19/6/18

La senda de los testigos


1.Aunque el siglo XXI esté recién estrenado, hay sensación de agotamiento, como si se prolongara la crisis de fin de milenio, cifrada en el término de posmodernidad, y no acabara de aparecer lo nuevo. Esperamos un nuevo tiempo que sea capaz de dar respuesta a lo que la humanidad arrastra. Esa espera puede traducirse en pasividad, esperando que algo ocurra, o, por el contrario, en compromiso, en actitud vigilante.

            El secreto está en la mirada. Podemos tener una mirada complaciente con los tiempos que corren porque van a mejor. No podemos negar que hoy se vive más y mejor en todo el mundo. Por supuesto que hay problemas por resolver; que hay sectores sociales a los que el bienestar no ha alcanzado; incluso que el bienestar generalizado tiene como efecto secundario no querido el malestar de los más vulnerables. Pero todo es cuestión de tiempo. El modelo de sociedad que ha conseguido tantos logros acabará reciclando los desperfectos secundarios e integrando a esos sectores sociales, hoy marginados, en la marcha triunfal de la historia que nosotros protagonizamos.

            También cabe otra mirada. Podemos preguntarnos cómo ven la vida aquellos desgraciados que pagan la factura del progreso: las víctimas de la historia. Dice Adorno que esa mirada debe parecerse a la de aquellos condenados en la Edad media que eran crucificados cabeza abajo, “tal como la superficie de la tierra tiene que haberse presentado a esas víctimas en las infinitas horas de su agonía”(1). Veían al mundo de otra manera. En su perspectiva, la marcha triunfal de los otros se les representaba como un infierno. Veían que el mundo feliz de sus torturadores estaban construido sobre los sufrimientos de los condenados.

            Walter Benjamin abunda en esta doble mirada sobre la realidad que tienen los que disfrutan del progreso y los que le so-portan, con la imagen del Ángel de la Historia que describe  en la Tesis Novena  de su escrito “Sobre el concepto de historia”(2). Ahí el progreso está representado por el ángel de la historia del que dice que vuela vertiginosamente, impulsado por un fuerte viento que viene del pasado. Así es el progreso, una marcha triunfal e imparable que “viene del Paraíso”, es decir, que está alimentado por los deseos de felicidad representados por ese lugar en el que el hombre fue feliz. Lo que llama poderosamente la atención, en la imagen que describe Walter Benjamin, es que el ángel de la historia es todo menos dichoso: está despavorido. La razón de ese terror le viene de que vuela hacia adelante pero con el rostro vuelto atrás. Lo que le aterroriza es lo que ve: un montón de cadáveres y escombros sobre los que se cimenta la marcha que le empuja imparable hacia adelante. Eso el ángel no lo puede aceptar por eso quisiera detener la marcha, echar una mano a los caídos e impedir tanto desastre. Es inútil, el progreso le arrastra hacia adelante. Dos miradas, pues, la dolorida del ángel y la complaciente de quienes cabalgan el progreso, que es la nuestra. Todos miramos en la misma dirección pero vemos cosas distintas: nosotros vemos la historia con los ojos del progreso mientas que el ángel, al echar la vista atrás, descubre todo el sufrimiento que causa y que supone.

2. Dos miradas pues posibles. De una, la del progreso, tenemos cumplida información. Hoy ya sabemos que no salva. No siempre fue así. Hegel, por ejemplo, al hacer balance de cómo los humanos han construido la historia advierte, un tanto sorprendido, que está amasada con violencia, ejercida normalmente contra los más débiles. Le asusta tanta inhumanidad pero en seguida se repone porque encuentra una explicación: es el precio del progreso que además de ser imparable es salvador. Creía en el poder salvífico del progreso. Hoy esta mirada, la del vencedor, no convence.

