18/6/14

Memoria y justicia transicional

Es imposible no toparse con el concepto de justicia transicional cuando se  transita actualmente por el amplio campo de la justicia penal. Se puede discutir sobre su novedad pero no sobre su importancia. Si queremos garantizar el desarrollo de los derechos fundamentales hay que tomársela muy en serio; si queremos abordar con rigor la superación de un conflicto violento, es decir, si queremos poner bases sólidas para acabar con la violencia y que el pasado violento no se repita, tenemos que colocar en el epicentro de la escena a la justicia transicional.
Nadie discute su importancia pero sí su novedad. Hay quien piensa que es una novedad absoluta en la historia del derecho, mientras que otros sostienen que la cosa viene de muy atrás. Puede que así sea pero lo cierto es que hoy ha tomado una forma hasta ahora desconocida. Si en el pasado mandaban los intereses de los agentes políticos, hoy prima algo así como la justicia a las víctimas o, dicho de otra manera, la justicia por los crímenes perpetrados en ese contexto de violencia o terrorismo.

1. ¿Una justicia transicional de los antiguos?
Hay quien, como John Elster, piensa que "la justicia transicional democrática  es tan antigua como la democracia misma"(1). Es vieja esta figura jurídico-política especializada en saldar cuentas con el pasado y que aparece en los momentos de transición de un régimen político a otro, por ejemplo, de la dictadura a la democracia. En la medida en la que el nuevo régimen llega con pretensiones de justicia tiene que habérselas con los atropellos del régimen anterior, sobre todo cuando éste ha sido una dictadura.
            Las reacciones del nuevo régimen a las injusticias del antiguo han sido muy variadas. Los atenienses, por ejemplo, cambiaron de estrategia en menos de diez años. La transición de la dictadura del Consejo de los Cuatrocientos a la democracia de Atenas, en 411 aC, puso en marcha una justicia transicional dura y exigente porque lo que se buscaban los nuevos dirigentes era el castigo de los dictadores y la reparación del daño causado a los demócratas. Actitud muy diferente fue la que presidió la transición de la dictadura de los Treinta Tiranos a la democracia en el año 403 aC. Fue una transición dispuesta a poner todos los medios a su alcance para lograr la reconciliación, de ahí el decreto de amnistía. Con la amnistía no sólo se borraban los delitos cometidos sino que perseguía algo mucho más contundente, a saber, condenar a quien recordara. Prueba de la seriedad de la medida es esa pena de muerte, que según cuenta Aristóteles en La Constitución de Atenas, fue aplicada a un exiliado recién llegado a Atenas, que osó recordar sus males pasados. El resultado fue que "después de que este hombre fuera muerto, nadie más quebró la amnistía" (Elster, 2006, 29). La memoria resultaba letal para quien la practicara pero no porque los recuerdos propios resultaran insoportables sino porque la autoridad política no los toleraba ya que había anclado la legitimidad de su poder en una supuesta “reconciliación nacional” que se sentía amenazada por la memoria de los crímenes cometidos por una de la partes "reconciliadas".
            Suerte dispar corrieron igualmente las transiciones políticas que tuvieron lugar en Francia en el momento de la Restauración de 1814 y la de 1815. La primera fue blanda, pese a que la aplicaron los derrotados por la Revolución de 1789 que volvieron sin haber aprendido nada ni olvidado nada del exilio. Tan blanda que permitió el regreso del propio Napoleón Bonaparte.  No hubo juicios, ni justicia política, sino sólo unas pocas purgas en la administración pública. La segunda Restauración fue mucho más dura, consciente de que la mano blanda había facilitado el resurgir de Napoleón.
            Lo propio de esta vieja justicia transicional es que el pasado es visto desde la óptica del presente, es decir, desde los intereses presentes de los que ahora mandan. Si conviene, abrimos la mano y pasamos página; si no conviene, que las paguen todas juntas. En esas prácticas se retuerce el derecho para complacer a los príncipes y nada hay que invoque el sufrimiento de las víctimas, sobre todo si éstas ya no están ahí. Si el centro de gravedad de la justicia es el presente, será inevitable la querencia a pasar página o a canjear justicia por paz.
Es difícil imaginarse en esos casos a un juez que, en base al mero derecho, aunque este sea el internacional, procese a un exmandatario de un gobierno de otra nacionalidad, y eso contra la opinión de la fiscalía del propio país. Es inimaginable en esa justicia transicional de los antiguos un caso que se parezca al procesamiento de Augusto Pinochet, llevada a cabo por iniciativa de un juez independiente, Baltasar Garzón, contra el parecer de los unos (la fiscalía española) y la indignación de los otros (del gobierno español y del chileno).
