27/10/21

Maixabel, una historia que espera su final

            Maixabel es el título de una película que habla del encuentro entre una víctima de ETA y el asesino etarra que acaba en perdón. Es un film, es decir, una creación artística pero que trata de un hecho real. Esta no es una combinación fácil porque el film, como obra de arte, es una ficción (un relato que el director de la película se inventa), pero que, al hablar de un hecho real, nos obliga a mirar en dos direcciones: a lo nuevo que aporte el arte y, también, a la fidelidad con lo ya ocurrido.

             Lo que tiene de particular esta película es que la creación artística y la realidad se potencian mutuamente, de ahí su enorme impacto. Lo que consigue la obra de arte es que lo acontecido en el pasado vuelva a tener lugar. Eso es lo que añade el arte a la historia: su actualización. Es como si, gracias a la pantalla, el espectador fuera contemporáneo de todo aquel horror; como si todo se desarrollara ante sus ojos, más aún, como si él fuera parte de todo el drama: del crimen, del dolor de la familia y amigos, del miedo, el arrepentimiento, la culpa, hasta llegar a la petición del perdón.

             Cuando Maixabel Lasa, la viuda de Juan Mari Jaúregui, el dirigente socialista asesinado, le perdona al dar al asesino “una segunda oportunidad”, es decir, la oportunidad de comportarse como un ser humano y no como un criminal, nos sentimos interpelados por muchas preguntas, por ejemplo éstas: en el supuesto que fuéramos uno de los presos convictos ¿hubiéramos tenido el valor de enfrentarnos a la propia banda, encajar todo su desprecio y asumir, como Yoyes, que podríamos ser asesinados por los mismos con los que compartimos pena y cárcel? ; o, también, en el supuesto de que fuéramos una de las  víctimas ¿hubiéramos tenido el valor de tender una mano al asesino de tu esposo, padre o hijo, para darle la oportunidad de recuperar la humanidad perdida?. No son supuestos tan disparatados. Desde que Hanna Arendt nos hablara de la “banalidad del mal”, es decir, de la facilidad con la que seres normales se convierten en criminales, nadie está al abrigo de convertirse en cómplice del mal. En un encuentro memorable que tuve en la cárcel de Nanclares de Oca con algunos de los exetarras que aparecen en la película (Ibon Etxezarreta, Luis Carrasco, entre otros), pude ver tras estos convictos de graves crímenes gente muy normal, como cualquiera de nosotros, a los que las circunstancias les llevaron al crimen político. Y lo que el espectador descubre es que esta misma gente, si se les da una nueva oportunidad, pueden comportarse como seres humanos y sobrepasarnos moralmente. Sobrecoge el coraje de Maixabel, genialmente representada por Blanca Portillo, pero también merecen respeto estos asesinos que se reconocen culpables del daño que han hecho no sólo a las víctimas directas, sino al conjunto de la sociedad vasca y, algo muy importante, también a sí mismos. “La culpa”, me decía uno de aquellos extarras, Kepa Pikabea, “consiste en las cicatrices que me han dejado las muertes que he provocado” (por cierto, poco tienen que ver las tímidas declaraciones de Arnaldo Otegi, “lamentando el daño causado”, con estas lúcidas explicitaciones del crimen político).

