6/3/16

La elocuencia de los lugares de la memoria

            Por estas fechas, coincidiendo con la liberación del campo de exterminio situado en el pueblo polaco de Auschwitz, se conmemora a las víctimas del Holocausto judío. Algunos países, como España, han suscrito además la Declaración de Estocolmo, del año 2000, comprometiéndose a llevar a los centros educativos el estudio obligatorio del crimen nazi. ¿Los resultados? Muy escasos. Los docentes se quejan de que no hay tiempo y todo se resuelve, en el mejor de los casos, con un par de ratos donde se tocan "temas generales como la intolerancia o el racismo".

            Pese a la buena intención de quienes así piensan y hacen, es una grave equivocación. No es lo mismo defender en abstracto la tolerancia que escuchar los gritos de los desesperados en las cámaras de gas. Y no lo es por dos razones de peso teórico y también educativo. En primer lugar, porque las teorías ilustradas sobre la tolerancia se disolvieron como un azucarillo cuando apareció el vendaval nacional-socialista. A Alemania, cuna del filósofo y dramaturgo Efraim Lessing, autor del tratado más brillante sobre la tolerancia, titulado Natán el Sabio (una pieza teatral), le sirvieron de bien poco los argumentos  en favor de la convivencia respetuosa. Estos se resumían en una idea muy ilustrada, a saber, que todos, antes que judíos, moros o cristianos, somos hombres, es decir, antes que diferentes somos iguales. Estos nobles ideales, barridos por el nacionalismo de los siglos XIX y XX, no supieron prevenir ni predecir la barbarie nazi, basada precisamente en la diferencia étnica. Entonces, si queremos luchar eficazmente contra la intolerancia o el racismo, hay que movilizar otras fuerzas. En concreto: ponernos delante de la experiencia de la barbarie que han protagonizado seres pertenecientes a  esa cultura ilustrada que es también la nuestra. Más eficaz que proclamar ideales en la escuela es recordar el sufrimiento que nuestra  cultura es capaz de generar en el futuro porque lo ha hecho ya en el pasado.


            La otra razón tiene que ver con la elocuencia del espacio. No se puede plantear una "educación contra Auschwitz" sin tener en cuenta el papel de los testigos y los lugares de la memoria. Treblinka, Dachau o Sobibor son lugares muy visitados por alumnos de esos países que han firmado el protocolo de Estocolmo. Nada puede sustituir al poder educador de esos lugares. El espacio tiene un poder del que carece el tiempo. Podemos imaginar la máquina del tiempo porque el pasado, pasado es y sólo podemos hacerle presente con la ficción, pero no podemos inventar la máquina del espacio porque éste no se deja ya que siempre está ahí cargado con todo lo que en él ha tenido lugar. Podemos borrar todos los rastros y convertir lo que fue otrora una fábrica de muerte en un bosque amable, como ha ocurrido con el campo de Belec, o construir sobre el gheto de Varsovia un pujante barrio burgués, que es lo que ha pasado, pero basta que se acerque un testigo y diga "era ahí" para que las piedras hablen y el lugar se transforme. Las palabras del testigo perforan el olvido y deconstruyen todo lo que hemos superpuesto  en ese lugar de muerte. Ni el tiempo transcurrido ni nuestro empeño en invisibilizar las huellas pueden impedir que ese espacio vuelve a ser lo que fue. Las ruinas de Belchite, pesen a su programado abandono, siguen denunciando la injusticia que allí tuvo lugar, al igual que los sillares del Valle de los Caídos no pueden disimular la infamia con la que fueron colocados.

            Mal asunto, pues, si pensamos cubrir el expediente educativo abogando por la tolerancia o denunciando el racismo. Nada puede sustituir, en esta lección de historia, la experiencia de la memoria, esto es, escuchar las palabras de los testigos y prestar oídos a la elocuencia de los lugares de la memoria.


Reyes Mate (revista Bez.es, 3 de Febrero 2016)