1/11/21

Memoria y construcción política

             1. La democracia en España padece una severa crisis institucional. No hay más que ver la valoración que se tiene de los políticos, jueces, obispos o banqueros. Basta echar una mirada a la monarquía o las noticias sobre el soberanismo catalán para entender que la democracia hacía aguas por todos los costados: desde luego por el institucional, pero también por la base, ¿cómo, si no, entender que políticos corruptos sean votados por mayorías absolutas?

            El peligro de la crisis actual es echar la culpa a las instituciones. Convendría entonces darse un paseo por El Inspector, la obra teatral de Gogol, escrita hace casi doscientos años en la lejana Rusia, pero de plena actualidad aquí. El argumento versa sobre el mundillo político en provincias, sacudido de repente por el anuncio de un inspector enviado para valorar la situación. La gracia del enredo está en que los políticos corruptos confunden al temido inspector con un inocente perillán sorprendido por los halagos y favores con los que el alcalde y su cohorte quieren comprarle. Se deja ir, aprovecha la ocasión y se va colmado de gracias. Mientras los políticos se pavonean de cómo se lo han ganado, reciben el aviso de que el inspector de verdad acaba de llegar. Momento grandioso de la obra es cuando el alcalde se vuelve a los espectadores que han estado riendo todo el tiempo, porque ellos sí sabían que los políticos estaban poniendo los huevos en el cesto equivocado, y les espeta a la cara "pero ¿de qué os reís? ¡os estáis riendo de vosotros mismos!".

             La risa sólo aflora cuando el que ríe se siente un peldaño por encima del otro. El espectador ríe porque sabe que los políticos son unos corruptos y tan cortitos que caen en el ridículo de entregarse en cuerpo y alma al pícaro ingenuo que pasaba por allí. Podemos reírnos de ellos o indignarnos contra ellos porque nosotros no somos así. Pero el alcalde abochornado de El Inspector se revuelve contra el público muerto de risa echándole en cara que no tienen razones para la risa porque ellos, en sus butacas, son iguales a los personajes que tienen delante. ¿Acaso no han sido ellos quienes les han elegido? Y ellos, los políticos, no se esconden. Todos saben cómo son y les eligen por como son. Esta corrupción por abajo es lo que proporciona a la crisis institucional una gravedad excepcional.

             2. El análisis de la crisis de la democracia puede atacarse desde muchos flancos. Voy a recurrir a uno, a primera vista más distanciado, pero que nos puede llevar al epicentro del problema. Me refiero a la memoria.

             Mi hipótesis de partida es que la forma en que se hizo la transición de la dictadura al franquismo tiene mucho que ver con lo que está ocurriendo. Escribía recientemente Slomo Ben Ami que después de 1945 ha habido unos 500 casos de transiciones posconflicto cuya mayor parte ha seguido la vía española. Había que elegir entre justicia u olvido y se eligió la amnistía, es decir, el olvido. Por lo que respecta a la transición española, el camino del olvido tuvo que ver con la debilidad de las fuerzas democráticas del momento (aquello fue una transición vigilada, vigilada por las fuerzas armadas), pero también con los intereses de los protagonistas: ni Fraga ni Carrillo tenían interés en que se mirara hacia atrás porque entonces podía aflorar el asunto de las responsabilidades de unos y otros. Sin olvidar una cultura del olvido que dominaba en la época y no sólo en España: en 1975 en Alemania, sin ir más lejos, nadie hablaba de Auschwitz. Luego los historiadores añadieron otra razón, a saber, que ya se había producido la reconciliación al encontrarse codo a codo hijos de los vencedores y vencidos en la oposición al franquismo, pero eso ni se decía entonces ni tiene en sí mucho sentido ahora. Al fin y al cabo todos ellos, eran un puñado y sólo se representaban a sí mismos pero no a la víctimas de su bando.

             2.1. Ese modelo de transición consiguió una llegada relativamente pacífica de la democracia(1) pero se pagó caro.

             En primer lugar, concebir un proceso constituyente controlado. Para que no se fuera de las manos tenía que estar controlado por las élites de los partidos que sabían lo que quería. Eso significó, de hecho, que la constitución quedara en manos de una "ponencia" o "padres de la Constitución" al abrigo de las desmesuras de la opinión pública. Lo que de ahí salió fue un sistema democrático organizado desde arriba se ve en la ley y en la ley de partidos que prima a las cúspides de los partidos y en la ley electoral que privilegia a las direcciones de los partidos (listas cerradas) y a los partidos mayoritarios (ley d'Hont).

