Aquel día, 13 de julio de 1997,
empezamos a entender algo que nos negábamos a reconocer, a saber, que matar a
alguien por una idea no era defender un ideal político sino cometer un crimen.
Muchos tibios dentro y fuera del País Vasco comenzaron a tomar posición contra
el crimen; y a los círculos concéntricos que habían sostenido la violencia
terrorista (iglesia vasca, intelectuales o artistas) les entró la duda de si
aquello iba a alguna parte. Hoy veinte años después del asesinato de Miguel Ángel
Blanco apenas si hay quien justifique el terrorismo.
Un observatorio atento a los desarrollos multidisciplinarios de la cultura anamnética, particularmente en la relación de la memoria con la política, la moral, el derecho, la religión, la literatura y las artes escénicas. Este blog incluye una recopilación de trabajos de Reyes Mate (artículos, conferencias, reseñas ya publicados y textos inéditos). Posteriormente acogerá trabajos de otros autores.
13/9/17
12/9/17
La autoridad de las víctimas (*)
Víctimas ha habido siempre pero eran
insignificantes. Sabemos que la historia de la humanidad se ha construido sobre
los sufrimientos de los más débiles pero no lo dábamos importancia porque era
el precio del progreso. Y, sin ir tan lejos, hemos visto cómo en estas tierras
durante mucho tiempo se enterraban a las víctimas del terror en silencio,
privatizando el dolor, como si el crimen fuera un accidente carente de
cualquier significación pública.
No se puede decir que la
banalización del sufrimiento, en un caso, y la privatización, en el otro, nos
haya hecho mejores. Si la gran historia sigue avanzando sobre cadáveres, la
cercana, tan empeñada en pasar página, corre el riesgo de entregar su futuro a
quienes han tachado de su agenda el sentido de la responsabilidad por el pasado.
Lo que en este caso tienen en común la gran historia y la de nuestro pueblo es hacer inútil todo el sufrimiento acumulado.
4/9/17
Palabras o papeles
La democracia nació el día en que
las palabras sustituyeron a los puños, de ahí la importancia del Parlamento, el
lugar de la palabra. Durante siglos la razón era la fuerza o el interés del más fuerte, hasta que el homo sapiens descubrió, tras muchos
tropiezos, que la razón debía ser del que mejor razonara. La grandeza del
Parlamento es que todos sus miembros son iguales en el uso de la palabra. De la
democracia decían los antiguos que era una isegoría, esto es, un lugar en el que todos tenían el mismo derecho a la palabra y, eso
sí, había que ganarse las votaciones sabiendo convencer. Allí no contaba la alcurnia ni la riqueza, sólo la capacidad
de hablar y de razonar. Esto es en teoría, claro, porque a la hora de la verdad
lo que cuenta en las Cortes Españolas son los votos de cada Partido político.
Los viejos del lugar recordarán a Juan Mari Bandrés, un parlamentario ejemplar,
casi siempre irrebatible en sus argumentaciones, pero que perdía todas las
votaciones porque su Partido eran él y dos más. La fuerza de la palabra queda
anulada por esa mano que levanta el funcionario del Partido que indica a los de
su Grupo lo que tienen que votar: un dedo es sí; dos, no; y el puño cerrado,
abstención (o como sea).
El socialismo en su laberinto
El PSOE está roto por dentro y
desorientado hacia fuera. Lo que el debate de las primarias ha puesto en
evidencia es que la fractura interna se debe menos a cuestiones ideológicas que
al sangrado de hondas heridas. Ni sobre el modelo de partido ni sobre la unidad
de España las diferencias eran tales que no pudieran reconciliarse. Claro que
había diferencias pero ninguna de ellas explica el encono del enfrentamiento.
De mayor calado ideológico fue el debate en los primeros ochenta sobre el lugar
del marxismo en el nuevo socialismo y no se llegó a estos enconos.
Para entender esta carga emocional
habría que analizar el perfil del militante actual y, sobre todo, la
organización del Partido Socialista. Sobre un pequeño grupo de militantes recae
la posibilidad de mucho poder. Hay una desproporción descomunal entre los pocos
que mueven este partido y el poder que pueden ganar, aunque pierdan las
elecciones, porque como decía un cínico “de la oposición no nos echan”. Esa
perspectiva proporciona a la vida interna una virulencia extrema. Quedan lejos
los tiempos en los que el militante creía que el partido estaba al servicio de
la sociedad. Ahora lo importante es el partido, es decir, ellos. La mayor parte
de los jóvenes que llegan, al menos de los que despuntan, es para quedarse, por
eso ha aumentado exponencialmente el número de jóvenes que viven de la
política.