31/3/15

Esperando al político de la crisis

            De esta pertinaz crisis hemos sacado, al menos, un par de lecciones. La primera, que los economistas en puestos de mando ni se enteraron. La segunda, que los políticos en el poder no saben, no pueden o no quieren hacerla frente. Ángela Merkel ha cogido el timón para salvar sus muebles, es decir, los intereses de la banca alemana; y Sarkozy trata de evitar el naufragio hundiendo a la vecina España. La crisis acabará cuando escampe, no porque alguien la haya vencido.

            Como la historia ha de seguir y de ésta saldremos, lo que puede resultar productivo es aprovechar la dura experiencia para fraguar un nuevo tipo de político. No nos vale aquel cuyo ideal es volver a los viejos buenos tiempos. Y ese tal, aunque con matices y diferencias, es el que está en el mercado. Ese político, si se cree lo que dice, es un inconsciente, y si no se lo cree y lo dice, un farsante.

            El nuevo político debería formarse en la escuela del trapero. No es una boutade. Trapero en alemán se dice Lumpen, un término mayor en la jerga política clásica, como bien saben los viejos marxistas. Marx despreciaba al Lumpen porque eran unos parásitos andrajosos que no producían nada. Por esa misma razón cortejaba al Proletariat que, esos sí, hacían andar la rueda de la historia. Pensó en una revolución que  reconociera al proletariado en la esfera política un peso similar al que tiene en el proceso de producción.


            Esto se dijo hace siglo y medio. El capitalismo ha cambiado desde entonces.  El problema ya no es tanto la explotación cuanto el consumo. El centro de gravedad se ha desplazado de la fábrica al escaparate y ahí sí tiene algo que decir el trapero.

            Tres son las lecciones que podemos aprender de él. En primer lugar, que sólo valoramos lo desechable. Al trapero no se le oculta que para nuestra sociedad sólo vale lo que puede ser consumido. Y lo que es consumido tiene por destino la cloaca. El sistema funciona creando desechos que luego recicla para acabar siendo artículo de consumo. Nada hay que merezca ser admirado o conservado. Todos los valores tienen fecha de caducidad. Será por eso que la gastronomía se ha convertido en una religión o en el templo del arte y que se quiere comparar al cocinero Ferrán Adrià con Picasso. Un arte efímero en el que lo definitivo son las sobras.

            Las sobras son una realidad del sistema y también su gran metáfora: sólo vale lo desechable. Convierte en basura todo lo que  usa y que un momento antes ha sido festejado con todos los honores.

            La segunda lección es que se enfrenta a la crisis sin prisas. No le obsesiona convertir la situación en un problema abstracto, sino que observa todos los desastres que provoca la deuda. Toma nota de lo que significa despedir a alguien de su trabajo. La pobreza se traduce en estómagos vacíos de seres humanos, en humillación por no poder relacionarse con los demás, en frustración por tener que renunciar a los sueños de su vida.

            La sabiduría del trapero consiste en ver la fiesta desde la madrugada. Mientras los consumidores hacen la digestión, preparándose para una nueva comilona, y los camiones de la basura se llevan los desechos para que todo parezca limpio, él hace el recuento de los desastres que provocan las medidas que esos mismos privilegiados acaban de tomar.

            Al político ese recuento minucioso del empobrecimiento le desasosiega. Prefiere huir de la quema, reunirse con los asesores y trasformar la angustia existencial en ecuaciones abstractas que pueda manejar. Lo que le encanta es salir a la tribuna y llenar el espacio con frases prometedoras  que no llenan el estómago ni alivian la angustia.

            El trapero no se deja engañar por tanta palabrería. Lo que sí hace es pinchar con su bastón cartones sueltos que han quedado en la calle. El pequeño zurcido en un abrigo de lujo altera el valor de la pieza en una proporción infinitamente superior a lo que representa la superficie zurcida. Es lo que hizo el pintor Antoni Tapies con el famoso calcetín roto. Lo sacó de la basura y lo colocó en un cuadro para dar a entender que el calcetín desechado  altera la supuesta belleza del resto de la obra. El trapero se fija en el cosido y en el calcetín pero no para devaluar la belleza sino para dar a entender su valor. Sin esos trapos desechados no podemos hacernos una idea cabal de la vida.

            La tercera lección se refiere a la modestia de sus proclamas políticas. Marx llenó al proletariado de ínfulas revolucionarias que no han tenido lugar. Querían cambiar el mundo. El trapero es mucho más sobrio. Se apunta al "mesianismo pobre" que no quiere cambiar todo sino sólo hacer algunos ajustes. Le basta con que la política trace dos rayas rojas que nadie podría traspasar. Una, por abajo, marcando el límite de la pobreza que no se debería sobrepasar porque arrojaría al menos favorecido al infierno de la inhumanidad; y otra por arriba, señalando el límite de la riqueza que nadie debería sobrepasar porque le deshumanizaría.

            Hay quien se imagina al intelectual como un trapero que al alba, malhumorado y somnoliento, se afana en pinchar con su bastón frases sueltas y trozos de discursos que echa en su carretilla para que no se pierdan del todo.


Reyes Mate (El Norte de Castilla, 14 de abril 2014)