             En segundo lugar, con las leyes de amnistía (15 de octubre de 1977) se cancela el concepto de responsabilidad histórica. Gracias a esa ley salieron los presos políticos antifranquistas pero también quedó lavada la culpa de todos los criminales franquistas de guerra, desde 1936 hasta 1976. Esa amnistía, que fue una autoamnistía, ha alimentado un supuesto demoledor para la democracia. Me refiero al hecho, señalado por Francisco Gor(2), de que, gracias a esta ley, los franquistas llegaron a pensar no que se les borraban los crímenes sino que nunca los habían cometido. Interpretaron paradójicamente esta autoamnistía como un certificado de inocencia, algo absurdo pues no puede uno perdonarse de lo que no ha cometido.

             En tercer lugar, se produjo una ruptura que no era la que el antifranquismo quería (romper con la dictadura) sino su contraria, a saber, respecto a la República. Al desterrar la memoria del proceso constituyente, se negó toda relación entre democracia y república. La consecuencia fue que no se quiso, no se pudo, hacer frente a los problemas pendientes de la II República española. Estamos hablando de problemas que hoy suenan mucho: el problema territorial que planteaba el encaje del País Vasco y Cataluña; el tema de la laicidad que tiene por desafío el lugar del catolicismo en una constitución laica; y, lógicamente, el tema de la monarquía que aunque fuera sancionada por un referendum vino de la mano del franquismo. Era desde luego la voluntad del dictador algo que pesó decisivamente en el comportamiento de las fuerzas armadas en todo ese proceso.

             Estos temas que habían sido claves durante la República se cerraron en falso y ahí están de nuevo, con muchas más complicaciones.

             En cuarto lugar, se descapitalizó la riqueza e experiencia acumulada durante los tiempos de oposición al franquismo. Esa oposición fue la ocasión para un despliegue de valores morales que fueron echados a perder por las élites que protagonizaron la transición. Me refiero a la generosidad y al sufrimiento de tantos militantes de base que entregaron a la causa su tiempo, su dinero, sus ilusiones; de tantos cristianos y curas de base que luchaban contra el nacionalsocialismo en nombre de unas ideas políticas laicas; de tanto exiliados que esperaban activamente el final de la dictadura no sólo para dar a conocer su relato del pasado sino sobre todo aportar a la futura construcción de la ciudadanía su experiencia de exiliados.

             Nada de esto contó en la transición. Mejor dicho, nada de esto contó en las elecciones ya que no se entiende el éxito del socialismo sin la memoria histórica de los votantes. Pero no contó en la estrategia de sus dirigentes que devaluaron aquel capital diciendo que ahí "había un exceso de moralidad o de ideología", que era preferible la aconfesionalidad del Estado a la laicidad o que la transición tenían que protagonizarla los de dentro y no los del exilio, lo que les sirvió de coartada para dejar fuera de juego no a los exiliados sino al exilio.

             3. Este modelo español de transición, tan exitoso inicialmente, empieza a cuartearse a principios de los noventa. Hubo dos causas que pesaron en ese cambio. Por un lado el desgaste de los gobiernos socialistas, debido fundamentalmente a los casos de corrupción. Ellos habían sido los grandes valederos del modelo al prestarle la legitimación de quienes venían de la tradición republicana, la gran sacrificada. La otra causa se refiere a la caída del muro de Berlín que no sólo supuso el fracaso del comunismo y el final de la guerra fría, sino la aparición en Europa de la cuestión nacional. Lo vimos en los países de la ex-Yugoslavia y también en los de la ex-Unión Soviética. También se coló en Alemania al ver de la noche a la mañana que la división del país se disolvía y resolvía como un azucarillo. La Alemania de la posguerra que llevaba inscrita con la división la señal de la derrota, volvía a ser la Alemania de siempre. Muchos alemanes lo expresaron en su momento diciendo "wir sind ein Volk". Por fin volvemos a ser un pueblo(3).

