El fundador del diario italiano La Republica, Eugenio Scalfari, ha escrito
un largo artículo, al año del pontificado de Jorge Bergoglio, titulado “La revolución de Francisco contra los
mandarines del Vaticano”(1). Dice que Roma, no Italia, se ha convertido en la
capital del mundo, algo que no ocurría desde hacía dos mil años, por obra de
Francisco. Tiene crédito entre todos. Los fieles confían en él. Los políticos
quieren verle. Y con él quieren dialogar los rabinos, los imanes y los no
creyentes, como él mismo, un agnóstico.
Su credibilidad tiene que ver con su
simpatía personal, pero sobre todo con su programa de trabajo que es presentado
y visto como un programa de una profunda renovación.
Lo que me propongo es avanzar
algunas reflexiones sobre las dificultades que presenta este plan de trabajo.
1. No se puede separar la figura de
Francisco de la renuncia de Benedicto
XVI o, mejor, del teólogo Joseph Ratzinger que se escondía tras el Papa. ¿Que
por qué?. Aquello fue una novedad histórica, la primera renuncia voluntaria
después de la de Celestino V -que Dante calificó de vileza, pero que estuvo
llena de coraje- debida a "los fraudes y simonías de la Corte Pontificia ",
aunque el bueno de Celestino la presentara, como también Ratzinger, bajo la
excusa de una "debilitas corporis" e "infirmitas personae",
es decir, como debilidad física y
agotamiento psíquico.
Esa renuncia tuvo un sentido
teológico que Giorgio Agamben ha
calificado de apocalíptico(2). Para entender esto hay que hablar de un
Ratzinger de antes del 68 y de otro, posterior: el que llegó a ser Prefecto de la Defensa de la Doctrina de la Fe. Hubo
un Ratzinger que pudo escribir, es verdad que en 1961, algo tan insólito como
que "hoy la Iglesia se ha convertido para muchos en el principal obstáculo
para la fe. En ella sólo puede verse la lucha por el poder humano, el mezquino
teatro de quienes con sus observaciones quieren absolutizar el cristianismo
oficial y paralizar el verdadero espíritu del cristianismo"(3). El mismo
que firmó un trabajo sobre Ticonio, el maestro de San Agustín, sobre la dimensión
apocalíptica de la Iglesia(4). Ahí rescataba la dimensión apocalíptica, es
decir, la idea de que la historia es un drama que se desarrolla en un tiempo
con fin y en el que luchan las fuerzas del mal y del bien. Lo original de
Ticonio, frente a Agustín, es que la
Iglesia no representa el bien sino que ella misma es un campo
de fuerzas en las que se enfrentan el mal y el bien. Lo que luego diría Agustín
era otra cosa. El hablada de dos ciudades: la celestial (la del bien, donde
ubicaba la Iglesia) y la pagana (la del mal que era la del mundo). Pues bien, según Ticonio, sólo
hay una ciudad y para salvar la historia no hay que esperar al final, momento
en el que el Mesías separaría el grano de la paja, sino que había que dar la
batalla ahora dentro de la Iglesia.
Ratzinger también llegó a ese punto
en su pontificado. Llegó un momento en que tomó conciencia del mal en la Iglesia , quiso combatirle,
como pedía Ticonio, pero le faltaron fuerzas. Por eso renuncia: para dar paso a
ese enfrentamiento. Si él ya no puede, que venga otro. La vida de Joseph
Ratzinger, compuesta de varias fases, reconcilia con su renuncia el final con
el principio. En medio queda todo un pensamiento inspirado en Platón que deja
poco margen a los acontecimientos históricos y, por tanto, a la dimensión
apocalíptica.
2. Ese es el contexto de Francisco.
Desde el primer momento él da a entender que el mensaje evangélico que se le ha
confiado sólo puede llegar al hombre y al mundo si pasa por una Iglesia
reformada.
