19/5/16

La ciudad o la elocuencia del espacio*

            1. Asociamos memoria con tiempo -con el momento pasado del tiempo, con el tiempo pasado- pero no con el espacio que siempre está ahí, como si fuera atemporal. Por él pasa el tiempo, ciertamente (imaginemos Jerusalem: por ahí han pasado los judíos, los romanos, los templarios, los otomanos, los británicos...) pero el espacio sigue ahí, siempre el mismo.
            Es verdad que ahora hablamos de "lugares de la memoria", una expresión en la que tiempo y espacio se remiten mutuamente. Algo ha tenido que pasar ahí, ¿un cambio en el concepto de tiempo? o ¿en el de memoria?
            Desde luego, en el de memoria que no sólo se refiere ya al tiempo pasado, sino también al presente, a lo ocultado por el presente. También ha habido cambio en el concepto de espacio que se ha temporalizado. Dice Benjamin que "la memoria no es un instrumento para investigar el pasado, sino su espacio público. Es el medio ambiente de lo vivido, de la misma manera que el globo terráqueo es el medio en el que yacen sepultadas las ciudades muertas" (Benjamin GS, VI, 486). Lo que quiere decir es que el tiempo pasado necesita espacio para expresarse. Sin un lugar, el pasado nos es inalcanzable: el pasado, sin superficie (ya un cuerpo o ruinas) es inexpresivo.