            Si se juzga el pasado en función del presente, lo lógico es pasar página. Esto interesa, desde luego, a los antiguos verdugos, pero también a los nuevos amos que valoran más la pacificación que la justicia. En ellos puede más el deseo de paz  que el de hacer justicia con el pasado. Este mecanismo se observa, por ejemplo, incluso en los protagonistas de la Revolución Francesa que no castigaron a las antiguas cúpulas por delitos pasados, ni compensaron al campesinado por lo que les habían robado. Los cargos presentados contra los aristócratas durante el Terror se basaron en lo que habían hecho después de la Revolución. Asimismo sería inexacto decir  que la abolición de los deberes feudales fue la “reparación de una injusticia pasada. Los decretos del 5 de agosto de 1789 apuntaban a eliminar la injusticia de cara al futuro, sin ninguna compensación adicional por injusticias pasadas" (Elster, 2006, 66).
Como se pone el acento en la convivencia actual, el interés por las injusticias pasadas decrece conforme se alejen del momento actual. Hay un texto de J.Stuart Mill, tomado de su Principios de economía política, que expresa muy bien el fatal destino de la justicia transicional tal y como hoy la entendemos: dice el filósofo inglés: “ después de algún tiempo, la tenencia que no fue cuestionada legalmente se convierte en un título de propiedad.  Así ocurre en todo el mundo. Incluso en el caso de que la posesión fuere injusta, el despojo de los poseedores actuales -probablemente bona fide, después de transcurrida una generación-, haciendo revivir un derecho que ha estado oculto durante mucho tiempo, sería, por lo general, una injusticia mayor y casi siempre ocasionaría más daño público y privado que dejar sin expiar la injusticia original. Puede parecer un poco fuerte que un derecho que en un principio era justo, desaparezca por el mero paso del tiempo; pero transcurrido cierto tiempo…la balanza de la injusticia se inclina hacia el otro lado. Sucede con las injusticias de los hombres lo que con los desastres de la naturaleza, que cuanto más se tarda en repararlos, mayores son los obstáculos para llevar a cabo la reparación, por la malezas que hay que arrancar o abatir"(2). Revolver el pasado puede suponer “una injusticia mayor que dejar sin expiar la injusticia originaria”.  
Este texto es muy significativo. El paso del tiempo se convierte en árbitro de la justicia, en principio de lo justo e injusto. La justicia tiene que luchar contra la historia. Suena entonces a sarcástica la tesis hegeliana que entroniza a la historia como tribunal del mundo (“die Weltgeschichte als Weltgericht”) porque la historia, el paso del tiempo, está preñado de olvido.
Pero ¿es eso así? ¿“el paso del tiempo” borra realmente el pasado?. Por “paso del tiempo” entendemos un espacio temporal en el que nadie ha querido hacer valer ese pasado injusto, de suerte que la historia de unos y otros se ha ido conformando sin que ese pasado haya tenido peso alguno. Y si, de repente, viene alguien reclamando unas tierras que robaron al bisabuelo o justicia por un asesinato perpetrado contra el abuelo, se le dirá que no es de este mundo, que está anclado en el pasado, como un espectro. Hacer caso a esas demandas es lo que, a los ojos de Stuart Mill causaría una injusticia mayor que la que se quiere reparar.
El error de este planteamiento consiste en pensar que existe “un espacio temporal en el que nadie ha querido hacer valer ese pasado injusto”. La víctima lo ha querido hacer valer pero su voz ira inaudible. Para ella el tiempo no pasa, sino que está suspendido, esperando que se le haga justicia. Es verdad que la historia de unos y otros se ha conformado sin que ese pasado haya tenido peso alguno. La historia de España durante el franquismo se hizo sin que pesara la II República; y en el Chile de Pinochet poco juego podía tener Allende, pero eso no significa que la historia real sea el tribunal de la historia.
La realidad es, en cualquier caso, algo más que lo que ha ocurrido de hecho, algo más que la pura facticidad. De la realidad forman parte los no-hechos: lo que pudo ser y no se lo permitió, incluso lo que tuvo lugar pero fue derrotado y así sepultado por el peso de los triunfadores. Allende era el espectro de Pinochet, como la democracia del franquismo. No hay que confundir ausencia con “espacio temporal” vacío. Gracias a esos espectros del pasado hoy hablamos, en España, más de República que de franquismo; y, en Chile, de Allende más que de Pinochet.

            2. La justicia transicional de los modernos.
Si, como quiere Elster, incluimos en la historia de la justicia transicional estas prácticas políticas que tenían en cuenta los crímenes de los regímenes anteriores pero que los enjuiciaban según la conveniencia del momento, habrá que distinguir entre la justicia transicional antigua y la moderna. Dónde colocar el corte, he ahí un tema harto vidrioso. Todo depende del criterio de división que adoptemos.