Ese proceso de renovación tiene dos
ejes: por un lado, definir el lugar de la Iglesia frente al mensaje del evangelio i.e.
aclarar la relación entre Jesús y Pedro, el apóstol, y entre éste y los obispos
de Roma; en segundo lugar, definir el
papel del cristiano en el mundo y en la Iglesia. Veamos.
2.1. Hay que re-definir el lugar de la Iglesia frente al mensaje
del evangelio, es decir, aclarar la
relación entre Jesús y Pedro, un apóstol, y entre los apóstoles y la Institución Iglesia.
Los expertos saben que se ha
producido a lo largo de la historia una asimilación peligrosa e indebida que ha
fagocitado las distancias. Para empezar, Pedro no es Jesús, evidentemente: es
un seguidor de Jesús. Pero tampoco los Papas son Pedro en el sentido de que
Pedro es un apóstol. Los apóstoles son figuras únicas, irrepetibles, porque son
los testigos de un acontecimiento histórico. Pero a través de cambios a veces
sutiles a veces menos sutiles hemos llegado a identificar al Papa con Jesús,
presentándole como el "vicario de Cristo". Un vicario es el
representante interino de un poder que
puede ejercerlo sin dar cuentas a nadie. Aquí el poder -si es que se puede
hablar así: no se debería- está condicionado a la Escritura y a la Tradición,
las dos fuentes del cristianismo. Pero la evolución de la historia ofrece un
resultado singular: el Papa ha sustituido a las fuentes. Fue Pio IX el que dijo
aquello de "la Tradizione sono io"; y por lo que respecta a las
Escrituras, Roma se arroga la autoridad de la interpretación correcta. Si
echamos un vistazo a la evolución de la hermenéutica bíblica descubrimos que
hemos ido conociendo las Escrituras mejor gracias al trabajo de la comunidad de
investigadores. Roma ha ido detrás de la investigación y cuando se ha puesto
delante, se ha equivocado. De haber sido por ella todavía se enseñaría en sus
seminarios la teoría del sentido literal de las Escrituras.
La ekklesia originaria o
comunidad de espíritu se ha transformado en una Iglesia conformada por el
Derecho Canónico, que decide lo que es legal o ilegal, pero también lo que es
bueno o malo, y una teología sacramental que ha burocratizado el carisma.
Pensemos que al principio el que presidía la comunidad era uno más (el más
viejo o "presbítero"). Luego hubo que hacer un máster especial y
tener la autorización de la ventanilla de turno. Apareció el
"sacerdote" que ya no era uno más de la comunidad sino uno segregado de ella.
Sin caer en la demagogia del chiste
del gitano, extasiado ante la Plaza de San Pedro -"estos empezaron con un
borriquillo y mira cómo les ha ido"- hay que reconocer que ahí hay un
problema(5).
Puede ser de ayuda el artículo ya
citado de Eugenio Scalfari. Ahí sostiene la idea de que Francisco representa un
cambio histórico porque del enfrentamiento secular o milenario entre dos
modelos de Iglesia, puede que estemos ante la posibilidad de que pierda, si se
puede hablar así, la que siempre había dominado. Por eso el entusiasmo por
Francisco no es compartido por todos; no por la Curia que se ve ya degradada al rango de “intendencia”. Hay que reconocer que esa Iglesia y sus
mandarines han hecho mucho: han evangelizado América y Europa, han modernizado
la institución y su lenguaje, han sabido ganarse al pueblo (aunque no siempre
con buenas artes, como demuestra la "Leyenda del Gran Inquisidor", de
Dostoyevski, que para hacer felices a la gente canjea libertad por pan), se han
constituido en interlocutores privilegiados del poder político, han hecho la
guerra utilizando la teología y las armas. Enfín, tienen una gran experiencia
pues son los herederos de una historia que sabe de victorias y derrotas, de
intrigas y venganzas, de dogmas y excomuniones.
Afortunadamente para el reformador
que quiere ser Francisco, continúa diciendo Scalfari, también ha habido en
paralelo otra iglesia “distinta de esta vertical y tan poco apostólica”: la
iglesia misionera, pobre, mártir; la
Iglesia del amor y de la misericordia. Han sido los votos de
esa Iglesia la que le han llevado al Papado.
