1.Aunque el
siglo XXI esté recién estrenado, hay sensación de agotamiento, como si se
prolongara la crisis de fin de milenio, cifrada en el término de posmodernidad,
y no acabara de aparecer lo nuevo. Esperamos un nuevo tiempo que sea capaz de
dar respuesta a lo que la humanidad arrastra. Esa espera puede traducirse en
pasividad, esperando que algo ocurra, o, por el contrario, en compromiso, en
actitud vigilante.
El secreto está en la mirada.
Podemos tener una mirada complaciente con los tiempos que corren porque van a
mejor. No podemos negar que hoy se vive más y mejor en todo el mundo. Por
supuesto que hay problemas por resolver; que hay sectores sociales a los que el
bienestar no ha alcanzado; incluso que el bienestar generalizado tiene como
efecto secundario no querido el malestar de los más vulnerables. Pero todo es
cuestión de tiempo. El modelo de sociedad que ha conseguido tantos logros
acabará reciclando los desperfectos secundarios e integrando a esos sectores
sociales, hoy marginados, en la marcha triunfal de la historia que nosotros
protagonizamos.
También cabe otra mirada. Podemos
preguntarnos cómo ven la vida aquellos desgraciados que pagan la factura del
progreso: las víctimas de la historia. Dice Adorno que
esa mirada debe parecerse a la de aquellos condenados en la Edad media que eran
crucificados cabeza abajo, “tal como la superficie de la tierra tiene que haberse
presentado a esas víctimas en las infinitas horas de su agonía”(1). Veían al
mundo de otra manera. En su perspectiva, la marcha triunfal de los otros se les
representaba como un infierno. Veían que el mundo feliz de sus torturadores
estaban construido sobre los sufrimientos de los condenados.
Walter Benjamin abunda en esta doble
mirada sobre la realidad que tienen los que disfrutan del progreso y los que le
so-portan, con la imagen del Ángel de la Historia que describe en la Tesis Novena de su escrito “Sobre el concepto de historia”(2).
Ahí el progreso está representado por el ángel de la historia del que dice que
vuela vertiginosamente, impulsado por un fuerte viento que viene del pasado.
Así es el progreso, una marcha triunfal e imparable que “viene del Paraíso”, es
decir, que está alimentado por los deseos de felicidad representados por ese
lugar en el que el hombre fue feliz. Lo que llama poderosamente la atención, en
la imagen que describe Walter Benjamin, es que el ángel de la historia es todo
menos dichoso: está despavorido. La razón de ese terror le viene de que vuela
hacia adelante pero con el rostro vuelto atrás. Lo que le aterroriza es lo que
ve: un montón de cadáveres y escombros sobre los que se cimenta la marcha que
le empuja imparable hacia adelante. Eso el ángel no lo puede aceptar por eso
quisiera detener la marcha, echar una mano a los caídos e impedir tanto
desastre. Es inútil, el progreso le arrastra hacia adelante. Dos miradas, pues,
la dolorida del ángel y la complaciente de quienes cabalgan el progreso, que es
la nuestra. Todos miramos en la misma dirección pero vemos cosas distintas:
nosotros vemos la historia con los ojos del progreso mientas que el ángel, al
echar la vista atrás, descubre todo el sufrimiento que causa y que supone.
2. Dos miradas
pues posibles. De una, la del progreso, tenemos cumplida información. Hoy ya
sabemos que no salva. No siempre fue así. Hegel, por ejemplo, al hacer balance
de cómo los humanos han construido la historia advierte, un tanto sorprendido,
que está amasada con violencia, ejercida normalmente contra los más débiles. Le
asusta tanta inhumanidad pero en seguida se repone porque encuentra una
explicación: es el precio del progreso que además de ser imparable es salvador.
Creía en el poder salvífico del progreso. Hoy esta mirada, la del vencedor, no
convence.
