25/7/14

Por qué hay coches que matan

          En el año  2013 la  cifra de  muertes  en  las  carreteras españolas fue la más baja de su historia. Los 1.128 muertos estaban lejos de los 6.000 que hubo en el año 1989, incluso de los 1.300 del año 1960 que fue cuando se comenzó a contabilizar los accidentes.

            Estas cifras suponen un alivio y nos aproximan a la media de los países europeos, aunque no hay que olvidar los más de 5.000 heridos graves en el pasado año. Son muchos menos los muertos pero todavía son excesivos porque todas y cada una de esas muertes son absurdas y evitables. Nos tranquiliza saber que estamos en la media europea, lejos pues de las cifras escandalosas que nos otorgaron el dudoso honor de encabezar la lista de accidentes viales hasta hace unos pocos años, pero debería preocuparnos que a partir de ahora la reducción de accidentes va a ser mucho más difícil.

            Hemos reducido los accidentes porque ha habido mejoras en los modos de conducción, debido sobre todo a las sanciones, en los coches y en las carreteras. Para seguir progresando hay que tocar otras teclas mucho más reacias al cambio pues afectan a la mentalidad y a la cultura.

            Estos cambios cualitativos atañen a la valoración del coche. Hay que desmitificar este ingenioso artefacto y para ello bueno es recordar cómo se presentó entre los humanos. El coche nace como un bien de lujo porque debía proporcionar a sus pocos y ricos usuarios un placer único: ir más deprisa que los demás y moverse libremente, sin tener que atenerse a horarios fijos como los del tren.

            El lujo, por definición, no se democratiza porque si todo el mundo tiene acceso a ello, nadie le saca provecho. Si las calles se llenan de coches, se pierde velocidad y libertad. Para que el invento funcionara el coche tenía que ser escaso y caro. Y así fue hasta que alguien vio que ahí estaba el negocio del futuro. Popularizando el coche, los amos del petróleo serían los amos del mundo, junto a los fabricantes de coches y los constructores de carreteras.

            La piedra angular de todo este ambicioso proyecto era la gente de a pie. Había que convencerla de que tenía que comprar un coche. Consiguieron convencernos con tres argumentos. En primer lugar, abaratando el precio. Se logró produciéndole en serie, que fue lo que hizo de Henry Ford, el fabricante de coches que inventó el utilitario.

            Había que hacerle, en segundo lugar, necesario. Para que todo el mundo se esforzara en tener uno, no bastaba que sirviera para hacer turismo. Tenía que hacerse imprescindible y para eso había que reorganizar el espacio. Políticos y técnicos echaron una mano ideando un sistema perverso: había que derrumbar las viejas ciudades y construir otras en las que el lugar de trabajo estuviera lejos de la residencia y ésta también alejada del mercado y de los colegios. El coche se hizo imprescindible.

            Faltaba la guinda de la tarta. Como comprar el coche iba a suponer, pese a todo, un gran esfuerzo y como la nueva forma de vivir resultaba incómoda, había que convencerle que valía la pena. Nada mejor entonces que convertir el coche en un símbolo del progreso: "si Vd. tiene coche", nos decían, "puede vivir como los ricos", es decir, ir más deprisa que los demás y viajar más libremente.

            De todo este plan lo único cierto es que el coche es imprescindible porque las distancias son enormes. Lo más falso de todo es que con el coche vayamos más deprisa y seamos más libre. Las calles están colapsadas, el humo de los tubos de escape asfixia a los habitantes y la velocidad media en las grandes ciudades es menor que la de las carrozas tiradas por caballos. En los Estados Unidos la media de coche es de 6 km/h, casi la misma que yendo a pie.

            El nuevo urbanismo, impulsado por el automóvil, ha declarado una guerra sin cuartel a las viejas ciudades cuyos patios, callejuelas y plazas pequeñas deben ser sacrificadas en el altar de las avenidas, pensadas no para vivir sino para atravesarlas deprisa. Guerra también al ciclista y al peatón: en algunas ciudades americanas pasearse de noche a pie, es un delito. Guerra finalmente al propio automovilista: desde que se inventó el coche, en 1886, hasta hoy, han muerto en las carreteras más gente que en las dos guerras mundiales.

            El coche endiosado  mata, pero ¿cabe imaginar un mundo sin coche? No parece, pero sí es posible pensar un mundo liberado de la tiranía del coche. Podemos acabar con ella si, por un lado, construimos ciudades a escala humana, es decir, ciudades donde podamos llegar a sus centros vitales propulsados por las piernas y, por otro, desenmascaramos la arrogancia del coche, convirtiéndole en un valioso instrumento de trabajo o de placer. El coche no puede dictar la ley ni construir un mundo a su imagen y semejanza, sino ser un dócil instrumento sometido a un modelo humano de existencia.

            La lucha contra los accidentes de tráfico pasa, a partir de ahora, por una forma nueva de habitar la tierra, es decir, de construir barrios y ciudades. Es una lucha desigual debido a los poderosos intereses en juego. Pero la brava movilización de los vecinos de Gamonal , en Burgos,  que salieron a la calle para impedir que transformaran su barrio en avenida de coches, es una buena prueba de que aún es posible.

Reyes Mate (El Norte de Castilla, 8 de febrero 2014)