Si tomamos como criterio de división el derecho, es decir, la respuesta legal a los crímenes cometidos por un régimen anterior, tal y como hace Ruti Teitel(3), podemos ubicar a la justicia transicional moderna en el siglo XX que ha conocido un gran desarrollo de esa justicia con  tres fases bien delimitadas. La primera  se remontaría al Tratado de Versalles con el que los aliados castigan a la Alemania que al desencadenar la Primera Guerra Mundial es culpable de los “daños y pérdidas infligidos a los gobiernos aliados”. En ese caso ya se recurre al derecho penal internacional para castigar a un país entero y también para determinar responsabilidades individuales.
Pero es en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial cuando se despliegan las potencialidades de la justicia internacional. El buque insignia de esa práctica es el Juicio de Nürenberg,  que penalizó crímenes de Estado a partir de exigencias del derecho universal. Ese enfoque tuvo desarrollos tan decisivos como la regulación internacional de los conflictos armados y la Convención contra el Genocidios, de 1948  (Teitel 2011, 142).
La guerra fría supuso un freno a esta dinámica y hubo que esperar a la caída del muro de Berlín y el derrumbe de la Unión Soviética para que se iniciara una nueva modalidad de justicia transicional en el contexto de transiciones a la democracia a partir de regímenes totalitarios o represivos. Esto ocurre en los nuevos Estados que emergen de la descomposición del imperio soviético, pero también en muchos Estados de América Latina y Africa, alcanzados por la onda expansiva que vino de la ex - Unión Soviética, sin olvidar casos como el de España y Portugal que tuvieron lugar en plena guerra fría.
Para esta segunda fase, desarrollada en tiempos de la posguerra  fría, el modelo Núrenberg no vale. Primero porque las transiciones se hacen desde el propio país y, con frecuencia, por los mismos protagonistas del régimen anterior. Aunque el derecho internacional juega un papel, el acento es nacional. No se da la situación de vencedores y vencidos que explica el juicio de Nürenberg. En segundo lugar, esas transiciones se hacen en situaciones precarias: un poder judicial sin suficiente autonomía, leyes de autoamnistía y sociedades profundamente divididas.
Aparecen entonces  problemas transicionales que desbordan el campo de lo penal o jurídico, tales como  sanar heridas, lograr la reconciliación o  conocer la verdad de lo ocurrido con los desparecidos. Son preocupaciones muy reales pero que han sido consideradas ajenas del todo o en parte al derecho. Se produce entonces una extraña situación: se incorporan al lenguaje  de la “justicia transicional” prácticas extrañas al derecho, como las Comisiones de la Verdad,  pero al precio de “hacer concesiones cruciales al derecho” para poder llevarlas a cabo (Teitel, 2011, 148).
Si el buque insignia de la primera fase era el Juicio de Núrenberg, el de esta segunda son las Comisiones de la Verdad; si lo que guiaba a la primera era la aplicación del derecho penal internacional, lo que guía a esta segunda es la atención a la pluralidad de daños causados por la violencia a la sociedad.
Esta situación incomoda al derecho porque entiende que, por un lado, “se sacrifica el objetivo de la justicia por la meta más modesta de la paz”, (Teitel, 2011, 153). Por otro se canjea verdad por amnistía, como hizo la Comisión de la Verdad en Suráfrica,  algo que a los juristas suena a impunidad.
No sólo se sacrifica el derecho a la paz o la verdad, sino que privatiza de alguna manera la justicia transicional al situar la reconciliación en el marco de un encuentro entre víctimas y victimarios.
Hay en esta fase como una cierta desnaturalización de la justicia  al sustituir el rigor del derecho por un lenguaje moral o religioso –hablar de perdón, culpa, reconciliación- que transforma el derecho en una religión secularizada.
Sin olvidar finalmente el atentado que todo supone al Estado liberal que es el caldo de cultivo de una justicia independiente y universal. Ahora se introducen categorías teológicas en la esfera pública lo que acarrea una privatización del derecho(4).
Todo esto ha permitido, por un lado, un desarrollo espectacular de la justicia transicional, implicando a amplios sectores sociales y no sólo a los jurídicos. Pero que para nuestra autora ha sido al precio de desnaturalizar la justicia ya que con tantos elementos extraños al derecho no se sabe si todavía estamos en el terreno de la justicia o en el de la teología. Preocuparse por la verdad, el perdón o la culpa es digno de encomio, pero está por saber si eso contribuye a resolver las injusticias cometidas o a distraerlas (Teitel, 2011, 164).
Con el cambio de siglo se produce un cambio de tendencia, lo que nos permite hablar de una tercera fase, caracterizada por la normalización de la justicia transicional. Ha dejado de ser una capítulo especial debido a situaciones excepciones y se ha convertido es un aspecto necesario del Estado de Derecho. Esa normalización de la justicia transicional tiene que ver con la normalización del conflicto, de la fragmentación política o de la debilidad de los Estados, en una palabra, de lo que constituye este mundo nuestro que camina entre la posmodernidad y la globalización.
Cobra fuerza en nuestro mundo el derecho internacional humanitario pero proyectado no sólo hacia instancias internacionales como la Corte Penal Internacional, sino también hacia los Estados.