Hegel, como todos nosotros, sabe que
ha habido siempre víctimas, pero nos hemos afanado en privarlas de
significación, en hacerlas invisibles. Lo que con eso se quiere decir no es que
“pasemos” de ellas, sino que las despreciamos. No podemos “pasar” de ellas
porque sustentan nuestro bienestar. Lo que entonces hacemos es despreciar su
sufrimiento. Un pensador negro, Aimé Cesaire, el
escritor “francés” nacido en la isla Reunion, descendiente de esclavos, y autor
del "Discours sur le colonialisme" y del "Discours sur la
négritude"(3), se ha empeñado en explicarnos qué significa privar de significación a las víctimas, en
este caso, a los esclavos. Nos recuerda, por ejemplo, que para el ilustrado
Renan había que dominar a los más débiles porque la modernidad “no trata de
suprimir las desigualdades entre los hombres, sino de ampliarlas y someterlas
al imperio de la ley". Del muy cristiano Joseph-Marie, Conde de Maistre,
reproduce un texto que justifica la conquista violenta de tierras lejanas y la
reducción de sus gentes a esclavos porque “ la esclavitud de estas gentes tiene
de anormalidad lo que tiene la doma de un caballo o de un buey". Son seres
inferiores y de la raza negra que se sepa “no ha salido un Einstein, un
Stravinsky o un Gershwin". El Conde de Gobineau, fundador del racismo
moderno, lo tiene más claro al decir que "sólo hay historia entre los
blancos". Si sólo los blancos tienen historia, eso significa que los
negros o tostados yacen en la prehistoria. Louis Veillot, un periodista
católico ultramontano que sin ser santo es citado como si lo fuera por Pío IX y
Pío X, despeja cualquier escrúpulo cristiano que pudiera tener quien leyera
aquello de Pablo de Tarso aboliendo la distinción entre libres y esclavos. Nada
de eso, "la sociedad necesita esclavos. Sólo puede sobrevivir al precio de
que haya gente que trabaja hasta la extenuación y lo pasen mal". No se
trataba sólo de ganarse el pan con el sudor del de enfrente sino también de considerar
el mundo como su propia finca.
Son
nombres honorables que nos representan. Representan también la ideología sobre
la que se ha construido la historia. Son los constructores de los escombros y
cadáveres que horrorizan al ángel de la historia.
Esa
es la tónica de la historia y el tono de cómo se nos ha transmitido y la hemos
realizado.
Esa
imagen de nosotros mismos que nos devuelve el espejo de la historia, sostenida
por un descendiente de esclavos, hoy nos horroriza. Y decimos en nuestro favor
que eso ha cambiado. Ha cambiado ciertamente pero los problemas siguen de otra
manera porque seguimos construyendo el mundo con la mirada de los herederos del
progreso. El lector de Exodo entiende
lo que quiero decir pues tiene cumplidas noticias de los “condenados de la
tierra”. El cambio sólo es posible si miramos el mundo con los ojos de los
vencidos.
Lo
cierto es que las víctimas han comenzado a hacerse visibles. Dos factores han
jugado a su favor. En primer lugar, el concepto de memoria ha ido ganando
músculo. En nuestro tiempo, ya no es un mero sentimiento, la vivencia subjetiva
del pasado. Ahora es una categoría capaz
de hacer presente el pasado de los vencidos. Las víctimas ya tienen, en la
memoria, un abogado decidido que desafía el tiempo. Y, también, el hecho de que
en todo este tiempo de invisibilización de las víctimas ha habido algunos
testigos que no han aceptado las explicaciones a lo Hegel del sufrimiento del
mundo, sino que lo han denunciado desde lugares expuestos. Son los testigos que
en tiempo oscuros han mantenido vivo el rescoldo de la memoria de tantos
infortunios.