Lo que pasa es quien ha mandado ha
sido la primera. Y ahora, por primera vez, puede perder su supremacía… siempre
y cuando triunfe el proyecto Francisco, que no va a ser fácil, porque ellos
siguen ahí, aunque se encuentran ante una situación nueva por la recuperación
de la dimensión apocalíptica. Ahora el Papado ha tomado conciencia de que el
enemigo está dentro, que la
Iglesia es parte del problema. Esa es la baza que tiene
Francisco y que le viene dada por la renuncia de Benedicto XVI
2.2. ¿Cómo lo está haciendo
Francisco? Su estrategia tiene componentes muy diversos. En primer lugar, a
través de gestos muy elocuentes empezando por el nombre elegido . No es casual
que un jesuita se llame Francisco (evocando al de Asís y no al Francisco
Javier). Ir a pagar su habitación al hostal al día siguiente de ser nombrado
Papa es el reconocimiento de que un Papa tiene las mismas obligaciones que
cualquier otro ciudadano. No es un “Señor”. La prisa por encontrarse con
Gustavo Gutiérrez, teólogo de la liberación, tan perseguido por Juan Pablo II y
Benedicto XVI. Aquella foto de los zapatos de Francisco y los mocasines rojos
de Ratzinger: el contraste entre las sandalias del pescador y el calzado de
lujo adquirido en alguna boutique de Via Condotti (6).
Renuncia a vivir en el palacio vaticano y se
contenta con 60 m. (el contraste con Bertone que "sólo" dispone de
300 y que lo está adecentando con 500.000 Euros). La primera visita a Lampedusa
es el reconocimiento de que la emigración es el mayor problema político de
nuestro tiempo: “Los migrantes me plantean un desafío particular por ser Pastor
de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos”(EG nr 2013)
En segundo lugar, algunas decisiones
que marcan la diferencia. Pondré el ejemplo de la comunión para divorciados. Nos
hemos enterado hace poco que Francisco cogió el teléfono para marcar un número
de la ciudad argentina de San Lorenzo. Al otro lado Julio Baletta, marido de
una divorciada que ha escrito al Papa de Roma lamentando que en su parroquia no
la dejen comulgar, recibe la repuesta papal: "puede comulgar porque no
hace daño a nadie". La cosa podría quedar en una anécdota propia de un
buen párroco que pone la compasión evangélica por delante del dictado del
derecho canónico. Pero la anécdota es algo más que eso porque resulta que sobre
el mismo problema su antecesor, siendo cardenal, se puso muy digno para decir
todo lo contrario. Fue en el año 1998, según cuenta el libro La provocación del discurso sobre Dios
(Trotta, 2001, pgs, 96-99). Tras una conferencia de Joseph Ratinzger, a la
sazón responsable de velar por la pureza de la fe cristiana, alguien del
público, un párroco del Ruhr, le pregunta si no podría Roma cambiar el rigor
con el que trata a los divorciados, permitiéndoles, por ejemplo, acercarse a la
comunión. Ratzinger le respondió que no había nada que hacer, que romper un
compromiso como el matrimonio supone un daño irreparable, y que nadie, ni
siquiera el Papa, puede cambiar la norma. La única forma de compasión que puede
ofrecer la Iglesia
a los homosexuales o a los divorciados es "ayudar a aprender a sufrir y a
identificar lo positivo que hay en el sufrimiento".
El que siete años después sería
Papa, con el nombre de Benedicto XVI, se hacía portavoz de una tradición
católica, avalada por una montaña de documentos, que remitía las actuales
normas sobre divorciados a los arcanos teológicos más sesudos. Al transgresor
que rompía un compromiso de por vida, como el matrimonio, no le quedaba más
salida que rumiar su dolor en la soledad de
algún rincón del templo.