            Esta normalización de la justicia transicional no despeja todas las dudas del jurista en la etapa anterior. Porque si ya no hay diferencia entre el funcionamiento del Estado de Derecho en una sociedad democráticamente consolidada y otra en transición, lo que se desprende es una pérdida de rigor en la aplicación del Estado de Derecho en una sociedad democrática consolidada. Al fin y al cabo, la justicia transicional va ligada a circunstancias políticas excepcionales, de ahí la flexibilidad en su aplicación; sin olvidar, por otro lado, todas esas adherencias meta-jurídicas con las que se ha cargado o recargado la justicia transicional en la etapa anterior (Teitel, 2011, 169).

          3. La continuidad del Estado y la parcialidad representativa del Estado, dos principios explicativos de la justicia transicional.
            Si nos preguntamos por la división en tres fases que propone Ruti Teitel, tenemos que decir  que resulta paradójica. En efecto, si el criterio de análisis es el derecho, entonces tendríamos ante nosotros la curiosa paradoja de que lo más novedoso de la justicia transicional es lo que menos relación tiene con el criterio de la división en fases: el derecho. Ahora bien, el que categorías como perdón, paz, verdad o reconciliación casen mal con el derecho penal no significa que no tengan que ver con la justicia, al menos con el concepto filosófico de justicia.
            Decir que esos elementos son extraños al derecho porque provienen de otras tradiciones de pensamiento, como la teología, no es decir mucho porque, como bien vió Hegel, la religión pertenece a la historia de la racional y, sin ir tan lejos, el jurista Carl Schmitt reconoce que no hay una sola categoría política que no tenga un antecedente teológico. El problema no son los orígenes o el pedigrí sino la capacidad de metabolización de esas categorías en conceptos de justicia. La pregunta que nos tenemos que hacer es si la preocupación por la verdad o por la paz o por el perdón o por la reconciliación o por la culpa, tienen que ver con la justicia o son meras prédicas morales. A nadie se le oculta que la respuesta depende de cómo entendamos la relación del derecho con la justicia: ¿agotan la leyes el campo de la justicia? ¿cabe hablar de una relación entre justicia y verdad o justicia y paz o justicia y culpa?. Volveremos luego sobre ello.
            Para poder explicar la novedad de la justicia transicional importa aclarar  cómo se hace presente la víctima y no sólo el crimen o, mejor, dicho, tenemos que entender que el crimen, la figura jurídica central en el derecho penal, emerge de la mano de la víctima, que es el sujeto real de la justicia.
            Pues bien, la visibilización de la víctima tiene que ver con el Estado, con un cambio en la apreciación del Estado. Ese cambio tiene dos movimientos que son productos de experiencias políticas históricas y que podemos agrupar en torno a estas dos proposiciones: el principio de la "identidad o continuidad del Estado" y el de la “parcialidad representativa del Estado".
            3.1. Lo que dice el primer principio es que “el Estado continúa siendo el mismo, a los efectos del ordenamiento jurídico internacional, cualquiera que sea el cambio o cambios ocurridos en su organización interna” (Chinchón, 2009, 343). Consecuente con este principio Napoleón declaró cuando se hizo con el poder ; "asumo la responsabilidad de lo que ha hecho Francia desde los tiempos de Carlomagno hasta Robespierre"(5) .
            El Estado español o brasileño es el mismo aún cuando en un tiempo haya tomado la forma de un gobierno dictatorial seguido de otro democrático. Y esto vale particularmente para los compromisos internacionales  de suerte que  si nos preguntamos qué papel debería jugar el derecho internacional en un proceso de transición, habría que decir que “el mismo que si ese proceso no se hubiera iniciado, no se estuviera desarrollando o no hubiera culminado con mayor o menor éxito”  (Chinchón, 2009, 344). Los cambios de gobierno no modifican la responsabilidad adquirida. Esto significa que los procesos de transición no son circunstancias que justifiquen lasitud alguna en el cumplimiento de las obligaciones legales. Si no se cumplen no es porque la justicia decaiga sino porque la violencia –cualquiera que sea su forma: presión militar o flojera de los jueces- lo impide. Tampoco vale decir que las obligaciones derivadas del derecho internacional afectan sólo al tiempo político llamado de transición, de suerte que una vez cancelado oficialmente éste, lo que entonces no se cumplió, debe declararse  periclitado. Si el Estado no fue capaz de juzgar a los torturadores en su momento, habrá que esperar tiempos mejores, pero lo que no se puede es pasar página una vez concluida oficialmente la transición política. A esas formas de prescripción, amnistías o leyes de punto final habrá que decir lo que estableció la Corte IDH, a saber, que “considera que son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendían impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias,  y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos” (Chinchón, 2009, 351).
