Hace unos días moría el autor de El abrazo, un cuadro de Juan Genovés que
representa a gente abrazándose pero sin rostro. La energía casi animal que se
desprende de la pintura viene de las caras anónimas que, pese a su
inexpresividad facial, transmiten una fuerza solidaria imparable. El cuadro,
tras muchos tumbos, acabó en el Palacio del Congreso de Madrid, para simbolizar
la reconciliación que supuso la transición política española. Puede valer para
ese propósito, pero a condición de que no se ensombrezca la inquietante fuerza que
desprenden las caras inexpresivas. El cuadro desasosiega más que apacigua.
No es frecuente detenerse ante los
sin-nombre o sin-rostro. Y es que, como decía el malogrado pensador judío,
Walter Benjamin, “es más difícil honrar la memoria de los sin-nombre que la de
los famosos”. Los ojos se nos van tras los famosos. Celebramos sus triunfos
como si fueran nuestros y eso es un error, además de una injusticia. El
dramaturgo alemán, Bertold Brecht, se pregunta indignado, quien construyó Tebas
o quien reedificó esa Babilonia tantas veces destruida o quien levantó los arcos
de triunfo de la gran Roma. No fueron los reyes ni los generales. Ellos no
arrastraron las piedras, ni cocinaron, ni corrieron con los gastos, ni lloraron
a los muertos. Fueron los sin-nombre.
Los que mandan no ponen ni los soldados, ni los albañiles, ni los remeros o
pilotos. Tampoco los muertos, por eso no los lloran.