Bueno, pues eso es lo que Francisco
se ha llevado por delante de un plumazo. Y es llamativo que tanto el Papa actual
como el anterior pongan en el epicentro de la escena el sufrimiento, aunque lo
interpreten en sentido opuesto. Para Francisco lo importante es no hacer daño
al otro (algo que el divorciado no hace comulgando), mientras que para
Ratzinger lo importante era elaborar el propio sufrimiento. Sería abusivo
concluir de esto que un Papa está por
evitar todo sufrimiento y el otro, el ex-Papa, por causarle, pero hay una
diferencia de acentos notables porque si Roma puede evitar sufrimientos,
cambiando la norma, lo que estaría haciendo, manteniendo la normativa actual,
es causándolos. Y ahora resulta que sí, que el Papa puede cambiar la norma sin
despeinarse.
No estamos ante dos interpretaciones
diferentes de la misma ley. Este caso no es comparable al de dos jueces que
emiten sentencias diferentes sobre el mismo asunto porque interpretan la ley de
manera opuesta. Es mucho más porque si relacionamos este gesto de Francisco con
otros muchos suyos, lo que hay que concluir es que estamos ante un Papa que
interpreta su papel a la cabeza de la Iglesia católica de una manera muy diferente a la
de sus antecesores.
Y esto es algo que interesa no sólo a los
creyentes sino al conjunto de la sociedad. No podemos olvidar que Europa es
impensable sin el cristianismo. Como decía Carl Schmitt -y decía bien- no hay
un sólo concepto político que no provenga de una categoría teológica. Y los
expertos en teoría política saben que el carácter casi divinal que tiene el
poder político tiene mucho que ver con cómo el Papa entiende su poder. Si
Francisco está acaparando tantas portadas en el mundo y si concita tanta
atención es porque en su modo de ser representa un modo nuevo de entender el
poder. Por eso lo que hace y dice es contagioso, trasciende los límites del
mundo cristiano.
Lo que Francisco da a entender, creo
yo, es una cierta voluntad de desacralizar a la Iglesia , de rebajar su
engolamiento, de subrayar el primado de la compasión
Este gesto de Francisco evoca,
salvadas las distancias, el de Jesús en el relato de aquella mujer adúltera que
los escribas y fariseos querían lapidar
porque así lo mandaba la ley mosaica pero a la que él no condena (Jn 11,1-11).
Notemos la finura del relato: no dice que Jesús la perdonara, sino que no la
condena, es decir, Jesús no la juzga. También Francisco se niega a juzgar a los
homosexuales cuando los periodistas le preguntan por ello. Ambos ponen la
compasión por delante del castigo. Y es
invocando la autoridad de la inspiración evangélica -superior a la del derecho
canónico- desde donde Francisco se ha podido saltar con toda naturalidad los
dictados de los legajos doctrinales que custodian los gestores vaticanos:
“Prefiero una Iglesia herida y manchada por salir a la calle, antes que una
iglesia preocupada por ser el centro y que termine enredada en una maraña de
obsesiones y procedimientos” (EG 50): la Iglesia está obsesionada con el sexo y
enmarañada con el derecho canónico.