            Hegel, como todos nosotros, sabe que ha habido siempre víctimas, pero nos hemos afanado en privarlas de significación, en hacerlas invisibles. Lo que con eso se quiere decir no es que “pasemos” de ellas, sino que las despreciamos. No podemos “pasar” de ellas porque sustentan nuestro bienestar. Lo que entonces hacemos es despreciar su sufrimiento. Un pensador negro, Aimé Cesaire, el escritor “francés” nacido en la isla Reunion, descendiente de esclavos, y autor del "Discours sur le colonialisme" y del "Discours sur la négritude"(3), se ha empeñado en explicarnos qué significa  privar de significación a las víctimas, en este caso, a los esclavos. Nos recuerda, por ejemplo, que para el ilustrado Renan había que dominar a los más débiles porque la modernidad “no trata de suprimir las desigualdades entre los hombres, sino de ampliarlas y someterlas al imperio de la ley". Del muy cristiano Joseph-Marie, Conde de Maistre, reproduce un texto que justifica la conquista violenta de tierras lejanas y la reducción de sus gentes a esclavos porque “ la esclavitud de estas gentes tiene de anormalidad lo que tiene la doma de un caballo o de un buey". Son seres inferiores y de la raza negra que se sepa “no ha salido un Einstein, un Stravinsky o un Gershwin". El Conde de Gobineau, fundador del racismo moderno, lo tiene más claro al decir que "sólo hay historia entre los blancos". Si sólo los blancos tienen historia, eso significa que los negros o tostados yacen en la prehistoria. Louis Veillot, un periodista católico ultramontano que sin ser santo es citado como si lo fuera por Pío IX y Pío X, despeja cualquier escrúpulo cristiano que pudiera tener quien leyera aquello de Pablo de Tarso aboliendo la distinción entre libres y esclavos. Nada de eso, "la sociedad necesita esclavos. Sólo puede sobrevivir al precio de que haya gente que trabaja hasta la extenuación y lo pasen mal". No se trataba sólo de ganarse el pan con el sudor del de enfrente sino también de considerar el mundo como su propia finca.

            Son nombres honorables que nos representan. Representan también la ideología sobre la que se ha construido la historia. Son los constructores de los escombros y cadáveres que horrorizan al ángel de la historia.

            Esa es la tónica de la historia y el tono de cómo se nos ha transmitido y la hemos realizado.

            Esa imagen de nosotros mismos que nos devuelve el espejo de la historia, sostenida por un descendiente de esclavos, hoy nos horroriza. Y decimos en nuestro favor que eso ha cambiado. Ha cambiado ciertamente pero los problemas siguen de otra manera porque seguimos construyendo el mundo con la mirada de los herederos del progreso. El lector de Exodo entiende lo que quiero decir pues tiene cumplidas noticias de los “condenados de la tierra”. El cambio sólo es posible si miramos el mundo con los ojos de los vencidos.

            Lo cierto es que las víctimas han comenzado a hacerse visibles. Dos factores han jugado a su favor. En primer lugar, el concepto de memoria ha ido ganando músculo. En nuestro tiempo, ya no es un mero sentimiento, la vivencia subjetiva del pasado.  Ahora es una categoría capaz de hacer presente el pasado de los vencidos. Las víctimas ya tienen, en la memoria, un abogado decidido que desafía el tiempo. Y, también, el hecho de que en todo este tiempo de invisibilización de las víctimas ha habido algunos testigos que no han aceptado las explicaciones a lo Hegel del sufrimiento del mundo, sino que lo han denunciado desde lugares expuestos. Son los testigos que en tiempo oscuros han mantenido vivo el rescoldo de la memoria de tantos infortunios.

3. Un nuevo tiempo está ligado al éxito de esta otra mirada. ¿Es eso posible? El análisis de este número de Exodo resulta instructivo. Se lo dedicamos a un testigo excepcional, Pedro Casaldáliga, y hacemos mención de otro visionario, Martin Luther King. Sus miradas compasivas responden perfectamente a la otra mirada de la que aquí se trata. Sus causas no eran las del progreso sino la de una historia emancipadora cuyo centro de gravedad era precisamente lo excluido por el progreso. El problema de estas figuras señeras es su excepcionalidad. Son pioneros y eso habla de su soledad; eran “avisadores del fuego” y eso dice mucho de la ceguera de sus contemporáneos. El pionero va solo, contra su tiempo; el “avisador del fuego”, una figura muy benjaminiana,  por delante de su tiempo. El mundo está en llamas pero nadie lo advierte, salvo esas  pocas figuras que saben ver en signos anunciadores la catástrofe que amenaza.

