22/12/23

Tomárselo con filosofía

             Esté país padece del mal de calma. Como hay montañeros que sufren del mal de altura por falta de oxígeno, los españoles, faltos de la necesaria calma, andamos desquiciados, presos de una irritabilidad enfermiza. La calma es un índice de salud cuya ausencia nos enferma. Ese malestar, debido a la falta de la vitamina correspondiente, nos hace particularmente vulnerables ante cualquier resfriado o problema cotidiano.

             El mal en cuestión debe de venir de antiguo pues nuestra lengua almacena una expresión, inventada sin duda para combatir esta singular patología colectiva. Me refiero a lo de “hay que tomárselo con filosofía”, dando a entender que, a la hora de hace frente a un problema, hay que tomarse su tiempo, evitando la precipitación, y, también, echando en el asunto una dosis de filosofía, entendiendo por tal recurrir a la despensa de conocimientos y experiencias acumulados en el pasado.

             Esta sabiduría popular se echa de menos en los debates que estos días ocupan las tribunas, las redes, las pantallas, las radios, los periódicos y, también, la calle. Todo se ventila con un zarpazo, propinado sea por el político, el tertuliano o el manifestante de turno. Tomemos el caso de la amnistía. Uno puede estar con todo derecho a favor o en contra, pero se espera de que quien hable en público tratando de ganar adeptos que no se quede en estimular los bajos instintos. Y es lo que ocurre cuando todo queda en un “se rompe España” o “se viola la constitución”, por no hablar de descalificar al adversario llamándole “traidor” o a su propuesta política “ilegal”. Porque la verdad es que si uno se lo toma con filosofía, las cosas son muy diferentes. De amnistía, por ejemplo, ha hablado y mucho la filosofía política. Un filósofo de la talla de Hegel, con quien no creo que ningún tertuliano quisiera medirse, considera a la amnistía como la expresión máxima de la acción política porque convoca sus motivaciones más nobles: el Estado, al amnistiar a unos golpistas, por ejemplo, demuestra su superioridad moral pues se sabe capaz de acoger al disidente integrándole en la comunidad nacional. En casos excepcionales el Estado, sigue diciendo, se reviste de la “majestad más absoluta” para salir al rescate de la comunidad que es su razón de ser. Estos filósofos reconocen, con toda normalidad, que se da una tensión constante entre el derecho y la política o la moral, de suerte que tan verdad como que la legalidad debe ser siempre respetada, es que hay excepciones en las que, en nombre de la convivencia, se puede suspender su aplicación punitiva porque el sentido último de la política es la convivencia. En esos casos no se falta el respeto a la ley sino que se busca por medio de la gracia lo que el castigo no consigue, a saber, salvar la convivencia. Se podrá discutir si éste es uno de esos momentos o no, pero, si conocemos esa honda explicación filosófica de la amnistía, podríamos remediar en algo el mal de calma.

             Otra expresión de este mal es la manía por la exageración. Oía recientemente a un periodista español decir que “Israel es desde 1947 hasta hoy culpable de genocidio por su política con los palestinos”. Enfrente estaba otro periodista, alemán él, que sabía del tema y que pausadamente fue desmontando toda la acusación hasta concluir “eso es mentira”. “Ya, respondió el español, pero a veces hay que exagerar para llamar la atención”. Pero no hasta el punto de mentir. Le ocurrió lo mismo que a la Presidenta de la Comunidad de Madrid que tachó de “totalitarismo” la política gubernamental. Con ese término, decía Hannah Arendt, no se juega porque se le rescató del diccionario para designar algo tan específico como el hitlerismo y el estalinismo. Para esta filósofa judía, la autora de Los orígenes del totalitarismo y la mayor experta del asunto, ni siquiera las dictaduras franquistas y musolinianas eran totalitarias porque les faltaba el ingrediente principal: la sed de mal, la voluntad incontrolada de poder del dictador, aunque su ejercicio llevara a la ruina de su pueblo. En el caso español, precisaba Arendt, Franco tenía que contar con el ejército y la Iglesia, que limitaban su poder y por eso no era totalitario. Tachar a un gobierno democrático, como el de Pedro Sánchez, de totalitario es una desmesura gratuita que agrava el mal de calma.

             Un buen ejemplo de lo que sería tomarse con filosofía el problema catalán es el debate que sostuvieron públicamente, en el Congreso de los Diputados, dos pesos pesados como fueron Ortega y Gasset y Manuel Azaña. Tenían posturas enfrentadas sobre cómo resolver el problema: más jacobino Ortega, más federalista Azaña. Regaron sus propuestas con potentes argumentos históricos, jurídicos y morales, tratando de convencer con ellos. Ninguno de los dos negaba la gravedad del asunto, ni despreciaba al otro por buscar una solución diferente, pues ambos sabían que la solución tenía que ser buscada por todos e inventada entre todos.

             La filosofía, que es confianza en la palabra, nos llevará a una solución si nosotros confiamos en ella más que en los gritos o en los puños. El mal de calma se puede curar con una buena dosis de tranquilidad o tomando unas gotas de filosofía.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 19 de noviembre 2023)