3. Un nuevo tiempo está ligado al éxito de
esta otra mirada. ¿Es eso posible? El análisis de este número de Exodo resulta instructivo. Se lo dedicamos
a un testigo excepcional, Pedro Casaldáliga, y hacemos mención de otro
visionario, Martin Luther King. Sus miradas compasivas responden perfectamente
a la otra mirada de la que aquí se trata. Sus causas no eran las del progreso
sino la de una historia emancipadora cuyo centro de gravedad era precisamente
lo excluido por el progreso. El problema de estas figuras señeras es su
excepcionalidad. Son pioneros y eso habla de su soledad; eran “avisadores del
fuego” y eso dice mucho de la ceguera de sus contemporáneos. El pionero va
solo, contra su tiempo; el “avisador del fuego”, una figura muy
benjaminiana, por delante de su tiempo.
El mundo está en llamas pero nadie lo advierte, salvo esas pocas figuras que saben ver en signos
anunciadores la catástrofe que amenaza.
Digo
que estas figuras son problemáticas no en el sentido de que a ellos les falte
algo sino porque revelan la debilidad de su mirada al estar solos sea porque
los demás no les siguen sea porque los otros no ven lo que ellos divisan. De
ahí la pregunta por la universalización de su mirada: ¿hay manera de
generalizarla? ¿puede conformar su testimonio el talante de una nueva
generación?
Hay
un deber moral de seguirles, desde luego. Es difícil responder hoy a la
pregunta de cómo ser bueno sin referirse a ese tipo de miradas. Pero, también
hay que reconocerlo, la moral no rompe muros o lo hace muy lentamente. Otra
cosa es que de esa generalización dependa la supervivencia de la especie. Que
el cambio de mirada sea no sólo una exigencia moral sino una condición
existencial para seguir vivos porque hemos llegado a un punto de complejidad
histórica que sólo así, cambiando, sobreviviremos. Mientras escribo estas
líneas llega la noticia del fallecimiento de Stephen Hawking, el hombre de
ciencia que proponía a la humanidad alquilar una plaza en Marte porque el
hombre había dejado inservible el planeta Tierra. Antes de hacerle caso, cabe
preguntarse si todas las cartas estén repartidas y si ya no hay nada que hacer.
Pienso que nos queda una por jugar. Se llama deber de memoria. Hablemos pues de
la memoria.
La
memoria es una vieja acompañante de la cultura occidental, aunque ha ido de
menos a más. Ubicada en el seno de los llamados “sentidos internos” (lejos pues
de la zona noble del ser humano, ocupada por el entendimiento y la voluntad),
lo suyo era provocar sentimientos. Memoria y vivencia subjetiva del pasado iban
de la mano. La cosa cambia en la Edad Media cuando el pasado se convierte en
norma del presente. La memoria adquiera valor normativo. Quien ha captado bien
ese aspecto es Umberto Eco en El nombre
de la Rosa. Como se recordará, los monjes mueren envenenados porque quieren
conocer un libro nuevo de Aristóteles que ha llegado al convento. Alguien, el
viejo bibliotecario, no lo puede permitir. Está convencido de que la humanidad
ya sabe lo necesario para salvarse. El papel de la cultura es transmitir ese
saber. No hay lugar para lo nuevo por eso envenena a los que no respetan el
conocimiento acumulado buscándole complementos.
Con
la modernidad la memoria pierde todo protagonismo y pasa al ostracismo. Si
tenemos la razón, decía Descartes, para qué la memoria. El hombre ilustrado
tiene que guiarse por la razón libre, por eso no hay lugar para autoridades
externas sea el pasado, la tradición, la naturaleza o el mismísimo Dios. La
modernidad es, como dice Habermas, postradicional.
Todo
cambia, sin embargo, en el siglo XX cuando entra en escena el pueblo de la
memoria. Judíos había habido en Europa desde tiempo inmemorial, pero vivían
aparte. En la Modernidad, por ejemplo, sólo había sitio para el judío
asimilado, es decir, para el judío que renegara de sus propias raíces. Había
que elegir entre ser judío o ser moderno. Así hasta la Primera Guerra Mundial
que fue vivida como el fracaso del proyecto ilustrado de Europa. Muchos se
plantearon entonces repensar la modernidad sobre otras bases. Es en ese momento
cuando aparece la Carta al Padre de
Joseph Kafka que es como el manifiesto de una generación de judíos cultos que
reprochaban a sus padres haberles ocultado, por vergüenza o desprecio, una
cultura milenaria que les resultaba clave en este momento de crisis. Ellos se
pusieron manos a la obra.