            Digo que estas figuras son problemáticas no en el sentido de que a ellos les falte algo sino porque revelan la debilidad de su mirada al estar solos sea porque los demás no les siguen sea porque los otros no ven lo que ellos divisan. De ahí la pregunta por la universalización de su mirada: ¿hay manera de generalizarla? ¿puede conformar su testimonio el talante de una nueva generación?

            Hay un deber moral de seguirles, desde luego. Es difícil responder hoy a la pregunta de cómo ser bueno sin referirse a ese tipo de miradas. Pero, también hay que reconocerlo, la moral no rompe muros o lo hace muy lentamente. Otra cosa es que de esa generalización dependa la supervivencia de la especie. Que el cambio de mirada sea no sólo una exigencia moral sino una condición existencial para seguir vivos porque hemos llegado a un punto de complejidad histórica que sólo así, cambiando, sobreviviremos. Mientras escribo estas líneas llega la noticia del fallecimiento de Stephen Hawking, el hombre de ciencia que proponía a la humanidad alquilar una plaza en Marte porque el hombre había dejado inservible el planeta Tierra. Antes de hacerle caso, cabe preguntarse si todas las cartas estén repartidas y si ya no hay nada que hacer. Pienso que nos queda una por jugar. Se llama deber de memoria. Hablemos pues de la memoria.

            La memoria es una vieja acompañante de la cultura occidental, aunque ha ido de menos a más. Ubicada en el seno de los llamados “sentidos internos” (lejos pues de la zona noble del ser humano, ocupada por el entendimiento y la voluntad), lo suyo era provocar sentimientos. Memoria y vivencia subjetiva del pasado iban de la mano. La cosa cambia en la Edad Media cuando el pasado se convierte en norma del presente. La memoria adquiera valor normativo. Quien ha captado bien ese aspecto es Umberto Eco en El nombre de la Rosa. Como se recordará, los monjes mueren envenenados porque quieren conocer un libro nuevo de Aristóteles que ha llegado al convento. Alguien, el viejo bibliotecario, no lo puede permitir. Está convencido de que la humanidad ya sabe lo necesario para salvarse. El papel de la cultura es transmitir ese saber. No hay lugar para lo nuevo por eso envenena a los que no respetan el conocimiento acumulado buscándole complementos.

            Con la modernidad la memoria pierde todo protagonismo y pasa al ostracismo. Si tenemos la razón, decía Descartes, para qué la memoria. El hombre ilustrado tiene que guiarse por la razón libre, por eso no hay lugar para autoridades externas sea el pasado, la tradición, la naturaleza o el mismísimo Dios. La modernidad es, como dice Habermas, postradicional.

            Todo cambia, sin embargo, en el siglo XX cuando entra en escena el pueblo de la memoria. Judíos había habido en Europa desde tiempo inmemorial, pero vivían aparte. En la Modernidad, por ejemplo, sólo había sitio para el judío asimilado, es decir, para el judío que renegara de sus propias raíces. Había que elegir entre ser judío o ser moderno. Así hasta la Primera Guerra Mundial que fue vivida como el fracaso del proyecto ilustrado de Europa. Muchos se plantearon entonces repensar la modernidad sobre otras bases. Es en ese momento cuando aparece la Carta al Padre de Joseph Kafka que es como el manifiesto de una generación de judíos cultos que reprochaban a sus padres haberles ocultado, por vergüenza o desprecio, una cultura milenaria que les resultaba clave en este momento de crisis. Ellos se pusieron manos a la obra.