            2. Hoy vamos a hablar no del espacio en general sino de la ciudad pues el tema que nos convoca es "ciudad, memoria y política".
            Walter Benjamin considera a la ciudad como un espacio privilegiado para entender la realidad de nuestro tiempo, es decir, la política. Por algo la ciudad es la polis, el lugar de la política. Hay que reconocer, sin embargo, que hemos perdido conciencia de esa relación entre ciudad-y-política pues cuando decimos polis nos deslizamos hacia la política. Ahora se trataría de hacer el camino de vuelta: decir política y pensar en la ciudad o regresar a la ciudad, que en lugar de la metafísica de Aristóteles (que es un texto) nos remitamos a la ciudad, que es un espacio.
            La ciudad es tan decisiva porque expresa la relación del individuo con el mundo: nada más extraño a la vida en ciudad que la idea de la autosuficiencia, de la asocialidad. Por algo decía Aristóteles que el asocial es ángel o bestia. Y, además, porque en la ciudad se inscriben los valores, los sueños, las frustraciones...de toda una época. En la ciudad pasa de todo, decimos.
            Entremos pues en la ciudad. Visitarla significa pasearla. El método de reflexión va a ser el itinerario, el deambular, el desplazamiento, porque uno habita esa ciudad como un exiliado, como un hombre de frontera. En una hacienda o en un monasterio benedictino, uno no sale de casa. Pero los que viven en ciudad, como los dominicos, son mendicantes, itinerantes. Construían los conventos fuera de la ciudad para no limitar su actividad al tiempo en el que las puertas estaban abiertas. Son instituciones de ciudad, de ciudades (Roma, Bolonia, París, Oxford...).
            Una ciudad ofrece múltiples recorridos (Kohan, 2007, 15). Los distintos itinerarios permiten descubrir los ejes de la realidad, estos es, los valores, prioridades o sueños a los que me acabo de referir. Para entender la importancia del itinerario hay que tener en cuenta que la ciudad en la que piensa Benjamin no es una villa identificable, sino un constructo hecho con materiales reales, pero un constructo, una zona urbana compuesta por cuatro grandes ciudades reales: en el oeste, París; en el sur, Nápoles; en el norte, Berlín; en el este, Moscú. Ese espacio urbano dispone de itinerarios que podemos recorrer para captar la realidad de nuestro tiempo. Por ejemplo, si interesa captar cómo se ha concretado la modernidad en Europa, habría que empezar el recorrido por París donde es fácil ver lo que aporta, lo que conmueve, lo que comporta esa modernidad; y convendría salir por Berlín que es donde más pesa el pasado que ha tenido que remover la modernidad. Marx decía que los Alemanes son los primeros que han pensado la modernidad y los últimos que han llegado a ella. De hecho corren el peligro de "toparse con la libertad en el día de su entierro". Así son de tardíos. Si lo que interesa es sopesar el valor de las tradiciones, entonces mejor arrancar por el sur, Nápoles, donde se capta bien cómo perduran, y luego salir por el oeste, por París, donde las tradiciones antes sucumbieron.
            Benjamin distingue entre "peso muerto del pasado" y "valor de las tradiciones"... porque hay dos tipos de pasado: uno que pesa como una losa sobre el presente y otro que abre el presente al futuro. El primero es el de los vencedores que se hace presente y le determina totalmente; el segundo pasado, el de los perdedores, es el que está ausente del presente.
            Sigamos el recorrido. Si nos cosquillea la curiosidad por la significación del concepto de pueblo, entonces el recorrido mostrará que en cada sitio tiene un sentido diferente. En el norte, Berlín, significa nación, un estado de pertenencia; en el sur, Nápoles, pueblo es la gente, esto es, las clases sociales más bajas; en el este, Moscú, es el proletariado, y en el oeste, París, se confunde con ciudadanía.
            Llegados a este punto procede hacerse un par de reflexiones sobre la idea benjaminiana de ciudad. La primera surge al hilo de la pregunta ¿por qué esta idea de una ciudad diseminada, esparcida? ¿por qué no le basta con París o Berlín para hablar de ciudad? Pues porque no pierde de vista la relación entre ciudad y polis. Captamos esa relación si tenemos en cuenta la diferencia entre oikos y polis: el primero es un espacio cerrado y el segundo conlleva la idea de transcender el umbral, de salir, de éxodo. Esa salida no se limita a un lugar mayor si ese nuevo lugar acaba limitando la salida. Esa salida tiene que ser ya itinerancia como modo de vida.
            La segunda se refiere a la selección de ciudades: ¿por qué esas y no otras? Benjamin nombra esas ciudades porque son los referentes europeos de la construcción y de conflictos de nuestro tiempo...pero hoy podrían ser otros. ¿ Cuáles ? Hemos oído hablar en una mesa anterior de Buenos Aires, Valparaíso y de México, eso sí, sin voluntad de conectarles, sino mostrando legítimamente las distintas capas que conforman a cada ciudad. Pero podríamos ir más lejos. Imaginemos que uno de nosotros se pregunta qué significa pensar en español. Tendríamos que hacer memoria y plantearnos un recorrido que podría ir de Macondo a la Mancha. Macondo representa la América criolla habitada por tantas ciudades o proyectos como han intentado cada uno de las siete generaciones de los Buendía habida cuenta de que los habitantes de Macondo han tenido que pagar el ingreso en la modernidad del colonizador - a lo largo de Cien años de soledad- con el duro precio del olvido, origen de todas sus desgracias; Macondo representa un lugar en el que el olvido mata. Y habría que pasar de ahí a la Mancha del Caballero Andante, un lugar en el que la memoria salva. Cuando el lector está a punto de cerrar el libro porque Cervantes no puede contarnos en qué acaba aquello al no disponer del texto original en árabe que le está sirviendo de base, alguien le ofrece a buen precio el resto de folios escrito por su verdadero autor, Cide Hamete Benengelli. Aquí la memoria, representada por unos escritos en una lengua prohibida, el árabe, salva. Si queremos, pues, pensar en español tenemos que ser conscientes de lo que ha olvidado nuestra lengua.

            3. Pero, ¡ojo¡, con la ciudad no se juega. El paseo no es un pasatiempo. No estamos hablando de estética sino de política (polis) y hasta de metafísica (realidad). Sería el momento de citar ese potente texto de Benjamin que dice "se debe dejar bien claro que un comentario acerca de la realidad...necesita un método totalmente diferente del comentario sobre un texto. En el primer caso, la ciencia fundamental es la teología; en el segundo, la filología" (Benjamin, GS V,574). La ciudad es tierra santa. Una cosa es habérselas con un texto; otra, con algo tan vital (un existenciario) como una ciudad. Con la ciudad el negocio no consiste en conocer más, sino salvar la vida. Está en juego la vida. En la ciudad, en efecto, están los desechos de una civilización, lugares marginales, el precio del brillo de la ciudad...y también las posibilidades de salvación. Benjamin habla, en efecto, del carácter profético y salvífico de la ciudad. Piensa en espacios como el Zoo de Berlín del que dice que "era un rincón profético. Pues, al igual que hay plantas de las cuales se dice que poseen el don de hacer ver el futuro, existen también lugares que tienen la misma facultad. En esos lugares parece haber pasado todo lo que aún nos espera" (Benjamin, GS, VII/1, 407).
            El Zoo era su barrio de niño y él se esfuerza en mostrarnos cómo lo que vivió en su infancia prefiguraba lo que luego ocurrió. Aunque, a decir verdad, los lugares de la promesa son otros: "En su mayoría son lugares abandonados, como copas de árboles que están junto a los muros, callejones sin salida, jardines delante de las casas donde jamás persona alguna se detiene". Lugares salvíficos pues en la ciudad se ensayan nuevas fórmulas de supervivencia que anuncian el futuro. Esas se encuentran precisamente en lo desechado.