El
primer fruto de ese esfuerzo lo tenemos en Francia, en torno a la I Guerra
Mundial, con los llamados “sociólogos de la memoria”, encabezados por Maurice
Halbwachs. Estos hablan de “memoria colectiva”, para dar a entender que la
memoria no es sólo individual y subjetiva; y, también de “memoria histórica”
para diferenciar la memoria humana de la natural. Reivindican a la memoria como
principio de construcción de la realidad: el futuro es imposible si no tenemos,
como decía Kafka, las patas traseras bien asentadas en el pasado. Gracias a
ellos, entendimos que el pasado o la tradición no casaban necesariamente con
tradicionalismo. El contrario, había una memoria que era cómplice del futuro.
El
segundo gran cambio tiene lugar en torno a la II Guerra Mundial. Una generación
de filósofos, encabezados por Walter Benjamin, descubren que la memoria es,
además de sentimiento, también conocimiento. Y lo es porque la realidad no está
compuesta sólo de hechos sino también de no-hechos. No hay que confundir
realidad con facticidad porque de la realidad forma parte una parte oscura que
es, ni más ni menos, que una historia de sufrimiento. Es el universo de las
víctimas. De ellas se ocupa la memoria. A partir de ese momento las víctimas, siempre
ignoradas, tuvieron abogado. Ya no eran el precio del progreso,
sino el tribunal de la historia. Gracias a la memoria, procesos políticos sobre
víctimas quedaban en entredicho. El baremo de valoración de la historia ya no
era el éxito, el progreso técnico, el IPC, sino el sufrimiento que causaba o
evitaba. Estamos ante un cambio epocal porque hasta ese momento el logos
occidental era atemporal. Una teoría era tanto más válida cuanto mejor
aguantaba el tiempo y el espacio. Ahora aparece un logos-con-tiempo, una razón
anamnética para la que el sufrimiento es un valor epistémico. Adorno resumía
esta idea al decir que a partir de ahora “dejar hablar al sufrimiento es la
condición de toda verdad”. Sospechosa, desde el punto de vista racional o
científico, debería ser cualquier afirmación que no tuviera en cuenta el peso
epistémico del sufrimiento.
Con ser importante este
descubrimiento quedaba por venir lo más decisivo, a saber, el deber de memoria
que es lo que aquí importa. Tuvo lugar en Auschwitz donde ocurrió lo
impensable. Aquello no fue un genocidio más sino un proyecto de olvido. Nada
debía quedar del pueblo judío: ni restos físicos, ni huellas metafísicas. Todo
debía ser exterminado. El ser humano hizo lo que no fue capaz de pensar ni de
imaginar. Y ¿qué pasa cuando ocurre lo impensable? ¿cómo confiar en nuestras
propias fuerzas si no somos capaces de saber por qué ocurrió aquella catástrofe
que sí fuimos capaces de hacer aunque no de pensar? Pues que eso ocurrido,
impensable, se convierte en lo que da que pensar. El ser humano tiene que
deponer la orgullosa actitud ilustrada que le había hecho creer que con la
razón, con su capacidad cognitiva, podía dominar el mundo. Estamos lejos del grito de guerra lanzado por Galileo ¡mente concipio! dando a entender que la
naturaleza es muda mientras no se refleje en nuestra mente de suerte que
conocer la realidad es mirarse en su espejo que es nuestra mente. Para los
modernos, como Galileo, el conocer es un asunto de certezas subjetivas y no de
conquistas de esencias objetivas. Era el momento del cogito cartesiano,
orgulloso de proclamar que las cosas son en la medida en que se convierten en
combustible de la mente, del conocimiento subjetivo. Pues bien, Auschwitz
acaba con ese orgullo cognitivo moderno. A partir de ahora habrá que ser más
modesto y entender que hay partes de la realidad que escapan a nuestro
conocimiento y que haríamos bien en partir de ellas. Esto vale para Auschwitz
que fuimos capaces de llevar a la práctica sin que pudiéramos pensarlo. Ahí
nace el deber de memoria que no consiste sólo ni en primer lugar en acordarse
de las víctimas sino en la obligación de re-pensar todo lo que conforma nuestra
vida a partir de la barbarie, de Auschwitz.