            La voluntad de los políticos que pilotan una transición no puede suspender la responsabilidad de los jueces que tienen que cumplir las leyes vigentes. La transición política no puede ser un tiempo de rebajas legales. Como dicen el ex-fiscal anticorrupción,  Carlos Jiménez Villarejo, y el magistrado Antonio Doñate, analizando la sentencia del Tribunal Supremo español (del 27/2/2012) contra el juez Garzón, la judicatura española se negó a aplicar las normas positivas, vigentes cuando se produjeron los hechos, que la obligaba a perseguir los delitos. Muchos de los crímenes franquistas que siguen impunes, lo son porque contravinieron leyes republicanas y acuerdos internacionales vigentes cuando los golpistas atentaron contra la legalidad en vigor. Sin olvidar, por un lado, acuerdos internacionales, como "la cláusula Mertens"(6) y, por otro, que de acuerdo con el Derecho Internacional Humanitario, hay delitos que por su gravedad son siempre perseguibles. Si los jueces no cumplieron con su papel, sumándose incondicionalmente, salvo excepciones, al proyecto de olvido de los políticos, no fue en nombre de la legalidad sino en su contra. En modelos de transición política "a la española"(7), la primera víctima noes la justicia transicional, sino la justicia tout court.
            Si fuera para recordar estas obviedades, no tendría sentido hablar de justicia transicional. Si se hace es porque hay algo más que la pura legalidad. Es porque el Estado tiene que hacer cargo de una responsabilidad política de la que hay que hablar.
            Hanna Arendt entiende  que hay que hablar de una “responsabilidad colectiva” para designar ciertas encrucijadas políticas que quedan fuera del campo “legal” y de lo “moral”. Aunque lo legal y lo moral son bien distintos, tienen, sin embargo, en común que “hacen siempre referencia a la persona y a lo que la persona ha hecho” (Arendt, 1999,9)  No cabe hablar pues  de legalidad o moralidad colectivas. Para que haya  responsabilidad colectiva han de darse dos condiciones, a saber, que se haga responsable a alguien de algo que no ha cometido y que se de la pertenencia a un grupo, pertenencia que un acto de su voluntad no puede disolver. Pues bien, este tipo de responsabilidad es siempre política tanto si aparece en la forma más antigua de una comunidad que hace suyo lo que alguien haya hecho  en particular (matar al padre), como si la responsabilidad colectiva deriva de que alguien ha hecho algo en nombre de esa comunidad a la que pertenece  (matar en nombre del "pueblo vasco”). La comunidad hace suyo lo que se haya hecho en nombre de ella. La responsabilidad colectiva alcanza a todas las comunidades políticas: toda nación, todo gobierno  recibe un patrimonio que hace suyo. Y esto vale incluso para los gobiernos revolucionarios que, más allá de sus diferencias, están atados por la continuidad del Estado. Es que recoge Napoleón en la ya citada frase de “asumo la responsabilidad de lo que ha hecho Francia desde los tiempos de Carlomagno hasta Robespierre”. Dice que lo que aquellos hicieron , también lo hicieron en su propio nombre, pues él pertenece a esa nación en cuyo nombre lo hicieron.
            Se impone entonces distinguir bien entre responsabilidad política y culpabilidad moral o legal, sin que se contradigan.
            Existen, sin embargo, casos en los que los criterio morales y los políticos entran en conflicto. Es lo que ocurre en los que dan origen a la “responsabilidad colectiva”: son hechos en los que uno no ha participado, pero de los que derivan responsabilidades que le afectan por pertenecer a ese colectivo. La responsabilidad deriva del hecho que ese colectivo, o quien lo representa, ha tomado decisiones que han resultado fatales para terceros. El que yo no haya participado directamente o me haya mostrado indiferente o incluso que lo haya reprobado en la intimidad, no exime de responsabilidad por lo hecho y, por tanto, por la reparación.
            Más allá de los agentes directamente implicados -víctimas y victimarios- hay un deber de justicia que alcanza al conjunto de la sociedad y que  tiene por objeto los daños personales y sociales derivados de aquellas acciones que se hicieron en nuestro nombre. Esta justicia puede tomar múltiples formas: desde las Comisiones de la Verdad hasta actuaciones artísticas que recuerden injusticias concretas o cobardías colectivas, pasando por relatos que cuenten la fragilidad de un patrimonio acumulado bajo el moto "el robo es punible; el fruto del robo, sagrado".
            3.2. El otro factor que interviene es el descubrimiento de "la parcialidad representativa del Estado moderno". El hombre moderno o ilustrado entra en la escena histórica armado de una convicción innegociable, a saber, la idea de que el ser humano por ser racional posee una dignidad en virtud de la cual no obedece ninguna ley salvo la que se de simultáneamente a sí mismo. El hombre ilustrado no acepta más ley que la que él se da, es decir, es al tiempo legislador y súbdito. Está pues guidado por la firme convicción de que cualquiera que sea la institución política que se dé, tiene que estar fundada en su autonomía, en una decisión libre.