            El primer fruto de ese esfuerzo lo tenemos en Francia, en torno a la I Guerra Mundial, con los llamados “sociólogos de la memoria”, encabezados por Maurice Halbwachs. Estos hablan de “memoria colectiva”, para dar a entender que la memoria no es sólo individual y subjetiva; y, también de “memoria histórica” para diferenciar la memoria humana de la natural. Reivindican a la memoria como principio de construcción de la realidad: el futuro es imposible si no tenemos, como decía Kafka, las patas traseras bien asentadas en el pasado. Gracias a ellos, entendimos que el pasado o la tradición no casaban necesariamente con tradicionalismo. El contrario, había una memoria que era cómplice del futuro.

            El segundo gran cambio tiene lugar en torno a la II Guerra Mundial. Una generación de filósofos, encabezados por Walter Benjamin, descubren que la memoria es, además de sentimiento, también conocimiento. Y lo es porque la realidad no está compuesta sólo de hechos sino también de no-hechos. No hay que confundir realidad con facticidad porque de la realidad forma parte una parte oscura que es, ni más ni menos, que una historia de sufrimiento. Es el universo de las víctimas. De ellas se ocupa la memoria. A partir de ese momento las víctimas, siempre ignoradas, tuvieron abogado. Ya no eran el precio del progreso, sino el tribunal de la historia. Gracias a la memoria, procesos políticos sobre víctimas quedaban en entredicho. El baremo de valoración de la historia ya no era el éxito, el progreso técnico, el IPC, sino el sufrimiento que causaba o evitaba. Estamos ante un cambio epocal porque hasta ese momento el logos occidental era atemporal. Una teoría era tanto más válida cuanto mejor aguantaba el tiempo y el espacio. Ahora aparece un logos-con-tiempo, una razón anamnética para la que el sufrimiento es un valor epistémico. Adorno resumía esta idea al decir que a partir de ahora “dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”. Sospechosa, desde el punto de vista racional o científico, debería ser cualquier afirmación que no tuviera en cuenta el peso epistémico del sufrimiento.

            Con ser importante este descubrimiento quedaba por venir lo más decisivo, a saber, el deber de memoria que es lo que aquí importa. Tuvo lugar en Auschwitz donde ocurrió lo impensable. Aquello no fue un genocidio más sino un proyecto de olvido. Nada debía quedar del pueblo judío: ni restos físicos, ni huellas metafísicas. Todo debía ser exterminado. El ser humano hizo lo que no fue capaz de pensar ni de imaginar. Y ¿qué pasa cuando ocurre lo impensable? ¿cómo confiar en nuestras propias fuerzas si no somos capaces de saber por qué ocurrió aquella catástrofe que sí fuimos capaces de hacer aunque no de pensar? Pues que eso ocurrido, impensable, se convierte en lo que da que pensar. El ser humano tiene que deponer la orgullosa actitud ilustrada que le había hecho creer que con la razón, con su capacidad cognitiva, podía dominar el mundo. Estamos lejos del grito de guerra lanzado por Galileo ¡mente concipio! dando a entender que la naturaleza es muda mientras no se refleje en nuestra mente de suerte que conocer la realidad es mirarse en su espejo que es nuestra mente. Para los modernos, como Galileo, el conocer es un asunto de certezas subjetivas y no de conquistas de esencias objetivas. Era el momento del cogito cartesiano, orgulloso de proclamar que las cosas son en la medida en que se convierten en combustible de la mente, del conocimiento subjetivo. Pues bien, Auschwitz acaba con ese orgullo cognitivo moderno. A partir de ahora habrá que ser más modesto y entender que hay partes de la realidad que escapan a nuestro conocimiento y que haríamos bien en partir de ellas. Esto vale para Auschwitz que fuimos capaces de llevar a la práctica sin que pudiéramos pensarlo. Ahí nace el deber de memoria que no consiste sólo ni en primer lugar en acordarse de las víctimas sino en la obligación de re-pensar todo lo que conforma nuestra vida a partir de la barbarie, de Auschwitz.

