15/8/21

Memoria democrática, una ley necesaria que puede decepcionar

             Una nueva ley sobre memoria histórica en España era necesaria porque la anterior, la del 2007, había dejado un par de cabos sueltos de gran importancia. Había que anular, en efecto, las inmorales e ilegales condenas franquistas a los que fueron leales al entonces vigente Estado de Derecho, y, además, el Estado tenía que hacerse cargo, en nombre de la verdad, de la búsqueda de los desaparecidos.

             Creo, en todo caso, que el Proyecto de Ley de Memoria Democrática, aprobado en el consejo de ministros del pasado día 20 de julio, es francamente mejorable. Hoy tenemos una conciencia del alcance de la memoria histórica que no teníamos hace quince años, cuando la Ley Zapatero. Entonces se identificaba memoria con justicia, de ahí la importancia de la reparación, claramente detectable en el mismo título de aquella ley. Estaba clara la intención de reparar lo reparable en ”quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura”. Se dieron pasos pero se dejaron esos cabos sueltos que ahora se atan para hacerles justicia.

             Estamos moviéndonos, en esta nueva ley, en el orden de la justicia, pero –y esta es la novedad- la memoria es más que justicia. Hoy sabemos que es, sobre todo, “nunca más”. No es lo mismo, en efecto, centrarse en reparar el pasado que propiciar un nuevo comienzo. La justicia a las víctimas es imprescindible, pero no basta para dejar el pasado atrás e inaugurar un nuevo tiempo.

8/8/21

El José Jiménez Lozano que he conocido

1. El primer Jiménez Lozano que conocí fue “el intelectual”, a mediados de los años sesenta. Ya sé que esta referencia no le hubiera gustado mucho, que por algo él distinguía entre “intelectuales” e “inteligentes”. Sin embargo, he encontrado entre mis papeles una copia del texto “El oficio y la tierra”, de 1989, que escribió con motivo del premio “Castilla León” que se le había concedido. De la mano de Julien Benda, el autor de La trahison des clercs, no ahorra crítica a esta familia, los intelectuales, “por haber traicionado su específico deber de preservar los valores del conocimiento y de la expresión artística en el ámbito de lo no útil ni instrumentalizable”. Ahí se despacha a gusto. Ahora bien, si denuncia una traición es porque hay nobles tareas que son memorables aunque hayan sido traicionadas. Lozano habla de un espacio - el de la cultura- que debería entregarse “a la búsqueda del sentido del mundo, la simbolización de lo real, el intento de penetración y conocimiento de los seres y las cosas y su relación existencial con el yo del hombre”. Eso sería un ejercicio noble del intelectual, que debería hacerlo de una manera callada, al margen de las doxas y modas, como hacía el pulidor de lentes de Amsterdam, al que Jiménez Lozano tenía tanta fe.

             Por cierto, este encuentro con Baruch Spinoza, que Jiménez Lozano tanto privilegia, merece una reflexión. Nada a primera vista más alejado del mundo espiritual de Lozano que este “frío sefardita”, como decía de él sin complacencias otro judío, esta vez askenazi, Hermann Cohen. El racionalismo filosófico de Spinoza, que le empuja a escribir una Ethica more mathematico, casa mal con una escritura tan compasiva como la de Jiménez Lozano. ¿De dónde le venía la simpatía? Quizá de su discreta vida, pero hay algo más. Este filósofo, con aires tan racionalistas, es al tiempo un “marrano de la razón”. En su marranismo está inscrita una sensibilidad, forjada en muchos sufrimientos vitales, que le hacían ver el mundo con una luz que iluminaba el mundo de Jiménez Lozano. En su galería de “auctoritates” estaban no sólo los que desprendían gran luz sino los que eran vistos con su singular mirada.

             Volviendo al tema de los intelectuales hay que decir que Jiménez Lozano salva  un tipo de intelectual, que ahora podemos rescatar, porque se le parece. Se parece al menos a aquel Pepe de los sesenta que se había hecho un nombre gracias a sus crónicas del Concilio Vaticano II. En aquellas Cartas de un cristiano impaciente”, lo que brillaba no era tanto el sabueso periodista que aporta información secreta sobre los debates teológicos, cuanto la significación histórica, para España, de lo que en Roma se iba decidiendo.

La muerte de los españoles o las sinrazones de su malvivencia

            La muerte es la hora de la verdad. Este dicho taurino no es más que la expresión de una tradición hispana que ha considerado el momento de la muerte como el tribunal que dictaba sentencia definitiva sobre el cara o cruz de la vida. Pero no es el Padre Eterno de la creencia religiosa quien pronuncia el veredicto. Son los caciques de cada casta los encargados de velar para que cada guerrero ocupe su definitiva morada. Y así, en torno a la tumba de cada español, se ha representado, con la hondura trágica que da la autoridad de la muerte, el drama de la malvivencia entre españoles.

          José Jiménez Lozano ha rehecho la historia de España recogiendo los gritos y clamores de las tumbas. Ha hecho un libro extraordinario, logrando una profunda interpretación de los aspectos más misteriosos de nuestro destino. No es un libro histórico, aunque cada juicio esté avalado por una científica investigación histórica. Ni es un libro político, si bien en pocos estudios aparecen señalados tan bien como aquí los claroscuros de nuestra sociedad. Es una reflexión filosófica sobre la verdadera historia del pueblo español.