            Hegel da un paso más e identifica esa institución en el Estado al que otorga la insuperable distinción de "totalidad ética", una expresión que suena grandiosa aunque un tanto paradójica, al fin y al cabo ética remite a libertad y eso parece casar mal con la idea de totalidad. Pero si Hegel arriesga tanto con el lenguaje es porque considera que con la figura del Estado el ser humano toca el techo de la construcción política. Es el no va más porque el Estado consigue conciliar los intereses de los individuos con el de la comunidad. El individuo hará bien someterse a los mandatos del Estado porque lo que en el fondo hará es proteger sus propios intereses. Hobbes había dicho algo parecido, eso sí con un lenguaje mucho más descarnado o materialista, al plantear en El Leviatan el pacto social entre el Estado y los individuos: estos  entregan al Estado el monopolio de la violencia a cambio de que proteja sus vidas y haciendas.
            Con estos materiales se han construido la virtud del patriotismo en cuyo nombre tantos miembros del Estado han entregado sus vidas por un presunto bien común. Las guerras se han alimentado con estas ideologías. Pero cabe preguntarse si esas muertes o sacrificios por la patria significaban de alguna manera la realización de los sacrificados.
            Puestos que estamos ante una figura superior, adornada con el título de "totalidad ética", habrá que preguntarse si la construcción de los Estado y su mantenimiento ha respondido a esa máxima exigencia. El Estado ¿ha representado los intereses de todos o de una parte?. Hegel, el gran defensor del modelo, lo tiene claro: los Estados se han construido primero excluyendo a unos, considerados extraños, y sacrificando a otros, que eran de los nuestros. La historia, que es una forma abstracta de nombrar los procesos de construcción de los pueblos, es como una inmensa ara sacrificial  en el cual " han sido sacrificadas la dicha de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos" y ante el que "siempre surge al pensamiento necesariamente la pregunta: ¿a quien , a qué fin último ha sido ofrecido este enorme sacrificio?"(8).  Lo llamativo no es la pregunta final, sino lo que dice antes, a saber, que la historia se ha construido sacrificando la dicha de los pueblos, la sabiduría política y la virtud de los ciudadanos. Y eso le sorprende porque esa brutalidad no le parece propio del homo sapiens. Está claro que aquí Hegel no se inventa nada, sino que resume la historia de la violencia.
            Lo que pasa es que a Hegel el asombro humanitario le dura dos páginas porque enseguida zanja el asunto: las víctimas son el precio del progreso y como este es indiscutible, las víctimas son in-significantes. ¡Qué le vamos a hacer!. ¡Vae victis!.       Hay una parte de la sociedad para el que el Estado no ha sido representativo, es decir, no ha cumplido su papel y se le pueden pedir responsabilidades. Walter Benjamin radicaliza la crítica al decir que "para los oprimidos el estado de excepción es permanente". Hay una parte de la sociedad para la que el Estado, ni siquiera el Estado Derecho, es significativo. Viven, al interior del mismo, bajo la cláusula del estado de excepción, es decir, viven privados de sus derechos porque estos han sido suspendidos para ellos.
            El Estado, tanto en su versión hobbesiana como hegeliana, han invisibilizado a las víctimas.
            3.3. Estos dos momentos - me refiero al “principio de la identidad o continuidad del Estado” y al de la “parcialidad representativa del Estado-  aclaran mejor la aparición reciente de la justicia transicional.
            El primero de esos principios explica la responsabilidad del Estado que ha sobrevenido al tiempo de dictadura, por ejemplo, por hechos que ni él ha cometido ni han tenido lugar en su tiempo. El Estado democrático es, sin embargo, responsable de los crímenes pasados porque la responsabilidad no deriva exclusivamente de los actos libremente realizados, sino que hay también responsabilidad por la herencia recibida.  No se trata de sentirse competente para tomar decisiones políticas sobre hechos que pesan sobre el presente (eso sería restaurar el modelo antiguo de justicia transicional), sino de saberse legítimamente interpelado por las injusticias pasadas.
            El segundo afecta a la sociedad. No hay razón de Estado que dispense a la sociedad de su derecho a pedir cuentas al Estado ( o las instituciones del Estado) o a tomar a iniciativa para que se reparar daños pasados. Es lo que en España, por ejemplo, está ocurriendo con las Asociaciones para la Recuperación de la Memoria Histórica: piden al Estado y piden a los jueces que en nombre de leyes internacionales vigentes exhumen e identifiquen  cadáveres que yacen en fosas comunes desde hace más de setenta años.
            Desde este doble supuesto se abre considerablemente el marco de la justicia transicional puesto que debería hacerse cargo de todos los daños causados que no hayan sido objeto de la justicia. Los daños son múltiples y esto explica las muchas variantes de la justicia transicional: hay quien pone el acento en conocer los hechos y entonces se prima el derecho a la verdad; otros, en la convivencia y convierte a la justicia en un momento der reconciliación; y para aquellos que lo decisivo sea el castigo al culpable, la justicia transicional es sobre todo derecho penal.