En tercer lugar, sus opciones ideológicas. Me
refiero a lo que dice en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium que,
aunque “no es un documento social” (EG nr 184), dice cosas muy sorprendentes. Denuncia
la tiranía de un sistema económico, el capitalista, “que mata”. Recordemos que
el “no matarás” es una conquista civilizatoria que ha contribuido a salvar la
vida humana, amenazada por los peores instintos. Bueno pues ha llegado el
momento de convocar esa conquista moral para hacer frente a los daños que
produce la exclusión y de la inequidad. La injusticia mata y eso significa que
el sistema que la provoca es criminal. Esa es la novedad semántica de Francisco:
el capitalismo no sólo es injusto sino asesino, por eso “mientras no se
resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía
de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas
estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo. La
inequidad es raíz de los males sociales” (EG, nr 202). El texto establece una
relación entre la riqueza de los ricos y la pobreza de los pobres. Se acabó por
tanto la idea, tantas veces repetida por los sectores oficiales y conservadores
o liberales del catolicismo, de que la riqueza en sí en buena. No lo será si
existe la pobreza. También invita a políticos y economistas a reflexionar sobre
las ideas “de un sabio de la antigüedad” (que no es otros que Juan Crisóstomo)
que decía “no compartir con los pobres
los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes
que tenemos sino suyos” (EG nr 57). Aquí Francisco muestra que tiene tablas y
se “tapa” echando por delante la autoridad del Crisóstomo. Y también dice: “la
solidaridad debe vivirse como la
decisión de devolverle al pobre lo le corresponde” (EG nr 189). Sorprende en
este hombre que diga lo que es obvio pero que nadie dice porque hay una conjura
general para negar que el rey va desnudo. Por ejemplo, cuando en diciembre del
pasado año, expresaba la inhumanidad consentida por todos que de tan habitual
es como una segunda piel. Decía Francisco: “no puede ser que no sea noticia que
muera de frío un anciano y que sí lo sea la caída de dos puntos en la Bolsa ”. Los ancianos mueren
de frío una noche sí y otra también, pero lo que calienta el corazón del
personal es la cartera que se lleva al pecho.
¿Qué decir ante afirmaciones tan
contundentes? Podemos pensar que estamos ante un documento más al que nadie va
a hacer caso: la Iglesia ,
no; los políticos o empresarios católicos, tampoco. Lo que vale es lo que
decían aquellas dos señoronas de Mingote, sobresaltadas porque del Concilio
Vaticano II llegaba a España la peregrina idea de la libertad de conciencia:
“tranquilas, que al cielo/cielo, iremos las de siempre”. Todo esto puede quedar
en papel mojado, salvo que la
Iglesia se lo aplique. Y aquí el Papa tiene que dar el primer
paso. No lo tiene fácil, la historia y la estructura pesan mucho... en su
contra.
3. El segundo eje de renovación es
definir el papel del cristiano en el mundo y en la Iglesia.
Sabido es que Jesús no vino a fundar
una Iglesia, sino a proponer un mensaje para todos. Otra cosa es que no todos
quieran seguirle. Los seguidores constituyen una “ekklesia”, una comunidad
espiritual cuya tarea consiste en mantener viva la llama: para que esté al
alcance de todos y para transmitirla a las generaciones siguientes.
Algo he dicho sobre la deriva de esa
comunidad espiritual que ha terminado siendo una Institución jurídica que se ha
sobrepuesto a la comunidad del espíritu. En Francisco hay como un viaje de
vuelta: de lo jurídico a lo espiritual. Para ese empeño cuenta con la
espiritualidad franciscana. El franciscanismo es una denuncia del poder
vehiculado a través de la juridicialización de la comunidad del espíritu.
Esa vuelta a los orígenes pasa por el mundo y
no por huir del mundo. Repito lo que dice en EG: “Prefiero una Iglesia herida y manchada
por salir a la calle, antes que una iglesia preocupada por ser el centro y que
termine enredada en una maraña de
obsesiones y procedimientos”. La fe cristiana ni es privada ni es
espiritual sino pública y de este mundo, como la justicia mesiánica. El
dominico francés, Marie Dominique Chenu, rescataba esa dimensión pública cuando
decía que "el materialismo es la espiritualidad de los pobres”. La comida y el vestido es la primera
lamparilla en la que hay que echar el aceite cristiano. O como dice Francisco:
“nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las
personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional… Una auténtica
fe siempre implica un profundo deseo de
cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro
paso por la tierra” (EG 170).
