eficacia que mueve a tesis como las de Joan Barril. Pero más allá de eso, el
soberanismo es una anacronía improductiva y moralmente inaceptable porque el “deber de
memoria” nos obliga a la creación de una Europa Unida. Puede sonar raro
relacionar el actual debate catalán con Auschwitz. Pero esa relación existe
gracias al deber de memoria que obliga a revisar los nacionalismos y plantea la
necesidad de una Europa unida. Como decía Jorge Semprún “Europa nació en los
campos”.
5. Acabo
con una reflexión que tomo de Hanna Arendt.
Aunque fue muy crítica con las formas del proceso del
dirigente nazi, Eichmann, en la ciudad de Jerusalem, no se privó en la última
página del libro de pedir que le mandaran a la horca. Eichmann y los suyos
fueron reos de lesa humanidad porque llegaron a pensar que podían escoger con
quien cohabitar la tierra. Hanna Arendt acusa a Eichmann de crimen de lesa
humanidad porque -y son estas las últimas palabras de su libro-
"habéis sostenido y ejecutado una
política que consistía en negar la participación de la tierra al pueblo judío,
así como a otros pueblos de otras naciones, como si Vd. y sus superiores tuvieran
el derecho a decidir quién puede o no puede habitar este planeta. Lo que por mi
parte yo pienso es que nadie, ningún ser humano, tiene el menor interés en
cohabitarla con Vd. Y es por esta razón, y sólo por esta razón, que Vd. debe
ser ahorcado".
Así acaba el
polémico libro Eichmann en Jeruslem,
Entiéndase bien: uno puede ir a vivir donde le plazca y puede escoger al lado
de quien quieren vivir. Lo que no puede es decidir quien tiene que estar a su
lado; no puede decidir quien puede o no puede vivir al lado suyo; uno no puede
atentar contra la libertad de los demás a vivir donde quieran y con quien
quieran.
Lo que llama la atención es que
Arendt de tanta importancia a este asunto, a saber, con quien convivir, hasta
el punto de que vea en esa decisión la substancia del crimen contra la
humanidad que perpetró este Eichmann, del que nadie cita por su nombre propio
(Otto Adolf). Lo grave de la cámara de gas es la negación del derecho a escoger
un lugar en el espacio para vivir.
Nadie puede decidir quién puede
estar a su lado porque aquellos con quienes cohabitamos la tierra nos vienen
dados antes de toda opción. El gran crimen de Eichmann y los suyos fue
pensar que podían escoger con quien
cohabitar la tierra. No comprendieron
que la heterogeneidad de la población humana es una condición
irreversible de la vida política y social misma. Es la condición de posibilidad de la vida
política, por eso es inviolable. La solemnidad y severidad de su juicio se
entiende si tenemos en cuenta sus consecuencias: si esgrimimos el derecho a
decidir quién sea nuestro vecino, podemos volverle la espalda, podemos
expulsarle o quitarle de en medio si no
nos gusta y podemos hacerlo.
Este apunte tan extremo nos interesa
hoy porque Arendt y las más lúcidas mentes de la postguerra entendían que esta lección había que recordarla después
porque ese pasado en el que alguien decidió con quien podía convivir, inaugura
un tiempo postnacional.
No podemos plantearnos el tema de
los nacionalismos sin tener en cuenta sus brutales resultados en el siglo XX y
la violencia sobre la que se han construido. Lo que se nos está diciendo es que
las generaciones siguientes, nosotros, no podemos plantearnos el tema de la
cuestión nacional sin tener en cuenta la experiencia de la barbarie. Esto
explica que haya un vínculo que une Auschwitz con esta Catalunya que hoy habla
de soberanismo. Esto nada tiene que ver con el insulto, frecuente por cierto,
que tacha a los nacionalistas de nazis. Eso, además de una injusticia, es una
frivolidad. El punto de conexión entre independencia y barbarie es otro y
consiste en reconocer que, en virtud del deber de memoria, vivimos tiempos
posnacionales. No podemos plantear el tema del soberanismo como si la barbarie
nazi no hubiera ocurrido. La única manera consecuente de plantear el problema
de la identidad colectiva es haciéndonos cargo de lo excluido por ese proceso.
Sólo así conseguiremos que la identidad resultante no sea de nuevo excluyente.
Reyes
Mate (Conferencia pronunciada en el V Simposio Internacional "Memoria y
Narración. Influencias nacionales y contextos locales", organizado por la
línea de investigación del IF del CSIC "Jusmanacu", Madrid , 12 de noviembre 2013).
Notas
(1)
Sigo aquí a Lledó E., 1984, La memoria del logos, Taurus, Madrid, 197-201.
(2)
Lessing funda la convivencia o tolerancia de las tres religiones en una
operación que consiste en afirmar que antes que diferentes somos iguales
(compartimos una humanidad común) y también en desactivar el poder excluyente
de la religión monoteísta al defender la tesis ilustrada de que el hombre puede
buscar la verdad pero no poseerla. Si los Reyes Católicos o Felipe III hubieran
tomado de esta tolerante medicina, no hubieran expulsado al judío y al morisco.
Lessing estaría así en las antípodas de Isabel y Fernando. Pero tienen algo en
común: ponen el acento en lo igual como si no soportaran lo diferente. Lo
igual, es decir, lo que iguala a los españoles es el cristianismo y, para
Lessing, una especie de naturaleza compartida previa o allende todas las
diferencias. Es sintomático que para que esas diferencias no pesen demasiado,
frente a la igualdad natural, quedan reducidas al nivel de diferencias “en el
comer y vestir”…
(3)
A. Castro y G. Bataillon, 2012, Epistolario,
Edición de Simona Munari, Introducción de Fco J. Martín, Biblioteca Nueva, 393.
(4)
Helmut Dubiel “La culpa política” en Revista Internacional de Filosofía política,
nr 14, diciembre de 1999, 11.
(5)
Françoise Vergès amplia el campo de responsabilidades a la esclavitud; cf.
Vergès, F., 2010, La memoria encadenada. Cuestiones sobre la esclavitud,
Anthropos, Barcelona.
(6)
Joan Barril, "El lugar en donde mueren las estatuas",
en El Periódico de Catalunya, 23 de
septiembre del 2013.
(7)
Barril ha vuelto sobre el tema en otro artículo, "¿Truco o trato?",
publicado por El Periódico de Catalunya,
el día 4 de noviembre del 2013. Ahí dice que "el abuso referencial de la
memoria histórica siempre acaba desembocando en la venganza cuando no en el
odio, en vez de avanzar por el camino del perdón y de la objetividad". El
perdón, la objetividad y la eficacia sería cosa de la razón y de la ciencia
histórica. Y es que "del recuerdo sólo brota el lamento. Del futuro brota
el entusiasmo, que no es garantía de un país mejor, pero que alimenta el nuevo
mito de la tierra prometida". La verdad es que en ningún sitio está
escrito que la ciencia se interese por el perdón y sobre la relación entre
historia y objetividad, habría mucho que decir. La idea de que un soberanismo
motivado por la eficacia pueda ser el motor de una tierra prometida, es un mito
tanto más peligroso cuanto que el autor manda al limbo de lo fantástico la idea
de que una Catalunya independiente tendría que salir de la Unión Europea, algo
que los dirigentes de la UE han recordado por activa y pasiva porque es lo que
procede conforme a derecho. Mandar el derecho al limbo de lo fantástico es un
mal comienzo racional que no sólo afecta al autor del artículo sino a cuantos
representa.