             Si Maixabel abre una puerta a la esperanza, ¿por qué se clausuraron aquellos encuentros? Había víctimas dispuestas y también presos arrepentidos que lo pedían. Pero por extraño que parezca hoy a los que ven la película, eran muchos los que no estaban por la labor. Todo acabó cuando Rajoy sucedió a Zapatero y Urkullu a Patxi López. Para unos no había más justicia que el castigo. Los Populares no entendieron que la justicia, sin menoscabo de la pena legal, tiene la obligación constitucional de reinsertar al culpable y, como quiere la llamada justicia restaurativa, recuperarle para la sociedad. Redujeron insensatamente justicia a castigo. Tampoco a los nacionalistas les hacía ninguna gracia. Les molestaba que estos arrepentidos exigieran a la sociedad que les apoyó y jaleó, que asumiera sus responsabilidades y dejara de mirar hacia otro lado. El nacionalismo moderado se encuentra más a gusto diluyendo ese pasado con tópicos como la pluralidad de relatos o generalizando las culpas. Huelga decir que los más ofendidos por esos encuentros eran los etarras y sus secuaces batasuneros pues captaron rápidamente que nadie deslegitimaba más la violencia terrorista que estos arrepentidos. Al reconocer que sus crímenes no tenían justificación política ni moral, ridiculizaban a dirigentes como Arnaldo Otegi que justificaba la violencia de antaño, pero no hogaño. Ahora le resultaban más rentables los votos que las pistolas. El triste resultado de toda esta experiencia es que se quedaron solos, solos con su conciencia y las manos tendidas de unas pocas víctimas.

             Me decían en Pamplona que la gente aplaudía al final de la función. El éxito de crítica y público debe mucho a la fuerza de la historia narrada, a la brillantez de Iciar Bollaín y a las sobresalientes interpretaciones de Blanca Portillo, Luis Tosar o Urku Olazabal. Pero en el aplauso del público hay un mensaje político. En un momento en el que todo el mundo tiene prisa en pasar página y “normalizar” la situación, esta película recuerda que hay mucho por hacer: no basta lamentar los daños que sufren las víctimas, como dicen los nacionalistas radicales; no basta reconocer que dejaron solas a las víctimas, como dicen los moderados. Si queremos que ese pasado no se repita, todo tiene que cambiar, sobre todo la forma de entender la política. Las ideologías políticas que directa e indirectamente llevaron a la violencia política y al naufragio moral de la sociedad vasca, tan bien recogido en la novela de Fernando Aramburu, Patria, tendrían que preguntarse si no están amortizadas, aunque les voten tantos. En algún momento habrá que hablar de esto. Como a los que debieran hacerlo, les va bien, seguiremos trampeando hasta que escampe. Lo que entonces puede ocurrir es lo mismo que ocurrió a los alemanes de la posguerra, empeñados entonces en pasar página. Como no se enfrentaron a sus responsabilidades, seguían siendo iguales de antisemitas, igual de anticomunistas e igual de autoritarios. Hasta que hicieron duelo, como los más lúcidos pedían, y todo empezó a cambiar.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 24 de octubre 2021)

4/10/21

“El cielo estrellado, sobre mí, y, la ley moral, en mí”

             El reciente incendio de Sierra Bermejo, en la serranía de Málaga, y la erupción volcánica en la isla de Palma, que está teniendo lugar, son dos buenas expresiones de la condición humana. Dos grandes calamidades que tienen características diferentes: el incendio, que causó notable desconcierto porque poseía una violencia desconocida, fue, al parecer, provocado, las lenguas de fuego que serpentean en la isla canaria, son, por el contrario, naturales.

             El que un desastre haya sido provocado por el ser humano y el otro, no, no afecta desde luego a su capacidad de daño. La naturaleza con sus temblores, erupciones o devastaciones puede ser igual de dañina que la mano del hombre, pero el hecho de que el daño sea en un caso provocado y, en el otro, natural, no puede ocultar su extraña complicidad.

             El fuego provocado pone de manifiesto el poder del ser humano, poderío que puede manifestarse inventando una vacuna en nueve meses o, también, haciendo gala de una descomunal capacidad destructora, incendiando el bosque. El hombre, en efecto,  ha producido con toda naturalidad armas atómicas con las que reducir varias veces a cenizas la tierra que habita. El fuego de Sierra Bermejo es un ejemplo del poderío del hombre; la erupción volcánica es, por el contrario, expresión de su impotencia. Frente al poder prometeico del fuego en manos del hombre, la erupción volcánica se encarga de recordarnos la insignificancia del hombre en el mundo.