No va a resultar fácil esa
reconversión porque el tipo medio de cristiano está conformado por lo que Karl Rahner (y a Rahner le voy a citar más de una
vez a partir de ahora) llama “la herejía anónima”(7). Veamos en qué consiste. El hereje católico se da al interior de la iglesia, en sus mismas
bases: es muy común pero no levanta sospecha porque en vez de debilitar a la Institución la
refuerza externamente. El error de este feligrés consiste en que en su vida
real sigue normas de conducta que si las pensamos hasta el final resultarían
contrarias a lo que ese feligrés dice creer. El lo intuye y por eso no se para
a pensar en esa contradicción y la
Iglesia tampoco está interesada en exponer la fe de ese
creyente al riesgo de la reflexión. Le interesa que siga así porque sin ellos,
ella se debilitaría. Rahner había observado, en efecto, que esos cristianos no
están dispuestos, por una parte, a que su fe creyente se inmiscuya en la vida
real ni en que la vida real se implique en la vida eclesial. Pero, por otra
parte, esos mismos creyentes no cesan de invocar la tradición, la inmutable
doctrina moral de la Iglesia
y hasta una comprensión literal de la Biblia.
Para ellos "lo católico"
es sinónimo de bastión conservador y no
de apertura, invitación al debate y a la interpelación. Recuerdan un poco a
Charles Maurras: “soy ateo pero católico”. Son católicos, y con frecuencia muy
militantes, por la significación política conservadora, por la seguridad que les
presta una institución que nunca se ha entusiasmado con el riesgo y la libertad. Estos católicos privatizan la
fe y politizan la religión que es lo contrario de lo que plantean tanto Rahner
como Francisco: insuflar justicia mesiánica a la historia y llevar al seno de
la Iglesia los sufrimientos y anhelos de los hombres de su tiempo.
La consecuencia de estas derivas es una
devaluación de las palabras de la fe que se quedan vacías, sin que interpelen a
las conciencias satisfechas, ni provoquen indignación ante el sufrimientos de
los inocentes, ni despierten del sueño dogmático que les impide vibrar con la
parábola del Samaritano.
Entonces ¿qué creen los
cristianos? creen en un cristianismo de
buenos sentimientos cortado de la vida real y del mundo del trabajo. Es una fe
que consuela pero no cuestiona. Hemos olvidado que Dios es un escándalo y lo
que sería inaguantable, decía Elias Canetti, " es un Dios que fuera como
nosotros lo deseamos". Un Dios a nuestra imagen y semejanza sería una
pésima operación porque sería un ser que tendría nuestras mismas preguntas pero
ninguna respuesta.
Claro que hay en el seno de la Iglesia cristianos que ya
no están dispuestos a renunciar al uso crítico de la razón, como hasta ahora
era el caso. Pero son minorías, excepciones mal vistas. Esto no quiere decir que los que siguen en la Iglesia sean "herejes
anónimos". Hay que empezar por no juzgar ni descalificar al otro. Debería
darnos que pensar la intolerancia intraeclesial, el mal humor que provoca oír
una opinión diferente, sobre todo si es crítica, como si hubiera creyentes de
primera, "los de toda la vida", y otros advenedizos que bastante
tienen con ser tolerados. Que este mal talante se observe sobre todo en gente
más joven, resulta alarmante. Se han predicado demasiadas certezas y verdades
absolutas, lo que choca en una religión como la cristiana basada en el
misterio...de Dios. Como dice Francisco: "no a la guerra entre
nosotros" (EG, nr 98) porque haberla, hayla. Dicho esto hay que añadir lo
siguiente: que más de uno se ha
refugiado en la Iglesia
huyendo del evangelio; y no son pocos los que piensan que para ser fieles a la
verdad del evangelio tienen que salir de la Iglesia.
Para llevar adelante la renovación hay que ser
consciente de las resistencias internas, pero también ser conscientes de las
alianzas externas. Jesús muere por todos y la gracia alcanza a todo hombre y a
todos los hombres: es una oferta presente en todos los momentos de la
existencia personal y colectiva. Por eso Rahner hablaba del “cristiano anónimo”:
es el ser humano que, aunque no haya oído hablar de Jesús, vive conforme a sus
valores: ese es un cristiano aunque no lo sepa. Y es que sería muy injusto que
sólo tuvieran acceso a la salvación el grupito de afortunados que practican los
sacramentos. El cristiano anónimo debe formar parte de esa nueva ekklesia
Pero para ello se impone un cambio estructural
profundo: tendría que liberarse de un peso dogmático que ha dado un peso
excesivo a la institución y a la administración del culto. Se impone una cierta
desacralización de la Iglesia.
