4/9/17

Palabras o papeles

            La democracia nació el día en que las palabras sustituyeron a los puños, de ahí la importancia del Parlamento, el lugar de la palabra. Durante siglos la razón era la fuerza o el interés del más fuerte, hasta que el homo sapiens descubrió, tras muchos tropiezos, que la razón debía ser del que mejor razonara. La grandeza del Parlamento es que todos sus miembros son iguales en el uso de la palabra. De la democracia decían los antiguos que era una isegoría, esto es, un lugar en el que todos tenían el mismo derecho a la palabra y, eso sí, había que ganarse las votaciones sabiendo convencer. Allí no contaba  la alcurnia ni la riqueza, sólo la capacidad de hablar y de razonar. Esto es en teoría, claro, porque a la hora de la verdad lo que cuenta en las Cortes Españolas son los votos de cada Partido político. Los viejos del lugar recordarán a Juan Mari Bandrés, un parlamentario ejemplar, casi siempre irrebatible en sus argumentaciones, pero que perdía todas las votaciones porque su Partido eran él y dos más. La fuerza de la palabra queda anulada por esa mano que levanta el funcionario del Partido que indica a los de su Grupo lo que tienen que votar: un dedo es sí; dos, no; y el puño cerrado, abstención (o como sea).


            En la reciente moción de censura al Gobierno de Mariano Rajoy, el resultado estaba cantado antes de que nadie abriera la boca, pero nos quedaba ver cómo hablaban sobre todo los nuevos. Quien ha acaparado la atención ha sido la portavoz de Unidos-Podemos, Irene Montero. Nueva, en esta plaza, se ha desenvuelto con desparpajo cantando a Rajoy las verdades del barquero. Ha lanzado contra el Presidente un torrente de casos de corrupción para concluir que "el Partido Popular es un Partido corrupto". Un veterano y prestigioso periodista ha expresado el sentir del respetable público diciendo que "ha nacido una estrella parlamentaria". ¿Es eso así?

            Dice Aristóteles en su Poética que el buen orador tiene que establecer una relación entre su argumentación y la conclusión que saque. Ahora bien, ¿un Partido con numerosos casos de corrupción "es" un Partido corrupto? Si lo fuera habría que demonizarle, evitarle, negarle el saludo y cualquier otra forma de mano tendida. Pero eso no ocurre porque seguro que esta parlamentaria fraterniza con diputados populares, hace pacto con ellos y negocia. Y no puede ser de otro modo porque en el Parlamento se habla y, no lo olvidemos, los humanos hablamos para entendernos, en el doble sentido de darnos a entender y llegar a acuerdos. No está en el poder del lenguaje humano la capacidad de demonizar al otro, esto es, de privarle de la capacidad de que nos entienda.

            ¿Por qué entonces demonizarle verbalmente si la práctica política desmiente ese juicio final? Pues porque lo que se pretende es provocar un shock en el espectador. La retórica de sal gorda busca el impacto y lo que entonces hay que preguntarse es qué tiene que ver el impacto con el convencimiento, el golpe emocional con la argumentación racional.

            Este tipo de retórica, sin matices, pertenece a esta (in)cultura de la pos-verdad que consiste en ganar el instante presente aunque se pierda el futuro. El hecho de que esta moda sea compartida por los demás parlamentarios, incluidos sus críticos, no rebaja la gravedad del momento. Como lo que cuenta es el impacto, no hay problema en exagerar o decir medias verdades o retorcer la lógica porque lo importante es impresionar. Una vez conseguido el efecto inmediato, poco importa reconocer al día siguiente que uno se ha equivocado. La rectificación no borrará la impresión del primer momento. La retórica de la joven parlamentaria sería la expresión ejemplar de un Parlamento que dice y se deshice sin el menor sonrojo, que sacrifica la coherencia argumental al interés del momento, que prefiere jugar un papel al uso de la palabra.

            Al parecer Unidos Podemos quiere proponer a los parlamentarios que se prohíba hablar leyendo. Sería una gran decisión porque eso obligaría a escuchar al otro. Las réplicas escritas, siempre preparadas por un asesor, son una crasa negación del carácter racional de la democracia. Uno va al Parlamento con la réplica escrita porque no espera nada del otro. Se le considera incapaz de decir algo nuevo. Está bien, desde luego, que se limite el papel escrito en la práctica parlamentaria porque eso supone, además de torpeza imperdonable en el orador, desconsideración del adversario. Pero eso no basta porque tampoco es el discurso político un papel teatral que el parlamentario pronuncia de memoria como haría un buen actor. El Parlamento no es un circo, ni siquiera un teatro (donde todo es simulación), sino un lugar en el que se configura la realidad porque de ahí salen las normas que gobiernan nuestras vidas. Nada hay más real que las palabras que ahí se pronuncian por eso ni podemos decir más de lo que pueden expresar ni menos de lo que merecen. No hay problema político que no merezca una palabra porque en ella está el gen del entendimiento. No hay mayor desprecio a la política que no respetar el alcance de la palabra que puede mucho pero a condición de que se respete lo que puede expresar.


Reyes Mate (El Norte de Castilla, 1 de julio 2017)