             La ola nacionalista repercute en España pero no tanto en los llamados nacionalismos periféricos cuanto en el nacionalismo español. Fue la obra del nuevo presidente, José María Aznar, que puso fin al reinado socialista de Felipe González que había durado más de trece años.

             La exaltación españolista de Aznar, sobre todo en el segundo período (1999-2004) despertó al nacionalismo catalán. Cuando contra todo pronóstico triunfa el socialista Rodríguez Zapatero en el 2004, trata de corregir el nacionalismo españolista cabalgando el tigre del nacionalismo catalán con la propuesta de un nuevo Estatut que no contenta ni a propios ni a extraños.

             4. Como no pretendo contar la historia de la democracia española sino reflexionar sobre el lugar en ella de la memoria, lo que hay que decir es que el proyecto de olvido que preside la transición política española se salda, a la altura de los tiempos en que nos encontramos (a los casi 40 años de la muerte del dictador), con una pluralidad de memorias.

             Más allá de si es bueno o malo que haya tantas, el problema es que son memorias desordenadas, en permanente conflicto entre sí, sin jerarquías ni modo de enfrentarse a ellas.

             Tenemos, por un lado, la memoria del nacionalismo español y las de los nacionalismos vascos y catalanes. Unas y otras se retroalimentan y necesitan. La del nacionalismo español es la del "Santiago y cierra España" que se siente identificada con la Restauración, La Contrarreforma, (eso que Aznar llama "liberalismo"), heredera del franquismo y que solo tiene ojos para sus "mártires" y las víctimas de ETA. La presencia de esa memoria explica el fracaso de la propuesta que hicimos desde la Comisión de Expertos del Valle de los Caídos, que era una propuesta de reconciliación, pero que exigía trascender los propios límites. La memoria de los nacionalismos periféricos, al polarizarse en la relación con la memoria anterior, aunque sea para negarla, corre el riesgo de reproducir sus vicios: sólo interesa la memoria de agravios causados por el nacionalismo español por eso sólo le importa, en el fondo, sus propias víctimas.

            Son diferentes, pero al tener en común el principio de exclusión, acaban negándose. Al decir que el nacionalismo es excluyente lo que quiero decir es que todo Estado-nación está construido sobre el concepto de amigo-enemigo. El amigo es el de casa, el que habita la misma tierra y tiene la misma sangre. El otro -que es el del otro Estado-nación- es el enemigo. Todo pueblo que pretenda o posea un Estado-nación no escapa al principio de la exclusión(4).

             Habría que hablar también de una tercera memoria, memoria sospechosa, entre "corchetes" (vigilada) y, por eso, marginada, la memoria republicana, que tal y como recoge Antonio García Santesmases, es laica, plural, federal, es decir, inclusiva. Sólo en ella cabe el gesto de Azaña, en su discurso del 18 de julio del 1938, pidiendo "paz, piedad, perdón"(5). Les/nos pedía que optemos por vivir en paz, pero no a cualquier precio, sino desde la compasión y el perdón. La compasión nos invita a fijarnos en el sufrimiento ajeno más que en el nuestro. Y también habla de perdón porque quien recurre a la muerte para resolver un conflicto en una sociedad democrática, siembra el mundo de sufrimiento y queda marcado. Tengamos en cuenta que Azaña reconoce a los combatientes muertos de la Guerra Civil la grandeza de héroes... Pues bien, incluso esos, los héroes, son culpables y tienen que pedir perdón. Esa es la memoria de la República

             Si hablamos de la memoria republicana no es para regalar los oídos de los que hoy se sienten no monárquicos sino para reivindicar valores o dimensiones ausentes de nuestra democracia, valores que trascienden el ser o no republicanos pero no lo que debería ser la democracia.

             4.1.Lo que no puede ocultársenos, a estas alturas del discurso, es que el proyecto de olvido con que se gestó la transición ha dado lugar a una pluralidad cacofónica de memorias. El fracaso en ese sentido no puede ser más sonado. El problema que en cualquier caso tenemos ante nosotros es cómo ordenarlas ¿pueden convivir unas con otras? ¿se excluyen mutuamente? ¿hay manera de jerarquizarlas?