            4. Memoria y justicia transicional.
            Lo que sí se puede decir es que los contenidos de la justicia transicional están muy  ligados a la memoria de la injusticia. A mayor músculo anamnético, justicia transicional más ambiciosa. Y la más constreñida será aquella que identifique la justicia con el derecho penal. Expliquemos esto.
            1º La legalidad no explica por sí misma ni el gesto de Napoleón, asumiendo una responsabilidad histórica, ni tampoco la figura de la Comisión de la Verdad con la que la víctima busca saber lo que pasó o que la pidan perdón
            2º Hay un desplazamiento de la justicia: de castigo al culpable a atención a la víctimas. No hay que entenderlo como impunidad sino como forma más ambiciosa de justicia
            3º Procede entonces partir del daño a la víctima que es múltiple. La violencia política ejercida por regímenes totalitarios , por ejemplo, provocan daños individuales pero también sociales
            4º Hacer justicia en esos casos implica  depurar responsabilidades penales, morales y políticas.
            Las responsabilidades penales y morales, aún siendo diversas, tienen en común que son individuales e intransferibles, por eso hablamos de culpa. Culpables son los individuos. La justicia penal se substancia ante un tribunal competente y la moral, ante el tribunal de la conciencia.
            5º Los daños sociales convocan responsabilidades que afectan a un conjunto de ciudadanos, es decir, que no son necesariamente individuales y que son transferibles de una generación a otra.
            6º Los daños a la sociedad que ha podido causar la violencia represora convoca no una forma menor de justicia sino una mayor. Esta afirmación nos remite a un debate antiguo sobre la naturaleza del crimen: un atentado a la ley o a la sociedad. De la respuesta que demos depende que entendamos la justicia como restauración de la autoridad de la ley ("dejando caer sobre el autor todo el peso de la ley") o reconstrucción del daño hecho a la sociedad (fundamentalmente, el crimen divide y empobrece a la sociedad). Es el debate entre Kant y Hegel(9).
            El peligro que encierra es interpretar, en el caso de Kant, la justicia como mera punición del culpable; y en el caso de Hegel, como impunidad.
            7º Lo decisivo en estos conflictos es la memoria de las víctimas que no implica olvido de la ley sino reconocimiento de que tanto la construcción del derecho, en particular, como la de la historia, en general se ha construido invisibilizando el sufrimiento de una parte de la sociedad. Hay una parte de la sociedad a la que no alcanza el derecho y contra quien va la lógica de la historia.
            No alcanza el derecho, en efecto, a los oprimidos para los que "el estado de excepción es permanente", según declara Benjamin en la Tesis Octava. Y contra ella va la lógica con la que se construye la historia, a saber, el progreso que da por descontado que produzca víctimas
            8º Las víctimas no son el precio de la paz sino el sujeto de la paz. Y lo son en tanto en cuanto se las considera sujetos de la injusticia o de la violencia injusta. No cabe canjear paz por justicia, ni paz por verdad. Eso sería confundir paz con olvido.            La memoria de la injusticia es capaz de relacionar paz y verdad con justicia. La memoria de las víctimas significa, en efecto, no sólo la centralidad de la víctimas a la hora de impartir justicia, sino también reconocer que nuestro presente, tan democrático como quiera verse, es el resultado de un acuerdo o consenso logrado sobre mucho sufrimiento fundamentalmente invisibilizado, esto es, significa reconocer que la historia se ha construido sobre el olvido de las víctimas.
            Todo se ha sacrificado a la paz. Y la paz es un valor político supremo porque supone la negación de la violencia. Pero conviene entenderlo bien. La paz no puede ser vista sólo como el sometimiento callado a los violentos o a los militares o a los golpistas venidos a menos pero con capacidad de maniobra. Tampoco claro como el olvido de la injusticia. La paz debe significar la renuncia a la violencia a la hora de construir la realidad. Pero eso sólo es posible si reconocemos la violencia pasada perpetuada luego bajo formas más flexibles que han dado paso a la transición.
            Ese reconocimiento de la violencia subyacente es un ejercicio de verdad por eso hay que reconocer el peso de la violencia. Y es también un ejercicio de justicia, siempre y cuando se reconoce la injusticia cometida, incluso más allá de toda posibilidad de reparación. La memoria de la injusticia es un momento esencial de esa justicia, sin olvidar que hay formas de sanción social contra el crimen distintas a la pena de cárcel.
            9º Nada de esto es impunidad aunque al introducir la verdad y la memoria como momentos de la paz, podemos modular de muchas maneras la práctica de  la justicia, sobre todo la justicia penal. Contribuye más a la justicia el reconocimiento del daño causado que el castigo en la cárcel.
