27/9/20

La nueva ley de memoria democrática, a examen

                 No han pasado en vano los trece años que van desde la primera ley de Memoria Histórica, en el 2007, y esta nueva cuyo proyecto acaba de ser aprobado por el consejo de ministros. Ha crecido en la sociedad el concepto de memoria y por eso en la nueva ley el Estado se encargará de oficio de abrir las fosas comunes, se declararán nulos juicios y sentencias que operaron sin garantías procesales y se rehabilitará el Valle de los Caídos.

                    Es el momento pues del debate público sobre lo grande y lo pequeño de la ley.

La memoria, una lectura moral del pasado

             La rodilla de un oficial de policía estadounidense clavada en el cuello de un negro, George Floyd, durante 8 minutos y 46 segundos, ha encendido una protesta a lo largo y ancho del planeta contra el maltrato racial. Lo que tiene de singular es que la indignación alcanza a la representación, es decir, a la memoria de ese pasado racial. Se protesta contra el abuso policial y, a partir de ahí, contra una cultura que ha sido tan cómplice y complaciente contra la discriminación racial. Tengamos en cuenta, por ejemplo, que la esclavitud ha estado justificada en Occidente desde Aristóteles, hace veinticinco siglos, hasta antesdeayer, sin olvidar la aquiescencia de las teologías y de la iglesia. En el convento de la Encarnación de Ávila, donde ingresó Teresa de Cepeda y Ahumada, las monjas ricas tenían en sus propias celdas esclavas que las atendían. Ha habido mucha complacencia con la trata de esclavos en el pasado, de ahí que la ola de indignación está tomando la forma de un terremoto iconoclasta que ataca todo monumento o acontecimiento emparentado con ese pasado.

             Se entiende por ejemplo que descendientes de esclavos no tengan que soportar estatuas dedicadas al famoso Colbert, el ministro del Luis XIV que redactó El Código Negro que legalizaba su expulsión de la condición humana, pero es que la furia iconoclasta está atacando a figuras como las de Bartolomé de las Casas o Junípero Serra por la sencilla razón de que fueron a Indias olvidando que ellos son parte fundamental de la historia de libertad de los negros.

12/9/20

La memoria peligrosa, en peligro*

            Después de que Todorov hablara de los “abusos de la memoria” se habló en Francia de “la memoria saturada” (Régine Robin) y luego, en USA,  de “adicción a la memoria”  (Ch Maier) y ahora, en Italia (D. Giglioli) y un poco por doquier, de la religiosización o incluso cristianización del deber de memoria, convertido en religión civil.  No son negacionistas ni autores alérgicos a la memoria de Auschwitz. Al contrario. Su crítica dirige los dardos contra la “cultura de la memoria” (C. Coquio), es decir, va contra el modo como hoy se expresan las víctimas, los expertos, las instituciones y hasta la opinión pública cuando hablan de la memoria de Auschwitz.

             Lo que critican, en primer lugar, es su reducción cultual. Hemos reducido la memoria a peregrinaciones, monumentos, museos o representaciones artísticas que no están mal. El problema de esta inflación o consumo memorialístico es dar al hecho de recordar un valor sacramental o performativo: como si bastara recordar sentimentalmente para que se produjeran los efectos transformadores de la memoria. Otra línea crítica se refiere a la desproporción entre las posibilidades de la memoria y lo que se espera de ella. No olvidemos que de la memoria de Auschwitz se espera que la barbarie no se repita, pero ¿puede acaso la frágil memoria hacer frente a las fuerzas telúricas que mueven la historia? No se puede decir que Auschwitz haya caído en el olvido y sin embargo los genocidios se han seguido produciendo en la ex-Yugoslavia, en África Central, en Camboya. Para que la historia no se repita habría que recurrir a estrategias políticas, militares, económicas, jurídicas y educativas mucho más contundentes. Otra línea crítica dispara contra lo que podríamos llamar sublimación o ideologización de todo lo que rodea a la memoria: convertimos a las víctimas en héroes; elevamos la autoridad del sufrimiento a negación de toda crítica; fomentamos la competencia entre víctimas; extendemos el manto de la culpa a todo aquel que no empatice con la víctima con lo que conseguimos no que las cosas cambien sino que seamos más los que suframos. Por no hablar de la utilización comunitarista o nacionalista de la memoria que abona el terreno al odio o al resentimiento.