             Podríamos pensar que la única memoria inclusiva es la republicana. Ella, al substanciarse en la propuesta de "paz, piedad, perdón", tendría la autoridad moral suficiente para imponerse a las demás. Pero la República carece de ese crédito, está lastrada por la autoridad de quien la venció y por el descrédito de una doble derrota.

             Tiene en su contra, en primer lugar, la autoridad del vencedor. Hay una relación entre autoridad y triunfo. El vencedor tiene siempre consigo la autoridad del proyecto que ha llegado a ser. Puede que moralmente sea condenable pero semánticamente hay que decir que pesa más, que significa más la parte vencedora que la vencida en el sentido de que impregna la historia. El vencido deja un vacío, una ausencia, que será moralmente significativa, pero que políticamente dependerá de otros, de quienes recuerden y la valoren. Cuando hablamos del "franquismo sociológico" para dar a entender una forma de ser que ha sobrevivido al dictador, estamos reconociendo esa autoridad de lo fáctico sobre lo vencido. Esa resaca del franquismo algo tiene que ver con el descrédito de la política entre los españoles y el estado anémico, la apatía o cobardía de la sociedad civil.

             En su contra tiene, en segundo lugar, el descrédito de una doble derrota. La república fue vencida por Franco y el fascismo. Para este y sus herederos la República es insignificante, no puede ser un referente de nada. Es el enemigo vencido. Sólo tendría significación en el caso de que estos demócratas establecieran una relación entre democracia y república, algo que niegan de entrada pues ven la democracia como el resultado de su propia decisión y no como el efecto de una memoria republicana.

             A ese descrédito habría que añadir, en tercer lugar, el proveniente de haber sido derrotada cuando el fascismo fue vencido. En ese crucial momento en el que la historia hacía justicia al fascismo, borrándola del mapa político, los aliados prefirieron la dictadura a la república.

             Eso tuvo graves consecuencias: un régimen dictatorial, el retraso de un país que con la República se había modernizado poderosamente, la marginación de Europa, el empobrecimiento económico al quedar fuera del Plan Marshall por no ser una democracia.

             Se produce una extraña paradoja -o, mejor, injusticia- a saber, que el único país en el que el enfrentamiento al fascismo se tradujo en una guerra civil (no fue el caso de Alemania, ni de Italia, ni de Francia), fue abandonado a su suerte cuando Hitler fue vencido. Y, simultáneamente, que el país culpable del desastre, Alemania, fuera el más beneficiado en la postguerra.

             Para que la memoria republicana tuviera peso en España, deberían echarnos una mano los países europeos y los EE.UU. que tanto contribuyeron a desacreditarla.

             4.2 ¿Por qué deberían hacerlo? ¿Por qué Inglaterra, Francia o Alemania deberían interesarse por la República? ¿Por qué ese pasado debería pesar en tomas de decisiones actuales si queda muy lejos? Pues no necesariamente por mala conciencia, sino por una razón política: porque existe la Unión Europea, que es un proyecto que, como dice Semprún, nació en los campos de exterminio, es decir, es un proyecto ligado a las responsabilidades derivadas de la II Guerra Mundial. Eso es un hecho que Alemania lo ha tenido siempre presente, al menos durante los Willi Brandt, Helmut Schmidt o Helmut Kohl. Recordemos la reacción de Kohl cuando se debatía en Alemania la creación del euro. Muchos alemanes lo veían como una peligrosa aventura que nada bueno prometía. Si disfrutaban ya de un sólido deutsche Mark ¿a qué ton renunciar a ello? La respuesta del canciller no fue económica sino política o, si se prefiere, moral: "prefiero una Alemania europea a una Europa alemana".

              Alemania asumió sus responsabilidades, no sólo económicamente, pagando más, sino políticamente (entendiendo que no podía traducir su poder económico en poder político) o, como dice Habermas, renunciando al nacionalismo.

             Es posible que eso esté cambiando. Durante la presente crisis hemos visto a una Alemania actuando de acuerdo a su poder económico y no a su responsabilidad histórica.

