24/6/20

A la memoria de los sin-nombre


            Hace unos días moría el autor de El abrazo, un cuadro de Juan Genovés que representa a gente abrazándose pero sin rostro. La energía casi animal que se desprende de la pintura viene de las caras anónimas que, pese a su inexpresividad facial, transmiten una fuerza solidaria imparable. El cuadro, tras muchos tumbos, acabó en el Palacio del Congreso de Madrid, para simbolizar la reconciliación que supuso la transición política española. Puede valer para ese propósito, pero a condición de que no se ensombrezca la inquietante fuerza que desprenden las caras inexpresivas. El cuadro desasosiega más que apacigua.

            No es frecuente detenerse ante los sin-nombre o sin-rostro. Y es que, como decía el malogrado pensador judío, Walter Benjamin, “es más difícil honrar la memoria de los sin-nombre que la de los famosos”. Los ojos se nos van tras los famosos. Celebramos sus triunfos como si fueran nuestros y eso es un error, además de una injusticia. El dramaturgo alemán, Bertold Brecht, se pregunta indignado, quien construyó Tebas o quien reedificó esa Babilonia tantas veces destruida o quien levantó los arcos de triunfo de la gran Roma. No fueron los reyes ni los generales. Ellos no arrastraron las piedras, ni cocinaron, ni corrieron con los gastos, ni lloraron a los  muertos. Fueron los sin-nombre. Los que mandan no ponen ni los soldados, ni los albañiles, ni los remeros o pilotos. Tampoco los muertos, por eso no los lloran.

            En los primeros días de este largo aislamiento, justo antes de que algunas ideologías partidarias antepusieran las tripas al corazón, un aplauso espontáneo honraba a los sin nombre que desde el hospital, el campo, las calles o las carreteras sostenían la vida de la sociedad española, atrincherada tras sus puertas. No hacían nada nuevo. Sobre sus espaldas se ha construido la historia. Lo nuevo era el reconocimiento que les dábamos los demás.

            Pero ese gesto tenía que cuartearse porque lo que nos va es el famoseo. A los anónimos les podemos dedicar el tiempo de una corazonada, pero quien nos gusta, a quien seguimos de verdad, es al que da la nota o hace ruido. En televisión triunfan los programas como "Gran Hermano" en los que aparecen y desaparecen famosillos de ocasión cuyo brillo fugaz imanta al espectador. En política, pasa algo parecido. El presidente de los Estados Unidos conquistó con sus excentricidades los platós de las televisiones y luego, con su imagen de paleto desenvuelto, llenó las urnas de votos y acabó siendo Presidente de los Estados Unidos de América. En un despropósito sin igual recomendó beber lejía para combatir el COVID19. Otro tanto cabe decir de Jair Bolsonaro, el Presidente errático de Brasil, de quien no se conocen más virtudes de gobernante que la de alborotador. Triunfan no porque tengan algo que decir sino porque han conseguido ser famosos. Este virus es contagioso. En formato de bolsillo tenemos imitadores por la piel de toro y alguno o alguna de ellos ha sido elevada a icono de la política que nos espera. El postureo como talante político. Cuenta Miguel Ángel Revilla, el Presidente de Cantabria, que las reuniones que tiene Pedro Sánchez con los presidentes de las comunidades autónomas son como una balsa de aceite, pero que cuando hay cámaras delante aquello se desmadra. Les pasa lo que a los españoles que llegaron a México con Cortés. Dicen los nativos que cuando los recién llegados veían oro “se agitaban como monos”.

            Esta deriva supone el mayor feo a El abrazo de los sin rostro pues lo que les vienen a decir los adoradores de la fama es que para pintar algo hay que tener o hacerse con un rostro identificable. A las preguntas que se hacía Brecht sobre quienes eran los auténticos protagonistas de la historia, el público actual respondería que los reyes y los papas y los generales y las princesas, aunque sean del pueblo, y los famosos que salen en las teles o en las redes y que luego acaban mandándonos. Mal negocio para los votantes pues venden su primogenitura no, como Esaú, por un plato de lentejas, sino por humo. Se debe de reir Trump de sus votantes cuando les dice que le tienen que dar las gracias porque, de haberlo hecho peor, hubieran muerto dos millones de americanos, en vez del cuarto de millón que él calcula. El mundo al revés.

            Para distinguir la voz de los ecos, como pedía Machado al buen poeta, o para discernir entre eficacia y postureo, puede ser de ayuda la indignación de una anónima enfermera al ver hace unas semanas a gente confraternizando en la calle, como si el aislamiento no fuera con ellos. Ella tenía presente la soledad de los agonizantes en la UCI y el sufrimiento sin consuelo de tantas salas de espera, y le espantaba las consecuencias contagiosas que esos contactos pudieran tener en abuelos vulnerables. A la enfermera anónima le dolía el sufrimiento del que llegaba al hospital, mientras que a los del botellón o las caceroladas, les ponía debilitar al adversario político. Dos puntos de vista bien diferente: la enfermera lo veía desde la UCI, estación terminal de los más amenazados; para los del alboroto, un argumento más de lucha por el poder.

            El ya citado Walter Benjamin completaba su frase diciendo que “de la memoria de los sin nombre depende la construcción de un mundo diferente”. A estas alturas  de la pandemia, cunde por doquier la idea de que el mundo que nos espera será diferente. No nos ponemos de acuerdo, sin embargo, en qué consista la diferencia. La tan predicada “nueva normalidad” puede significar tanto un cambio como una vuelta a las andadas. Lo que el sabio berlinés nos dice es que si queremos que el mundo distinto sea un mundo mejor tenemos que hacer caso a la memoria de los sin nombre. Ellos conservan como en un disco duro todo el coste de la historia que han protagonizado los famosos. Aquellos, como la enfermera anónima, tienen bien presente lo que ocultan quienes alientan la algarada disimilando las verdaderas intenciones bajo el sueño de la libertad o del negocio.

            En la calle Atocha de Madrid, cerca del despacho donde fueron asesinados en los tiempos de la transición cinco abogados laboralistas, hay una escultura inspirada en el cuadro El Abrazo. En la base se puede leer una inscripción del poeta francés Paul Eluard que dice “si el eco de su voz se debilita, pereceremos”. Esa es la vacuna que andamos buscando.

Reyes Mate (El Norte de Castilla, 31 de mayo 2020)