A Lucía y
Beatriz que luchan por labrarse un futuro
El diccionario de la Real Academia
Española acaba de recibir en su santuario, entre otros, al vocablo “vivencia”.
Este reconocimiento oficial lo que viene a decir es que la gente lo usa habitualmente
porque con él designa algo que sin él quedaría mal nombrado o sin nombre.
La verdad es que de vivencias se
habla desde hace un tiempo. Se decía de los soldados de la Gran Guerra que
volvieron a sus casas “ricos en vivencias y pobres en experiencia”. Habían tenido
muchas vivencias porque les habían sobrevenido grandes transformaciones que no pudieron
digerir: empezaron la guerra a caballo y la acabaron en aviones; se les animó a
luchar porque la guerra la ganaban los valientes y pronto se dieron cuenta que
lo importante no era la bravura sino los materiales; les habían enseñado que la
guerra se libra entre combatientes pero los estrategas descubrieron que lo
decisivo era atacar la población civil. Total que volvieron a casa llenos de
vivencias, pero pobres en experiencia porque no pudieron metabolizar todos esos
cambios en una nueva concepción del hombre y del mundo.
Las vivencias son impresiones que
nos golpean en el instante pero que se amortizan en el momento mismo de su
producción. Son como los ángeles de la leyenda talmúdica que nacen para cantar
y mueren tras el canto, con el añadido de que las vivencias crean adicción: una
llama a otra convirtiendo la vida en un
“enjambre de segundos”, en una sucesión infinita de impresiones que se
sobreponen unas a otras. Nada tiene que ver la vivencia así descrita con la
experiencia. Para empezar, ésta exige tiempo y no sólo instantes. Tiempo o
ritmo más sosegado para digerir la vivencia e integrarla en la vida propia. También
sentido del pasado del que recibimos un legado que relativiza el impacto de lo
que ahora ocurre; y sentido del futuro que nos permite relacionar lo que hoy
hacemos con lo que seremos.
Si el término vivencia merece los
honores de la RAE es porque expresa acertadamente nuestro tiempo. Aunque los
Académicos tengan razón, que la tienen, no es una buena noticia pues lo que nos
están diciendo es que los valores que presiden nuestras vidas en lugar de
favorecernos, nos perjudican; en lugar de enriquecernos, nos empobrecen.
Pensemos en el culto a la velocidad que acompaña la vivencia. Todo lo queremos
al instante, no soportamos la duración. Cuando viajamos, lo que ansiamos es
llegar, considerando el tiempo transcurrido como un tiempo basura. Pasamos de
prisa por lugares maravillosos sin que nos digan nada porque lo que importa es
llegar cuanto antes. Lo grave de esta situación es que nos imaginamos
superiores a sociedades que vivían a un ritmo más lento, porque nosotros, al
suprimir la duración, nos creemos inmortales. Si borramos las huellas del
tiempo en nuestros rostros, nos consideramos eternamente jóvenes.
Pero eso es una peligrosa ilusión
porque la verdad es que el tiempo pasa por el rostro de todo el mundo y,
también, que, por muy rápidos que circulemos, no siempre ganamos tiempo. Nos
decían, cuando llegaron los correos electrónicos, que ahorraríamos muchas
horas, en comparación con los tiempos de las cartas postales, pues si estas
circulaban al ritmo de las diligencias, antaño, y del avión, hogaño,
internet corre a la velocidad de la luz.
Hoy lo que sí sabemos es que hemos perdido las cartas y no hemos ganado tiempo
con tanto tráfico de correo electrónico.
Para las generaciones mayores,
educadas en un ritmo vital más lento, estos tiempos son vistos como pérdidas de
modos de vida que han desparecido. Hemos perdido el sentido del viajar, aquel
que consideraba el viaje como trayecto que absorbe los espacios que transita y
disfruta con ellos; hemos perdido el sentido de los fines de semana entendidos
como días festivos y no sólo de descanso, que no es lo mismo; hemos perdido el
gusto por el silencio o la contemplación, como si el ruido fuera la necesaria
música de fondo.
Lo preocupante es lo que esta
civilización de la vivencia puede representar para los jóvenes. Son el mejor
exponente del presentismo de la vivencia. Apenas si pesa en su forma de vida el
pasado pues ven la historia como un cuento, como un “érase una vez” imaginario,
extraño a su mundo, al que nada deben y del que nada esperan. Y también les
cuesta establecer una relación con el futuro. A eso contribuye la organización
de nuestra sociedad donde los condicionantes económicos son tan precarios que
no les permiten programar su futuro. Lo más preocupante, sin embargo, es que
este marco social plano, en el que el pasado y el futuro aparecen tan
desdibujados, impide a esa juventud establecer una relación entre sus estudios
y sus esfuerzos actuales con el día de mañana.
Con la llegada de la vivencia ha
quedado obsoleta la expresión “labrarse un futuro” porque no existe el
convencimiento de que el esfuerzo actual sea una inversión de futuro, sino tan
sólo un trámite para seguir adelante al ritmo que marque el presente. Para
labrarse un futuro con la esfuerzo presente, la sociedad tendría que rendir
culto a la experiencia, en lugar de entregarse a las vivencias, y, los poderes
públicos, garantizar proyectos de vida que compensen el esfuerzo.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 17 de
diciembre 2023)