             Mi objetivo aquí no es adentrarme en la crisis europea sino recuperar la autoridad de la memoria republicana. Pues bien, eso pasa por el reconocimiento por parte de los países líderes europeos de su responsabilidad histórica -o ¿habría que hablar de deuda histórica?- respecto a la República. Podemos decir que los países que han conformado la Unión Europea tienen una deuda para con la República. Para entenderlo comparemos el papel que han tenido De Gaulle y Largo Caballero en el devenir de Europa: De Gaulle combatió al fascismo con un micrófono y un puñado de Resistentes, pero lideró la re-construcción de Europa. Largo Caballero, Primer Ministro durante la República, que luchó junto a su pueblo en la Guerra Civil y que acabó en el Lager de Oranienburg, murió en el abandono. Largo Caballero, es decir, la lucha, el sufrimiento causado por vencer al fascismo que tuvo lugar en España no ha contado nada a la hora de construir una Europa que quería ser la respuesta a las lógicas perversas que llevaron a la destrucción de Europa.

             No sé si es una coincidencia casual el hecho de que en España cada vez más se estudie la guerra civil como el prólogo de la II Guerra Mundial. No se trata tanto de restablecer una verdad histórica (algo incuestionable) sino de reflexionar sobre la relación de la Europa que sale de la II GM con España o, si se prefiere, de ponderar la calidad de la construcción europea. Me parece ilustrativo a este respecto el libro de Félix Santos(6), Españoles en la Alemania nazi. Testimonio del III Reich entre 1933 y 1945. Este libro consigue rescatar de una manera muy plástica esa relación de España con Europa o, más exactamente, en qué sentido España era la encrucijada de la época. Lo que sacamos en limpio es que, en contra de lo que decía Ortega y Gasset que "España era el problema y Europa la solución", hubo un tiempo, el de la República, en el que Europa era el problema y España formaba parte de la solución. En este país el fascismo estaba bien representado: intelectuales como Dionisio Ridruejo, Laín Entralgo, Antonio Tovar dan fe de ello. El entusiasmo rozaba con lo ridículo. Hay que estar ciego para quedarse boquiabierto, como escribía Tovar, "con los andares de Hitler". Una ceguera semejante, en cualquier caso, a la de Martin Heidegger que respondía a las prudentes recomendaciones de los amigos de que moderara su devoción a Hitler, "vean las manos de Hitler y verán enseguida lo extraordinario"(7). Eran fascistas que si no hicieron más daño fue porque no sabían, pero no porque carecieran de voluntad. Había fascistas españoles en sintonía con los italianos y alemanes, pero también clara conciencia crítica del alcance del fascismo. La República sabía que lo que aquí se jugaba no era un cuartelazo más, sino esa forma de barbarie llamada fascismo con lo que eso suponía de liquidar conquistas civilizatorias seculares. "El hombre nuevo" estaba construido sobre el concepto de raza, de renuncia a la libertad, de sometimiento a la voluntad del Führer. Los escritos de Chaves Nogales dan fe de ello. Escribe en 1933: "Hitler va positivamente a cumplir desde el poder sus promesas de extirpación de los judíos. Conste que esta palabra extirpación es suya" (Santos, 2013, 244). Dada la implicación de España en la lucha antifascista y, por tanto, en la lucha por salvar la herencia europea.

             La República sabía que aquí se jugaba la suerte de Europa pero los países democráticos y posibles aliados prefirieron, primero, contar con las simpatías del Fürher, y cuando este fue vencido, con las de Franco. Les era más rentable. Ahora bien, es en ese momento de derrota del fascismo cuando se consuma la marginación de España o la expulsión de Europa: cuando los liberados de Buchenwald, como Semprún, o de Mathausen, que eran miles, no pueden volver a su patria; tampoco Largo Caballero. El Primer Ministro francés, Leon Blum, recluido en un palacete de Weimar, a cierta distancia del Buchenwald, volvió con todos los honores. El antiguo Primer Ministro acabaría siendo Presidente de la República.

             5. Con lo dicho queda manifiesto que la transición del olvido acabó en fracaso, esto es, en una pluralidad de memorias que luchan por la hegemonía. La importancia que tiene la memoria republicana para la comprensión de la crisis institucional y económica no significa, empero, que sea ella la respuesta adecuada. Hay un elemento nuevo que nos obliga a situarnos frente al pasado y por tanto frente a la memoria de una manera diferente: el deber de memoria. Es una particularidad nuestra, de los nacidos en estos tiempos marcados por la experiencia de la barbarie. El deber de memoria no consiste sólo en acordarse de los judíos, sino en algo más.