            4. Benjamin da un paso más y nos dice cómo hacer el camino, cómo visitar o pasear por la ciudad: como el flâneur, una figura que él privilegia y que es muy compleja. Por un lado y, en un primer momento (que coincide con la irrupción de la técnica que tantas esperanzas despertó), el flâneur es un paseante curioso, que sabe perderse por las calles de París, que se deja sorprender, que camina abierto a lo nuevo y a lo que hay de promesa en lo nuevo. Dice Benjamin que "en la mirada del flâneur, deslumbrado por las mercancías expuestas en los pasajes, está la chispa del niño descubriendo un mundo que no se agota al descubrirse" (Kerik, 1993, 114). El flâneur, liberado del trabajo, encarna la esperanza de felicidad que traían los nuevos tiempos. Pero las cosas cambian. Para ese capitalismo exitoso, el paseante empieza a ser un estorbo porque ocupa un espacio libre que se puede transformar sea en superficie comercial, sea en calzada para automóviles. El flâneur queda recluido en la acera o en zonas peatonales que no está ya destinada al paseo sino al andar de prisa y al consumo. Ese capitalismo no quiere ya gente ociosa que se pasee viendo escaparates, sino clientes que compren. Se produce así un fenómeno de alguna manera contradictorio: al tiempo que el flâneur pierde su sitio, todos somos convertidos en flâneur, en ese nuevo paseante que vive de cara al escaparate porque de ahí emerge el sentido de su vida. La figura del flâneur adelanta nuestra propia experiencia en una ciudad. Quien viva en ellas sabe que en una gran ciudad se sufre más que se disfruta. Resulta inhóspita, agresiva, violenta... De ellas se han enseñoreado los comercios y los coches.
            Pero Benjamin no pone aquí punto final. Así, asistiendo al entierro del flâneur, no se puede acabar el paseo por la ciudad. Este "organizador del pesimismo", que es Benjamin, encuentra en esa situación una razón para la esperanza a través de la memoria. Atribuye, en efecto, a la memoria un poder capaz de provocar el despertar colectivo de una generación. Ese poder consiste en leer algo tan invisible como lo que hay de vida frustrada y pendiente en las ruinas.

            5. ¿Qué consecuencias sacar de este recorrido por la ciudad? Que Benjamin está haciendo como una teoría del "lugar de memoria", al ligar tan estrechamente espacio y tiempo. Su reflexión sobre el espacio da una nueva significación a la memoria pues que ya no es algo subjetivo -no es sólo la vivencia del pasado por el sujeto actual- sino algo más porque lo recordado no está sólo en la psique del sujeto sino en la realidad: en las cosas o ruinas, pero también en la vida negada, en las vidas frustradas. El aquí de la memoria espacial la da objetividad.
            Debería quedar bien claro que no se pretende hacer apología de la ciudad: ni de la ciudad real que habitamos, ni de la ciudad sublimada (la polis) en la figura del Estado. Estas ciudades tienen un doble problema. Por un lado, son espacios cerrados algo que niega la razón de ser de la ciudad que es, a diferencia del oikos, apertura, calle, camino, éxodo, exilio. Por otro, que estas ciudades, símbolos del progreso, no representan la realización de lo anterior, del punto de partida, de aquello de donde venimos y que podemos llamar pueblo.
            La ciudad no es el futuro del pueblo, como tampoco son las modernas arquitecturas bancarias el futuro de las iglesias románicas. La Modernidad no es el futuro de la Edad Media. Para explicarlo me remito al libro de Cesar Rendueles, Capitalismo canalla. En un momento dado analiza la obra de Dostoievski, Los Demonios. Estaríamos ante una crítica feroz a la Modernidad en sus diferentes versiones: capitalismo, socialismo/anarquismo, o simplemente democracia. Notemos que Dostoievski no es un romántico que añore la Edad Media. Su crítica de hecho coincide con la de un escritor revolucionario, Platonov, autor de la novela Chevengur. Lo que en uno y otro caso se critica es la autosuficiencia de una Modernidad que se presenta como post-tradicional, i.e., como un proceso cuya realización supone el sacrificio de lo anterior: de un tejido de relaciones, experiencias, valores y sentimiento que han configurado a ese sujeto que quiere ser moderno (Rendueles, 2015, 100 ). Ese sujeto cifra la modernidad es hacer tabula rasa del mundo anterior porque el nuevo tiene que construirse desde la autonomía del sujeto, que es absoluta y no puede someterse a ninguna otra instancia (Dios, la naturaleza), pero tampoco a circunstancias que no hayan sido generadas por la propia libertad. Lo que dice Dostoievski es que ese proceso modernizador, que se cree inocente y libre de responsabilidades que asumir, es, pese a su buenismo intencional, un camino nihilista y destructor. ¿Por qué? porque si lo decisivo es el ejercicio de la libertad, la autonomía del sujeto sin cortapisas, entonces lo importante es la decisión: decidir por decidir, independientemente de lo que se decida (en esto coinciden Heidegger y Schmitt).

