(Ludwig
Wittgenstein, 2017, Investigaciones Filosóficas. Trad., introduc. y notas críticas de Jesús Padilla
Gálvez, Editorial Trotta, Madrid)
De las Investigaciones Filosóficas había ya una edición bilingüe, ¿por qué
una nueva? Pues porque ha cambiado el original y se imponía una nueva
traducción. Estamos ante un libro póstumo que el autor dejó inacabado cuando
murió en 1951 y los expertos han podido sopesar en todos estos años las distintas
versiones (hubo cinco) hasta dar con la formulación más elaborada, sin olvidar
que las traducciones que hasta ahora circulaban miraban de reojo la versión
inglesa de G.E.M. Ascombe que conocía bien a Wittgenstein pero no tan bien el
alemán. Hay errores de bulto y no tuvo en cuenta todas las variantes. Por otro
lado, en la traducción española de la editorial Crítica se notaba demasiado que
había dos traductores no siempre bien coordinados. El resultado es esta
excelente edición de Jesús Padilla quien traduce, introduce y anota el texto,
producida en la factoría Trotta Editorial con su habitual pulcritud y calidad.
El lector dispone ahora de una traducción y unas anotaciones que le permitirán
entender mejor la revolución lingüística que protagonizaron estas Investigaciones filosóficas.
Wittgenstein se decide a publicar este
libro tras 20 años de silencio a instancia de sus alumnos, pero también urgido
por la necesidad de corregir los errores de su temprana obra, el Tractatus logico-philosophicus, que le
había lanzado a la fama. Si en sus años mozos pensó que podía conocer la
estructura del mundo a través del lenguaje ideal de la lógica, ahora dudaba de
que un lenguaje supuestamente perfecto sirviera para descerrajar la realidad,
de ahí el nuevo proyecto que, para Jesús Padilla, es “una de las obras cumbre
del siglo XX”.
Lo que es indudable es que el autor ocupa
un lugar singular en el seno de la filosofía, nada dispuesto, desde luego, a prolongar
esa tradición sino más bien a reformarla y reorientarla. No hay nada en él de
la épica filosófica que se echa a la espalda preguntas por el sentido de la
vida o tales como qué debo hacer o qué me cabe esperar. Antes que agotarnos en
responder a esas solemnes interrogaciones lo que procede es saber qué decimos
cuando hablamos. Porque el lenguaje es como una taza de té que admite líquido
pero sólo un poco. No es mucho lo que podemos decir cuando hablamos. Es más lo
que no podemos decir, aunque a veces lo podamos vivir. Hay que renunciar a
“hacer teoría” que son ganas de embutir la variedad del mundo en un modelo
reductor (idealismo llamaba él a esa manía de la filosofía platónica de reducir
la riqueza de la realidad a un único elemento, llamado esencia); ni siquiera
vale la pena preguntarse por las causas de las cosas: nos puede pasar lo mismo
que a esos turistas japoneses que pasean por el interior de Notre Dame de París
haciendo fotos sin mirar lo que ven. De ahí su consejo: “no pienses sino mira”.
La filosofía padece la enfermedad
crónica de la confusión al enredarse con preguntas que no tienen respuestas e
imaginando problemas que sólo existen en su imaginación. Pero ahí está él como
terapeuta dispuesto a curar las enfermedades del pensamiento, empezando por el
suyo. Si en su juventud soñó con un lenguaje ideal ahora descubre que el
remedio está en el lenguaje de cada día. El análisis lingüístico, santo y seña
de su filosofía, tiene que ocuparse del lenguaje ordinario. Y no es que él
piense que hablar en castizo nos revele el verdadero sentido del mundo o de las
palabras. No. Lo que pasa es que ahí vemos cómo se usan las palabras. El
significado está en el uso. El significado de una proposición viene dado por
los contextos prácticos y sociales en que se usa. El lenguaje puede así ser
comparado a un juego que se juega de acuerdo a determinadas reglas que hay que
descubrir en cada caso. La metáfora “juegos del lenguaje” se ha convertido en
mascota de su propuesta filosófica.
Que Wittgenstein es uno de los
grandes nombres de la filosofía del siglo XX es indiscutible. Son legión los
que le siguen si bien es verdad que andan mal avenidos. Los hay que, anclados
en la última frase del Tractatus que
aconseja callar cuando no hay nada que decir, remiten, como dice el editor, “la
ética y la metafísica al reino místico de lo inefable”; pero los hay también
que se esfuerzan en ver continuidad en el pensamiento wittgensteiniano a pesar
de sus cortes. En cualquier caso, muchos, como la chilena Carla Cordua, echa de
menos el escaso seguimiento del consejo del autor cuando recomendaba leerle
como quien sube por una escalera de mano para tirarla cuando se ha llegado
arriba. Manda el escolasticismo.
Estamos ante una potente reedición
de una obra capital, de ahí que proceda preguntarse por la actualidad de su
pensamiento. Más allá del valor intrínseco de su filosofía, que es
indiscutible, habría que interesarse por el lugar práctico de este tipo de
pensamientos que parecen atemporales y al abrigo de cualquier práctica política
o ideológica. Habermas anota que la recepción en Alemania de este exiliado
supuso un éxito total, pese a presentarse como la vanguardia de una filosofía
analítica extraña a las tradiciones germanas. La razón del éxito se debió, dice
maliciosamente, a su carácter conservador. La crítica lingüística se desentiende
de la crítica de la sociedad por eso los alemanes adoptaron enseguida a Wittgenstein
y nada querían saber, por ejemplo, de un Marcuse “capaz de cuestionar los
contextos de los juegos del lenguaje en los que estos están enraizados”.
También habría que tener en cuenta la crítica malhumorada de un Jorge Semprún
cuando, desde la experiencia del campo de concentración, le motejaba de salaud por decir que “la muerte no era
un acontecimiento de la vida”. Para él y los suyos el morir era el lugar de la
batalla definitiva contra la inhumanidad de sus carceleros que se arrogaban el
derecho a decidir cuándo y cómo los deportados tenían que ser muertos. Semprún
acudía a la cabecera de los moribundos para decirles que habían escogido morir
por la libertad; que no morían porque les mataban sino porque había decidido
libremente exponer la vida. Para ellos la muerte formaba parte de la vida y
decir lo contrario era hacer el juego al hitlerismo. Por eso le insultó.
Esta voz que viene de los campos hace
inevitable la pregunta por el Wittgenstein judío. Sabemos que coincidió en la
escuela de Linz con Hitler, que se alistó en la Gran Guerra porque se sentía
alemán, que se exilió cuando el Anschluss
de Austria, que quiso volver a la guerra en 1941 esta vez contra Alemania, que
su familia pese a su dinero no escapó del todo al destino de su pueblo… Pero
más allá de estos datos biográficos está su preocupación por el lenguaje.
Habermas recurre a una idea de otro judío, Franz Rosenzweig, el padre de la
lingüística judía alemana, para ubicar adecuadamente a Wittgenstein: “nada hay
más judío que una última desconfianza en el poder de la palabra y una íntima
confianza en el poder del silencio”. Wittgenstein supo poner límites a las
palabras y se planteó, respecto a lo que quedaba fuera, no guardar silencio,
sino guardar al silencio, esto es, hacerle elocuente. En esta tradición su
pensamiento es perfectamente reconocible aunque su genio logró darle una
proyección de la que había carecido antes.