             Es entender que la memoria es un grito o, mejor, el gesto intelectual que sigue al grito. Me explico: cuando las víctimas son liberadas, gritan "nunca más". Lo que han vivido no puede repetirse, para evitarlo ellas tienen una propuesta que choca con la opinión de todos, incluso de los Aliados que las liberan: el deber de memoria. No el plan Marshall, o la constitución democrática para Alemania o más progreso. No: memoria. ¿Por qué? porque han vivido algo inimaginable, impensable, algo que no está en los libros, ni en la memoria de la humanidad. Eso tan monstruoso pero que ocurrió, lo debemos tener siempre presente. No lo podemos olvidar.

             Si es tan importante su memoria, no podemos confiar que de ello se encarguen los políticos, los economistas, los técnicos, los científicos. ¿Por qué? porque antes de que ocurriera no se enteraron y después de que ocurriera no lo dan excesiva importancia, en cualquier caso, no tanta como para erigirlo en deber de memoria. ¿Acaso, nos dicen, no es este mundo mejor que el de ayer? ¿Y qué es lo que le ha mejorado: la memoria o el progreso? Por eso no podemos fiarnos de ellos, porque piensan que la respuesta a la victimación es el progreso, cuando ha sido una de sus causas.

             Sólo nos podemos fiar de las víctimas, de sus testimonios, de su experiencia. Dicen algo fundamental que todos sabemos pero que nadie se ha tomado en serio: que la historia se ha construido sobre víctimas y que si queremos acabar con esa lógica histórica hay que convencerse de que el sufrimiento debe ser la condición de toda verdad. Deberíamos entonces repensar la política, la ética y la estética como respuesta al sufrimiento. Adorno lanzó aquella pregunta de si era posible hacer poesía después del horror de los campos de exterminio: ese era el camino de la estética a la luz del deber de memoria. El de la ética tendría que ser la respuesta al título del libro de Levi Si esto es un hombre. Y la política, la voluntad de justificarla sobre otras bases distintas al progreso.

             6. Es imposible adentrarse en el estudio de la crisis institucional de la democracia española sin preguntarse ¿qué se puede hacer?

             No hay recetas, sino un enorme vacío cultural que es el que nos convoca. Entre las exigencias morales y lo que realmente pasa hay un abismo o, mejor, un vacío, que explica la no traductibilidad de la moral a la política. Esa incomunicación explica que ante las más clamorosas denuncias referidas a la corrupción, al incumplimiento de las promesas o al descaro de los jueces en la impartición de la justicia, no pase nada.

             Por eso hay que afanarse en conquistar ese espacio. Hay que dar importancia a la cultura, a la formación. Luego vendrán las transformaciones de la realidad. Para no quedarme colgado de ese vacío, apuntaré algunos capítulos de ese master de formación cívica.

             Habría que revisar, en primer lugar, el modelo de político. Domina el que propuso Mandeville, "vicios privados, virtudes públicas" y habría que cambiarle por el aristotélico que habla del político virtuoso. Las buenas prácticas políticas son el resultado de políticos virtuosos, entendiendo por virtud política estas tres notas: que sepa del asunto; que haya demostrado madurez en la toma de decisiones; y que haya demostrado que cuando toma una decisión es capaz de resistir las presiones. Hoy añadiríamos una cuarta nota a la virtud aristotélica que prime entre los criterios de decisión, la compasión. Con estos criterios despediríamos al 90 % de los políticos españoles.