            Es importante tener presente que el deber de memoria es algo más que el gesto moral de acordarnos de los judíos gaseados en los campos o de los maestros socialistas asesinados por los franquistas o de las monjas de clausura asesinadas a su vez por matones desatados. El deber de memoria consiste más bien en re-pensar la ética, la política, el derecho, el arte, la religión o la historia a la luz de la barbarie para poder construir el mundo con una lógica distinta de la que llevó a la catástrofe (que eso es lo que quiere decir la coletilla “para que no se repita” que asociamos al deber de memoria). Consiste en repensar el mundo para hacerle de otra manera.

4. Esto significa que nuestra generación, la de los que vivimos después de ese acontecimiento, tenemos que vivir con la responsabilidad de pensar todo y pensarnos de nuevo partiendo de la barbarie cometida. ¿Por qué tenemos que llevar esa carga o deber? Pues por pura lógica o por pura supervivencia. Todos estamos de acuerdo que aquello fue una monstruosidad que atacó los cimientos de la humanidad. Decimos que fue un crimen contra la humanidad y eso significa dos cosas: en primer lugar, un crimen contra la integridad de la especie (un genocidio) al privarla de una de sus ramas (la que representa el pueblo judío); pero también, un crimen contra el proceso civilizatorio que recogemos en el término “humanidad”, como cuando decimos de alguien que “tiene una gran humanidad”. Contra esos también se atentó en Auschwitz de suerte que la humanidad salió de ahí más pobre en humanidad. Y eso nos afecta a todos y cada uno de nosotros. Deber de memoria significa pues conciencia del daño causado y voluntad de que eso no se repita o, lo que es lo mismo, voluntad de construir la historia de otra manera, de ahí la necesidad de re-pensar de arriba abajo la política y también la ética. La lógica que llevó a la catástrofe no puede seguir marcando el ritmo.

            El deber de memoria carga a toda nuestra generación con la carga de mirar el mundo desde abajo o, lo que es lo mismo, de hacer un mundo que haga frente al sufrimiento. Pues bien, esa tarea generacional nos aproxima a testigos excepcionales, como Casaldáliga o Luther King, que se pusieron en marcha solos y contra todos. Para una generación consciente del deber de memoria el encuentro con estos adelantados tiene una nueva significación. Ya no son pioneros sino representantes de un nuevo tiempo. Están llamados a encabezar una marcha que tiene que ser, no la de unos pocos seres moralmente exigentes, sino la marcha de la historia, si la humanidad no quiere perecer.

            No hay que hacerse ilusiones ya que la historia no cambia por obra y gracia de un buen razonamiento, suponiendo que este lo sea. Lo que importa es que ese razonamiento sea como un crisol en el que cristalizan movimientos sociales en marcha y profundas aspiraciones sociales. Desde muchos frentes se oye decir que otro mundo es posible y nadie puede ignorar todo lo que hay de frustración por el mundo existente y de deseo por un nuevo tiempo. Es verdad que el deber de memoria aparece como categoría en un momento determinado de la historia, pero responde a un grito que viene de lo profundo de los tiempos. Lo que le ha hecho audible es, por un lado, la experiencia singular que hizo de Europa de la barbarie, y, por otro, la presencia de la memoria mesiánica que es el tipo de memoria que subyace a la categoría de deber de memoria. Tan cierto como que no hay razón para exagerar el optimismo de que esto cambie, es que ahora estamos conceptualmente pertrechados con una forma de pensar que da al optimismo si no alas al menos profundidad.

5. Una reflexión final. Tanto Casaldáliga como Luther King son figuras de nuestro tiempo con un componente religioso indudable. No es un hecho menor. Es difícil imaginar un nuevo tiempo sin referirse a la religión, aunque no a cualquier tipo de religión. Al menos es lo que plantea un filósofo con autoridad en la materia como es Walter Benjamin. Su reflexión sobre un tiempo nuevo que lleva a cabo en las llamadas Tesis sobre el concepto de historia comienza con una tesis programática: que ese tiempo es impensable si “el materialismo histórico”, es decir, la racionalidad crítica, y la “teología”, es decir la tradición mesiánica judía, no piensan de nuevo su relación o, más precisamente aún, si no establecen una alianza. Lo que esto quiere decir, en relación a nuestro tema, es que el nuevo tiempo que inaugura el deber de memoria -esa construcción de la historia teniendo en cuenta el sufrimiento- tiene que tener en cuenta la sabiduría acumulada en la “teología”. Veamos cómo.

