Un ciego puede ser juez. A esta brillante
conclusión llegó recientemente el Consejo General del Poder Judicial tras
debatir concienzudamente si el invidente Pérez Castellanos, un vallisoletano,
podía o no podía ser juez.
Sorprende que los magistrados del
CGPJ tuvieran tantas dudas y tardaran nueve meses en tomar una decisión. Digo
que sorprende porque desde antiguo se representa a la justicia como una dama
con los ojos vendados, empuñando con la mano derecha una espada mientras
sostiene con la izquierda una balanza. La venda y la espada están ahí para
simbolizar y defender la imparcialidad de la justicia.
Ahora bien, si la venda que vela la
visión se ha hecho sospechosa ¿es porque los jueces han renunciado a la
imparcialidad? No ha mucho el ex-fiscal anticorrupción, Jiménez Villarejo y el
magistrado Doñate Martín, firmaban un libro sobre la justicia española titulado
Jueces, pero parciales. Sería
terrible que esa fuera la explicación. Aún reconociendo sonoros casos de
manifiesta parcialidad, la explicación más ajustada a los titubeos del Poder
Judicial sobre la idoneidad de un invidente para impartir justicia hay que
buscarla, empero, en la valoración social de la ceguera.
La ceguera es una forma de discapacitación.
Nuestra literatura o pintura es testigo del lugar que la sociedad española
asignaba a los ciegos, cojos, tullidos, deformes o epilépticos. Valían para
cantar coplas, servir de bufones, alimentar los circos o ser tratados como
poseídos por el diablo. Eran sencillamente seres inferiores.
Las cosas han ido cambiando gracias
sobre todo al esfuerzo de las familias de los afectados y de meritorias
asociaciones privadas. Cuando parecía que el Estado se sumaba a ese empeño con la Ley de Dependencia, llegó la
crisis con sus recortes y las ayudas se vinieron abajo. Con el deseo de avivar
la conciencia social, La Cátedra Santo Tomás de Avila, dedicó la semana
cultural de este año al tema de la discapacitación. Fiel a su estilo comenzaron
los debates con una obra de teatro que este año protagonizó la compañía Palmyra,
titulada Mi piedra roseta, de José
Ramón Fernández, cuya protagonista, Tomi Ojeda, es en la vida y en la ficción
una tetrapléjica. Lo singular de la obra es que los personajes son
discapacitados: uno porque va en silla de ruedas, otro porque es sordomudo y
aquel porque un revés le ha sumido en el autismo. Lo más conmovedor de la obra
es ver cómo el sordomudo -el discapacitado que de entrada más condenado está al
aislamiento- es quien consigue derribar los muros de la incomunicación.
Eso se desarrollaba sobre las
tablas. De lo que ocurre en la vida real se ocuparon las reflexiones de los días
siguientes. Melania Moscoso, una joven investigadora del CSIC y ella misma
discapacitada, reconocía que estábamos asistiendo a una considerable mejora en el lenguaje. Ahora les llamamos
"personas discapacitadas" o, 1más finamente, "personas con diversidad
funcional". Nos esforzamos en decir que son personas diferentes y pensamos
que con eso hemos superado aquellos prejuicios históricos que asociaban al
discapacitado con el circo o con la posesión diabólica.
Pero el lenguaje de la diversidad es
una trampa porque ¿qué significa eso de que son diferentes? Puede significar
que son inferiores si sobreentendemos que hay unas personas, nosotros, normales
y otros, ellos, diferentes. Para que la diferencia no fuera discriminatoria
tendríamos que entender dos cosas, a saber, que cada uno de nosotros tiene una
diferencia/deficiencia; y que esa diferencia puede sumar y no restar.
En la citada obra de teatro, Mi piedra roseta, tan diferente es la
tullida en silla de ruedas como el apuesto ingeniero desesperado porque un
accidente de tráfico le ha mermado la estética. La diferencia nace de la
limitación y todo ser humano tiene alguna. Lo importante, sin embargo, es
llegar a comprender cómo esas limitaciones, bien tratadas, enriquecen.
Por la Cátedra Santo Tomás
desfilaron algunos padres de hijos severamente discapacitados. Coincidían en
agradecer lo que habían recibido de unos hijos a los que se habían entregado
totalmente. Eso, que estén agradecidos, es lo que los demás no nos creemos.
Pensamos que son una carga que hay que sobrellevar porque no hay más remedio. Y
son una carga sobretodo si el peso de la misma recae en exclusiva sobre la
familia. Aquí hay un problema de responsabilidad social. Una mente privilegiada
puede circular en silla de ruedas, pero si no puede superar los obstáculos para
llegar materialmente al lugar de formación o al trabajo, acabará siendo un inválido
y será tratado como un vago. Enfrentarse solos y de por vida a hijos o padres
que dependen en todo de uno, es una carga que puede amargar la existencia de
todos. Para captar el bien que transmiten, hay que facilitar su vida y la de
quienes les cuidan.
Concluyó la duodécima edición de la Cátedra Santo Tomás
con una intervención de Angela Bachiller. El testimonio de esta concejala con
síndrome de Down valía más que mil ponencias. Su diferencia le dificultaba
efectivamente la expresión mecánica, pero a diferencia de la mayoría de los
discursos, que resbalan, sus palabras se agarraban en la mente de los que
escuchaban como mensajes poderosos con los que tendrán que convivir. Ellos
luchan, sus familias también. Pero están muy solos.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla , 7 de junio 2014)