18/3/15

Dar ejemplo y algo más

            Desde que el Rey pidiera en su mensaje navideño "rigor, seriedad y ejemplaridad ente quienes representan las instituciones", se ha repetido por cabañas y palacios el deber de dar ejemplo. Parece algo tan obvio que habría que preguntarse por qué suena tan nuevo. Lo que ha pasado en los últimos decenios es que al político se le medía por sus éxitos o, al menos, por su eficacia, sin preocuparse mucho de cómo vivía o cómo lo hacía.  Los políticos españoles seguían la senda del francés Bernard Mandeville, el autor de un libro cuyo subtitulo era ya una declaración de principios: "Los vicios privados hacen la prosperidad pública".

            No parece, sin embargo, que los vicios privados y el saltarse a la torera la normas públicas hayan contribuido a la prosperidad general a juzgar por la crisis que padecemos. Lo que sí han traído consigo han sido muchos casos de corrupción que han generado fortunas sospechosas al precio de vaciar las arcas públicas. El caso de Berlusconi  es harto ilustrativo. Sus votantes celebraron durante años sus vicios privados pensando que lo importante era la buena salud de las cuentas públicas. Hasta que el famoso mercado le echó del poder porque todo ese ajetreo orgiástico lo que estaba produciendo era la ruina del país.


            Con su discurso navideño el Rey quería salir al paso de esas malas prácticas que someten los bienes públicos a los vicios privados, acuciado sin duda por un personaje de la Casa Real que dejaría boquiabiertos a los más afamados pícaros de nuestra literatura. Juan Carlos I pide ejemplaridad a quienes de una manera u otra representan al pueblo.

            Esto de dar ejemplo tiene sus complicaciones. Lo que se quiere decir con ello es, por un lado, que los hombre públicos sean virtuosos para poder ser un ejemplo. Pero para que el hombre virtuoso sea un ejemplo a seguir es necesario que la gente admire la vida virtuosa. El buen ejemplo del hombre público sólo funciona en el supuesto de que la gente común valore la excelencia . Ejemplaridad del que está arriba, claro, pero también admiración del que se encuentra abajo, entendiendo por tal "un sentimiento de alegría que brota a la vista de alguna excelencia moral ajena que suscita en el espectador el deseo de emularla", dice Aurelio Arteta en su  Ensayo sobre la admiración moral. Si el ciudadano no está  animado por esa disposición  admirativa por la vida ejemplar del que le representa, el ejemplo puede ser razón de mofa. Por eso conviene preguntarse si a la gente le importa el buen ejemplo. Como todo el mundo diría que sí, habría que analizar entonces  por qué políticos corruptos ganan por mayorías absolutas.

            No es evidente que admiremos la vida ejemplar. Hace casi cinco siglos un francés, llamado Etienne de la Boëtie, publicó un librito, El discurso de la servidumbre voluntaria, en el que se pregunta por qué la gente prefiere las cadenas a la libertad; por qué busca la protección del más fuerte entregándose de pies y manos a su servicio. De la Boëtie observaba que el hombre corriente no admira la virtud, ni se mueve por el buen ejemplo. Como dice El Gran Inquisidor de Dostoievski, prefiere el pan a la libertad. Esta extraña predisposición del ser humano al sometimiento, incluso a la servidumbre más humillante, es una observación que se podría hacer hoy en tantos lugares de la geografía española.  Sólo así podríamos explicarnos que dudosos personajes que pasaron de la poltrona a la cárcel  -siendo banqueros o presidentes de equipos de fútbol, por ejemplo- hayan sido jaleados como héroes populares.  No es el ejemplo lo que la gente admira sino el poder o el éxito.

            Pese a la masa de candidatos a la "servidumbre voluntaria" ¿sirve de algo el buen ejemplo? Digamos que ante ese tipo de actitud servil  lo que procede no es sólo dar ejemplo, sino enfrentarse a esas patologías políticas que prefieren al de casa, aunque sea un corrupto, al de otro partido, aunque sea ejemplar. Necesitamos hombres públicos virtuosos pero para educar, dispuestos a  ir contracorriente y no halagar los bajos instintos. Lo que se echa de menos es la función pedagógica del político. Se puede adivinar que si esa tarea brilla por su ausencia  es porque   su práctica podría enfriar los ánimos del correligionario y distraerle entonces del gran objetivo  que persigue de todo político que se precie: ganar a cualquier precio. Los estrategas de imagen  que revolotean en torno al aspirante al poder, aconsejan al candidato que se  muestre "como uno de ellos", sin destellos que les aleje. Dicen que Al Gore, el brillante candidato demócrata, que siguió a Bill Clinton, perdió las elecciones porque su historial académico y profesional, lleno de sobresalientes, espantó al americano medio que no daba para tanto. Al final ganó George W. Bush que al parecer tenía dificultad para entender informes de más de cuatro páginas.

            Si queremos que el buen ejemplo cunda, no basta darle. Hay que esforzarse además en hacerle admirable por parte de aquellos a los que se dirige. Esa admiración no nace por generación espontánea si no que es el resultado de una educación que poco tiene que ver con lo que se gasta en política.


Reyes Mate (El Norte de Castilla ,7 de enero 2012)