Hace unos días moría el autor de El abrazo, un cuadro de Juan Genovés que
representa a gente abrazándose pero sin rostro. La energía casi animal que se
desprende de la pintura viene de las caras anónimas que, pese a su
inexpresividad facial, transmiten una fuerza solidaria imparable. El cuadro,
tras muchos tumbos, acabó en el Palacio del Congreso de Madrid, para simbolizar
la reconciliación que supuso la transición política española. Puede valer para
ese propósito, pero a condición de que no se ensombrezca la inquietante fuerza que
desprenden las caras inexpresivas. El cuadro desasosiega más que apacigua.
No es frecuente detenerse ante los
sin-nombre o sin-rostro. Y es que, como decía el malogrado pensador judío,
Walter Benjamin, “es más difícil honrar la memoria de los sin-nombre que la de
los famosos”. Los ojos se nos van tras los famosos. Celebramos sus triunfos
como si fueran nuestros y eso es un error, además de una injusticia. El
dramaturgo alemán, Bertold Brecht, se pregunta indignado, quien construyó Tebas
o quien reedificó esa Babilonia tantas veces destruida o quien levantó los arcos
de triunfo de la gran Roma. No fueron los reyes ni los generales. Ellos no
arrastraron las piedras, ni cocinaron, ni corrieron con los gastos, ni lloraron
a los muertos. Fueron los sin-nombre.
Los que mandan no ponen ni los soldados, ni los albañiles, ni los remeros o
pilotos. Tampoco los muertos, por eso no los lloran.
En los primeros días de este largo
aislamiento, justo antes de que algunas ideologías partidarias antepusieran las
tripas al corazón, un aplauso espontáneo honraba a los sin nombre que desde el
hospital, el campo, las calles o las carreteras sostenían la vida de la sociedad
española, atrincherada tras sus puertas. No hacían nada nuevo. Sobre sus
espaldas se ha construido la historia. Lo nuevo era el reconocimiento que les
dábamos los demás.
Pero ese gesto tenía que cuartearse
porque lo que nos va es el famoseo. A los anónimos les podemos dedicar el
tiempo de una corazonada, pero quien nos gusta, a quien seguimos de verdad, es
al que da la nota o hace ruido. En televisión triunfan los programas como "Gran
Hermano" en los que aparecen y desaparecen famosillos de ocasión cuyo
brillo fugaz imanta al espectador. En política, pasa algo parecido. El
presidente de los Estados Unidos conquistó con sus excentricidades los platós
de las televisiones y luego, con su imagen de paleto desenvuelto, llenó las
urnas de votos y acabó siendo Presidente de los Estados Unidos de América. En
un despropósito sin igual recomendó beber lejía para combatir el COVID19. Otro
tanto cabe decir de Jair Bolsonaro, el Presidente errático de Brasil, de quien
no se conocen más virtudes de gobernante que la de alborotador. Triunfan no
porque tengan algo que decir sino porque han conseguido ser famosos. Este virus
es contagioso. En formato de bolsillo tenemos imitadores por la piel de toro y
alguno o alguna de ellos ha sido elevada a icono de la política que nos espera.
El postureo como talante político. Cuenta Miguel Ángel Revilla, el Presidente
de Cantabria, que las reuniones que tiene Pedro Sánchez con los presidentes de
las comunidades autónomas son como una balsa de aceite, pero que cuando hay
cámaras delante aquello se desmadra. Les pasa lo que a los españoles que
llegaron a México con Cortés. Dicen los nativos que cuando los recién llegados
veían oro “se agitaban como monos”.
Esta deriva supone el mayor feo a El abrazo de los sin rostro pues lo que
les vienen a decir los adoradores de la fama es que para pintar algo hay que
tener o hacerse con un rostro identificable. A las preguntas que se hacía
Brecht sobre quienes eran los auténticos protagonistas de la historia, el
público actual respondería que los reyes y los papas y los generales y las
princesas, aunque sean del pueblo, y los famosos que salen en las teles o en
las redes y que luego acaban mandándonos. Mal negocio para los votantes pues
venden su primogenitura no, como Esaú, por un plato de lentejas, sino por humo.
Se debe de reir Trump de sus votantes cuando les dice que le tienen que dar las
gracias porque, de haberlo hecho peor, hubieran muerto dos millones de
americanos, en vez del cuarto de millón que él calcula. El mundo al revés.
Para distinguir la voz de los ecos,
como pedía Machado al buen poeta, o para discernir entre eficacia y postureo,
puede ser de ayuda la indignación de una anónima enfermera al ver hace unas
semanas a gente confraternizando en la calle, como si el aislamiento no fuera
con ellos. Ella tenía presente la soledad de los agonizantes en la UCI y el
sufrimiento sin consuelo de tantas salas de espera, y le espantaba las
consecuencias contagiosas que esos contactos pudieran tener en abuelos
vulnerables. A la enfermera anónima le dolía el sufrimiento del que llegaba al
hospital, mientras que a los del botellón o las caceroladas, les ponía debilitar
al adversario político. Dos puntos de vista bien diferente: la enfermera lo
veía desde la UCI, estación terminal de los más amenazados; para los del
alboroto, un argumento más de lucha por el poder.
El
ya citado Walter Benjamin completaba su frase diciendo que “de la memoria de
los sin nombre depende la construcción de un mundo diferente”. A estas
alturas de la pandemia, cunde por
doquier la idea de que el mundo que nos espera será diferente. No nos ponemos
de acuerdo, sin embargo, en qué consista la diferencia. La tan predicada “nueva
normalidad” puede significar tanto un cambio como una vuelta a las andadas. Lo
que el sabio berlinés nos dice es que si queremos que el mundo distinto sea un
mundo mejor tenemos que hacer caso a la memoria de los sin nombre. Ellos
conservan como en un disco duro todo el coste de la historia que han
protagonizado los famosos. Aquellos, como la enfermera anónima, tienen bien
presente lo que ocultan quienes alientan la algarada disimilando las verdaderas
intenciones bajo el sueño de la libertad o del negocio.
En la calle Atocha de Madrid, cerca
del despacho donde fueron asesinados en los tiempos de la transición cinco abogados
laboralistas, hay una escultura inspirada en el cuadro El Abrazo. En la base se puede leer una inscripción del poeta francés
Paul Eluard que dice “si el eco de su voz se debilita, pereceremos”. Esa es la
vacuna que andamos buscando.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 31 de
mayo 2020)