En el año 2013 la cifra de muertes en las carreteras españolas fue la más baja de su historia. Los 1.128 muertos
estaban lejos de los 6.000 que hubo en el año 1989, incluso de los 1.300 del
año 1960 que fue cuando se comenzó a contabilizar los accidentes.
Estas cifras suponen un alivio y nos
aproximan a la media de los países europeos, aunque no hay que olvidar los más
de 5.000 heridos graves en el pasado año. Son muchos menos los muertos pero
todavía son excesivos porque todas y cada una de esas muertes son absurdas y evitables.
Nos tranquiliza saber que estamos en la media europea, lejos pues de las cifras
escandalosas que nos otorgaron el dudoso honor de encabezar la lista de
accidentes viales hasta hace unos pocos años, pero debería preocuparnos que a
partir de ahora la reducción de accidentes va a ser mucho más difícil.
Hemos reducido los accidentes porque
ha habido mejoras en los modos de conducción, debido sobre todo a las
sanciones, en los coches y en las carreteras. Para seguir progresando hay que tocar
otras teclas mucho más reacias al cambio pues afectan a la mentalidad y a la
cultura.
Estos cambios cualitativos atañen a
la valoración del coche. Hay que desmitificar este ingenioso artefacto y para
ello bueno es recordar cómo se presentó entre los humanos. El coche nace como
un bien de lujo porque debía proporcionar a sus pocos y ricos usuarios un
placer único: ir más deprisa que los demás y moverse libremente, sin tener que
atenerse a horarios fijos como los del tren.
El lujo, por definición, no se
democratiza porque si todo el mundo tiene acceso a ello, nadie le saca
provecho. Si las calles se llenan de coches, se pierde velocidad y libertad.
Para que el invento funcionara el coche tenía que ser escaso y caro. Y así fue
hasta que alguien vio que ahí estaba el negocio del futuro. Popularizando el
coche, los amos del petróleo serían los amos del mundo, junto a los fabricantes
de coches y los constructores de carreteras.
La piedra angular de todo este
ambicioso proyecto era la gente de a pie. Había que convencerla de que tenía
que comprar un coche. Consiguieron convencernos con tres argumentos. En primer
lugar, abaratando el precio. Se logró produciéndole en serie, que fue lo que
hizo de Henry Ford, el fabricante de coches que inventó el utilitario.
Había que hacerle, en segundo lugar,
necesario. Para que todo el mundo se esforzara en tener uno, no bastaba que
sirviera para hacer turismo. Tenía que hacerse imprescindible y para eso había
que reorganizar el espacio. Políticos y técnicos echaron una mano ideando un
sistema perverso: había que derrumbar las viejas ciudades y construir otras en
las que el lugar de trabajo estuviera lejos de la residencia y ésta también
alejada del mercado y de los colegios. El coche se hizo imprescindible.
Faltaba la guinda de la tarta. Como
comprar el coche iba a suponer, pese a todo, un gran esfuerzo y como la nueva
forma de vivir resultaba incómoda, había que convencerle que valía la pena.
Nada mejor entonces que convertir el coche en un símbolo del progreso: "si
Vd. tiene coche", nos decían, "puede vivir como los ricos", es
decir, ir más deprisa que los demás y viajar más libremente.
De todo este plan lo único cierto es
que el coche es imprescindible porque las distancias son enormes. Lo más falso
de todo es que con el coche vayamos más deprisa y seamos más libre. Las calles
están colapsadas, el humo de los tubos de escape asfixia a los habitantes y la
velocidad media en las grandes ciudades es menor que la de las carrozas tiradas
por caballos. En los Estados Unidos la media de coche es de 6 km/h, casi la
misma que yendo a pie.
El nuevo urbanismo, impulsado por el
automóvil, ha declarado una guerra sin cuartel a las viejas ciudades cuyos
patios, callejuelas y plazas pequeñas deben ser sacrificadas en el altar de las
avenidas, pensadas no para vivir sino para atravesarlas deprisa. Guerra también
al ciclista y al peatón: en algunas ciudades americanas pasearse de noche a
pie, es un delito. Guerra finalmente al propio automovilista: desde que se
inventó el coche, en 1886, hasta hoy, han muerto en las carreteras más gente
que en las dos guerras mundiales.
El coche endiosado mata, pero ¿cabe imaginar un mundo sin coche?
No parece, pero sí es posible pensar un mundo liberado de la tiranía del coche.
Podemos acabar con ella si, por un lado, construimos ciudades a escala humana,
es decir, ciudades donde podamos llegar a sus centros vitales propulsados por
las piernas y, por otro, desenmascaramos la arrogancia del coche,
convirtiéndole en un valioso instrumento de trabajo o de placer. El coche no
puede dictar la ley ni construir un mundo a su imagen y semejanza, sino ser un
dócil instrumento sometido a un modelo humano de existencia.
La lucha contra los accidentes de
tráfico pasa, a partir de ahora, por una forma nueva de habitar la tierra, es
decir, de construir barrios y ciudades. Es una lucha desigual debido a los
poderosos intereses en juego. Pero la brava movilización de los vecinos de
Gamonal , en Burgos, que salieron a la
calle para impedir que transformaran su barrio en avenida de coches, es una
buena prueba de que aún es posible.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 8 de febrero 2014)