7/7/14

El discapacitado, diferente pero no inferior

                   Un ciego puede ser juez. A esta brillante conclusión llegó recientemente el Consejo General del Poder Judicial tras debatir concienzudamente si el invidente Pérez Castellanos, un vallisoletano, podía o no podía ser juez.

            Sorprende que los magistrados del CGPJ tuvieran tantas dudas y tardaran nueve meses en tomar una decisión. Digo que sorprende porque desde antiguo se representa a la justicia como una dama con los ojos vendados, empuñando con la mano derecha una espada mientras sostiene con la izquierda una balanza. La venda y la espada están ahí para simbolizar y defender la imparcialidad de la justicia.

            Ahora bien, si la venda que vela la visión se ha hecho sospechosa ¿es porque los jueces han renunciado a la imparcialidad? No ha mucho el ex-fiscal anticorrupción, Jiménez Villarejo y el magistrado Doñate Martín, firmaban un libro sobre la justicia española titulado Jueces, pero parciales. Sería terrible que esa fuera la explicación. Aún reconociendo sonoros casos de manifiesta parcialidad, la explicación más ajustada a los titubeos del Poder Judicial sobre la idoneidad de un invidente para impartir justicia hay que buscarla, empero, en la valoración social de la ceguera.

            La ceguera es una forma de discapacitación. Nuestra literatura o pintura es testigo del lugar que la sociedad española asignaba a los ciegos, cojos, tullidos, deformes o epilépticos. Valían para cantar coplas, servir de bufones, alimentar los circos o ser tratados como poseídos por el diablo. Eran sencillamente seres inferiores.

            Las cosas han ido cambiando gracias sobre todo al esfuerzo de las familias de los afectados y de meritorias asociaciones privadas. Cuando parecía que el Estado se sumaba a ese empeño con la Ley de Dependencia, llegó la crisis con sus recortes y las ayudas se vinieron abajo. Con el deseo de avivar la conciencia social, La Cátedra Santo Tomás de Avila, dedicó la semana cultural de este año al tema de la discapacitación. Fiel a su estilo comenzaron los debates con una obra de teatro que este año protagonizó la compañía Palmyra, titulada Mi piedra roseta, de José Ramón Fernández, cuya protagonista, Tomi Ojeda, es en la vida y en la ficción una tetrapléjica. Lo singular de la obra es que los personajes son discapacitados: uno porque va en silla de ruedas, otro porque es sordomudo y aquel porque un revés le ha sumido en el autismo. Lo más conmovedor de la obra es ver cómo el sordomudo -el discapacitado que de entrada más condenado está al aislamiento- es quien consigue derribar los muros de la incomunicación.

            Eso se desarrollaba sobre las tablas. De lo que ocurre en la vida real se ocuparon las reflexiones de los días siguientes. Melania Moscoso, una joven investigadora del CSIC y ella misma discapacitada, reconocía que estábamos asistiendo a una considerable mejora  en el lenguaje. Ahora les llamamos "personas discapacitadas" o, 1más finamente,  "personas con diversidad funcional". Nos esforzamos en decir que son personas diferentes y pensamos que con eso hemos superado aquellos prejuicios históricos que asociaban al discapacitado con el circo o con la posesión diabólica.

            Pero el lenguaje de la diversidad es una trampa porque ¿qué significa eso de que son diferentes? Puede significar que son inferiores si sobreentendemos que hay unas personas, nosotros, normales y otros, ellos, diferentes. Para que la diferencia no fuera discriminatoria tendríamos que entender dos cosas, a saber, que cada uno de nosotros tiene una diferencia/deficiencia; y que esa diferencia  puede sumar y no restar.

            En la citada obra de teatro, Mi piedra roseta, tan diferente es la tullida en silla de ruedas como el apuesto ingeniero desesperado porque un accidente de tráfico le ha mermado la estética. La diferencia nace de la limitación y todo ser humano tiene alguna. Lo importante, sin embargo, es llegar a comprender cómo esas limitaciones, bien tratadas, enriquecen.

            Por la Cátedra Santo Tomás desfilaron algunos padres de hijos severamente discapacitados. Coincidían en agradecer lo que habían recibido de unos hijos a los que se habían entregado totalmente. Eso, que estén agradecidos, es lo que los demás no nos creemos. Pensamos que son una carga que hay que sobrellevar porque no hay más remedio. Y son una carga sobretodo si el peso de la misma recae en exclusiva sobre la familia. Aquí hay un problema de responsabilidad social. Una mente privilegiada puede circular en silla de ruedas, pero si no puede superar los obstáculos para llegar materialmente al lugar de formación o al trabajo, acabará siendo un inválido y será tratado como un vago. Enfrentarse solos y de por vida a hijos o padres que dependen en todo de uno, es una carga que puede amargar la existencia de todos. Para captar el bien que transmiten, hay que facilitar su vida y la de quienes les cuidan.

            Concluyó la duodécima edición de la Cátedra Santo Tomás con una intervención de Angela Bachiller. El testimonio de esta concejala con síndrome de Down valía más que mil ponencias. Su diferencia le dificultaba efectivamente la expresión mecánica, pero a diferencia de la mayoría de los discursos, que resbalan, sus palabras se agarraban en la mente de los que escuchaban como mensajes poderosos con los que tendrán que convivir. Ellos luchan, sus familias también. Pero están muy solos.
  

Reyes Mate (El Norte de Castilla , 7 de junio  2014)