            10º. El objetivo de la memoria de las víctimas es la paz, efectivamente, pero entendida como un proceso que pasa por la reparación de lo reparable y memoria de lo irreparable; por el reconocimiento del daño causado (arrepentimiento); por la petición de perdón; y por una buena dosis de generosidad.
Se lo debemos a la nuevas generaciones, a las mismas a las que se dirigía Manuel Azaña, el  Presidente de la Segunda República Española, quien, al año de comenzar la guerra civil, se dirigió a sus compatriotas pidiendo "paz, piedad, perdón"(10).
            Abogaba por la paz, que era el objetivo prioritario. Y la veía como consecuencia de un perdón. Había que perdona porque había una culpa ya que quien recurre a las armas para solucionar un conflicto político, siembra el mundo de sufrimiento. Azaña reconoce en los muertos de la Guerra Civil a verdaderos héroes Pues bien, incluso esos, los héroes, son culpables y tienen que pedir perdón. Y, finalmente, la grandeza de la compasión que nos invita a fijarnos en el sufrimiento ajeno más que en el propio.

Reyes Mate (Mayo del 2014)

Notas:

(1) Elster, J., 2006,  Rendición de cuentas. La justicia transicional en perspectiva histórica, Katz, Buenos Aires, 17.
(2) El  texto, tomado de  J.S. Mill Principios de economía política, es citado por Elster, J., 2006, 201.
(3) Ruti Teitel, "Genealogía de la justicia transicional", en Justicia transicional. Manual para América Latina, Brasilia, 2011,  Publicado por la Comisión de Amnistía del Ministerio de Justicia de Brasil, 135-173.
(4) La autora invoca la autoridad de Habermas para denunciar estas prácticas. Es una invocación indebida ya que Habermas defiende la presencia pública de toda voz social, incluída la de las tradiciones religiosas, a condición de que defiendan sus argumentos en un lenguaje comunicable. Cf, Reyes Mate, “La religión en una sociedad postsecular”, Claves de la Razón Práctica, nº 181, abril 2008,  pp. 28-34.
(5) Hanna Arendt , 1999,  "Nazismo y responsabilidad colectiva", en la revista Claves de la razón práctica nº  95, septiembre de 1999,  p. 9 (traducción de A. Serrano de Haro).
(6) "La cláusula Mertens dice que "los pueblos y los beligerantes quedan bajo la salvaguardia y el imperio de los principios de derechos de gentes...", en Jiménez Villarejo, C., y Doñate, A., 2012, Jueces pero parciales. La pervivencia del franquismo en el poder judicial, Pasado&Presente, Barcelona, 209 y ss.
(7) Así lo reconoce John Elster: “El caso español es único dentro de las transiciones a la democracia,por el hecho de que hubo una decisión deliberada y consensuada de evitar la justicia transicional”. Amnistía parcial de 1976: salida de presos políticos. Ley de Amnistía en 1977: ley de punto final para evitar procesamientos de los miembros del régimen saliente (Elster, 2006, 81).
(8) Hegel, 1970,  Werke , 2, 35; traducción de José Gaos en Hegel, 2005, Lecciones sobre filosofia de la historia universal,  Alianza,  Madrid, 144.
(9) Para el desarrollo de este punto remito a Mate, Reyes, 1991, La razón de los vencidos, Anthropos, Barcelona, 62-71.
(10) Decía Azaña: " es obligación moral sacar de la musa del escarmiento el mayor bien posible. Y cuando la antorcha pase a otras generaciones, piensen en los muertos y escuchen su lección: esos hombres han caído por un ideal grandioso y ahora que ya no tienen odio ni rencor, nos envían el mensaje de la patria que dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón", discurso radiofónico del 18 de julio de 1938.


Bibliografía

- Arendt , H., "Nazismo y responsabilidad colectiva", en la revista Claves de la razón práctica, nº 95, septiembre de 1999, 4-11 (traducción de A. Serrano de Haro).
- Elster, J., 2006,  Rendición de cuentas. La justicia transicional en perspectiva histórica, Katz, Buenos Aires
- Hegel, 1970,  Werke , Suhrkamp, Frankfurt,  2 ( traducción de José Gaos en Hegel, 2005, Lecciones sobre filosofía de la historia universal,  Alianza,  Madrid.
- Kant,2008, Metafísica de las costumbres, Alianza Editorial, Madrid
- Jiménez Villarejo, C., y Doñate, A., 2012, Jueces pero parciales. La pervivencia del franquismo en el poder judicial, Pasado&Presente, Barcelona
- Mate, Reyes, 1991, La razón de los vencidos, Anthropos, Barcelona
- Mate, Reyes, 2008, “La religión en una sociedad postsecular”, Claves de la Razón Práctica, nº. 181, abril 2008,  pp. 28-34.
- Teitel, Ruti, 2011,"Genealogía de la justicia transicional", en Justicia transicional. Manual para América Latina, Brasilia, 2011,  Publicado por la Comisión de Amnistía del Ministerio de Justicia de Brasil, 135-173