            6. El gran problema que plantea esta memoria objetiva es cómo captar su elocuencia. Porque el espacio tiene una elocuencia especial. Lo sabe bien quien visita un campo. Nada es comparable, por ejemplo, a la visita del Birkenau actual o a Belchite. Por mucho que uno haya leído, lo que el lugar transmite es incomparable. Los libros ayudan para enterarse de lo que ocurrió, pero su significación pasa por el lugar. La fuerza del "es war hier" de Srebnik en Shoah no tiene parangón. Por eso es tan importante la palabra del testigo: porque da vida al lugar, le anima (buen título el film de Gutiérrez Aragón, "El bosque animado").
            Eso hay que tenerlo en cuenta a la hora de hacer memoria o de educar en Auschwitz o de rendir culto a la memoria: no es lo mismo criticar una idea que visitar un lugar de la memoria. Esto tiene una claro sentido práctico. Pensemos en la educación post Auschwitz. España que firmó la Declaración de Estocolmo, del 2000, está obligada a tratar el crimen nazi, a hablar del Holocausto. Los docentes se quejan de que no hay tiempo y como no lo hay todo se resuelve, en el mejor de los casos, con un par de ratos donde se tocan "temas generales como la intolerancia o el racismo". Pese a la buena intención de quienes así piensan y hacen, es una grave equivocación. No es lo mismo defender en abstracto la tolerancia que escuchar los gritos de los desesperados en las cámaras de gas. Y no lo es por dos razones de peso teórico y también educativo. En primer lugar, porque las teorías ilustradas sobre la tolerancia se disolvieron como un azucarillo cuando apareció el vendaval nacional-socialista. A Alemania, cuna del filósofo y dramaturgo Efraim Lessing, autor del tratado más brillante sobre la tolerancia, titulado Natán el Sabio (una pieza teatral), le sirvieron de bien poco los argumentos en favor de la convivencia respetuosa. Estos se resumían en una idea muy ilustrada, a saber, que todos, antes que judíos, moros o cristianos, somos hombres, es decir, antes que diferentes somos iguales. Estos nobles ideales, barridos por el nacionalismo de los siglos XIX y XX, no supieron prevenir ni predecir la barbarie nazi, basada precisamente en la diferencia étnica. Entonces, si queremos luchar eficazmente contra la intolerancia o el racismo hay que movilizar otras fuerzas. En concreto: ponernos delante de la experiencia de la barbarie que han protagonizado seres pertenecientes a esa cultura ilustrada que es también la nuestra. Más eficaz que proclamar ideales en la escuela es recordar el sufrimiento que nuestra cultura es capaz de generar en el futuro porque lo ha hecho ya en el pasado. La segunda razón consiste en que no se puede plantear una "educación contra Auschwitz" sin tener en cuenta el papel de los testigos y los lugares de la memoria. Nada puede sustituir al poder educador de esos lugares. Podemos imaginar la máquina del tiempo porque el pasado, pasado es y sólo podemos hacerle presente con la ficción, pero no podemos inventar la máquina del espacio porque éste no se deja ya que siempre está ahí cargado con todo lo que en él ha tenido lugar. Podemos borrar todos los rastros y convertir lo que fue otrora una fábrica de muerte en un bosque amable, como ha ocurrido con el campo de Belzec, o construir sobre el gheto de Varsovia un pujante barrio burgués, que es lo que ha pasado, pero basta que se acerque un testigo y diga "era ahí" para que las piedras hablen y el lugar se transforme. Las palabras del testigo perforan el olvido y desconstruyen todo lo que hemos superpuesto en ese lugar de muerte. Ni el tiempo transcurrido ni nuestro empeño en invisibilizar las huellas pueden impedir que ese espacio vuelva a ser lo que fue.