             En segundo lugar, revisar la constelación relativa a las identidades colectivas. Estamos en tiempos posnacionales. Helmut Dubiel avanza la innovadora idea de que “estamos pasando de una forma de legitimación colectiva basada en la tradición –es decir, en el culto al patriotismo, a los grandes hombres y gestas- a otra, mucho más democrática, que integra la memoria de las injusticias sobre la que está construido nuestro presente”(8). La identidad colectiva no vendría entonces de la parte triunfante de nuestra historia sino que serían " más bien las culpas compartidas en común a lo largo de su historia las que han creado en los seres humanos un sentido existencial de pertenencia determinado por sentimientos de culpa reprimidos”. Lo que quiere decir es que el secreto del vínculo común no sería la sangre, ni siquiera estaría basado en la libre elección de sus miembros "sino en la complicidad silenciosa”, esto es, en esos excluidos que todos tendríamos como base oculta de lo que somos o queremos ser. Se entiende ahora la propuesta inicial de que la memoria obliga a repensar los conceptos de ciudadanía y de nacionalidad porque rompe las fronteras espaciales y temporales que los amparan. No podemos plantearnos el tema de los nacionalismos sin tener en cuenta sus brutales resultados en el siglo XX y la violencia sobre la que se han construido. Lo que se nos está diciendo es que las generaciones siguientes, nosotros, no podemos plantearnos el tema de la cuestión nacional sin tener en cuenta la experiencia de la barbarie. Esto explica que haya un vínculo que une Auschwitz con esta Catalunya que hoy habla de soberanismo. Esto nada tiene que ver con el insulto, frecuente por cierto, que tacha a los nacionalistas de nazis. Eso, además de una injusticia, es una frivolidad. El punto de conexión entre independencia y barbarie es otro y consiste en reconocer que, en virtud del deber de memoria, vivimos tiempos posnacionales. No podemos plantear el tema del soberanismo como si la barbarie nazi no hubiera ocurrido. La única manera consecuente de plantear el problema de la identidad colectiva es haciéndonos cargo de lo excluido por ese proceso. Sólo así conseguiremos que la identidad resultante no sea de nuevo excluyente.

             Otro campo que revisar es el de la ciudadanía tan ceñida a la tierra y a la sangre. eso explicaría en no lugar del emigrante. Auschwitz es la estación terminal de la apoteosis de la tierra y de la sangre. Habría que pensar la ciudadanía de suerte que los derechos ciudadanos transcendieran la voluntad de los Estados. La experiencia del exiliado -de aquel que siendo de dentro ha sido privado de sus derechos en su propia tierra- es rica de posibilidades. El exilio como forma de existencia, tan fundamentalmente pensada por la diáspora judía, abre el camino a una concepción universalista de la ciudadanía.

             Cualquier campo, teórico o práctico, es decisivo en esa batalla por el espacio que media entre el deber moral y la realidad práctica. De momento y desde tiempo inmemorial está en manos de los que con tanto éxito predican que no hay alternativa, que otro mundo no es posible. Tienen razón pero no porque no sea posible sino porque ellos lo han imposibilitado.

Reyes Mate (Conferencia en el V Simposio Internacional "Memoria y Narración. Influencias nacionales y contextos locales", organizado por la línea de investigación del IF del CSIC "Jusmanacu", Madrid, 12 de noviembre 2013).

 NOTAS

 1. Solemos asociar transición española a proceso pacífico, pero basta evocar nombres como Montejurra, Vitoria o Atocha, para tomar conciencia de que no fue así.

2. El autor habla de un "equívoco o malentendido", que formula así: "que los franquistas no se sintieron realmente concernidos por una norma que suponía aceptar, de alguna manera, que de su lado también se habían cometido crímenes por los que, por otra parte, ni se les pasó por la cabeza que alguien se atreviese a pedirles responsabilidades". En "Amnistía como coartada", en El País, 9 de noviembre del 2013.

3. A este lema respondieron los alemanes más conscientes con un "wir sind das Volk", que les sirvió de poco.

4. Donde mejor se aprecia el principio de la exclusión es en los límites que plantea cada Estado al ejercicio de los derechos humanos de los que no son de ese Estado.

5. Decía Azaña: "Es obligación moral sacar de la musa del escarmiento el mayor bien posible. Y cuando la antorcha pase a otras generaciones, piensen en los muertos y escuchen su lección: esos hombres han caído por un ideal grandioso y ahora que ya no tienen odio ni rencor, nos envían el mensaje de la patria que dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón".

6. Félix Santos, 2012, Españoles en la Alemania nazi. Testimonio del III Reich entre 1933 y 1945, Endymion, Madrid.

7. Lo cuenta Karl Jaspers, 1990, Notas sobre Heidegger, Mondadori, Madrid, 105.

8. Helmut Dubiel, “La culpa política” en Revista Internacional de Filosofía Política, 14, (diciembre de 1999), 1-14.