Es importante tener presente que el
deber de memoria es algo más que el gesto moral de acordarnos de los judíos
gaseados en los campos o de los maestros socialistas asesinados por los
franquistas o de las monjas de clausura asesinadas a su vez por matones
desatados. El deber de memoria consiste más bien en re-pensar la ética, la
política, el derecho, el arte, la religión o la historia a la luz de la
barbarie para poder construir el mundo con una lógica distinta de la que llevó
a la catástrofe (que eso es lo que quiere decir la coletilla “para que no se
repita” que asociamos al deber de memoria). Consiste en repensar el mundo para
hacerle de otra manera.
4.
Esto significa que nuestra generación, la de los que vivimos después de ese
acontecimiento, tenemos que vivir con la responsabilidad de pensar todo y
pensarnos de nuevo partiendo de la barbarie cometida. ¿Por qué tenemos que
llevar esa carga o deber? Pues por pura lógica o por pura supervivencia. Todos
estamos de acuerdo que aquello fue una monstruosidad que atacó los cimientos de
la humanidad. Decimos que fue un crimen contra la humanidad y eso significa dos
cosas: en primer lugar, un crimen contra la integridad de la especie (un
genocidio) al privarla de una de sus ramas (la que representa el pueblo judío);
pero también, un crimen contra el proceso civilizatorio que recogemos en el
término “humanidad”, como cuando decimos de alguien que “tiene una gran
humanidad”. Contra esos también se atentó en Auschwitz de suerte que la
humanidad salió de ahí más pobre en humanidad. Y eso nos afecta a todos y cada
uno de nosotros. Deber de memoria significa pues conciencia del daño causado y
voluntad de que eso no se repita o, lo que es lo mismo, voluntad de construir
la historia de otra manera, de ahí la necesidad de re-pensar de arriba abajo la
política y también la ética. La lógica que llevó a la catástrofe no puede
seguir marcando el ritmo.
El deber de memoria carga a toda
nuestra generación con la carga de mirar el mundo desde abajo o, lo que es lo
mismo, de hacer un mundo que haga frente al sufrimiento. Pues bien, esa tarea
generacional nos aproxima a testigos excepcionales, como Casaldáliga o Luther
King, que se pusieron en marcha solos y contra todos. Para una generación
consciente del deber de memoria el encuentro con estos adelantados tiene una
nueva significación. Ya no son pioneros sino representantes de un nuevo tiempo.
Están llamados a encabezar una marcha que tiene que ser, no la de unos pocos
seres moralmente exigentes, sino la marcha de la historia, si la humanidad no
quiere perecer.
No hay que hacerse ilusiones ya que
la historia no cambia por obra y gracia de un buen razonamiento, suponiendo que
este lo sea. Lo que importa es que ese razonamiento sea como un crisol en el
que cristalizan movimientos sociales en marcha y profundas aspiraciones
sociales. Desde muchos frentes se oye decir que otro mundo es posible y nadie
puede ignorar todo lo que hay de frustración por el mundo existente y de deseo
por un nuevo tiempo. Es verdad que el deber de memoria aparece como categoría
en un momento determinado de la historia, pero responde a un grito que viene de
lo profundo de los tiempos. Lo que le ha hecho audible es, por un lado, la
experiencia singular que hizo de Europa de la barbarie, y, por otro, la
presencia de la memoria mesiánica que es el tipo de memoria que subyace a la
categoría de deber de memoria. Tan cierto como que no hay razón para exagerar el
optimismo de que esto cambie, es que ahora estamos conceptualmente pertrechados
con una forma de pensar que da al optimismo si no alas al menos profundidad.