            7. Quisiera terminar hablando del poder ideológico y, por tanto, político del espacio. Los nazis articularon su ideología política en torno al concepto Lebensraum. Con él querían decir que lo alemán se define por un espacio vital en el que se expresa el destino del pueblo alemán. Ese lugar es suyo porque, independientemente de la pertenencia jurídica del momento, es étnicamente alemán: es de la misma sangre y por tanto tiene derecho a conformar la misma tierra o Estado (es lo que pasó con los Sudetes, Galizia o Prusia Oriental ). El Lebensraum justificaría, pues, el derecho de conquista. Pues bien, para Arendt este concepto sería el gran delito, la razón del crimen nazi contra la humanidad. En Eichmann en Jerusalem dejó constancia de sus críticas al juicio del dirigente nazi, Adolf Eichmann, todo un montaje publicitario sin suficientes garantías procesales. Pese a sus severas críticas, se rinde al veredicto del tribunal en la última página de su libro y declara estar de acuerdo con la sentencia que le condenaba a la horca...pero por algo en lo que no reparó el tribunal y que viene a cuento, a saber, "por haber sostenido una política consistente en negar al pueblo judío y a otros pueblos el derecho a compartir el lugar en que se encontraban, como si Vd. y los suyos pudieran decidir quién tiene derecho o no a habitar el planeta". El crimen contra la humanidad consistió en apropiarse del territorio y negar a otros pueblos el derecho a compartirlo
             Precisamente por eso, por la centralidad del espacio en el crimen nazi, me parece tan interesante la reflexión de Alberto Sucasas en La Shoah en Levinas al establecer una relación entre el concepto nazi de Lebensraum y el concepto levinasiano de "el lugar del otro". En ambos conceptos es clave el término "lugar", pero con sentidos enfrentados: si para el nazi el término remite al principio que funda la identidad, en el caso de Levinas lo que me conforma es "el lugar del otro". No se trata, claro, de ocupar el lugar del otro, de echarle de su lugar, de desplazarle, sino de desplazarme yo, de abandonar mi lugar, de dejar que el otro me habite. Aquí lo de "ocupar el lugar de otro" evoca el concepto de desarraigo: acudo donde está el otro pero abandonando mi propio lugar. Evocación del Exodo, la diáspora y deportación...hasta el extremo (hasta el exceso) de asumir el sufrimiento y la culpa del otro (Sucasas, 2015, 127).
            No se puede pensar la ciudad sin el pueblo, ni el Estado sin la sociedad. La Modernidad extrema un tipo de racionalidad que pretende ser universal al precio de la abstracción lo que conlleva sacrificar el tiempo y el espacio. Eso tiene sus consecuencias. Por un lado fragiliza las ideas que, abandonadas a sí mismas, suelen claudicar fácilmente ante el peso de la realidad. Por otro, hemos desarrollado una epistemología que confunde verdad con ciencia, sacrificando lo singular o contingente porque en ello no hay ciencia. El resultado es el nihilismo.

Reyes Mate (*Conferencia de clausura del Coloquio Internacional “Ciudad, memoria y espacio político en Iberoamérica”, celebrado en Casa de América, 12 de febrero 2016)

Bibliografía citada

Arendt, H., 2015, Eichmann en Jerusalem, Debolsillo, Madrid.
Benjamin, W., 1989, "Berliner Chronik", en Gesammelte Schriften, VI, 465-519.
Benjamin, W., 1989,  "Berliner Kindheit um neuzehntenhundert", en Gesammelte Schriften, VII/1, 385-432.
Kohan, Martín,  2007, Zona urbana. Ensayo de lectura sobre Walter Benjamin, Trotta, Madrid.
Kerik, C., 1993, "Walter Benjamin y la ciudad", en  C. Kerik (compiladora) , Walter Benjamin, UAM, México,107-121.
Rendueles,  C., 2015, Capitalismo canalla. Una historia personal del capitalismo a través de la literatura, Seix Barral, Barcelona.
Sucasas, A., 2015, La Shoah en Levinas: un eco inaudible, Devenir, Madrid.