            La memoria, clave del nuevo rumbo, no arregla nada sino que crea problemas pues abre heridas. Quien la invoque no puede enrocarse en ella sino entenderla como el inicio de un proceso que debe acabar en algo distinto que el recuerdo, es decir, en la paz o reconciliación.

            La relación entre memoria y paz es todo menos automático. Sobran ejemplos, en efecto, en los que la memoria sólo sirve para atizar el odio o la venganza.

            Para que eso no ocurra, la memoria de la víctima tiene que orientarse hacia el “nunca más”, una propuesta que se patentó en Auschwitz y cuyo sentido es éste: hacer las cosas de otra manera; renunciar a la lógica del progreso; interrumpir los tiempos que corren. No repetir el pasado.

            Para hacer frente al daño que el hombre causa al hombre el camino habitual es el de la justicia. Hanna Arendt, sin embargo, propone el del perdón. Ambos tienen en común enfrentarse al daño causado a las víctimas pero con una diferencia: la justicia piensa que, vía reparación, se puede restablecer la situación equilibrada que rompe el daño. Pero ¿qué pasa con los daños irreparables o con lo que hay de irreparable en cada daño? Ahí no caben reequilibrios, sino hacer las cosas de otra manera. Hanna Arendt llama a eso perdón que no borra el pasado; al contrario, le tiene presente pero para desligarse de su forma de hacer la historia. Quien perdona, en efecto, comete una grave irregularidad lógica porque en lugar de devolver mal por mal, de acuerdo a la lógica de la trasgresión, actúa contra todo pronóstico. “Al no reaccionar condicionado por el acto que le ha provocado, dice Arendt, libera de las consecuencias lógicas que pudieran derivarse tanto al que perdona como al perdonado”, es decir, al no seguir la lógica acción-reacción, el ofendido y el ofensor quedan liberados de la lógica del mal y así predispuestos a un ejercicio de la libertad que en vez de reproducir el daño se hace cargo de él. La memoria y el perdón coinciden en el “nunca más” o, mejor, el nuevo comienzo que plantea el perdón culminaría el proceso que abre tan dolorosamente la memoria.

            El perdón es una categoría moral de fuerte connotación religiosa, pero que aquí es convocada por su valor antropogénico. Hanna Arendt, que ha dedicado al perdón unas páginas memorables, reconoce que se inspira en Jesús de Nazareth, advirtiendo que la sabiduría que ahí se recoge supera cualquier marco confesional. Lo que de esa tradición evangélica recoge es la idea de que el perdón es el gesto más humano y humanizante porque nos libera del encadenamiento de la libertad al mal. Al liberarnos de la lógica de la violencia (acción-reacción) posibilita un nuevo comienzo.

            Que gracias al perdón nos constituyamos en humanos es algo que capta bien Calderón de la Barca en La Vida es Sueño. El encadenado Segismundo vuelve al mundo de los hombres dos veces: la primera como justiciero y sólo consigue sentirse “como un hombre entre las fieras”; la segunda, perdonando, y experimenta haberse encontrado con la humanidad de los hombres.

            Y eso es así porque la libertad humana está íntimamente ligada a la culpa. Esto es al menos lo que se desprende del relato bíblico de la “caída” que es un mito ciertamente pero que filósofos tan ilustrados como Rousseau o Kant se toman muy en serio. Reconozcamos al menos que es un relato provocador: Dios crea al hombre más perfecto (dotado, dice la teología, con el donum integritatis) y resulta que su primer acto libre es una transgresión que es la causante del sufrimiento de la humanidad y hasta de la muerte.