5.
Una reflexión final. Tanto Casaldáliga como Luther King son figuras de nuestro
tiempo con un componente religioso indudable. No es un hecho menor. Es difícil
imaginar un nuevo tiempo sin referirse a la religión, aunque no a cualquier
tipo de religión. Al menos es lo que plantea un filósofo con autoridad en la
materia como es Walter Benjamin. Su reflexión sobre un tiempo nuevo que lleva a
cabo en las llamadas Tesis sobre el
concepto de historia comienza con una tesis programática: que ese tiempo es
impensable si “el materialismo histórico”, es decir, la racionalidad crítica, y
la “teología”, es decir la tradición mesiánica judía, no piensan de nuevo su
relación o, más precisamente aún, si no establecen una alianza. Lo que esto
quiere decir, en relación a nuestro tema, es que el nuevo tiempo que inaugura
el deber de memoria -esa construcción de la historia teniendo en cuenta el
sufrimiento- tiene que tener en cuenta la sabiduría acumulada en la “teología”.
Veamos cómo.
La memoria, clave del nuevo rumbo,
no arregla nada sino que crea problemas pues abre heridas. Quien la invoque no
puede enrocarse en ella sino entenderla como el inicio de un proceso que debe
acabar en algo distinto que el recuerdo, es decir, en la paz o reconciliación.
La relación entre memoria y paz es
todo menos automático. Sobran ejemplos, en efecto, en los que la memoria sólo
sirve para atizar el odio o la venganza.
Para que eso no ocurra, la memoria
de la víctima tiene que orientarse hacia el “nunca más”, una propuesta que se
patentó en Auschwitz y cuyo sentido es éste: hacer las cosas de otra manera;
renunciar a la lógica del progreso; interrumpir los tiempos que corren. No
repetir el pasado.
Para hacer frente al daño que el
hombre causa al hombre el camino habitual es el de la justicia. Hanna Arendt,
sin embargo, propone el del perdón. Ambos tienen en común enfrentarse al daño
causado a las víctimas pero con una diferencia: la justicia piensa que, vía
reparación, se puede restablecer la situación equilibrada que rompe el daño.
Pero ¿qué pasa con los daños irreparables o con lo que hay de irreparable en
cada daño? Ahí no caben reequilibrios, sino hacer las cosas de otra manera. Hanna
Arendt llama a eso perdón que no borra el pasado; al contrario, le tiene
presente pero para desligarse de su forma de hacer la historia. Quien perdona,
en efecto, comete una grave irregularidad lógica porque en lugar de devolver
mal por mal, de acuerdo a la lógica de la trasgresión, actúa contra todo
pronóstico. “Al no reaccionar condicionado por el acto que le ha provocado,
dice Arendt, libera de las consecuencias lógicas que pudieran derivarse tanto
al que perdona como al perdonado”, es decir, al no seguir la lógica
acción-reacción, el ofendido y el ofensor quedan liberados de la lógica del mal
y así predispuestos a un ejercicio de la libertad que en vez de reproducir el
daño se hace cargo de él. La memoria
y el perdón coinciden en el “nunca más” o, mejor, el nuevo comienzo que plantea
el perdón culminaría el proceso que abre tan dolorosamente la memoria.
El perdón es una categoría moral de
fuerte connotación religiosa, pero que aquí es convocada por su valor
antropogénico. Hanna Arendt, que ha dedicado al perdón unas páginas memorables,
reconoce que se inspira en Jesús de Nazareth, advirtiendo que la sabiduría que
ahí se recoge supera cualquier marco confesional. Lo que de esa tradición
evangélica recoge es la idea de que el perdón es el gesto más humano y
humanizante porque nos libera del encadenamiento de la libertad al mal. Al
liberarnos de la lógica de la violencia (acción-reacción) posibilita un nuevo
comienzo.