“El creyente, decía Rahner, para
serlo tenía que tragarse un sapo: la existencia del misterio de Dios”. Pero
sólo ese y no otros. Reconocer el misterio significa vivir abiertos a una
llamada que trasciende nuestros deseos, límites. Que es lo que hizo María con
su fiat. Si lo misterioso es la
confianza en un proyecto divino que se substancia en esa actitud -fiat- desnaturalizaríamos el
misterio si colocamos lo misterioso en un asunto fisiológico, afirmando por ejemplo
que el misterio consiste en “una concepción virginal de María”. Afirmar el misterio conlleva desmitificar
todo el resto. Rahner incluía en ese capítulo desmitificador el sacerdocio de
la mujeres, el sacerdocio temporal, el sistema de elección de los obispos e cosí via.. Hay que ser fiel al dicho
del Father Brown, la simpática criatura de Chesterton, para quien "el
Místico deja estar al misterio y explica todo lo demás".
4.
He acabado hablando de otro jesuita, Karl Rahner, porque ambos participan de la
misma mística. Podemos ver en el teólogo Rahner el camino del “político”
Francisco que tendrá que ir con más cuidado pero seguramente en la misma
dirección.
Un
¿camino peligroso? Una renovación peligrosa porque es muy exigente. El viaje a
los orígenes supone renunciar a muchas conquistas logradas durante siglos, a
veces violentamente. Renunciar a muchas prácticas tranquilizadoras. Todos
estamos tan instalados en nuestras verdades que estamos tentados de decir a ese Jesús que ha vuelto un viernes
santo para recordarnos que vamos por el mal camino, lo mismo que el Gran
Inquisidor de Sevilla le soltó al final de su terrible defensa: “vete y no
vuelvas más”.
Y
una renovación en peligro. Los que se enfrentaron al viejo Benedicto XVI siguen
ahí y no se lo van a poner fácil. Su proyecto de renovación puede acabar como la
perestroika de Gorbachov. Era una buena idea pero que no encontró apoyo ni en
la nomenklatura soviética, ni en los poderes fácticos, no en el pueblo. Este,
que había sido sometido tantos años, había perdido la conciencia de lo que
significaba y la confianza en su poder. Lo que sobrevino a la perestroika en
esos países ha sido el invierno neoliberal, el capitalismo salvaje.
Reyes
Mate (Conferencia pronunciada en un grupo de reflexión reunido en la Parroquia
San Agustín, Madrid, 6 mayo 2014)
Notas:
(1) E.
Scalfari "La rivoluzione di Francesco contro i mandarini del
Vaticano", La Repubblica, 19, 2,
2014.
(2) G.
Agamben, 2014, El misterio del mal.
Benedicto XVI y el fin de los tiempos, Adriana Hidalgo, Buenos Aires.
También Reyes Mate, 2013, "La renuncia como gesto apocalíptico",
en J.M. Laboa, V. Vide y R.Mate, El valor de una decisión, PPC,
Madrid,137-172 . La arriesgada tesis que ahí defiendo ha sido confirmada por
una voz tan autorizada como la de
Giorgio Agamben.
(3)
J. Ratzinger, 1973, Introducción al
cristianismo, Salamanca, Sígueme, 301 (el original alemán está publicado en
1961).
(4) J.
Ratzinger ( 1956, "Beobachtungen zum Kirchenbegriff des Tyconius um Liber
regularum" en Revue des Etudes Augustiniennnes.
(5)
Emil Brunner, 1951, Das Missverständnis
der Kirche, Theologischer Verlag, Zurich
(6)
Parece que era regalo de una zapatero mexicano que usaba piel de cabritilla
recién nacida
(7) Tomo estas referencias a Rahner
del escrito de Tiemo Peters "Gott oder die Kröte des Glaubens"
("Dios o el sapo de la fe. Ser cristiano según Rahner"), un
manuscrito enviado por el autor.