Francisco marca al teléfono un
número de la ciudad argentina de San Lorenzo. Al otro lado Julio Baletta,
marido de una divorciada que ha escrito al Papa de Roma lamentando que en su
parroquia no la dejen comulgar, recibe la repuesta papal: "puede comulgar
porque no hace daño a nadie".
La cosa podría quedar en una
anécdota propia de un buen párroco que pone la compasión evangélica por delante
del dictado del derecho canónico. Pero la anécdota es algo más que eso porque
resulta que sobre el mismo problema su antecesor, siendo cardenal, se puso muy
digno para decir todo lo contrario. Fue en el año 1998, según cuenta el libro La provocación del discurso sobre Dios
(Trotta, 2001, pp. 96-99). Tras una conferencia de Joseph Ratinzger, a la sazón
responsable de velar por la pureza de la fe cristiana, alguien del público, un
párroco del Ruhr, le pregunta si no podría Roma cambiar el rigor con el que
trata a los divorciados, permitiéndoles, por ejemplo, acercarse a la comunión.
Ratzinger le respondió que no había nada que hacer, que romper un compromiso
como el matrimonio supone un daño irreparable, y que nadie, ni siquiera el
Papa, puede cambiar la norma. La única forma de compasión que puede ofrecer la
Iglesia a los homosexuales o a los divorciados es "ayudar a aprender a
sufrir y a identificar lo positivo que hay en el sufrimiento".
El que siete año después sería Papa,
con el nombre de Benedicto XVI, se hacía portavoz de una tradición católica,
avalada por una montaña de documentos, que remitía las actuales normas sobre
divorciados a los arcanos teológicos más sesudos. Al transgresor que rompía un
compromiso de por vida, como el matrimonio, no le quedaba más salida que rumiar
su dolor en la soledad de algún rincón
del templo.
Bueno, pues eso es lo que Francisco
se ha llevado por delante de un plumazo. Y es llamativo que tanto el Papa
actual como el anterior pongan en el epicentro de la escena el sufrimiento,
aunque lo interpreten en sentido opuesto. Para Francisco lo importante es no
hacer daño al otro (algo que el divorciado no hace comulgando), mientras que
para Ratzinger lo importante era elaborar el propio sufrimiento. Sería abusivo
concluir de esto que un Papa está por
evitar todo sufrimiento y el otro, el exPapa,
por causarle, pero hay una diferencia de acentos notables porque si Roma
puede evitar sufrimientos, cambiando la norma, lo que estaría haciendo,
manteniendo la normativa actual, es causándolos. Y ahora resulta que sí, que el
Papa puede cambiar la norma sin despeinarse.
No estamos ante dos interpretaciones
diferentes de la misma ley. Este caso no es comparable al de dos jueces que
emiten sentencias diferentes sobre el mismo asunto porque interpretan la ley de
manera opuesta. Es mucho más porque si relacionamos este gesto de Francisco con
otros muchos suyos, lo que hay que concluir es que estamos ante un Papa que
interpreta su papel a la cabeza de la Iglesia católica de una manera muy
diferente a la de sus antecesores. Y esto es algo que interesa no sólo a los
creyentes sino al conjunto de la sociedad. No podemos olvidar que Europa es
impensable sin el cristianismo. Y los expertos en teoría política saben que el
carácter casi divinal que tiene el poder político tiene mucho que ver con cómo
el Papa entiende su poder. Si Francisco
está acaparando tantas portadas en el mundo y si concita tanta atención es
porque en su modo de ser representa un modo nuevo de entender el poder. Por eso
lo que hace y dice es contagioso, trasciende los límites del mundo cristiano.
Los ademanes de Francisco -renuncia
a vivir en el palacio vaticano, usar coches utilitarios, ir a pagar su pensión
después de ser nombrado Papa, conservar los zapatos usados o el viaje a
Lampedusa- y sus decisiones, como ésta de recurrir al buen sentido cristiano
para decir "puede comulgar porque no hace daño a nadie", lo que ponen
de manifiesto es una cierta voluntad de desacralizar a la Iglesia, de rebajar
su engolamiento. Es como si quisiera marcar la diferencia entre la inspiración
del fundador del cristianismo y lo que luego ha venido. Claro que hay una
continuidad entre Jesús y Pedro, pero también una diferencia que la Iglesia ha
ido desdibujando a lo largo de los siglos.
Este gesto de Francisco evoca,
salvadas las distancias, el de Jesús en el relato de aquella mujer adúltera que
los escribas y fariseos querían lapidar
porque así lo mandaba la ley mosaica pero a
la que él no condena. Ambos ponen la compasión por delante del
castigo. Y es invocando la autoridad de
la inspiración evangélica -superior a la del derecho canónico- desde donde
Francisco se ha podido saltar con toda naturalidad los dictados de los legajos
doctrinales que custodian los gestores vaticanos.
Esta libertad de espíritu podría
explicar el aura que irradia el Papa actual. Pero debería andarse con cuidado
porque no está claro que sus Estados Generales estén por la labor. Al fin y al
cabo vienen de otra cultura y no le van a poner fácil ese proceso de
depotenciación de la Iglesia que pretende. Reivindicar la "fraternidad y
misericordia de la Iglesia originaria" es muy cristiano, pero puede ser
una provocación para los que acabaron con el Papa alemán, que era uno de los
suyos.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla , 3 de mayo 2014)