Maixabel es el título de
una película que habla del encuentro entre una víctima de ETA y el asesino
etarra que acaba en perdón. Es un film, es decir, una creación artística pero
que trata de un hecho real. Esta no es una combinación fácil porque el film,
como obra de arte, es una ficción (un relato que el director de la película se
inventa), pero que, al hablar de un hecho real, nos obliga a mirar en dos
direcciones: a lo nuevo que aporte el arte y, también, a la fidelidad con lo ya
ocurrido.
Lo que tiene de particular esta
película es que la creación artística y la realidad se potencian mutuamente, de
ahí su enorme impacto. Lo que consigue la obra de arte es que lo acontecido en
el pasado vuelva a tener lugar. Eso es lo que añade el arte a la historia: su
actualización. Es como si, gracias a la pantalla, el espectador fuera
contemporáneo de todo aquel horror; como si todo se desarrollara ante sus ojos,
más aún, como si él fuera parte de todo el drama: del crimen, del dolor de la
familia y amigos, del miedo, el arrepentimiento, la culpa, hasta llegar a la
petición del perdón.
Cuando Maixabel Lasa, la viuda de
Juan Mari Jaúregui, el dirigente socialista asesinado, le perdona al dar al
asesino “una segunda oportunidad”, es decir, la oportunidad de comportarse como
un ser humano y no como un criminal, nos sentimos interpelados por muchas
preguntas, por ejemplo éstas: en el supuesto que fuéramos uno de los presos
convictos ¿hubiéramos tenido el valor de enfrentarnos a la propia banda,
encajar todo su desprecio y asumir, como Yoyes,
que podríamos ser asesinados por los mismos con los que compartimos pena y
cárcel? ; o, también, en el supuesto de que fuéramos una de las víctimas ¿hubiéramos tenido el valor de
tender una mano al asesino de tu esposo, padre o hijo, para darle la
oportunidad de recuperar la humanidad perdida?. No son supuestos tan
disparatados. Desde que Hanna Arendt nos hablara de la “banalidad del mal”, es
decir, de la facilidad con la que seres normales se convierten en criminales,
nadie está al abrigo de convertirse en cómplice del mal. En un encuentro
memorable que tuve en la cárcel de Nanclares de Oca con algunos de los
exetarras que aparecen en la película (Ibon Etxezarreta, Luis Carrasco, entre
otros), pude ver tras estos convictos de graves crímenes gente muy normal, como
cualquiera de nosotros, a los que las circunstancias les llevaron al crimen
político. Y lo que el espectador descubre es que esta misma gente, si se les da
una nueva oportunidad, pueden comportarse como seres humanos y sobrepasarnos
moralmente. Sobrecoge el coraje de Maixabel, genialmente representada por
Blanca Portillo, pero también merecen respeto estos asesinos que se reconocen
culpables del daño que han hecho no sólo a las víctimas directas, sino al
conjunto de la sociedad vasca y, algo muy importante, también a sí mismos. “La
culpa”, me decía uno de aquellos extarras, Kepa Pikabea, “consiste en las
cicatrices que me han dejado las muertes que he provocado” (por cierto, poco
tienen que ver las tímidas declaraciones de Arnaldo Otegi, “lamentando el daño
causado”, con estas lúcidas explicitaciones del crimen político).
Si Maixabel abre una puerta a la esperanza, ¿por qué se clausuraron
aquellos encuentros? Había víctimas dispuestas y también presos arrepentidos
que lo pedían. Pero por extraño que parezca hoy a los que ven la película, eran
muchos los que no estaban por la labor. Todo acabó cuando Rajoy sucedió a
Zapatero y Urkullu a Patxi López. Para unos no había más justicia que el
castigo. Los Populares no entendieron que la justicia, sin menoscabo de la pena
legal, tiene la obligación constitucional de reinsertar al culpable y, como
quiere la llamada justicia restaurativa, recuperarle para la sociedad.
Redujeron insensatamente justicia a castigo. Tampoco a los nacionalistas les
hacía ninguna gracia. Les molestaba que estos arrepentidos exigieran a la
sociedad que les apoyó y jaleó, que asumiera sus responsabilidades y dejara de
mirar hacia otro lado. El nacionalismo moderado se encuentra más a gusto
diluyendo ese pasado con tópicos como la pluralidad de relatos o generalizando
las culpas. Huelga decir que los más ofendidos por esos encuentros eran los
etarras y sus secuaces batasuneros pues captaron rápidamente que nadie deslegitimaba
más la violencia terrorista que estos arrepentidos. Al reconocer que sus
crímenes no tenían justificación política ni moral, ridiculizaban a dirigentes
como Arnaldo Otegi que justificaba la violencia de antaño, pero no hogaño.
Ahora le resultaban más rentables los votos que las pistolas. El triste
resultado de toda esta experiencia es que se quedaron solos, solos con su
conciencia y las manos tendidas de unas pocas víctimas.
Me decían en Pamplona que la gente
aplaudía al final de la función. El éxito de crítica y público debe mucho a la
fuerza de la historia narrada, a la brillantez de Iciar Bollaín y a las
sobresalientes interpretaciones de Blanca Portillo, Luis Tosar o Urku Olazabal.
Pero en el aplauso del público hay un mensaje político. En un momento en el que
todo el mundo tiene prisa en pasar página y “normalizar” la situación, esta
película recuerda que hay mucho por hacer: no basta lamentar los daños que
sufren las víctimas, como dicen los nacionalistas radicales; no basta reconocer
que dejaron solas a las víctimas, como dicen los moderados. Si queremos que ese
pasado no se repita, todo tiene que cambiar, sobre todo la forma de entender la
política. Las ideologías políticas que directa e indirectamente llevaron a la
violencia política y al naufragio moral de la sociedad vasca, tan bien recogido
en la novela de Fernando Aramburu, Patria,
tendrían que preguntarse si no están amortizadas, aunque les voten tantos. En
algún momento habrá que hablar de esto. Como a los que debieran hacerlo, les va
bien, seguiremos trampeando hasta que escampe. Lo que entonces puede ocurrir es
lo mismo que ocurrió a los alemanes de la posguerra, empeñados entonces en
pasar página. Como no se enfrentaron a sus responsabilidades, seguían siendo
iguales de antisemitas, igual de anticomunistas e igual de autoritarios. Hasta
que hicieron duelo, como los más lúcidos pedían, y todo empezó a cambiar.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 24 de
octubre 2021)