Que gracias al perdón nos
constituyamos en humanos es algo que capta bien Calderón de la Barca en La Vida es Sueño. El encadenado
Segismundo vuelve al mundo de los hombres dos veces: la primera como justiciero
y sólo consigue sentirse “como un hombre entre las fieras”; la segunda,
perdonando, y experimenta haberse encontrado con la humanidad de los hombres.
Y eso es así porque la libertad
humana está íntimamente ligada a la culpa. Esto es al menos lo que se desprende
del relato bíblico de la “caída” que es un mito ciertamente pero que filósofos
tan ilustrados como Rousseau o Kant se toman muy en serio. Reconozcamos al
menos que es un relato provocador: Dios crea al hombre más perfecto (dotado,
dice la teología, con el donum integritatis)
y resulta que su primer acto libre es una transgresión que es la causante del
sufrimiento de la humanidad y hasta de la muerte.
¿Qué se nos quiere decir? Quizá
esto: que la libertad ha sido la causante del mal en el mundo o, en palabras de
Rousseau, que las desigualdades sociales existentes no son cosas de la
naturaleza (en el estado natural, dice, había igualdad total) sino injusticias
causadas por el hombre. El mal con todo su séquito de sufrimiento, injusticias
y muerte, es cosa del ser humano. Lo que pasa es que esto lo podemos entender
de dos maneras bien distintas: somos responsables, sí, pero tan solo del mal
que causamos cada uno; o bien, somos responsables por ser humanos de todo el
mal existente. Y así lo interpreta Kant. Adam nos representa bien. La deriva
trasgresora de la libertad nos caracteriza. Todos, dice Kant, hubiéramos
actuado como el Primer Hombre.
Y aquí interviene el perdón como
posibilidad de liberarnos del encadenamiento a la lógica acción-reacción para
volver a ser libres y empezar de nuevo.
Siendo pues el perdón el gesto
humano que habilita de hecho el ejercicio de una libertad ordenada a responder
del mal que puso en marcha su primer gesto transgresor ¿por qué carece de peso
específico en política? Si el perdón nos hace humanos ¿por qué no tiene más
presencia pública si ahí la transgresión está a la orden del día? Ese espacio
lo ha ocupado la justicia y habría que preguntarse si no habría que convocar
también al perdón.
Extraña sabiduría esta que es, no lo
olvidemos, la que se desprende del deber de memoria que plantea interrumpir la
lógica letal de la historia y hacer las cosas de otra manera. Pide un nuevo
comienzo y para ello el ser humano tiene que sufrir un cambio interior, tiene
que liberarse de la lógica transgresora que ha causado la catástrofe. Para ese metanoia tiene que ser liberado,
mediante el perdón, de la cadena perpetua que le ata a las consecuencias de la
transgresión. El perdón, como la justicia, merece ser elevada a virtud pública.
Ese nuevo tiempo al que nos hemos
referido convoca necesariamente a testigos como Pedro Casaldáliga o Luther King para dar a entender que ese camino es viable y que hay en sus
tradiciones religiosas sabiduría suficiente para comprender la hondura de la
desesperanza que vivimos y también para alumbrar la esperanza que necesitamos.
Reyes Mate (revista Exodo, nº 143, (abril 2018), 5-12)
Notas:
(1)
Citado
por J.A.Zamora “Civilización y barbarie. Sobre la Dialéctica de la Ilustración
en el 50 aniversario de su publicación”, en Scripta Fulgentina, nr. 14,
1997, 264
(2)
Mate, R., 2009, Medianoche en la
historia. Comentario a las Tesis de Benjamin sobre el concepto de historia,
Trotta, Madrid
(3)
Aimé Césaire,
2004, Discours sur le colonialisme, suivi de Discours sur la négritude, Présence
Africaine, Paris.