            ¿Qué se nos quiere decir? Quizá esto: que la libertad ha sido la causante del mal en el mundo o, en palabras de Rousseau, que las desigualdades sociales existentes no son cosas de la naturaleza (en el estado natural, dice, había igualdad total) sino injusticias causadas por el hombre. El mal con todo su séquito de sufrimiento, injusticias y muerte, es cosa del ser humano. Lo que pasa es que esto lo podemos entender de dos maneras bien distintas: somos responsables, sí, pero tan solo del mal que causamos cada uno; o bien, somos responsables por ser humanos de todo el mal existente. Y así lo interpreta Kant. Adam nos representa bien. La deriva trasgresora de la libertad nos caracteriza. Todos, dice Kant, hubiéramos actuado como el Primer Hombre.

            Y aquí interviene el perdón como posibilidad de liberarnos del encadenamiento a la lógica acción-reacción para volver a ser libres y empezar de nuevo.

            Siendo pues el perdón el gesto humano que habilita de hecho el ejercicio de una libertad ordenada a responder del mal que puso en marcha su primer gesto transgresor ¿por qué carece de peso específico en política? Si el perdón nos hace humanos ¿por qué no tiene más presencia pública si ahí la transgresión está a la orden del día? Ese espacio lo ha ocupado la justicia y habría que preguntarse si no habría que convocar también al perdón.

            Extraña sabiduría esta que es, no lo olvidemos, la que se desprende del deber de memoria que plantea interrumpir la lógica letal de la historia y hacer las cosas de otra manera. Pide un nuevo comienzo y para ello el ser humano tiene que sufrir un cambio interior, tiene que liberarse de la lógica transgresora que ha causado la catástrofe. Para ese metanoia tiene que ser liberado, mediante el perdón, de la cadena perpetua que le ata a las consecuencias de la transgresión. El perdón, como la justicia, merece ser elevada a virtud pública.

            Ese nuevo tiempo al que nos hemos referido convoca necesariamente a testigos como Pedro Casaldáliga o Luther King para dar a entender que ese camino es viable y que hay en sus tradiciones religiosas sabiduría suficiente para comprender la hondura de la desesperanza que vivimos y también para alumbrar la esperanza que necesitamos.

Reyes Mate (revista Exodo, nº 143, (abril 2018), 5-12)

Notas:
(1) Citado por J.A.Zamora “Civilización y barbarie. Sobre la Dialéctica de la Ilustración en el 50 aniversario de su publicación”, en Scripta Fulgentina, nr. 14, 1997, 264
(2) Mate, R., 2009, Medianoche en la historia. Comentario a las Tesis de Benjamin sobre el concepto de historia, Trotta, Madrid
(3) Aimé Césaire, 2004, Discours sur le colonialisme, suivi de Discours sur la négritude, Présence Africaine, Paris.


10/6/18

La laicidad en peligro


            Parece que los viejos dioses han salido de sus tumbas. Hace un par de semanas el semanario alemán Der Spiegel sacaba en portada un crucifijo, una kipa judía y un velo islámico para llamar la atención sobre la presencia nada amistosa de estos símbolos religiosos en la vida social. Resulta, en efecto, que el gobierno bávaro manda poner crucifijos en lugares públicos, al tiempo que el gran rabino de Berlín aconseja a los judíos salir sin llamar la atención para evitar atropellos, por no hablar del miedo generalizado a la presencia masiva del velo o del burka.

O pedir perdón o ser un perdonavidas


            No sé le da bien a ETA pedir perdón. Acostumbrada a tomar los asesinatos por actos patrióticos, a los matones por héroes, y el sufrimiento de la población por mercancía con la que negociar, lo de pedir perdón es como adentrarse en territorio desconocido. Las víctimas, en particular, y la opinión pública, en general, no se lo han tomado en serio. No se puede aceptar que achaquen la muerte de inocentes a “errores” estratégicos o que sólo pidan perdón a víctimas que pasaban por allí.

            ETA no entiende que su problema no reside en un mal cálculo de una acción terrorista sino en la acción misma. Una acción terrorista por principio tiene que producir terror en la población en base a atentados que pueden alcanzar a cualquiera. El problema no es que la bomba asesine a niños sino que se recurra al asesinato para obtener un fin político. Lo que ETA aún no ha entendido es que asesinar a alguien por razones políticas no es defender una idea sino cometer un crimen.